CAPÍTULO I

UNA CONVOCATORIA DEL «PINO SOLITARIO»

Pese al tiempo que llevaba interna en el pensionado de Castle, la joven Peter no podía evitar que la dominase un intenso nerviosismo al aproximarse el último día de clase. Siempre le había ocurrido lo mismo. Y aquella vez, aunque había cumplido ya los quince años y esperaba obtener su certificado de estudios a principios de verano, se sentía tan excitada como al término de su primer curso, cuando sólo tenía diez años y murmuraba, embelesadamente… «Mañana volveré a casa. Mañana veré a papá… ¡Mañana subiré por el sendero de la cañada, para llegar a mi adorada Hatchholt!».

La víspera del comienzo de las vacaciones de Semana Santa, al sentarse a la mesa para tomar el desayuno, la muchacha dirigió una mirada en torno suyo y se preguntó, sinceramente asombrada, cómo era posible que todas sus risueñas y locuaces condiscípulos fueran capaces de sentir apetito en un día tan importante. Se volvió entonces hacia la chica que se sentaba a su izquierda y le dijo:

—Puedes quedarte con mis albóndigas de pescado, Margaret. Yo no tengo mucha hambre… y supongo que tú no las despreciarás.

—¡Desde luego que no! —repuso su compañera—. Hoy me siento igual que de costumbre; un poco más voraz, quizás. ¿Qué es lo que te ocurre a ti?

—Nada; absolutamente nada. Sólo me apetece una taza de té.

—¿Sí? Pues… la verdad es que estás algo pálida; pero será preferible que no le digas nada a la directora, no vaya a ser que suspenda las vacaciones por temor a una epidemia; ¡aunque tengas la gripe!

Con una sonrisa, Peter se recostó en su asiento y empezó a desmigajar su ración de pan. Notaba un nudo en su garganta, y percibía claramente el acelerado latir de su corazón, en tanto se decía que ninguna de aquellas chicas, en cuya compañía pasaba la mayor parte del año, podía amar a sus hogares como ella amaba al suyo… a pesar de que el suyo fuese un hogar bastante singular. Cierto era que también había en el colegio de Castle otras tres alumnos que, al igual que ella misma, no tenían madre, lo cual suponía, en cierto modo, un punto de afinidad; pero ninguna más que ella vivía en una pequeña y aislada casita situada a media ladera de una colina de Shropshire, con un cariñoso papá que tenía a su cargo la vigilancia y cuidado de uno de los embalses que suministraban agua a las poblaciones del Midland. Por lo demás, la única otra chica que poseía un caballo era Joanna, la que se sentaba al extremo de la mesa de al lado; pero aunque Peter no había visto nunca al referido animal, estaba segura de que se trataba de un soberbio ejemplar de pura raza, muy diferente en verdad, de su dócil y tranquila yegua «Sally».

Aún no había encontrado Peter a ninguna otra persona que supiese tanto como ella acerca de la vida campestre, ni que tuviera parecida afición a los pájaros y a las mil manifestaciones de la Naturaleza. No conocía a nadie que hubiese trepado tantas veces a las cumbres de las colinas, para recoger bayas de arándano más arriba de los nacimientos de los ríos, ni que hallara semejante complacencia en contemplar las miríadas de estrellas con que el firmamento se engalanaba en las noches despejadas. Ahora bien: todo esto no impedía que Peter se sintiese feliz en el internado. Por supuesto que no le faltaban amigas; pero ninguna de éstas había llegado a intimar con ella. Y la verdad era que hasta el verano anterior, en que los Morton pasaron una temporada en la vecina finca de Witchend, siempre había preferido la muchacha hallarse a solas que en compañía de los demás. Claro es que después de las emocionantes aventuras vividas con los Morlón, su amistad con estos chicos había adquirido muy firmes caracteres. Anhelaba reunirse nuevamente con ellos. Y en el momento en que empezaba a preguntarse si recibiría aquella mañana alguna carta de David, la directora se puso en pie y redujo al silencio a ciento sesenta chicas; y al cuerpo docente del colegio. Acto seguido, y tras haber contestado con un clamoroso «Amén» a la acción de gracias, todas las alumnos salieron del comedor. La correspondencia que se recibía por las mañanas en el colegio de Castle era colocada normalmente sobre el revellín de la chimenea del vestíbulo. Peter se anticipó a sus compañeras, para rebuscar en el montón de cartas, hasta que encontró dos dirigidas a su nombre. Se extrañó entonces al comprobar que una de ellas la remitía su padre, del que había recibido otra el día anterior, y a la par que se decía que el remitente debía de haberse olvidado de comunicarle alguna noticia importante en su precedente carta, echó una ojeada al segundo sobre, cuya dirección aparecía poco menos que ilegible. Y ciertamente: la palabra «Peter» había sido tachada y reemplazada con la siguiente expresión: «Petronella Sterling, Casa Pollards, Colegio de Castle-Shrewsbury». En el dorso del sobre vio la chica el burdo dibujo de un pino, bajo el cual figuraba un breve mensaje, impreso, con tinta de copiar: «HEMOS LLEGADO AQUÍ ¡LOS DOS!».

Y no pudo evitar una sonrisa, al recordar que los traviesos mellizos tenían que decir siempre la última palabra. A mitad del corredor que conducía a los alojamientos de las internas había una ventana cuya baja mesilla servía de asiento. Acomodóse allí Peter; y una vez que hubo rasgado el primer sobre, sacó del mismo la carta de su padre y empezó a leer:

«Querida Petronella: Tengo que comunicarte unas sorprendentes novedades que, según estoy temiendo, habrán de alterar nuestros proyectos. El lunes pasado, en cuanto el cartero Ward recogió la carta que te mandé últimamente, sonó el timbre del teléfono. Supongo que recordarás cuánto me opuse a la instalación de este aparato que tanto me disgusta. Y lo cierto es que desde la fecha de su colocación, a raíz de los acontecimientos del pasado verano, sólo he recibido por su intermedio inquietantes noticias. Pues bien: tampoco ha variado la calidad de las mismas en esta ocasión…».

Impaciente, Peter apartó su vista de la línea que estaba leyendo, para llevarla al pie de la página, en busca de la «inquietante noticia», y a fin de evitarse el largo preámbulo; pero en seguida recordó que su padre acostumbraba a emplear circunloquios, antes de participar una importante novedad, Y puesto que de una u otra forma tendría que volver al principio de la carta, para enterarse por completo de su contenido, exhaló un suspiro y prosiguió su lectura en el mismo sitio donde la había abandonado.

«… la calidad de las mismas en esta ocasión. Me han ordenado que el próximo jueves me presente en las oficinas de la Compañía de Aguas de Birmingham, indicándoseme de paso que debo permanecer durante varios días en esa abominable ciudad. Comprenderás seguramente, querida Petronella, que no me queda otra opción que cumplir dicha orden, y que por tanto, no podrás venir a Hatchholt en la citada fecha. Consecuentemente, he telegrafiado a tus tíos de Barton Beach, los que viven en la finca “Siete Verjas”, para pedirles que te alojen en su casa hasta que tú y yo podamos regresar a Hatchholt, y ellos han contestado afirmativamente. No sé cuánto tiempo estaré ausente; pero creo que te conviene enviar tu baúl a Onnybrook, para que lo traigan a casa, y que el jueves te marches a Barton Beach, llevando en tu mochila las cosas que puedas necesitar.

Ayer fui a Witchend, para visitar a tus amiguitos. Todos ellos están estupendamente, y en especial, los dos gemelos, a los que encontré en muy buena forma. Ya sé que mi vista no es tan aguda como en otros tiempos; pero así y todo, juraría que esos pequeños se parecen entre sí mucho más que el verano pasado, y que su extraña aptitud para conversar al mismo tiempo y adivinarse mutuamente el pensamiento ha experimentado en estos meses mayor impulso, en lugar de disminuir. La señora Morton tuvo la amabilidad de sugerir que estuvieses con ellos hasta mi regreso de Birmingham; pero yo prefiero que vayas a «Siete Verjas». «Apenas si recordarás a tu tío Micah; y en cuanto a tu tía Caroline, sé que no la conoces todavía. Tampoco la conozco yo muy bien, pero después de las repetidas veces que te ha invitado a pasar unos días en su casa, resultaría bastante descortés seguir rehusando su hospitalidad. Es posible que tío Micah te parezca un tanto extraño; y lo mismo digo, por lo relativo a la vida en una granja de considerable extensión. Sin embargo, estoy seguro de que sabrás corresponder a las atenciones de tu tía, prestándole toda la ayuda que te sea posible».

Sonrió Peter al leer una referencia a David Morton, el cual, en opinión de su padre, había crecido notablemente y continuaba mostrándose muy respetuoso con los mayores, a los que escuchaba con la máxima atención. Y sin que la sonrisa desapareciera de sus labios, siguió leyendo:

«Mañana vendrá David a Hatchholt, para salir de paseo con “Sally”. No te preocupes; tú le has enseñado a montar correctamente, y nada puede ocurrirle a tu yegüita.

»De sobras sabes, querida Petronella, cuánto me disgustan estas alteraciones. De todos modos, confío en que harás lo que esté a tu alcance para complacer a tus tíos. Y espero que recibiré mejores noticias que el año pasado, con respecto a tus estudios. En cuanto sepa la fecha de mi regreso a Hatchholt, te escribiré o te mandaré un telegrama.

»Recibe mil cariños de tu padre que te quiere,

JASPER STERLING

P. D.—En este correo le escribo también a la directora de tu colegio».

A través del velo de sus contenidas lágrimas, Peter advirtió que las otras alumnas pasaban en tropel junto a ella, para dirigirse al Salón de Actos del colegio, donde habría de verificarse la «entrega de premios». No era extraño que todas ellas estuviesen contentas, puesto que sus planes no habían sufrido menoscabo. En cambio, la desconsolada Peter daba por perdidas sus soñadas vacaciones; no podría ver mañana a su padre ni a «Sally»… ni tampoco a David, ni a los mellizos ni a Tom… Y pensar que aquellas fiestas de Pascua iban a ser las mejores que había disfrutado en su vida… Siempre se había sentido entusiasmada, al llegar tan señaladas fechas. Y ese año esperaba divertirse mucho, mostrando a sus amigos las diversas manifestaciones con que la primavera anuncia su aparición en las colinas de Shropshire. Habrían realizado juntos largas excursiones, a pie o en bicicleta, por los alrededores de Onnybrook; podrían haber ido a explorar otras cañadas, desconocidas aún para ellos; habrían vuelto a reunirse con Tom Ingles, para reanudar las tareas del Club del Pino Solitario, tras la forzada inactividad consecuente al invierno; todo ello, sin contar los buenos ratos que habrían pasado en la finca de Witchend. Incluso habría sido posible que la señora Morton la hubiese invitado a quedarse un par de días en su casa, al igual que sucedió en las pasadas Navidades, cuando todos se habían sentado en torno a la mesa de la cocina, para jugar amigablemente al calor de la lumbre. Y en realidad, esto era lo que acababa de hacer la madre de sus amigos; pero su papá había rehusado la invitación, pues prefería que ella fuese a «esa odiosa finca de las Siete Verjas», en la opuesta vertiente de los Stiperstones. Apenas si recordaba la chica la única ocasión en que había estado en dicha finca, muchos años atrás. No estaba allí entonces tía Caroline, sino tan sólo el tío Micah. Y por cierto que siempre le había extrañado a Peter que ese hombre barbudo y corpulento pudiera ser hermano de su padre; como que aún se estremecía al recordar el momento en que él la alzó en brazos para darle un beso. Y ahora le pedía su papá que fuera a esa vieja granja, a la que casi había olvidado… para visitar a una tía a la que no conocía… y a un ceñudo tío cuya hirsuta barba le asemejaba a un profeta del Antiguo Testamento…

En esto, la alegre voz de Margaret la distrajo de sus tristes reflexiones:

—Pero, Peter: ¿qué es lo que te ocurre? Estás muy alicaída y… ¿Piensas pasarte aquí toda la mañana? Ven; acompáñame. Vamos a llegar tarde a la entrega de premios.

Con un suspiro, Peter se puso en pie. Y su amiga la miró escrutadoramente, al par que inquiría:

—¿Malas noticias, quizá? Perdóname si soy indiscreta, pero…

—No es nada —repuso la interrogada, pasando un brazo en torno a los hombros de su compañera—. Gracias por tu interés. En realidad… me siento perfectamente. Lo único que ocurre es que no podré ir mañana a casa. Tengo que ir a casa de unos parientes a los que no conozco, hasta que papá regrese de un viaje.

A poco de entrar Peter y Margaret en el Salón de Actos, la directora ocupó su sitio en el centro del estrado y dio comienzo a la lectura cíe la lista de clasificación. En medio del bullicio provocado por los aplausos y la excitación general, Peter recordó que no había abierto todavía lo otra carta. Había introducido ambos sobres en el escote de su bata, y todo parecía indicar que los dos se habían deslizado hacia abajo, hasta su cintura, pues por más que se palpó, nervosamente, no pudo localizarlos. Se sobresaltó entonces, al notar que Margaret le daba un codazo y le susurraba al oído:

—Tú, pedazo de boba… ¡Peter!… Que te han nombrado. Levántate y ve a recogerlo. Presa de súbito encogimiento, ruborizóse la advertida y se levantó lentamente, al par que la directora repetía:

—Premio Literario del Curso Superior… Petronella Sterling.

Pero hasta que no hubo regresado a su asiento no se dio cuenta de que el citado premio consistía en el más deseable de todos los libros: un ejemplar de «Bevis», original de Richard Jeffries. Y era que hasta aquel momento no había recordado el trabajo sobre literatura que con tanto afán había acometido, semanas atrás, y uno de cuyos temas llevaba este título: «Invierno en la Montaña». Se olvidó momentáneamente de sus preocupaciones, a cuenta del legítimo orgullo consiguiente a la obtención de aquel premio. Y sonrió, satisfecha y complacida, mientras Margaret y otras chicas que se sentaban a su alrededor alargaban el cuello para observar curiosamente la vistosa cubierta del libro. Mientras más tarde, y entre vítores dedicados a las profesoras, a la directora y a las alumnos que marchaban de vacaciones, se dio por finalizado el acto, con el que se iniciaba oficialmente el período de descanso de Semana Santa; pero Peter no pudo hallarse a solas para leer la segunda carta hasta después de la comida del mediodía. Dos hojas de papel contenía el referido sobre, la primera de las cuales había sido plegada varias veces, hasta convertirla en un pequeño cuadrilátero, en una de cuyas caras aparecía el mismo signo que figuraba al dorso del sobre: En cuanto al mensaje, no podía ser más sucinto:

«CLUB DEL PINO SOLITARIO.

—Aviso.—

La primera reunión se celebrará en el campamento del Pino Solitario el próximo viernes a las dos de la tarde. Deberán asistir todos los miembros. Llegad por separado. Mantened el secreto.

—Urgente y confidencial.—

Destrúyase esta nota después de leída.

Firmado David MORTON (Jefe del Club)».

Exhaló Peter un hondo suspiro, al pensar que ero eso, precisamente, Io que ella había estado deseando; pero el destino se empeñaba en que el club celebrase la asamblea sin su presencia. La otra misiva había sido escrita en una hoja de la libreta de notas de David. Entristecida, leyó la chica:

«Querida Peter:

»Habíamos concertado la junta en el campamento del Pino Solitario, antes de que tu padre nos dijera que no ibas a venir aquí hasta dentro de unos días. Mala suerte. Estamos todos bastante aburridos, y deseamos verte pronto. Tu padre parecía hallarse un poco desanimado; y aunque mamá le dijo que podrías quedarte en casa, con nosotros, él le agradeció la invitación y le indicó que tú tendrías que ir a una finca de nombre un poco raro, situada al otro lado de los Stiperstones. Dickie pregunta si es ésa la misteriosa granja de la que nos hablaste el año pasado, pues en caso de que así fuera, le gustaría ir allí para practicar exploraciones. Y desde luego que todos los demás opinamos lo mismo. De cualquier forma, no podremos divertirnos sin ti, de modo que en cuanto llegues a ese lugar, escríbenos inmediatamente, informándonos qué tal aspecto presenta, y si hay posibilidades de aventuras. Mañana iré a Hatchholt, para buscar a “Sally”. No te importará que la monte un rato, ¿verdad que no? Dicho sea de paso: anoche estuve hablando con Tom. También se siente aburrido, y quiere saber cuándo vas a volver por aquí. Y nada más por ahora. Recibe muchos besos de mamá y de Mary, y el sincero afecto de tu amigo:

DAVID

P. D.—Siempre decíamos que algún día iríamos a explorar los Stiperstones, ¿recuerdas? Contesta pronto, y dinos qué posibilidades se ofrecen para hacer tal cosa.

Convencida de que no le quedaba más opción que resignarse y sacar el mejor partido posible de la situación, Peter trató de consolarse al pensar que tal vez se le presentaría la oportunidad de disfrutar con alguna aventura, durante su estancia en «Siete Verjas», y que después de todo, sólo tendría que permanecer allí muy pocos días, hasta que su padre regresara de Birmingham. A continuación, volvería a reunirse con sus amigos.

Algo más animada con tales pensamientos, marchó al cuarto de las maletas y se entretuvo allí una buena media hora, dedicada a la limpieza y lubrificación de su bicicleta. Luego realizó las necesarias variaciones, por lo concerniente al envío de su equipaje a la estación de Onnybrook; y seguidamente, hizo gala de todas sus dotes de persuasión, para que la mayordomo dejase de refunfuñar y le permitiera sacar algunas cosas de su cerrado baúl, a fin de guardarlas en su mochila. Más cordial fue, ciertamente, la actitud de la directora, la cual la recibió con amable sonrisa, cuando ella fue a verla a su despacho, al par que le informaba:

—Acabo de recibir una carta de tu papá, Peter. Espera un momento, hasta que haya arreglado la cuenta de Griselda; porque creo que me debe ocho chelines y dos peniques… y la verdad es que eso parece imposible. Siéntate ahí. Si necesitas un mapa de la región de Shropshire, lo encontrarás en el segundo estante de la biblioteca. Elige la ruta que has de seguir, mientras yo termino con este engorro. En seguida te atenderé.

Esa misma noche, y tras profundas consideraciones, Peter decidió hacer cuanto le fuera posible porque sus amigos los Morton y Tom Ingles se reuniesen con ella en la finca de Siete Verjas. A punto de acostarse, su condiscípulo Margaret entró en el cuarto y corrió la cortina tras de sí, antes de sentarse en el borde de la cama y decirle:

—Enhorabuena por ese Premio de Literatura. Por supuesto que te lo has merecido.

Tal elogio, procedente de Margaret, resultaba un tanto inusitado, por lo que Peter supuso que alguna otra cosa se ocultaría tras dicho preámbulo. Y así fue, en efecto, pues inmediatamente agregó la recién llegada:

—Creo que no tendrás más remedio que ir a casa de tus parientes, ¿verdad, Peter? Quiero decir… que no parecías muy contenta, con esa perspectiva. Por eso, he estado preguntándome si… si te gustaría pasar estas vacaciones en mi casa. Sé que a mi familia le agraciará tenerte allí, conmigo. Podrías quedarte con nosotros hasta que tuvieras que volver a tu casa… Es decir: si es que de verdad te agrada la propuesta.

Peter se sentía bastante confundida. Sus relaciones con Margaret no habían alcanzado nunca caracteres de íntima amistad, pese a lo cual, no podía por menos que reconocer el generoso rasgo de su compañera. Así se lo hizo saber a ésta, explicándole los motivos que le impedían, aceptar su invitación.

—De acuerdo, Peter —repuso Margaret con un suspiro—. Es que había estado pensando… Desde luego que me hubiera gustado pasar estas vacaciones en tu compañía; porque ahora que mi hermano está movilizado, el ambiente de mi casa es un poco triste, ¿comprendes? Y no me divierto mucho durante las vacaciones. En cambio, tú… ¡Oye! ¿No me dijiste una vez que el verano pasado habías disfrutado con una excitante aventura? ¿Por qué no me la cuentas ahora? No creo que tengas sueño. En realidad, ninguna de nosotras será capaz de dormir muchas horas esta noche. ¿Qué ocurre, Peter? ¿Algún episodio romántico?

—¡Oh, nada de eso! —respondió la interrogada, con una risita—. Pero ten en cuenta que si te lo refiero, habrás de jurar que no lo revelarás a nadie, porque eso es lo que prometimos todos los relacionados con el asunto. ¿De acuerdo, Margaret?

Asintió su amiga.

Y después de formular solemnemente el solicitado juramento, se dispuso a escuchar el relato de la aventura corrida por Peter en el pasado verano.

—Yo vivo en un sitio muy solitario —empezó diciendo Peter—, que a veces pasan muchos días sin que mi padre y yo veamos a ninguna otra persona, a excepción del viejo cartero. Nuestra casa está situada en la ladera oriental del monte Long Mynd; y hay allí bastantes cañadas; pero la vertiente que mira hacia Gales está cubierta por densos bosques y matorrales, con muy pocos senderos. El valle más cercano al de mi casa se llama Cañada Oscura. Y el siguiente es el de Witchend, donde se encuentra la finca del mismo nombre, y algo más abajo, la granja de Ingles, llamada así por el nombre de su propietario. El verano pasado llegó a Witchend la familia más simpática que te puedas imaginar. Se establecieron allí, a causa de los bombardeos que se suceden en Londres. El padre, «mister» Morton, se incorporó a las Fuerzas Aéreas; y la señora Morton prefirió irse a vivir a Witchend con sus tres hijos: David, el mayor, y los dos gemelos, Dickie y Mary. David tiene quince años, igual que yo; y los mellizos, nueve. Por más que te esfuerces, no conseguirás hacerte una idea de lo que son estos dos chicos; parecidísimos entre sí, por supuesto; pero su característica más sorprendente es que siempre obran de mutuo acuerdo, y en muchas ocasiones se adivinan el pensamiento, sin necesidad de expresarlo con palabras.

Hizo una pausa la que hablaba, antes de proseguir su narración:

—La primera vez que los vi se hallaban perdidos en los montes, más arriba de la Cañada Oscura; y Dickie se había caído en un pozo de fango. Recuerdo que. Mary se puso furiosa porque yo dije que su hermano gemelo olía a demonios cuando lo sacamos de allí. Luego fuimos todos juntos a mi casa, y a continuación, exploramos la montaña durante un rato… y seguimos a escondidas a un desconocido que andaba merodeando por allí. Los mellizos mencionaban algunas leyendas acerca de los montes Stiperstones, adonde yo tengo que ir mañana, y que les había contado un marinero al que conocieron en el tren, durante el viaje de ida a Witchend. Aquella tarde bajamos por la ladera opuesta del Mynd, hasta que llegamos a una casa que se llama Appledore. Yo sabía que una señora… la señora Thurston, había alquilado esa finca. Entramos allí, para pedir un vaso de agua, y aquélla nos invitó a merendar. Era una mujer bastante rara; muy maquillada, elegantemente vestida… y no paraba de fumar; pero lo que más nos impresionó fue el aspecto de su criado, un individuo de expresión siniestra, llamado Jacob. Después de la merienda, la señora Thurston nos llevó a todos en su coche, hasta cerca de nuestras casas; pero antes de salir de Appledore oímos el grito de un búho. ¡Ah! Me había olvidado de decirte que los Morton tienen un perrito negro: «Macbeth». En cuanto vio a la señora Thurston, se echó para atrás y no quiso entrar en la casa.

—¿Le resultó antipática la señora Thurston…?

—Eso fue lo que creímos nosotros. En fin. Luego conocimos a un chico que había ido a la granja de Ingles para ayudar a su tío, «mister» Ingles; se llama Tom, y es socio fundador de nuestra sociedad secreta, de la que no puedo decirte nada, como tampoco puedo hablarte de nuestro campamento secreto. Poco después empezaron a ocurrir muchas cosas extrañas. No parecía sino que toda aquella región estuviese llena de forasteros. Un día en que la señora Thurston fue a visitar a la señora Morton, la pequeña Mary sorprendió a la visitante cuando le pegaba un puntapié al perrito que se había metido bajo una silla y le estaba gruñendo. Más tarde, los dos gemelos corrieron una terrible aventura. Habían encontrado en el campamento secreto a un piloto de la R. A. F. Ese hombre les dijo que era sobrino de la señora Thurston, y les pidió que le indicaran el camino de Appledore. Los pequeños lo acompañaron hasta la cima del Mynd, donde encontraron a la señora Thurston; pero ésta no reconoció a su sobrino; ¿te das cuenta?

—Un misterio, ¿verdad?

—Efectivamente. Dickie y Mary fueron con ellos a Appledore, porque no querían volver solos a su casa. Eh… creo que se habían marchado sin permiso y temían una regañina; pero el criado Jacob los echó de allí con malos modos. Regresaron entonces a la cumbre de Mynd, donde los sorprendió la niebla. Ante aquel contratiempo, optaron por volver a la finca de Appledore; pero se extraviaron en los bosques. Y cuando estaban preguntándose si habrían de resignarse a pasar la noche a la intemperie, oyeron el rumor de un avión, y seguidamente, el ulular de un búho. Minutos después, se encontraron con Jacob, al que ayudaron en la búsqueda de un hombre que pedía socorro.

—¿Otro extraviado entre la niebla?

—No; verás… Era un aviador que se había dislocado un tobillo, al aterrizar allí con su paracaídas. Dijo que era un oficial inglés, y que estaba realizando saltos de práctica, con miras a un desembarco aéreo en Alemania. Jacob los llevó a todos a Appledore; pero la señora Thurston se negó a llevar a los gemelos a su casa, y en su lugar, los encerró en una habitación. Esa misma tarde, David Morton había ido a visitarme a mi casa. Y cuando andábamos paseando por los alrededores, vimos que la señora Thurston estaba tomando fotografías del embalse… Creo que ya te expliqué que papá es el encargado de ese pequeño pantano, ¿verdad? Que la casita de Hatchholt, donde vivimos, está al lado de…

—¡Sí, sí! —interrumpió Margaret, con evidente impaciencia—. Estoy enterada de todo eso. ¡Qué suerte has tenido, Peter, al poder disfrutar de semejantes aventuras! Sigue, sigue contando.

—Pues bien —continuó Peter—: cuando vimos a la señora Thurston en tan sospechosa actitud, David desconfió inmediatamente de ella; pero papá nos dijo que no imagináramos tonterías, que esa señora se sentía interesada por los pájaros y la historia natural… En resumen: que después de breve discusión, David se volvió a su casa. Luego, poco rato después de haberme acostado, oí un ruido en el camino de Hatchholt: unos caballos que se acercaban a la casa. Abrí la puerta y recibí a los visitantes: eran unos hombres que andaban buscando a los mellizos Morton. En vista de que había despejado un poco la niebla, papá y yo decidimos unirnos a la partida de búsqueda. Yo ensillé a mi yegua «Sally» y fui con los demás hasta la cumbre del Mynd, donde me encontré con un desconocido; un hombre que dijo llamarse Evans, y que al parecer, se hallaba de vacaciones en aquella zona del país. «Mister» Evans se ofreció a ayudarnos en la búsqueda de los gemelos; y al cabo de un buen rato, nos acompañó a papá y a mí hasta Hatchholt. Papá…, no de muy buen grado, le invitó a pasar allí la noche. Y la verdad era que nos sentíamos intranquilos por los dos mellizos, aunque el jefe de la partida nos aseguró que «mister» Ingles, su sobrino Tom y David Morton habían ido en moto a la finca de Appledore, por si se encontraran allí. A la mañana siguiente, varios miembros de la Guardia Territorial fueron a casa, a muy temprana hora, para preguntar si habíamos visto a algún forastero por los alrededores; pero cuando yo bajé al comedor, comprobé que «mister» Evans había desaparecido. Los visitantes se quedaron un poco desconcertados, y me pidieron que fuese a Witchend, después de informarme que «mister» Ingles y los otros dos chicos habían rescatado a los gemelos, sacándolos por una ventana de la casa de Appledore.

Hizo Peter una nueva pausa, al cabo de la cuál siguió diciendo:

—Ni que decir tiene que me sentí muy contenta al encontrar en Witchend a los dos mellizos. Esa misma mañana, cuando los tres Morton y yo íbamos ascendiendo por la Cañada Oscura, en dirección a Hatchholt, ocurrió un suceso impresionante. Yo me había adelantado cierto trecho, con David y «Sally»; y de pronto, el desconocido de la noche anterior, el que dijo que se llamaba Evans, salió de los matorrales y montó rápidamente en mi yegua, alejándose valle abajo. A continuación, oímos un tremendo estampido y yo presentí inmediatamente que habían volado la presa del embalse, y que el agua no tardaría en bajar a torrentes a lo largo de la cañada. David y yo empezamos a gritar, para avisar a Tom y a los mellizos que se pusieran a salvo. Y apenas si tuvimos tiempo de evitar el peligro, subiéndonos a la ladera del barranco.

—¿Y ese «mister» Evans? —inquirió Margaret, interesada—. ¿Logró escapar?

—No pudo hacerlo —repuso Peter—. Yo había adiestrado a «Sally» para que se parase en seco al oír un silbido. Cuando silbé, se detuvo bruscamente y despidió a Evans por encima del cuello. Uno de los hombres de la Guardia Territorial se encargó de detener a ese individuo, mientras los gemelos y Tom Ingles ascendían por la ladera de la cañada. Poco después, y una vez hubo pasado toda el agua del embalse, seguimos hasta Hatchholt, donde encontramos a mi padre sano y salvo. No tardamos en comprobar que David. Morton había andado acertado, por lo referente a sus sospechas: la señora Thurston era una espía alemana; y los hombres que se alojaban en su casa también eran agentes del enemigo, que tenían la misión de destruir los pantanos de la región de Gales y de los Midlands.

—¿Y el piloto de la R. A. F. que encontraron los gemelos en el campamento?

—¡Oh! Ese era también un espía, igual que los demás. Y lo mismo cabe decir del hombre que vimos el primer día en la cima del Mind, y el grosero criado Jacob; pero Evans era el más peligroso de todos ellos; fue el que voló nuestra presa, dicho sea de paso. De todos modos, el pantano ha vuelto a funcionar últimamente… y así terminó nuestra aventura; ¿verdad que fue excitante? Algunas veces he deseado volver a vivirla; pero también, me alegro de no haberme encontrado aquella noche en lugar de los gemelos, perdidos en la niebla… Ellos fueron los verdaderos héroes de la operación.

—Unos chicos muy decididos —comentó Margaret, en tono pensativo.

A lo que Peter se apresuró a añadir, ruborizándose levemente:

—¡Oh! También lo es David, por supuesto…

Sin advertir la significativa indicación de su amiga, exclamó Margaret:

—¡Peter! Pero… ¿Quieres decir que todo eso sucedió en el pasado verano, y que no nos lo has contado a ninguna de nosotras…? ¿Que no lo sabe ninguna chica de este colegio?

Asintió la interrogada, al tiempo de responder:

—Desde luego que no se lo he dicho a nadie. No podría haberlo revelado, por otra parte. Todos nosotros le prometimos al capitán Ward que no hablaríamos a propósito de tal cuestión. Y ahora… ahora me doy cuenta de que he quebrantado mi promesa, al decírtelo a ti. Y estoy arrepentida.

Y mirando ceñudamente a su compañera, la asió por ambos hombros, al par que le espetaba:

—¡Tienes que volver a jurarme que no se lo dirás a nadie! ¿Entiendes? Como me entere de que has sido indiscreta te… te arrancaré los pelos de las cejas, uno por uno.

El rumor de conversaciones procedentes de los otros cuartos había ido disminuyendo de intensidad, por lo que Margaret y Peter decidieron bajar la voz, al seguir charlando:

—Gracias por haberme invitado a pasar estas vacaciones en tu casa —dijo Peter—; pero creo que no he de aburrirme en casa de mis tíos. Al fin y al cabo, sólo estaré con ellos unos cuantos días, hasta que papá regrese de Birmingham. Luego volveré a reunirme con mis amigos, y… quién sabe si no nos espera alguna otra excitante aventura en la finca de las Siete Verjas. Tal como dice Dickie, es posible que yo sea una de esas personas a las que siempre le ocurren cosas raras. En fin, Margaret: acostémonos ahora. Espero que disfrutes de unas buenas vacaciones. Yo me marcharé antes del desayuno, para llegar a esa granja a la hora de la comida.

Con visible renuencia, su amiga se puso en pie y murmuró:

—Como tú dispongas, Peter; aunque la verdad es que me gustaría preguntarte muchas cosas más. Por ejemplo: ¿qué les ocurrió a esos gemelos en la finca de Appledore? ¿Cómo se las arreglaron David y sus amigos para rescatarlos? Anda, Peter: que es temprano todavía y no…

Se oyó entonces, más allá de la corrida cortina, la refunfuñante voz de la celadora, la cual hizo saber a las alumnos que aún continuaban despiertas lo que podría ocurrirles en caso de que siguieran charlando en voz alta. Cuando la citada se hubo retirado del dormitorio, Margaret salió de debajo de la cama de Peter y se escurrió hasta su cuarto, sin hacer ruido. Poco después regresó la celadora, para correr las cortinas prescritas por la ley de oscurecimiento. Y Peter apoyó su cabeza en la almohada, dispuesta a conciliar el sueño; pero antes de dormirse, llegó a sus oídos el silbato de una locomotora…, y no pudo menos que figurarse la imagen de un tren que salía de la estación de Shrewsbury, en dirección a Onnybrook…