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Los domingos los tenía dedicados al misterio de la Santísima Trinidad; los lunes, al Espíritu Santo; los martes, a los Ángeles Custodios; los miércoles, a San José; los jueves, al Santísimo Sacramento del Altar; los viernes, a la Pasión de Jesús; los sábados, a la Santísima Virgen María.

Todas las mañanas se santificaba de nuevo en la presencia de alguna sagrada imagen o de algún misterio. El día comenzaba para él con el ofrecimiento heroico de cada uno de sus pensamientos y acciones por la intención del Sumo Pontífice y con una misa temprana. El aire crudo de la mañana aguzaba su decidida piedad; y a menudo, arrodillado entre los escasos fieles delante de un altar lateral, siguiendo el murmullo del sacerdote en su devocionario lleno de estampas que servían de señal, echaba una rápida ojeada hacia la figura revestida, en pie, allá en la oscuridad, entre los dos cirios que representaban el Antiguo y el Nuevo Testamento, y se imaginaba que estaba asistiendo a una misa en las catacumbas.

Su vida diaria estaba dividida en diversas áreas de devoción.

Por medio de jaculatorias y de oraciones, acumulaba de muy buena voluntad centenas y cuarentenas de días, y aun años enteros, en favor de las almas del purgatorio; aunque el triunfo espiritual que sentía al ganar con tan poca molestia tan largos períodos de penitencia canónica no le recompensaba completamente su celo, desde el momento que ignoraba cuánto sufrimiento temporal había evitado a las pobres almas por medio de su sufragio; e introdujo su alma en un círculo cada vez más amplio de obras heroicas, temeroso de que para con el fuego del purgatorio, que no se diferencia del infernal más que en no ser eterno, su penitencia no tuviera más validez que la de una gota de agua.

Cada momento del día, dedicado ahora a los que miraba como deberes de su paso por la vida, giraba en torno de su actividad espiritual. Su vida parecía haberse aproximado a la eternidad. Podía lograr que cada uno de sus pensamientos, palabras y obras, revibrara radiantemente en el cielo; y a veces la sensación de este repercutir inmediato era tan intensa, que le parecía que su alma devota obraba como los dedos sobre el teclado de una gran caja registradora y que podía ver la suma de su adquisición aparecer inmediatamente inscrita en el cielo, no como una cifra, sino como una débil columnilla de incienso o como una delicada flor.

También los rosarios que rezaba constantemente —pues llevaba las cuentas sueltas en los bolsillos del pantalón para poder rezar por la calle— se le transformaban en coronas de flores de una contextura tan extraterrena, tan vaga, que le parecían carecer de matiz y de olor, del mismo modo que carecían de nombre. Cada uno de sus tres rosarios cotidianos era ofrecido para que su alma creciera más vigorosamente en cada una de las virtudes teologales, en la fe en el Padre que le había creado, en la esperanza en el Hijo que le había redimido y en el amor al Espíritu Santo que le había santificado; y esta plegaria tres veces triple la ofrecía a las tres personas de la Santísima Trinidad por mediación de María considerada en sus misterios gozosos, dolorosos y gloriosos.

Cada día de los siete de la semana rezaba para que uno de los siete dones del Espíritu Santo descendiera sobre su alma y arrojara día por día a cada uno de los siete pecados mortales que le habían mancillado en el pasado; y rezaba para obtener cada don en su día señalado, con la confianza de que descenderían sobre él, aunque le resultaba extraño algunas veces que tres dones como sabiduría, entendimiento y ciencia, fuesen tan distintos que necesitaran cada uno por su lado un día diferente. Con todo, creía que en una etapa futura de su progreso espiritual, quedaría la dificultad resuelta cuando su alma pecadora estuviera más fortalecida y alumbrada por la tercera persona de la Trinidad Santísima. Pero lo creía tanto más, y aun con ansia, a causa de la divina oscuridad y silencio donde mora el invisible Paráclito cuyos símbolos son una paloma y un viento poderoso; pecar contra El es pecado que no encuentra perdón; El es, en fin, aquel eterno, secreto y misterioso ser al que como a Dios ofrecen los sacerdotes una misa cada año revestidos del rojo de las llamas de fuego.

Las imágenes bajo las cuales quedaban veladas en los libros de devoción la naturaleza y las relaciones de las tres personas de la Santísima Trinidad —el Padre, que se contempla por una eternidad, como en un espejo, en sus divinas perfecciones, y de ahí engendra a su Eterno Hijo, y el Espíritu Santo, que procede eternamente del Padre y del Hijo—, estas imágenes oscuras eran, en razón de su augusta incomprensibilidad, más fácilmente aceptadas por su mente que el simple hecho de que Dios hubiera amado al alma de él, de su criatura, desde una eternidad, eras y eras antes de que naciera en el mundo, eras antes de que el mismo mundo existiera.

Había oído pronunciar solemnemente en la escena y en el púlpito los nombres de las pasiones del amor y del odio; las había visto expuestas pomposamente en los libros, y se preguntaba por qué su alma era incapaz de albergar ni el uno ni el otro ni aun siquiera de forzar los labios a pronunciar sus nombres con convicción. A menudo había sentido un breve acceso de cólera, pero nunca había sido capaz de conservar su resentimiento largo rato, sino que había sentido que se iba desvaneciendo en seguida como una cáscara o una piel que se desprendiera con toda suavidad de su propio cuerpo. Y había sentido también una presencia oscura, sutil y susurrante que penetraba por todo su ser, que lo incendiaba en las llamas pasajeras de un deseo vedado. Y también este anhelo resbalaba hasta colocarse fuera de su alcance, dejando su mente indiferente y lúcida. Parecían éstos el único amor y el único odio que su alma era capaz de albergar.

Pero ahora no podía dejar por más tiempo de creer en la realidad del amor, puesto que el mismo Dios había amado a su alma individual con un amor divino por una eternidad toda. Gradualmente, según su alma se iba enriqueciendo en conocimiento espiritual, iba viendo cómo el mundo todo formaba una expresión simétrica del poder y el amor de Dios. La vida se convertía en un don divino, y por cada sensación, por cada momento de él, su alma tenía que alabar y dar gracias a Dios, aunque no fuera más que de ver cómo colgaba una hoja de la rama de un árbol. El mundo, no obstante su solidez y su complejidad, ya no existía para Stephen más que como un teorema de la universalidad, el amor y el poder divinos. Y tan íntegra e incuestionable era la sensación de un divino sentido que la naturaleza le daba, que llegó a casi no comprender para qué era necesario que él siguiera existiendo en el mundo. Y, sin embargo, esto formaba parte del designio divino y no era él, por tanto, quien lo había de discutir, él menos que nadie, pues había pecado tan gravemente, tan horrendamente contra los designios de Dios. Manso y abatido por este conocimiento de una realidad eterna, omnipresente y perfecta, se refugió de nuevo en su carga de devociones, misas, preces, mortificaciones y sacramentos, y sólo entonces por primera vez desde que cavilaba en el gran misterio del amor, sintió dentro de sí un cálido movimiento como de algo recién nacido, una nueva vida o una nueva virtud de su propia alma. La actitud de éxtasis que conocía por el arte sagrado, las manos separadas y en alto, los labios entreabiertos, los ojos como los de quien está próximo a desmayarse, esta actitud llegó a ser para él la imagen del alma en oración, humillada y débil delante de su Creador.

Pero había sido prevenido contra los peligros de la exaltación espiritual y no se permitió, por tanto, cejar en la más nimia o insignificante de sus devociones, y tendía también por medio de una constante mortificación más a borrar su pasado pecaminoso que a adquirir una santidad llena de peligros. Cada uno de sus sentidos estaba sometido a una rigurosa disciplina. Con objeto de mortificar el sentido de la vista, se puso como norma de conducta el caminar por la calle con los ojos bajos, sin mirar ni a derecha ni a izquierda y ni por asomo hacia atrás. Sus ojos evitaban todo encuentro con ojos de mujer. Y de vez en cuando los refrenaba mediante un repentino esfuerzo de voluntad, dejando a medio leer una frase comenzada y cerrando de golpe el libro. Para mortificar el oído dejaba en libertad su voz, que estaba por entonces cambiando, no cantaba ni silbaba nunca y no hacía lo más mínimo para huir de algunos ruidos que le causaban una penosa irritación de los nervios, como el oír afilar cuchillos en la plancha de la cocina, el ruido de recoger la ceniza en el cogedor o el varear de una alfombra. Mortificar el olfato le resultaba más difícil, porque no sentía la menor repugnancia instintiva de los malos olores, ya fueran exteriores, como los del estiércol o el alquitrán, ya fueran de su propia persona. Entre todos ellos había hecho muchas curiosas comparaciones y experimentos, hasta que decidió que el único olor contra el cual su olfato se rebelaba, era una especie de hedor como a pescado podrido o como a orines viejos y descompuestos; y cada vez que le era posible, se sometía por mortificación a este olor desagradable. Para mortificar el gusto se sujetaba a normas muy estrictas en la mesa; observaba a la letra los ayunos de la Iglesia y procuraba distrayéndose apartar la imaginación del gusto de los diferentes platos. Pero era en la mortificación del tacto donde su inventiva y su ingenuidad trabajaron más infatigablemente. No cambiaba nunca conscientemente de posición en la cama, se sentaba en las posturas menos cómodas, sufría pacientemente todo picor o dolor, se separaba del fuego, estaba de rodillas toda la misa, excepto durante los evangelios, dejaba parte de la cara y del cuello sin secar para que se le cortaran con el aire y, cuando no estaba rezando el rosario, llevaba los brazos rígidos, colgados a los costados como un corredor, y nunca metía las manos en los bolsillos ni se las echaba a la espalda.

No tenía tentaciones de pecar mortalmente. Pero le sorprendía, sin embargo, el ver que después de todo aquel complicado curso de piedad y de propia contención, se hallaba a merced de las más pueriles e insignificantes imperfecciones. Todos sus ayunos y oraciones le servían de poco para llegar a suprimir el movimiento de cólera que experimentaba al oír estornudar a su madre o al ser interrumpido en sus devociones. Y necesitaba un inmenso esfuerzo de su voluntad para dominar el impulso que le excitaba a dar salida a su irritación. Se le representaban ahora las imágenes de cólera trivial que había observado entre sus maestros, las bocas crispadas, los labios contraídos, las mejillas arreboladas, y estos recuerdos le descorazonaban, a pesar de sus prácticas de humildad, al establecer una comparación con sus propios arrebatos. Confundir su vida en la común marea de todas las otras era lo que se le hacía más difícil que todo ayuno u oración; fracasaba constantemente cuando se proponía hacerlo a todo su sabor, y estos fracasos le llegaron a dejar en el alma una sensación de sequedad espiritual junto con brotes de dudas y de escrúpulos. Su alma atravesaba por un período de desolación en el cual hasta los mismos sacramentos parecían haberse convertido en fuentes agotadas. La confesión le servía sólo como un canal de desagüe para sus escrúpulos y sus imperfecciones incorregibles. Y cuando recibía ahora la eucaristía, no le aportaba aquellos fervorosos momentos de entrega virginal que aún le proporcionaban las comuniones espirituales hechas algunas veces al final de una visita al Santísimo Sacramento. El libro que usaba para tales visitas era un libro desechado escrito por San Alfonso María de Ligorio, de pálidos caracteres y secas y amarillentas hojas. Un mundo marchito de amor ferviente y virginales respuestas parecía ser evocado por su alma a la lectura de estas páginas, en las cuales la serie metafórica de los cánticos estaba entretejida con las oraciones del que hacía la comunión espiritual. Una voz imperceptible parecía acariciar el alma, una voz que le decía sus glorías y sus nombres, que la invitaba a levantarse y salir al encuentro del cortejo de bodas, que la invitaba a avizorar al esposo desde Amana y desde las montañas de los leopardos; y el alma parecía contestar, entregándose con la misma imperceptible voz: Inter ubera mea commorabitur.

Esta idea de la entrega tenía una peligrosa atracción para su mente, pues ahora sentía el alma asediada de nuevo por las insistentes voces de la carne que comenzaba a murmurarle al oído durante sus plegarías y sus meditaciones. Le daba un intenso sentido de su poder el conocer que con un simple acto de consentimiento, en un instante podía deshacer todo lo que había hecho. Le parecía sentir una inundación que iba avanzando poco a poco hacia sus pies desnudos y estar esperando la llegada de la primera y diminuta onda que, débil, silenciosa, se iba aproximando tímidamente hasta él. Y entonces, cuando casi sentía que el agua lamía su piel febril, cuando casi estaba al borde de consentir en el pecado, se encontraba de repente lejos de la onda sobre la ribera segura, salvado por un acto instantáneo de su voluntad o por una jaculatoria repentina; y al ver desde lejos la línea argentada de las ondas que comenzaban de nuevo un lento avanzar hacia sus pies, un estremecimiento de satisfacción le conmovía el alma, por la conciencia del propio poder, porque no se había rendido, porque no había deshecho todo lo edificado.

Después de haber esquivado varias veces por este procedimiento el piélago de la tentación, se sintió turbado, y se preguntaba si la gracia que se había negado a perder en el ataque cara a cara no le estaría siendo arrebatada poco a poco. Se le enturbió la clara certidumbre de su inmunidad y en su lugar nació un vago recelo de que su alma no se hubiera rendido ya sin darse cuenta. Sólo con dificultad volvía a adquirir la conciencia de hallarse en estado de gracia al repetirse a sí mismo que había rogado a Dios en cada una de sus tentaciones y que la gracia que había pedido le tenía que haber sido concedida, ya que el mismo Dios estaba obligado a darla. La mucha frecuencia y furor de sus tentaciones le dieron a conocer por fin cuan verdad era lo que había oído decir acerca de las pruebas a que se veían sometidos los santos. Las tentaciones frecuentes y violentas eran precisamente la prueba de que la ciudadela del alma no se había rendido y de que el demonio rabiaba por hacerla caer.

Al confesar sus dudas y sus escrúpulos —descuidos momentáneos en la oración, fútiles movimientos interiores de cólera o leves voluntariedades de palabra o de hecho— se veía a menudo invitado por el confesor a nombrar algún pecado de la vida pasada antes de recibir la absolución. Y lo nombraba con humildad y vergüenza y se arrepentía de él de nuevo. Le humillaba y le avergonzaba el pensar que no se vería libre enteramente de él jamás, por muy santamente que viviese, por muchas virtudes y perfecciones que llegase a alcanzar. Siempre existiría en su alma un inquieto sentimiento de culpa; se arrepentiría, se confesaría, sería absuelto, se volvería a arrepentir, a confesar, le volverían a absolver: todo inútil. Quizás aquella primera confesión hecha a toda prisa, arrancada sólo por el temor del infierno, no había sido válida. Quizá movido sólo por su inminente condenación no había tenido sincero dolor de su pecado. Pero la prueba más indudable de que su confesión había sido válida, era —lo veía muy bien— la enmienda de su vida.

—Porque he enmendado mi vida, ¿verdad? —se preguntaba.

* * *

El director estaba en pie junto al marco de la ventana, dando la espalda a la claridad y con el antebrazo apoyado en el oscuro visillo. Mientras hablaba y sonreía se entretenía, ya en balancear la cuerda de la cortina, ya en anudarla. Stephen estaba delante de él y seguía alternativamente, tan pronto la lenta luz de un día de verano que se iba desvaneciendo, tan pronto los pausados y hábiles movimientos de los dedos del religioso. La cara del sacerdote estaba sumergida en total oscuridad, pero la luz pálida llegaba por detrás hasta tocarle las hundidas sienes y la forma del cráneo. Stephen seguía también con el oído el son y las pausas de la voz del director, que estaba tratando en un tono grave y cordial de varios temas indiferentes: de las vacaciones que justamente habían terminado, de los colegios que la Orden tenía en el extranjero, de los cambios de profesores. La voz grave y cordial seguía adelante con su charla y Stephen se sentía obligado en las pausas a hacerla continuar proponiendo alguna respetuosa pregunta. Sabía que todo aquello no era más que un prólogo y se preguntaba en qué vendría a parar. Desde que había recibido la cita del director, su mente había estado luchando por descifrar la intención de tal mensaje; y durante la larga espera en la sala de visitas del colegio, sus ojos habían ido pasando revista mecánicamente a los severos cuadros que pendían de las paredes mientras su imaginación se deshacía en hipótesis; hasta que por fin el objeto de la convocatoria se le había hecho casi claro. Y entonces, cuando estaba deseando que alguna causa imprevista impidiera la venida del director, había sentido el ruido del pestillo de la puerta y el roce de una sotana.

El director se había puesto a hablar de las órdenes de los dominicos y los franciscanos y de la amistad entre Santo Tomás y San Buenaventura. El hábito de los capuchinos, a su parecer, era demasiado…

El rostro de Stephen reflejó la indulgente sonrisa del director, y como no tenía especial interés en opinar, hizo un leve gesto de duda con los labios.

—Me parece —continuó el director— que se habla ahora, hasta por los mismos capuchinos, de desecharlo y de seguir el ejemplo de los otros franciscanos.

—Pero seguirán llevándolo en el convento —dijo Stephen.

—Claro, desde luego —dijo el director—. Para el convento está perfectamente, pero para salir a la calle, me parece que harían mejor en dejarlo de una vez, ¿no crees?

—Me parece que debe de ser molesto.

—Claro que lo es, claro. Figúrate que cuando yo estaba en Bélgica los veía, hiciera el tiempo que hiciese, montar en bicicleta, con esa cosa que se les subía hasta las rodillas. Era verdaderamente ridículo. En Bélgica les llaman les jupes.

Cambiaba de tal modo la vocal que era imposible comprender.

—¿Cómo les llaman?

Les jupes.

—¡Ah!

Stephen volvió a sonreír en respuesta a la sonrisa del sacerdote, sonrisa que él no podía llegar a distinguir en el rostro recatado en la sombra, pero cuya imagen o cuyo espectro le pasó rápidamente por la imaginación al sentir llegar a su oreja el sonido discreto de la palabra pronunciada en voz baja. Se puso a mirar serenamente el cielo que palidecía y se sintió contento del fresco del atardecer y de aquella débil luz amarillenta que ocultaba el leve rubor que le había subido a las mejillas.

Los nombres de las prendas de vestir de las mujeres o el de algunas telas suaves y delicadas que sirven para hacerlas, solían llevar a su imaginación un perfume delicado y pecaminoso. De niño había imaginado que las riendas de los caballos eran sutiles bandas de seda, y se había quedado decepcionado al sentir en Stradbrooke el roce del cuerpo grasiento de los arneses. Había sufrido otra decepción al sentir por primera vez entre sus dedos trémulos la frágil contextura de una media de mujer; como no retenía de sus lecturas más que lo que le parecía un eco o una profecía de su propio estado, sólo podía imaginar que el cuerpo o el alma de una mujer pudiesen palpitar llenos de su vida delicada entre palabras musicales o dentro de telas blandas como el pétalo de las rosas.

Pero la frase de los labios del sacerdote no era inocente, pues sabía que un religioso no podía hablar ligeramente de un tema como aquel. La frase había sido dejada caer con intención y Stephen notaba que su rostro estaba siendo espiado por dos ojos que se recataban en la sombra. Todo lo que había oído o leído de la astucia de los jesuitas, lo había apartado resueltamente de sí, como materia no confirmada por su propia experiencia. Sus profesores, aun aquellos que no le eran simpáticos, le habían parecido siempre ser sacerdotes serios e inteligentes, prefectos endurecidos en los deportes y de alma franca. Se los representaba como hombres que se lavoteaban bravamente el cuerpo con agua fría y que llevaban bien limpia la ropa interior. Durante todo el tiempo que había estado en Clongowes sólo había recibido dos palmetazos, y aunque éstos habían sido injustos, comprendía, sin embargo, que había escapado al castigo muchas otras veces. Durante todos aquellos años jamás había oído a sus profesores tratar de un tema serio ligeramente. Ellos eran los que le habían enseñado la doctrina cristiana, los que le habían excitado a llevar una buena vida, los que cuando había caído en pecado mortal le habían ayudado a volver a la gracia. Pero, ellos, la presencia de ellos, era lo que le había hecho desconfiar de sí mismo en Clongowes, cuando todavía era un chiquillo, y lo que le había hecho desconfiar de sí mismo mientras se había ido sosteniendo en posición equívoca en el Belvedere. Una constante sensación de esto le había estado acompañando hasta el último año de su vida de colegial. Nunca había desobedecido, nunca había tolerado que compañeros turbulentos le apartasen de sus hábitos de tranquila obediencia, y aun, si alguna vez había dudado de lo afirmado por un profesor, nunca había hecho alarde de dudar abiertamente. Recientemente, algunos de los juicios emitidos por ellos le habían parecido un poco pueriles y había sentido pena como si estuviera saliendo lentamente de un mundo familiar y oyera su lenguaje por última vez. Un día que estaban varios alumnos congregados alrededor de un padre en el cobertizo de al lado de la capilla, oyó que el padre decía:

—Tengo la convicción de que lord Macaulay fue un hombre que probablemente no cometió ni un pecado mortal en toda su vida, es decir, un pecado mortal deliberado.

Algunos de los chicos le preguntaron entonces si Víctor Hugo era el mejor escritor francés. El sacerdote contestó que Víctor Hugo no había escrito ni con mucho tan bien cuando se había vuelto contra la Iglesia como cuando era católico.

—Pero hay muchos críticos franceses —agregó el padre— que consideran que Víctor Hugo, siendo un gran escritor como es, no tiene, sin embargo, un estilo francés tan puro como Louis Veuillot.

Se había desvanecido ya la ligerísima oleada de rubor que a la alusión del director había teñido las mejillas de Stephen, pero sus ojos estaban fijos todavía en el descolorido cielo de la tarde. Una duda inquieta revoloteaba aquí y allá por su mente. Se veía a sí mismo paseando por los campos de deporte de Clongowes un día en que se celebraban unos juegos y comiendo algún comistrajo que iba sacando de su gorra de cricket. Unos jesuitas se paseaban por la pista de las bicicletas en compañía de algunas señoras. Y en las cavernas más apartadas de su imaginación resonaba ahora el eco de ciertas expresiones que había oído en Clongowes.

Su oído estaba atento a estos ecos lejanos, cuando notó de pronto que el director se dirigía a él en un tono distinto:

—Te he hecho venir hoy, Stephen, porque deseaba hablarte de un asunto de mucha importancia.

—Dígame, señor.

—¿Has sentido alguna vez vocación?

Stephen abrió la boca para contestar que sí, pero de pronto retuvo la salida de la palabra. El religioso aguardó la respuesta y luego añadió:

—Quiero decir si has sentido alguna vez dentro de ti mismo, en tu alma, el deseo de entrar en nuestra Orden. Piénsalo.

—Algunas veces he pensado en ello —dijo Stephen.

El sacerdote dejó caer la cuerda de la cortina y, uniendo las manos, apoyó la barbilla gravemente sobre ellas, como si comulgara consigo mismo.

—En un colegio como éste —dijo al cabo de un rato—, hay siempre un muchacho o dos o tres a los cuales Dios llama a la vida religiosa. Un muchacho de esta clase resalta entre sus compañeros por su piedad, por el buen ejemplo que da a los otros. Todos se miran en él; tal vez es elegido prefecto por sus compañeros de congregación. Y tú, Stephen, has sido un alumno de este tipo, has sido prefecto de la congregación de Nuestra Señora. Quizás eres el muchacho de este colegio al cual Dios se propone llamar para sí.

Un timbre de orgullo que reforzaba la grave voz del sacerdote hizo que, por toda respuesta, el corazón de Stephen comenzara a latir más apresuradamente.

—Recibir este llamamiento —continuó el director—, es el mayor honor que el Omnipotente puede otorgar a un alma. No hay rey ni emperador en la tierra que tenga el poder de un sacerdote de Dios. No hay ángel ni arcángel en el cielo, ni santo, ni aun la Santísima Virgen, que tenga el mismo poder que un sacerdote de Dios, el poder de las llaves, el poder de atar y desatar los pecados, el poder de exorcismo, el poder de arrojar de las criaturas de Dios los malos espíritus que se han posesionado de ellas; el poder, la autoridad de hacer que el gran Dios del cielo baje hasta el altar y tome la forma del pan y el vino. ¡Qué tremendo poder, Stephen!

Una oleada comenzó a teñir de nuevo las mejillas de Stephen al sentir en aquella orgullosa arenga un eco de sus propias fantasías. A menudo se había visto a sí mismo en figura de sacerdote, provisto de aquel tremendo poder ante el cual ángeles y santos se inclinan reverentes. Su alma había cultivado secretamente aquel deseo. Se había visto a sí mismo, sacerdote joven y de maneras silenciosas, entrar rápidamente en el confesionario, subir las gradas del altar, incensando, haciendo genuflexiones, ejecutando todos aquellos vagos actos sacerdotales que le agradaban por su parecido con la realidad y por lo apartados que al mismo tiempo estaban de la realidad misma. En aquella borrosa vida que él había vivido, en sus fantasías, se había arrogado las voces y los gestos observados en algunos sacerdotes. Se había visto doblar la rodilla de lado como hacía aquél, mover muy tenuemente el incensario como tal otro, volverse de nuevo cara al altar después de dar la bendición al pueblo, con la casulla entreabierta y flotante, como había observado en el de más allá. Pero, sobre todo, lo que le agradaba era el desempeñar un papel secundario en estas escenas entrevistas en su imaginación. Se sustraía de la dignidad de celebrante, pues le desagradaba el pensar que toda aquella misteriosa pompa pudiera convergir hacia su propia persona o que el ritual le hubiese de asegurar un oficio tan claro y tan definido. Anhelaba en cambio los oficios de los ordenados de menores, el estar vestido en la misa mayor con la túnica de subdiácono, apartado del altar, olvidado por la gente, con los hombros cubiertos por el velo humeral y sosteniendo la patena entre sus pliegues, o bien, acabado el sacrificio, estar actuando de diácono, de pie sobre la grada siguiente a la del celebrante, con las manos juntas y el rostro dirigido hacia el pueblo, entonando el Ite, missa est. Si alguna vez se había visto de celebrante, había sido, como en los dibujos de su libro de misa de cuando niño, en una iglesia sin más fieles que el ángel del sacrificio, oficiando ante un altar desnudo, y ayudado por un acólito apenas un poco más niño que él mismo. Sólo en vagos ensueños sacerdotales parecía que su voluntad quería salir al encuentro de la realidad. Y la ausencia de un rito determinado era lo que había hecho que su alma se hubiera conservado en la inacción, lo mismo cuando había dejado que el silencio cubriera sus movimientos de cólera o de orgullo que cuando se había limitado a recibir un beso que hubiera querido dar.

Y ahora escuchaba reverentemente y en silencio el llamamiento del director, a través de cuyas palabras oía, cada vez más distintamente, una voz que le estaba invitando a aproximarse, ofreciéndole una ciencia misteriosa, un misterioso poder. Entonces podría saber cuál fue el pecado de Simón Mago, y cuál era el pecado contra el Espíritu Santo para el cual no hay perdón. Sabría cosas oscuras, ocultas para otros, para todos los concebidos y nacidos como hijos de ira. Conocería los pecados de los otros, los pensamientos y actos pecaminosos que le serían murmurados en sus oídos, en el confesionario, bajo el cobijo vergonzoso de una capilla sombría, por labios de mujeres y de muchachas. Pero, inmunizado misteriosamente en la ordenación por la imposición de manos, su alma volvería incontaminada a la paz blanca del altar. Ni huella de pecado quedaría en las manos con que había de alzar y partir la hostia, ni huella de pecado quedaría en sus labios en oración, ni huella de pecado que le pudiera hacer comer y beber su propia condena y negar el cuerpo del Señor. Y conservaría su misterioso poder y su ciencia misteriosa, puro como un pequeñuelo, y sería sacerdote para siempre según la orden de Melquisedec.

—Ofreceré la misa de mañana para que el Omnipotente te revele su santa voluntad. Haz, tú, una novena a tu santo patrón, el protomártir, que tiene gran poder para con Dios, a fin de que Dios ilumine tu mente. Pero tienes que estar bien seguro de que sientes vocación porque sería después terrible, si encontraras que te habías equivocado. Una vez sacerdote, sacerdote para siempre, acuérdate bien. El catecismo te dice que el sacramento de las Sagradas Ordenes sólo puede ser recibido una vez porque imprime en el alma una huella indeleble, que nunca puede ser borrada. Por eso lo tienes que pensar bien primero, no después. Es ésta una cuestión solemne, Stephen; como que de ella depende la salvación de tu alma inmortal. Pero los dos rogaremos a Dios para que te ilumine.

Tenía abierta la puerta del vestíbulo y le daba la mano como si se tratase ya de un compañero de vida espiritual. Stephen salió al amplio rellano que conducía a la escalinata y sintió la caricia del tibio aire del anochecer. En dirección a la iglesia de Findlater marchaban a grandes zancadas cuatro mozalbetes, cogidos del brazo, llevando con la cabeza el compás de la ágil melodía que el que hacía de jefe tocaba al acordeón. La música pasó en un instante, como siempre ocurre con los primeros compases de una música repentina, pasó sobre las fantásticas construcciones de su imaginación, disolviéndolas sin dolor y sin ruido, como una ola inesperada disuelve en la playa los castillos de arena de los niños. Stephen sonrió al escuchar la musiquilla y levantó los ojos hacia el rostro del sacerdote; y viendo en ellos un reflejo triste del día muerto, libertó despacio la mano que ya había consentido débilmente en la alianza.

Al bajar los escalones, la impresión que acabó de borrar el turbado recogimiento de su mente fue la de que una máscara triste estaba reflejando el día ido, desde el umbral del colegio. Y entonces la sombra de la vida en el colegio pasó gravemente por su cerebro. Lo que le esperaba allí era una vida grave, ordenada e impasible, una vida sin cuidados materiales. Se imaginaba cómo pasaría la primera noche en el noviciado y con qué decaimiento se había de levantar la primera mañana en el dormitorio. Volvió a sentir el extraño olor de los largos tránsitos de Clongowes y a oír el discreto murmullo de los mecheros de gas. De pronto, una difusa intranquilidad comenzó a propagarse por todos sus miembros. Siguió a esto un latir febril de sus arterias y un zumbido de palabras incoherentes llevó de acá para allá la línea constructiva de sus pensamientos. Los pulmones se le dilataban y se le contraían como si estuviera respirando un aire tibio, húmedo y enrarecido y volvió a sentir otra vez el olor del aire tibio y húmedo que dormía en Clongowes sobre el agua muerta y rojiza del baño.

Con estos recuerdos, se le despertó un instinto más fuerte que la educación y la piedad, un instinto que se vivificaba en su interior ante la proximidad de aquella existencia, un instinto agudo y hostil que le prohibía dar su consentimiento. La frialdad y el orden de aquella existencia le repelían. Se veía a la hora de levantarse en el frío del alba, y bajar luego en fila con los otros para asistir a la misa primera y cómo procuraría en vano adormecer por medio de oraciones la debilidad y el malestar de su estómago. Se vio en la comida sentado con los otros de la comunidad. ¿Qué se había hecho, entonces, de aquella esquivez que le hacía aborrecer la comida y la bebida bajo un techo extraño? ¿Qué había sido del orgullo de su espíritu que le había hecho siempre imaginarse a sí propio como un ser aparte en todos los órdenes de la vida?

El Reverendo Padre Stephen Dédalus, S. J.

Su nuevo nombre saltaba con todos sus caracteres delante de él, seguido de la sensación mental de una cara indefinida, o mejor, del color indefinido de una cara. El color se desvanecía y luego se hacía intenso como el color cambiante de un ladrillo rojo y pálido. ¿Era aquél el color rojizo y crudo que había observado con tanta frecuencia en las afeitadas sotabarbas de los padres las mañanas de invierno? El rostro carecía de ojos y tenía un aire devoto y de pocos amigos, con un tinte rosa de cólera reprimida. ¿No era aquél el espectro mental de uno de aquellos jesuitas a los cuales algunos chicos llamaban «Quijadas largas» y otros «Doña Raposa»?

En aquel momento pasaba por la calle Gardiner, por delante de la Residencia de los Jesuitas, y se preguntó vagamente cuál sería su ventana si alguna vez entraba en la Compañía. Después se maravilló de la vaguedad de su pregunta, de la lejanía en la que su alma se encontraba de lo que había sido hasta entonces su santuario, de la fuerza de tantos años de disciplina y de obediencia, de lo lejos que se veía de todo eco en el momento en que un acto definido e irrevocable de su voluntad amenazaba acabar con su libertad para siempre. La voz del director que le excitaba desplegando ante él las orgullosas prerrogativas de la Iglesia y el misterio y el poder del oficio sacerdotal, resonaba en vano en su memoria. Su alma no estaba allí para oírla y recibirla y comprendió que aquel discurso que había escuchado se le había ya convertido en una fábula vana y convencional. Nunca había él de ser el sacerdote que balancea el incensario ante el tabernáculo. Su destino era eludir todo orden, lo mismo el social que el religioso. La sabiduría del llamamiento del sacerdote no le había tocado en lo vivo. Estaba destinado a aprender su propia sabiduría aparte de los otros o a aprender la sabiduría de los otros por sí mismo, errando entre las asechanzas del mundo.

Las asechanzas del mundo eran los caminos mundanales del pecado. Caería. No había caído aún pero caería silenciosamente, en un momento. El no caer era demasiado duro, demasiado duro; y sintió la silenciosa caída de su alma tal como había de llegar a su hora. Caía, caía. No estaba caída aún, pero sí a punto de caer.

Cruzó el puente sobre el curso del Tolka y volvió fríamente los ojos por un momento hacia la hornacina azul y descolorida de la Santísima Virgen, que como un ave sobre su alcándara preside allí el amontonamiento de las casuchas miserables. Luego, torciendo hacia la izquierda, siguió la callejuela que conducía a su casa. Un agrio olor a berzas podridas le llegaba de las huertas situadas en la cuesta, sobre el río. Sonrió al pensar que era este desorden, este desgobierno y confusión de la casa paterna y de la putrefacción de la vida vegetal lo que había de coronar aquel día suyo. Y un breve golpe de risa le subió a los labios al acordarse de aquel solitario cultivador de las huertas que caían a la espalda de su casa, al cual había puesto él de sobrenombre «el hombre del sombrero». Y otro golpe de risa, provocado, tras una pausa, por el primero, salió de él involuntariamente al pensar en el modo que el hombre aquel tenía de trabajar: contemplaba alternativamente los cuatro puntos cardinales y luego clavaba a desgana en tierra el azadón.

Empujó la puerta sin pestillo de la entrada y pasó hasta la cocina a través del desnudo recibimiento. Sus hermanos y hermanas estaban sentados en grupo alrededor de la mesa. El té estaba casi agotado: no quedaban más que los posos del segundo té, aguado ya, en el fondo de los jarros de cristal y frascos de confitura que hacían oficio de tazas. Desparramados sobre la mesa yacían cortezas desechadas y migones de pan con manteca teñidos del color del té que se había vertido. Charquitos de té yacían acá y allá sobre la mesa y un cuchillo con el mango de madera roto estaba clavado en la entraña de los restos de una tarta rellena de confitura.

El gris azulenco de la luz triste y serena del atardecer entraba por la ventana y por la puerta abierta y acallaba quietamente un remordimiento que se había despertado en el corazón de Stephen. Todo lo que les había sido negado a ellos le había sido concedido a él, el hermano mayor. Pero la luz serena del atardecer no delataba en el rostro de los hermanos ninguna huella de rencor.

Se sentó al lado de ellos a la mesa y preguntó dónde estaban sus padres.

Uno contestó:

—Fue-rí ron-tí bus-lí car-dí ca-ní sa-bí.

¡Otra mudanza más! Un chico del colegio llamado Fallon le solía preguntar con una risilla idiota por qué razón se mudaban con tanta frecuencia. Una arruga de desdén sombreó la frente de Stephen, porque le pareció oír una vez más la risilla mema del curioso.

Preguntó:

—¿Por qué causa vamos a mudarnos de nuevo, si es que se puede saber?

—Por-ní que-bí el-tí ca-dí se-lí ro-bí nos-dí e-lí cha-bí.

La voz del hermano más pequeño comenzó a cantar desde cerca del fuego la tonada de A menudo en la noche serena. Uno a uno, los otros se le fueron juntando hasta formar un coro completo. Se estarían así cantando las horas muertas, tonada tras tonada, hasta que la pálida luz desapareciera del horizonte, hasta que avanzaran las primeras nubes nocturnas y la noche cayese.

Esperó algunos momentos, escuchando, hasta que por fin se unió a ellos también. Le daba pena sentir el fondo de cansancio que se escondía tras la frágil frescura de sus inocentes voces. Aún no se habían puesto en camino para la jornada de la vida y ya estaban cansados del viaje.

Oía el coro de voces que en la cocina sonaba, repetido y multiplicado por el coro innumerable de infinitas generaciones de niños; y en todas estas voces sonaba una nota de cansancio eterno, de eterno dolor.

Todos parecían cansados de la vida antes de haber entrado en ella. Y se acordaba de que Newman había oído también esta misma nota salir de entre los versos entrecortados de Virgilio y expresar, igual que la voz de la misma naturaleza, aquella pena y aquel cansancio, pero al mismo tiempo, aquella esperanza de otras cosas mejores que han sentido sus hijos en todas las edades.

* * *

No podía esperar por más tiempo.

De la puerta de la taberna de Byron hasta la entrada de la capilla de Clontarf, desde la entrada de la capilla de Clontarf hasta la puerta de la taberna de Byron, y vuelta otra vez hasta la capilla y vuelta de nuevo hasta la taberna, había estado recorriendo este camino, al principio, a pasos lentos, colocando sus pisadas en los intersticios de las losas de la acera, y luego ajustando la caída de sus pasos a un ritmo de versos. Una hora entera había transcurrido desde que su padre había ido con Dan Crosby, el tutor de estudios, a enterarse de algo que le concernía relativo a la Universidad. Por espacio de una hora había estado paseando, arriba, abajo, en espera; pero no podía aguardar más.

Se dirigió de repente hacia el Bull, aligerando el paso, temeroso de que el agudo silbido de su padre le obligara a volver atrás; y al cabo de un momento había ya traspuesto la esquina del cuartel de la policía y estaba a salvo.

Sí, su madre se mostraba opuesta a la idea; era lo que se podía deducir de aquel obstinado silencio suyo. La desconfianza de su madre le aguijoneaba más agudamente que la fanfarronería paterna. Y pensó fríamente cómo había ido observando que la fe que estaba desapareciendo de su alma se iba encendiendo y fortificando en los ojos de su madre. Un antagonismo confuso iba cobrando fuerzas dentro de él y nublando su mente como una nube que los separara; y cuando la nube se desvanecía dejando su inteligencia serena y consciente de sus deberes para con su madre, sentía indistintamente algo como el dolor de la primera y silenciosa separación de las vidas de ambos.

¡La Universidad! ¿De modo que había burlado el quién vive de los centinelas que habían sido los guardianes de su infancia, de los que habían querido retenerle para someterle y hacerle servir a los fines de ellos? Satisfacción y orgullo le aupaban como olas anchas y lentas. El fin para el cual estaba destinado, aunque él mismo no lo conociera, era lo que le había hecho escapar por un camino imprevisto, lo que ahora le estaba alentando una vez más con aquella nueva aventura que estaba a punto de abrirse delante de él. Le parecía escuchar las notas de una música caprichosa que saltase un tono hacia arriba y luego una cuarta menor hacia abajo, un tono hacia arriba y una tercera menor hacia abajo, como llamas tripartitas que brotaran intermitentemente del misterio de una selva, a la media noche. Era como un preludio encantado de elfos, sin término y sin forma; según se iba haciendo más salvaje y más rápido, mientras las llamas brotaban a contratiempo, le parecía oír bajo las ramas, sobre la hierba, las pisadas veloces de seres salvajes que hollaban las hojas con el ruido de las gotas de la lluvia. Aquellos pies pasaban en tumulto por su mente, pies de liebres, de conejos, de gamos, de ciervos, de antílopes; hasta que ya no los oyó más y sólo pudo recordar la noble cadencia de un pasaje de Newman:

—Sus pies son como los pies de la cierva; pero debajo están los brazos eternales.

La nobleza de aquella imagen oscura llevó otra vez a su imaginación la dignidad del oficio que había rechazado. Durante toda su infancia había estado haciendo fantasías acerca de aquello que solía considerar como su destino; pero al sonar la hora de obedecer al llamamiento, se había desviado, siguiendo un instinto que le impulsaba hacia adelante. Ya había pasado el tiempo, y nunca habían de ungir su cuerpo los óleos de la ordenación. Había rehusado. ¿Por qué?

Al llegar a Dollymount se desvió del camino dirigiéndose hacia el mar. Las planchas del débil puente de madera temblaban bajo las pisadas de unos pies reciamente calzados. Un pelotón de hermanos de la Doctrina Cristiana volvía de Bull; cruzaban de dos en dos por el puente. Pronto todo el puente comenzó a temblar y a resonar. Las caras toscas pasaban de dos en dos, rojas, amarillas o lívidas de la brisa del mar, y aunque Stephen procuraba mirarlas sin turbación y con indiferencia, sintió que un rubor de vergüenza personal y de piedad le subía al rostro. Molesto consigo mismo trató de esquivar aquellos ojos bajando la mirada hacia un lado, pero hasta en el agua, poco profunda y arremolinada, de debajo del puente, continuó viendo los pesados sombreros de seda, la raya blanca de los cuellos y los amplios y colgantes hábitos clericales.

—Hermano Hickey.

Hermano Quaid.

Hermano Mac Ardle.

Hermano Keogh—.

Su piedad debía de ser como sus nombres, como sus caras, como sus hábitos; y era inútil que se dijera a sí mismo que quizás aquellos contritos y humildes corazones darían un fruto de devoción mucho más rico que el de su propio corazón, un don diez veces más aceptable que el de su adoración meticulosa. Y era inútil que tratara de excitarse a ser más generoso para con ellos, diciéndose que si alguna vez llegase a sus puertas, despojado de su orgullo, roto y en andrajos, ellos habrían de ser compasivos para con él y le habían de amar como a sí mismos. Era inútil y amargante, en fin, el oponer a su serena certidumbre el argumento de que el mandamiento del amor no nos ordena amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, con la misma cantidad e intensidad de amor que a nosotros mismos, sino con la misma especie de amor.

Escogió una frase de su tesoro y se la repitió suavemente:

—Un día avellonado por las nubes del mar.

La frase, el día y la escena se armonizaban en un acorde único. Palabras. ¿Era a causa de los colores que sugerían? Los fue dejando brillar y desvanecerse, matiz a matiz: oro del naciente, verdes arreboles de pomares y avellanales, azul de ondas saladas, oda gris de vellones celestes. No. No era a causa de los colores: era por el equilibrio y contrabalanceo del período mismo. ¿Era que amaba el rítmico alzarse y caer de las palabras más que sus asociaciones de significado y de color? ¿O era que, siendo tan débil su vista como tímida su imaginación, sacaba menos placer del refractarse del brillante mundo sensible a través de un lenguaje policromado y rico en sugerencias, que de la contemplación de un mundo interno de emociones individuales perfectamente reflejado en el espejo de un período de prosa lúcida y alada?

Salió de nuevo del puente trepidante a tierra firme. En ese instante le pareció que el aire estaba helado, y mirando de lado al agua, vio pasar el vuelo de una racha, que oscureció y rizó de pronto la superficie. Un vago estremecimiento del corazón y una débil contracción de la garganta le dijeron una vez más el miedo que su carne sentía al olor frío e infrahumano del mar; sin embargo, no se dirigió a través de las dunas, a su izquierda, sino que continuó hacia adelante a lo largo de la cima de las rocas que avanzaban hacia la boca del río.

La luz velada del sol iluminaba débilmente el gris mantel de agua del estero. A lo lejos, siguiendo el lento curso del Liffey, esbeltos mástiles manchaban el cielo, y, más lejos aún, el confuso caserío de la ciudad yacía sumido en la neblina. Como en un tapiz borroso y tan viejo como el cansancio del hombre, la imagen de la séptima ciudad de la cristiandad le era visible a través del aire, del aire que no varía con los años; y la ciudad no aparecía más vieja ni más cansada, ni menos sufrida en la esclavitud que en tiempos de las asambleas medievales.

Descorazonado, levantó los ojos hacia las nubes que derivaban lentamente como vellones marinos. Viajaban a través de los desiertos del cielo, como un ejército de nómadas en camino; viajaban por encima de Irlanda, con rumbo a occidente. Y Europa, de donde venían, yacía, lejos, al otro lado del mar de Irlanda; Europa, la de las extrañas lenguas, con sus valles y sus bosques y sus ciudadelas, con sus razas dispuestas y atrincheradas. Oyó dentro de sí una confusa música hecha de recuerdos y de nombres de los cuales casi tenía conciencia, aunque sin poderlos capturar ni por un momento; luego la música pareció ir cejando, cejando, cejando, y de cada paso de su retroceso salía siempre una larga nota de llamada que atravesaba como una estrella el crepúsculo de silencio. ¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Otra vez! Una voz del otro mundo le estaba llamando.

—¡Eh! ¡Stephanos!

—¡Mira el Dédalus!

—¡Au!… ¡Oye, tú, Dwyer, dámelo! ¡Te digo que me lo des, o si no, te zampo un porrazo en los morros!… ¡Au!

—¡Bravo, Towser! ¡Dale un chapuzón!

—¡Arrímate, Dédalus! ¡Bous Stephanoumenos! ¡Bous Stephanephoros!

—¡Chapúzale! ¡Que trague ahora, Towser!

—¡Socorro! ¡Socorro!… ¡Au!

Pudo reconocer sus voces colectivamente antes de llegar a distinguir las caras. La simple vista de aquel revoltijo de chorreante desnudez le hizo sentir un escalofrío en los mismos huesos. Los cuerpos, de un blancor cadavérico o bañados de una pálida luz dorada o crudamente tostados por el sol, brillaban con el agua del mar. La piedra desde donde se lanzaban, puesta en equilibrio sobre rudos soportes, trepidante a cada zambullida, y los escarpados peñascos del rompeolas, por donde trepaban a cuatro patas, todo relucía con un brillo frío y húmedo. Las toallas con las que se fustigaban sonoramente, pendían pesadas de agua fría de mar. Y empapados de agua salada y fría estaban también los mechones de sus greñas.

Se quedó parado ante sus gritos y les devolvió las bromas con palabras usuales. ¡Cómo perdían su individualidad así desnudos! Shuley, sin el cuello grande y desabrochado; Ennis, sin el cinturón rojo con el cierre en forma de culebra, y Connolly, sin su cazadora de bolsillos desorejados. Daba pena verlos, y una pena aguda como una espada, el ver los signos de la adolescencia, que hacían repelente su lamentable desnudez. Quizás habían buscado refugio en el agrupamiento y la bulla para huir del secreto espanto de sus almas.

—¡Stephanos Dédalos! ¡Bous Stephanoumenos! ¡Bous Stephanephoros!

La zumba aquella no era nueva para él, y ahora se sentía blandamente halagado por semejante especie de tumultuoso acatamiento. Ahora más que nunca le parecía profetice aquel extraño nombre que llevaba. Tan fuera del curso del tiempo parecía el aire tibio y gris, tan fluido e impersonal su propio modo de ser, que todas las edades se le confundían en una sola sensación. Un momento antes el espectro del antiguo reino danés había surgido evocado por el ropaje de neblina de la ciudad. Ahora, al nombre del fabuloso artífice, le parecía oír el rumor confuso del mar y ver una forma alada que volaba por encima de las ondas y escalaba lentamente el cielo. ¿Qué significaba aquello? ¿Era como el lema al frente de una página en algún libro medieval de profecías y de símbolos, aquel hombre que como un neblí volaba hacia el sol sobre la mar? ¿Era una profecía del destino para el que había nacido, y que había estado siguiendo a través de las nieblas de su infancia y de su adolescencia, un símbolo del artista que forja en su oficina con el barro inerte de la tierra un ser nuevo, alado, impalpable, imperecedero? Su corazón temblaba; respiraba anhelosamente y un hálito impetuoso pasaba por sus miembros como si se estuviera remontando, rumbo al sol. Su corazón temblaba en un éxtasis de pavor y el alma le huía. El alma se remontaba en una atmósfera que no era de este mundo, y el cuerpo suyo había sido purificado por un solo soplo, libertado de la incertidumbre, iluminado, confundido en el elemento del espíritu. Un éxtasis de huida hacía brillar sus ojos y aceleraba su respiración y hacía a sus miembros acariciados por el viento, trémulos, potentes, gloriosos.

—A la una, a las dos… ¡Cuidado!

—¡Tú, Cripes, que me ahogo!

—A la una, a las dos, ¡a las tres!

—¡El siguiente! ¡El siguiente!

—A la una… ¡Plun!

—¡Stephanephoros!

Le atormentaba la garganta un deseo de gritar, de gritar como el halcón, como el águila en las alturas, de proclamar penetrantemente a los vientos la liberación de su alma. Este era el llamamiento de la vida, no la voz grosera y turbia del mundo lleno de deberes y de pesares, no la voz inhumana que le había llamado al lívido servicio del altar. Un instante de vuelo pleno le acababa de libertar y el grito de triunfo que sus labios aprisionaban estallaba en su cerebro.

—¡Stephanephoros!

¿Qué habían sido todas aquellas cosas sino el sudario que se acababa de desprender del cuerpo mortal? ¿Qué eran el miedo que le había acompañado día y noche, la incertidumbre que le había estado rondando, el oprobio que le había envilecido en alma y cuerpo, qué eran sino sudarios, lienzos de sepultura?

Su alma se acababa de levantar de la tumba de su adolescencia, apartando de sí sus vestiduras mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Encarnaría altivamente en la libertad y el poder de su alma, como el gran artífice cuyo nombre llevaba, un ser vivo, nuevo y alado y bello, impalpable, imperecedero. Se arrancó nerviosamente de la roca porque no podía ahogar por más tiempo la llama de su sangre. Sentía las mejillas abrasadas y que en la garganta le palpitaba un canto. Y sus pies, ansiosos de errar, pugnaban por partir hacia los confines del mundo. ¡Adelante! ¡Adelante!, tal era el grito de su corazón. El atardecer descendería sobre el mar, la noche caería sobre las llanuras, y la aurora brillaría ante el errabundo y le mostraría campos extraños y colinas y rostros. ¿Dónde?

Miró hacia el norte, en dirección a Howth. El mar había ya dejado al descubierto la línea de algas en la rampa del rompeolas y la marea descendía de nuevo playa abajo. Ya había quedado descubierto un largo y ovalado banco de arena que yacía ahora enjuto y oreado entre el agua rizada del reflujo.

Acá y allá brillaban tibios islotes cercados de agua somera, y formas vestidas de claro circulaban vadeando y removiendo en la arena por los canalillos del reflujo, entre los islotes y el teso.

En un abrir y cerrar de ojos se descalzó, se metió las medias en los bolsillos y se colgó al hombro los zapatos de lona, atándolos por los cordones. Cogió un palo puntiagudo abandonado por el mar y roído por las sales, y descendió por la rampa del rompeolas. Corría un largo arroyuelo por la arena y mientras lo vadeaba lentamente, lentamente, admiró el fluir interminable de las algas. Negras y esmeralda, bermejas y verde oliva, derivaban en la corriente, ondeaban con giros y con juegos. El agua del arroyuelo negreaba de aquel fluir inacabable y en ella se reflejaban las nubes que pasaban a la deriva por el cielo alto. Arriba, el derivar silencioso de las nubes; abajo, el silencioso fluir de las algas de mar; el aire gris, tibio aún; y en sus venas, la canción nueva y salvaje de la vida.

¿Dónde estaba ahora su adolescencia? ¿Dónde estaba el alma que había reculado ante su destino para cavilar a solas sobre su propia miseria y para coronarla allá en su morada de sordidez y subterfugios, envuelta en un lívido sudario, con guirnaldas, marchitas ya al primer roce? ¿Dónde, dónde estaba?

Solo. Libre, feliz, al lado del corazón salvaje de la vida. Estaba solo y se sentía lleno de voluntad, con el corazón salvaje, solo en un desierto de aire libre y de agua amarga, entre la cosecha marina de algas y de conchas; solo en la luz velada y gris del sol, entre formas gayas, claras, de niños y de doncellitas, entre gritos infantiles y voces de muchachas.

Una muchacha estaba ante él, en medio de la corriente, mirando sola y tranquila mar afuera. Parecía que un arte mágico le diera la apariencia de un ave de mar bella y extraña. Sus piernas desnudas y largas eran esbeltas como las de la grulla y sin mancha, salvo allí donde el rastro esmeralda de un alga de mar se había quedado prendido como un signo sobre la carne. Los muslos más llenos, y de suaves matices de marfil, estaban desnudos casi hasta la cadera, donde las puntillas blancas de los pantalones fingían un juego de plumaje suave y blanco. La falda, de un azul pizarra, la llevaba despreocupadamente recogida hasta la cintura y por detrás colgaba como la cola de una paloma. Su pecho era como el de un ave, liso y delicado, delicado y liso como el de una paloma de plumaje oscuro. Pero el largo cabello rubio era el de una niña; y de niña, y sellado con el prodigio de la belleza mortal, su rostro.

Estaba sola e inmóvil mirando mar adentro, y cuando sintió la presencia y la adoración de los ojos de Stephen, los suyos se volvieron hacia él, soportando tranquilamente aquella mirada, ni vergonzosos ni provocativos. Estuvo así largo tiempo, largo tiempo, y luego, imperturbable, retiró sus ojos de los de él y, dirigiéndolos hacia la corriente, se puso a menear despacito el agua, acá y allá, con los pies. El primer rumor del agua dulcemente removida rompió el silencio, suave, tenue, susurrante, tenue como las campanas de un ensueño. Acá y allá, acá y allá. Y una llamita imperceptible temblaba en las mejillas de la muchacha.

—¡Dios del cielo! —exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría.

Se apartó súbitamente de ella y echó a andar playa adelante. Tenía las mejillas encendidas; el cuerpo, como una brasa; le temblaban los miembros. Y avanzó adelante, adelante, adelante, playa afuera, cantándole un canto salvaje al mar, voceando para saludar el advenimiento de la vida, cuyo llamamiento acababa de recibir.

La imagen de la muchacha había penetrado en su alma para siempre y ni una palabra había roto el santo silencio de su éxtasis. Los ojos de ella le habían llamado y su alma se había precipitado al llamamiento. ¡Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida! Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel de la juventud mortal, de la belleza mortal, enviado por el tribunal estricto de la vida para abrirle de par en par, en un instante de éxtasis, las puertas de todos los caminos del error y de la gloria. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!

Se detuvo, de súbito, y oyó en el silencio el zumbido de su corazón. ¿Hasta dónde había caminado? ¿Qué hora era?

No había persona humana cerca de él; ni el más leve son le traía el aire. Mas la marea iba a comenzar a subir y el día menguaba. Se volvió hacia tierra y echó a correr por la playa hasta la rampa del rompeolas; la escaló a toda prisa, sin preocuparse de los cortantes guijarros y, encontrando un hoyo en la arena rodeado de lomillas entre matas de vegetación, se tendió allí para ver si la paz y el silencio del atardecer conseguían aplacar el tumulto de su sangre.

Sentía sobre él la gran cúpula indiferente del cielo y el reposado avance de los cuerpos celestes; y, debajo, la tierra, la tierra que le había engendrado, le tenía cobijado en el seno.

Cerró los ojos, adormilado. Le temblaban los párpados como si sintieran el gran movimiento cíclico de la tierra y de sus satélites, como si sintieran la luz extraña de un mundo nuevo. Su alma se iba hundiendo en aquel mundo desconocido, fantástico, vago como las profundidades submarinas, surcado por formas y seres de niebla. ¿Era un mundo, una luz vaga o una flor? Brillo y temblor, temblor y flujo, luz en aurora, flor que se abre, manaba continuamente de sí mismo en una sucesión indefinida, hasta la plenitud neta del rojo, hasta el desvanecimiento de un rosa pálido, hoja a hoja, y onda de luz a onda de luz, para inundar el cielo todo de sus dulces tornasoles, a cada matiz más densos, a cada oleada más oscuros.

Cuando se incorporó, la tarde había caído ya. La arena y las plantas raquíticas de su lecho ya habían perdido su dulce calor. Se levantó lentamente y, al recordar el gozo arrobado de su sueño, suspiró.

Trepó hasta la cresta de la colina de arena y miró en derredor. La tarde se había hundido. El borde de la luna nueva rasgaba la pálida aridez del horizonte, tal un aro de plata a medio enterrar en la arena; y el flujo de la marea trepaba tierra adelante y aislaba, allá lejos, algunas figuras humanas diseminadas aún por la playa entre los últimos charcos.