El corto crepúsculo decembrino se había desplomado torpemente tras un día plomizo, y mientras Stephen miraba el sombrío cuadrado de la ventana de la clase, el vientre le estaba reclamando su alimento. Esperaba que tendrían estofado para cenar, con nabos, zanahorias y patatas majadas y grasientos pedazos de cordero adecuados para ser bien revueltos en la salsa gruesa, adobada de harina y de pimienta. ¡Engúlletelo!, ésta era la voz del vientre.
Sería una noche sombría y secreta. Poco después de la caída de la noche las lámparas amarillas iluminarían aquí y allá el sórdido barrio de los burdeles. Iría por caminos extraviados, calles arriba y abajo, haciendo círculos cada vez más cerrados, más cerrados, con un estremecimiento de temor y de alegría, hasta que sus pasos le llevaran de pronto a trasponer cierto sombrío rincón. Las cantoneras estarían saliendo de sus casas, preparándose para la noche, desperezándose aún del sueño y ajustándose las horquillas en los mechones de pelo. Y él pasaría tranquilamente por entre ellas esperando sólo un momentáneo movimiento de su voluntad o un imprevisto llamamiento que a su espíritu hiciera aquella carne suave y perfumada. Y sin embargo, al rondar en busca de tal llamada, sus sentidos embrutecidos sólo por el deseo tendrían que anotar agudamente todo lo que los hería o llenaba de oprobios: sus ojos, un círculo de espuma de cerveza sobre una mesa sin tapete o una fotografía de dos soldados en posición de firmes o un cartel chillón de teatro; sus oídos, la recalcada jerga de los saludos.
—Hola, Bertie, ¿qué?, ¿vienes?
—¿Eres tú, pichón?
—En el número diez. Nelly la Frescachona te está esperando.
—Buenas noches, maridito. ¿Qué, entras un rato?
La ecuación en la página de su borrador comenzó a desarrollar una cola cada vez más ancha, llena de ojos y estrellada como la rueda de un pavo real. Y según iba eliminando los exponentes volvía a recogerse y desplegarse despacio. Los exponentes aparecían y desaparecían según los ojos se iban abriendo o cerrando. Y los ojos al abrirse y al cerrarse eran estrellas que nacían o se apagaban. Este vasto ciclo de vida estrellada transportaba su imaginación, hacia afuera, hasta su límite, y, hacia el interior, hasta su centro, mientras una música distante acompañaba tal flujo y reflujo. Pero, ¿qué música? La música se fue aproximando y logró evocar las palabras, aquellas palabras del fragmento de Shelley en que habla de la luna errante, sin compañía, pálida de hastío. Las estrellas comenzaron a desmenuzarse y una nube de fino polvo estelar cayó por el espacio.
La luz tristona se hacía aún más débil sobre la página donde una nueva ecuación había comenzado a desarrollarse, amplificando progresivamente su ancha cola: era su propia alma que salía a la ventura, desarrollándose pecado tras pecado, amplificando la luminaria de sus ardientes estrellas, para replegarse de nuevo y desvanecerse lentamente, apagadas sus luces y sus llamas. Se había apagado. Y la oscuridad fría llenaba el caos.
Una fría y lúcida indiferencia reinaba en su alma. Tras su primero y violento pecado sintió que una onda de vitalidad había fluido de él y temió no quedaran su alma o su cuerpo mutilados por el exceso. Mas, no; la onda vital se lo había llevado en su seno para devolverle otra vez en el reflujo. Y ni su alma ni su cuerpo habían sido mutilados, y una paz sombría se había establecido entre ellos. El caos en el cual su ardor se extinguía era el frío e indiferente conocimiento de sí mismo. Había pecado mortalmente no sólo una vez, sino muchas; y sabía que aunque por el primer pecado estaba ya en peligro de eterna condenación, cada nuevo pecado multiplicaba su culpa y su castigo. Sus días, sus palabras, sus pensamientos no le podían ser propiciatorios porque las fuentes de la gracia santificante habían dejado de refrescar su alma. A lo más, al dar una limosna a un mendigo de cuyas bendiciones huía, podía esperar lleno de tedio el obtener alguna partícula de gracia actual. La devoción se le había marchado por la borda. ¿De qué le servía rezar si sabía que su alma estaba anhelando la propia destrucción? Algo que era orgullo o temor le impedía el ofrecer a Dios ni siquiera una plegaria por la noche, aunque sabía que estaba en la mano de Dios el arrebatarle la vida durante el sueño y precipitarle en el infierno, sin darle tiempo ni aun de pedir clemencia. El orgullo de su culpa, y su frío temor de Dios, le decían que su ofensa era demasiado grave para que pudiera ser reparada, ni total ni parcialmente, por un falso homenaje dirigido al que todo lo ve y todo lo sabe.
—¡Está bien, Ennis! ¡Te digo que tienes la cabeza tan dura como el puño de mi bastón! ¡De modo que sales con que no me puedes decir lo que es una cantidad irracional!
La disparatada respuesta reavivó el rescoldo de su desprecio hacia sus compañeros. Para con los otros no sentía ni vergüenza ni temor. Los domingos por la mañana, al pasar por la puerta de la iglesia, echaba una mirada llena de frialdad a los devotos que destocados, de cuatro en fondo, estaban a la parte de fuera asistiendo espiritualmente a la misa que no podían ni ver ni oír. Su roma piedad y el mareante olor de las pomadas baratas con las que se habían untado la cabeza, le repelían de aquel mismo altar que ellos adoraban. Y se rebajó hasta el vicio de ser hipócrita para con los demás, permitiéndose dudar escépticamente de una inocencia que a él le costaba tan poco trabajo fingir.
De la pared de su alcoba pendía un pergamino iluminado, el diploma de prefecto de la congregación de la Santísima Virgen María que había en el colegio. Los domingos por la mañana, cuando la congregación se reunía en la capilla para rezar el oficio parvo, su sitio era un reclinatorio acojinado, a la derecha del altar, desde el cual dirigía las respuestas de los congregantes de su ala. La falsedad de su posición no le apesadumbraba. En algunos momentos sentía impulsos de levantarse de su sitio de honor y abandonar la capilla tras haber confesado su indignidad, pero una sola mirada a las caras de sus compañeros le detenía. Las metáforas de los salmos profetices amansaban su estéril orgullo. Las glorias de María mantenían su alma cautiva: nardo, mirra e incienso simbolizaban su real linaje; sus emblemas, la planta y el árbol de serondo florecer, simbolizaban el gradual crecimiento de su culto entre los hombres a través de las edades. Cuando le tocaba leer la lección al fin del oficio, leía con una voz velada, acunándose la conciencia con su música.
Quasi cedrus exaltata sum in Libanon et quasi cupressus in monte Sion. Quasi palma exaltata sum in Gades et quasi plantatio rosae in Jericho. Quasi uliva speciosa in campis et quasi platanus exaltata sum juxta aquam in plateis. Sicut cinnamomum et balsamum aromatizans odorem dedi et quasi myrrha electa deai suavitatem odoris.
Su pecado le había apartado de la vista de Dios, pero le había conducido más cerca del refugio de los pecadores. Los ojos de la Virgen parecían mirarle con una benigna piedad. Su santidad, como una extraña luz que brillara vagamente sobre su carne delicada, no humillaba al pecador que se acercaba a ella. Si alguna vez se sentía impelido a arrojar de sí el pecado y a arrepentirse, el impulso que le movía era el de ser su caballero. Si alguna vez su alma volvía a entrar en la propia morada, apagado ya el frenesí del deseo carnal, y se volvía a aquella cuyo emblema es el lucero de la mañana, ese lucero brillante y musical que nos habla del cielo y paz infunde, era cuando los nombres de ella eran murmurados suavemente por aquellos labios donde todavía había un eco de puercas y vergonzosas palabras, tal vez el sabor de un beso lascivo.
Era extraño. Trataba de explicarse cómo podía ser. Pero el crepúsculo, que se hacía cada vez más denso en la clase, le ocultaba sus propios pensamientos. Sonó la campana. El profesor señaló los problemas y los gráficos que tenían que preparar para el próximo día y salió. Al lado de Stephen, Heron comenzó a cantar desafinadamente:
Mi excelente amigo Bombados.
Ennis, que había ido al patio, volvió diciendo:
—El recadero de la residencia viene a buscar al rector.
Un muchacho alto que estaba detrás de Stephen se frotó las manos y dijo:
—¡Estupendo! Entonces podemos hacer lo que nos dé la gana toda la hora. Seguramente no vuelve hasta después de las dos y media. Y entonces le puedes preguntar dudas de catecismo, tú, Dédalus.
Stephen estaba recostado hacia atrás y dibujaba indolentemente en el borrador escuchando la charla de los otros, que Heron se encargaba de moderar de vez en cuando, diciendo:
—Callad la boca, si os da la gana. No arméis ese condenado jaleo.
Era extraño cómo encontraba un árido placer en seguir hasta su término las rígidas líneas de la doctrina católica y en penetrar hasta los puntos más oscuros sólo por oír y sentir más profundamente su propia condenación. Aquella sentencia de la Epístola del apóstol Santiago, según la cual el que infringe un mandamiento se hace reo de todos, le había parecido antes ser una frase vacía y sólo la había llegado a comprender ahora al tantear en la oscuridad de su propia situación. De la mala semilla del placer habían brotado todos los otros pecados mortales: orgullo de sí mismo y desprecio de los demás, codicia de dinero para procurarse placeres vedados, envidia de aquellos cuyos vicios no podía alcanzar, goce glotón de la comida, aquella cólera sombría y calenturienta entre la cual fermentaba el deseo, el pantano de pereza espiritual y corporal en el que todo su ser se había hundido.
Cuando sentado en su pupitre contemplaba fijamente la cara astuta y enérgica del rector, la mente de Stephen se deslizaba sinuosamente a través de aquellas peregrinas dificultades que le eran propuestas. Si un hombre hubiera robado una libra esterlina en su juventud y con aquella libra hubiera amasado luego una enorme fortuna, ¿qué era lo que estaba obligado a devolver, sólo la libra que había robado, o la libra con todos los intereses acumulados, o el total de su inmensa fortuna? Si un seglar al administrar el bautismo, vierte el agua antes de pronunciar las palabras rituales, ¿queda el niño bautizado? ¿Es válido el bautismo con agua mineral? ¿Cómo puede ser que mientras la primera bienaventuranza promete el reino de los cielos a los pobres de corazón, la segunda promete a los mansos la posesión de la tierra? ¿Por qué fue el sacramento de la eucaristía instituido bajo las especies de pan y vino, siendo así que Jesucristo está presente en cuerpo y sangre, alma y divinidad en el pan solo y en el vino solo? ¿Contiene una pequeña partícula del pan consagrado todo el cuerpo y la sangre de Jesucristo, o sólo una parte de ellos? Si el vino se agria y la hostia se corrompe y se desmenuza, ¿continúa Jesucristo estando presente bajo las especies como Dios y como hombre?
—¡Que viene! ¡Que viene!
Un chico apostado a la ventana había visto que el rector salía de la residencia. Todos los catecismos se abrieron; todas las cabezas se inclinaron sobre ellos silenciosamente. El rector entró y ocupó su asiento sobre la tarima. Un suave puntapié del chico alto que estaba sentado en el banco de detrás de Stephen urgió a éste para que propusiera alguna cuestión muy difícil.
Pero el rector no pidió un catecismo para preguntar por él la lección, sino que unió las manos sobre el pupitre y dijo:
—El miércoles por la noche comenzará el retiro en honor de San Francisco Xavier, cuya festividad se celebra el sábado. El retiro durará desde el miércoles hasta el viernes. El viernes por la tarde, después del rosario, habrá confesiones generales. Si algunos alumnos tienen ya su confesor especial, tal vez será lo mejor que no cambien. El sábado, a las nueve de la mañana, habrá misa de comunión general para todo el colegio. El sábado será día de vacación. Pero como el sábado y el domingo son días de vacación, puede ser que haya algunos alumnos que se inclinen a pensar que el lunes no hay clase tampoco. ¡Mucho cuidado con no incurrir en este error! Supongo que tú, Lawless, incurrirás probablemente en esta equivocación.
—¿Yo, señor? ¿Por qué, señor?
Una oleada de contenida hilaridad salió de la sonrisa severa del rector y se propagó por la clase. El corazón de Stephen comenzó a replegarse y a marchitarse como una flor en agonía.
El padre rector prosiguió gravemente:
—Os supongo a todos familiarizados con la vida de San Francisco Xavier, patrón de nuestro colegio. Procedía de una antigua e ilustre familia española y recordaréis que fue uno de los primeros seguidores de San Ignacio. Se encontraron en París, donde Francisco Xavier era profesor de Filosofía en la Universidad. Xavier, joven, brillante, noble y hombre de letras, se penetró en cuerpo y alma de las ideas de nuestro glorioso fundador y, como sabéis, a petición propia fue enviado por San Ignacio a predicar a los indios. Se le llama, como recordaréis, el Apóstol de las Indias. Recorrió todo el oriente, bautizando a las multitudes, de territorio en territorio, desde África hasta la India, desde la India hasta el Japón. Se dice que llegó a bautizar hasta diez mil idólatras en un mes y que su brazo derecho se le quedó paralítico de haberse alzado tantas veces sobre las cabezas de aquellos a quienes administraba el bautismo. Después se propuso entrar en China para ganar todavía más almas para Dios, pero murió de fiebres en la isla de Sancian. ¡Qué gran santo San Francisco Xavier! ¡Qué gran soldado de Dios!
El rector hizo una pausa y luego, sacudiendo delante de sí las manos unidas, continuó:
—Poseía la fe que mueve las montañas. ¡Diez mil almas ganadas para Dios en sólo un mes! ¡Este sí que era un verdadero conquistador, fiel al lema de nuestra Orden, ad majorem Dei gloriam! Acordaos de que es un santo que tiene gran poder en el cielo: poder para interceder por nosotros en nuestras tribulaciones; poder para alcanzar cualquier cosa que le pidamos, siempre que sea para bien de nuestra alma; poder para obtenernos la gracia del arrepentimiento si hemos caído en el pecado. ¡Qué gran santo, San Francisco Xavier! ¡Qué gran pescador de almas!
Había cesado de agitar sus manos unidas y, descansándolas sobre la frente, lanzaba agudas miradas a su auditorio, miradas que salían de sus ojos sombríos y severos, salvando, ora por la derecha y ora por la izquierda, la pantalla de las manos.
Y en el silencio, la combustión sombría de aquellos ojos incendiaba el crepúsculo en una lumbrarada amarillenta. El corazón de Stephen se había marchitado como una flor del desierto al sentir en la lejanía los presagios del simún.
* * *
—Acuérdate tan sólo de tus postrimerías y no pecarás jamás, son palabras tomadas, mis queridos hermanitos en Jesucristo, del libro del Eclesiastés, capítulo séptimo, versículo cuarto. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Stephen estaba sentado en el primer banco de la capilla. El Padre Arnall lo estaba ante una mesa a la derecha del altar. Tenía echado sobre los hombros un pesado manteo, la cara pálida y consumida, y una voz cascada de reumático. La figura tan extrañamente cambiada de su profesor, trajo a la mente de Stephen las escenas de su vida anterior en Clongowes: los anchos campos de juego, hormigueantes de muchachos; el foso; el pequeño cementerio al otro lado de la avenida de tilos donde él había soñado que le enterraban; el resplandor del fuego sobre la pared de la enfermería donde yacía enfermo; la cara ensombrecida del hermano Michael. Y según estos recuerdos le iban volviendo, su alma se iba convirtiendo otra vez en el alma de un niño.
—Nos hemos congregado hoy aquí, mis queridos hermanitos en Cristo, apartados por un breve momento del barullo afanoso del mundo exterior, para celebrar y honrar a uno de los más grandes santos, al apóstol de las Indias, santo patrono también de vuestro colegio, a San Francisco Xavier. Año tras año, durante mucho más tiempo que lo que cualquiera de vosotros o yo mismo podemos recordar, se han reunido los alumnos de este colegio en esta misma capilla, para hacer el retiro anual antes de la fiesta de su santo patrono. Ha ido pasando el tiempo e introduciendo nuevos cambios. Aun en los últimos pocos años, ¿cuántos cambios no podéis recordar muchos de vosotros? Muchos de los jóvenes que hace pocos años se sentaban en esos mismos bancos, están ahora quizás en tierras lejanas, o sumergidos ya en deberes profesionales, o en seminarios, o bien viajando sobre la vasta extensión de los abismos del mar, o tal vez, llamados ya a la otra vida por el gran Dios, para rendir cuentas de su conducta terrestre. Y sin embargo, conforme los años van rodando, trayendo consigo sus cambios, lo mismo para bien que para mal, invariablemente la memoria de este gran santo se ve honrada por los alumnos de este colegio, cada año una vez, en los días de retiro que preceden a la festividad establecida por nuestra Santa Madre la Iglesia, para transmitir a todas las edades el nombre y la fama de uno de los más grandes hijos de la católica España.
—Pero veamos ahora cuál es el significado de esta palabra, retiro, y por qué es considerada por todo el mundo como la práctica más saludable para todo el que desee llevar ante Dios y a los ojos de los hombres una vida verdaderamente cristiana. Retiro, queridos niños, significa un temporal apartamiento de todos los cuidados de la vida, de todas las preocupaciones y trabajos de la vida diaria, con objeto de examinar el estado de nuestra conciencia, para proyectar sobre ella los misterios de la santa religión y para comprender mejor cuál es la causa por la que estamos aquí en este mundo. Durante estos pocos días, voy a tratar de poneros delante algunos pensamientos concernientes a nuestras cuatro postrimerías. Nuestras postrimerías son, como sabéis por el catecismo: muerte, juicio, infierno y gloria. Trataremos de comprenderlas plenamente durante estos pocos días, de modo que podamos derivar de la compresión de ellas un duradero beneficio para nuestras almas. Y acordaos, queridos jóvenes, de que hemos sido enviados a este mundo para una cosa y sólo para una cosa: para hacer la santa voluntad de Dios y salvar nuestras almas inmortales. Todo lo demás carece de valor. Sólo una cosa es necesaria y es: la salvación de nuestra alma. ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma inmortal? ¡Ah, queridos niños, creedme que no hay nada en este mundo miserable que pueda compensar semejante pérdida!
—Os voy a rogar, por tanto, queridos jóvenes, que apartéis de vuestra imaginación durante estos pocos días todo pensamiento mundano, ya sea de estudios o de placer o de ambición, y que prestéis toda vuestra atención al estado de vuestra propia alma. Casi no necesito advertiros que durante estos días de retiro debéis todos observar una conducta compuesta y piadosa y evitar todo recreo ruidoso o inconveniente. Los mayores, desde luego, cuidarán de que no se infrinja esta costumbre, y me dirijo especialmente a los prefectos y dignidades de la congregación de la Santísima Virgen y de los Santos Ángeles, para que den buen ejemplo a sus compañeros.
—Procuremos, por tanto, hacer este retiro en honor de San Francisco con todo nuestro corazón y nuestra mente. Si así lo hacéis, la bendición de Dios caerá sobre vuestros estudios. Pero, antes que nada y por encima de todo, haced que este retiro sea tal que podáis volver los ojos hacia él en años venideros, cuando estéis tal vez lejos de este colegio y en otros alrededores muy distintos; que sea tal que podáis volver los ojos a él con alegría y reconocimiento y dar gracias a Dios por haberos concedido esta ocasión de echar los primeros cimientos de una vida piadosa y honrada, celosa y cristiana. Y si, como pudiera ocurrir, hay ahora en esos bancos alguna pobre alma que ha tenido la inexpresable desdicha de perder la santa gracia de Dios y caer en pecado mortal, yo confío fervientemente y pido a Dios que este retiro sea para ella el punto de regreso a una nueva vida. Y le ruego a Dios, por los méritos de su celoso siervo Francisco Xavier, que tal alma pueda ser llevada a un sincero arrepentimiento y que la santa comunión en el día de San Francisco de este año, sirva de perpetua alianza entre ella y Dios. Y que este retiro sea de grata memoria, para el justo como para el injusto, para el santo lo mismo que para el pecador.
—Ayudadme, queridos hermanitos en Cristo, ayudadme con vuestra piadosa atención, con vuestra devoción, con vuestra conducta externa. Desterrad de vuestra imaginación todo pensamiento mundano y pensad sólo en vuestras postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria. Aquel que las recuerde, dice el Eclesiastés, no pecará jamás. Aquel que se acuerde de sus postrimerías obrará y pensará siempre con ellas delante de los ojos. Y vivirá una vida buena y tendrá una buena muerte, creyendo y sabiendo que todos los sacrificios que ha experimentado en esta vida le serán pagados al ciento por uno, al mil por uno, en la vida venidera, en el reino sin acabamiento. Y esta es la felicidad que os deseo con todo mi corazón a todos y a cada uno de vosotros, amados jóvenes, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Mientras regresaba a casa entre otros compañeros silenciosos, una espesa niebla parecía rodear su espíritu. Esperó sumido en un estupor imaginativo a que se levantara y revelara lo que tenía escondido dentro. Cenó con devorador apetito y cuando se acabó la cena y sólo quedaron los platos grasientos abandonados sobre la mesa, se levantó y fue hacia la ventana, limpiándose con la lengua la boca de los residuos de la comida y lamiéndose los labios para quitar la grasa de ellos. Hasta aquel estado había ido a dar, hasta aquel estado de bestia que se relame de la carnaza. Era lo último. Y una tenue vislumbre de terror comenzó a atravesar la niebla de su espíritu. Oprimió su rostro contra el cristal de la ventana y atisbo la calle, donde estaba oscureciendo. Vagas formas pasaban aquí y allá a través de la luz triste. Y aquello era la vida. Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa grasienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.
El día siguiente aportó consigo muerte y juicios y con ellos el despertar del alma de Stephen de su inerte desesperación. La vaga vislumbre de miedo se convirtió ahora en espanto cuando la voz ronca del predicador fue introduciendo la idea de la muerte en su alma. Sufrió todas las miserias de la agonía. Sintió el escalofrío de la muerte que se apoderaba de sus extremidades y se deslizaba hacia el corazón; el velo de la muerte que le velaba los ojos; cómo se iban apagando cual lámparas los centros animados de su cerebro; el postrer sudor que rezumaba de la piel; la impotencia de los miembros moribundos; la palabra que se iba haciendo torpe e indecisa, extinguiéndose poco a poco; el palpitar del corazón, cada vez más tenue, más tenue, casi rendido ya, y el soplo, el pobre soplo vital, el triste e inerte espíritu humano, sollozante y suspirante, en un ronquido, en un estertor, allá en la garganta. ¡No hay salvación! ¡No hay salvación! El —él mismo— aquel cuerpo al cual se había entregado en vida, era quien moría. ¡A la sepultura con él! ¡A clavetear bien ese cadáver en una caja de madera! ¡A sacarlo de la casa a hombros de mercenarios! ¡Que lo arrojen fuera de la vista de los hombres en un hoyo largo, a pudrirse, a servir de pasto a una masa bullidora de gusanos, a ser devorado por las ratas de remos ágiles y fofo bandullo!
Y mientras que los amigos se deshacían todavía en lágrimas a la cabecera del lecho, el alma era juzgada. En el último momento consciente, toda la vida terrena había desfilado ante la vista del alma y, antes de que pudiera reflexionar, el cuerpo había muerto y el alma estaba en pie, aterrada, delante de su tribunal. Dios, que había sido clemente tanto tiempo, iba a ser justo ahora. Había sido paciente largo tiempo, tratando de persuadir al alma pecadora, dándole tiempo para arrepentirse, dándole un plazo más todavía. Pero aquel tiempo había pasado. Había habido tiempo para pecar y recrearse, tiempo para hacer befa de Dios y de las advertencias de su santa Iglesia, tiempo para desafiar su majestad, para desobedecer sus mandamientos, para engañar al prójimo, para cometer un pecado tras otro pecado y ocultar a los ojos de los hombres la propia corrupción. Pero aquel tiempo había pasado. Ahora era la vez de Dios, y a El no se le iba a engañar. Cada pecado había de salir de su escondrijo, el más rebelde contra la divina voluntad y el más degradante para nuestra pobre y corrompida naturaleza, la más leve imperfección lo mismo que el más nefando delito. ¿De qué servía entonces haber sido un gran emperador, un gran general, un maravilloso inventor, o el más sabio entre los sabios? Todos eran lo mismo ante el tribunal de Dios. Y El había de premiar al bueno y castigar al malvado. Un solo instante bastaba para el juicio del alma de un hombre. Un solo instante después de la muerte del cuerpo, el alma había sido ya pesada en la balanza. El juicio particular estaba terminado, y el alma había pasado a la mansión de bienaventuranza, o a la cárcel del purgatorio, o había sido arrojada, dando aullidos, al infierno.
Pero esto no era todo. La justicia de Dios tenía que ser todavía vindicada ante los hombres. Tras el juicio particular quedaba aún el juicio universal. El último día había llegado. El juicio final se acercaba. Las estrellas del cielo caían sobre la tierra como los higos arrancados de la higuera que el huracán agita. El sol, la gran luminaria del universo, se había convertido en un saco de cilicio. El arcángel San Miguel, el príncipe de la milicia celestial, aparecía glorioso y terrible sobre el cielo. Con un pie sobre el mar y el otro sobre la tierra, anunciaba con su trompeta arcangélica la consumación de los tiempos. Los tres toques del arcángel llenaban el universo. Tiempo hay, tiempo hubo, pero no lo habrá ya. Al último toque, las almas de la universal humanidad se aglomeran hacia el valle de Josaphat, ricos y pobres, nobles y plebeyos, sabios y mentecatos, buenos y malvados. Las almas de todos los seres humanos que han existido y las de aquellos que han de nacer aún; todos los hijos y las hijas de Adán, todos están reunidos en aquel supremo día. ¡Mas, ay, que el Supremo Juez se acerca! No ya el humilde Cordero de Dios, no ya el manso Jesús de Nazaret, no ya el Hombre de Dolores, no ya el Buen Pastor. El que ahora se aproxima viene sobre las nubes con todo su poder y majestad, asistido por nueve coros de ángeles, ángeles y arcángeles, principados, potestades y virtudes, tronos y dominaciones, querubines y serafines, el Dios Omnipotente, el Dios Eterno. Y habla. Y su voz es oída en los más remotos límites del espacio, hasta en los abismos sin fondo. Es el Supremo Juez, y de su sentencia no habrá, no podrá haber apelación. Helo que llama al justo a su lado, invitándole a entrar en su reino, en la eterna felicidad que le tiene preparada. Pero al réprobo lo arroja de sí, gritando en su ofendida majestad: Apartaos de mí, malditos, id al juego que os ha sido preparado por el demonio y sus ángeles. ¡Oh, qué agonía entonces para los miserables pecadores! El amigo es arrancado de los brazos del amigo, los hijos de los de sus padres, los esposos de los de sus mujeres. El pobre pecador extiende sus brazos hacia aquellos que le fueron queridos en este mundo terrenal, hacia aquellos de cuya simple piedad tal vez hizo befa, hacia aquellos que le aconsejaron bien y trataron de llevarle al camino de la virtud, hacia el buen hermano, hacia la amorosa hermana, hacia el padre y la madre que tan intensamente le amaron. Pero es demasiado tarde: el justo se aparta de las miserables almas de los condenados, que ahora aparecen ante los ojos de todos en su monstruoso y depravado aspecto. ¡Ay de vosotros, hipócritas, ay de vosotros, sepulcros blanqueados, ay de vosotros los que presentáis al mundo una cara pulida y sonriente, mientras el interior de vuestra alma es una inmunda ciénaga de pecado! ¿Qué será de vosotros en aquel terrible día?
Y este día ha de venir, tiene que venir, vendrá: el día de la muerte, el día del juicio. Está decretado que todo hombre tiene que morir; tras la muerte, juicio final. La muerte es cierta. Lo que es incierto es la fecha, el modo, si ha de ser de larga enfermedad o por algún accidente imprevisto. El Hijo de Dios vendrá a la hora en que menos le esperéis. Estad por tanto preparados a cada momento, puesto que a cada momento podéis morir. La muerte es el término de todos nosotros. Muerte y juicio, introducidos en el mundo por el pecado de nuestros primeros padres, son como los oscuros pórticos que cierran nuestra existencia terrenal, los pórticos que se abren a lo desconocido e imprevisto, pórticos por los cuales toda alma tiene que pasar, sola, sin más ayuda que la de sus buenas obras, sin amigo ni hermano ni padre ni maestro, sola y temblorosa. Que este pensamiento no se aparte jamás de vuestras mentes y no podréis pecar. La muerte, que es una causa de terror para el pecador, es un momento de bendición para aquel que ha caminado por el sendero recto, cumpliendo plenamente sus deberes durante el tránsito por la vida, rezando las oraciones de la mañana y de la noche, aproximándose frecuentemente a la sagrada eucaristía, y realizando obras buenas y misericordiosas. Para el pío y creyente católico, para el hombre justo, la muerte no es causa de terror. ¿No fue Addison, el gran escritor inglés, quien, estando en su lecho mortuorio, mandó llamar al joven e impío conde de Warwick para mostrarle cómo un cristiano afrontaba su acabamiento? Aquél y sólo aquél, el cristiano creyente y piadoso, es quien puede decir en su corazón:
¡Oh, tumba! ¿Dónde está tu victoria?
¡Oh muerte! ¿Dónde está tu aguijón?
No había palabra que no se le aplicase a él. Toda la cólera de Dios se asestaba contra su asqueroso y secreto pecado. La lanceta del predicador había sondeado profundamente su conciencia haciéndola reventar; y ahora sentía que su alma estaba supurando en el pecado. Sí, el predicador tenía razón. Le había llegado su turno a Dios. Como una bestia en su cubil, su alma se había revolcado en su propia inmundicia, pero los toques de la trompeta del ángel le habían hecho salir de la oscuridad de la culpa hacia la luz. El anuncio del juicio proclamado por el ángel había hecho desmoronarse en un momento toda su presuntuosa paz. El viento del día postrero soplaba a través de su espíritu: las rameras de ojos de pedrería, moradoras de su imaginación, huían ante el huracán, dando chillidos como ratones aterrados, amontonándose bajo la pelambre de sus cabelleras.
Al cruzar la plaza, ya de regreso, llegó hasta sus oídos congestionados la risa jovial de una muchacha. Aquel son alegre y quebradizo conmovió su corazón más profundamente que el sonido de la trompeta, y no atreviéndose a levantar los ojos, se volvió hacia un lado y miró, mientras pasaba, hacia la umbría de un macizo de arbustos. Una oleada de vergüenza se levantó de su corazón herido e inundó todo su ser. La imagen de Emma se le apareció delante de él, y ante los ojos de ella, la oleada de vergüenza volvió a brotar otra vez de su corazón. ¡Si ella supiera a qué cosas le había sometido la imaginación o cómo el apetito bestial había desgarrado y hollado su inocencia! ¿Era aquello el primer amor? ¿Era aquello espíritu caballeresco? ¿Era aquello poesía? Los sórdidos pormenores de sus orgías le hedían físicamente en las ventanas de la nariz. Aquel paquete manchado de grabados que él había ocultado en el cañón de la chimenea, y ante cuya inmundicia y vergonzosa procacidad se había pasado las horas muertas pecando en pensamiento y en acción; aquellos sueños monstruosos, poblados de criaturas simiescas y de prostitutas cuyos ojos brillaban como joyeles; aquellas largas cartas llenas de obscenidad que había escrito sólo por el placer de la confesión culpable y que había llevado consigo días y días, para arrojarlas luego, protegido por la noche, en un rincón de un campo de hierba, o por debajo de una puerta desvencijada o en el resquicio de un seto, donde una muchacha se las pudiera encontrar al paso y leerlas después secretamente. ¡Loco! ¡Loco! ¿Era posible que hubiera hecho tales cosas? Un sudor frío le brotaba en la frente mientras en el cerebro se le iban condensando estos bochornosos recuerdos.
Cuando la agonía de la vergüenza hubo pasado, trató de levantar su alma del fondo de su abyecta impotencia. Dios y la Virgen María estaban demasiado lejos de él: Dios era demasiado grande y demasiado severo y la Santísima Virgen demasiado pura y santa. Pero se imaginaba estar en una amplia llanura al lado de Emma, y que, humildemente, deshecho en llanto, se inclinaba para besar el borde de su manga.
En una ancha llanura, bajo la tierna luz de un firmamento crepuscular, mientras una nube derivaba hacia poniente por el mar gris pálido de los cielos, allí estaban los dos, juntos, como dos niños que hubieran delinquido. Su error había ofendido profundamente la majestad de Dios; pero no había ofendido a aquella cuya belleza no es como la belleza terrena, dañosa a quien la mira, sino como la estrella de la mañana, emblema suyo, luciente y musical. Los ojos de Ella, al volverse para mirarlos, no estaban ofendidos, ni aun tenían un reproche. Y Ella les unía las manos, palma contra palma, y les decía, habiéndoles al corazón:
—Unid vuestras manos, Stephen y Emma. Hoy es un hermoso atardecer en el cielo. Habéis errado, pero continuáis siendo mis hijos. He aquí un corazón que ama a otro corazón. Juntad vuestras manos, hijos míos, y seréis felices juntos, y vuestros corazones se amarán mutuamente.
La capilla estaba inundada por la triste luz rojiza que a través de las corridas cortinas se filtraba; y por la hendidura, entre el marco de la ventana y la última cortina, un dardo de luz descolorida pasaba y descendía como una lanza hasta tocar el repujado bronce de los candelabros, que en el altar brillaba como una armadura angélica, gastada por los combates.
Estaba lloviendo sobre la capilla, sobre el jardín, sobre el colegio. Y había de llover eternamente y sin ruido. El agua se iría elevando, pulgada a pulgada, cubriendo la hierba y los arbustos, cubriendo los árboles y las casas, cubriendo los monumentos y las cimas de los montes. Toda la vida se ahogaría sin ruido pájaros, hombres, elefantes, cerdos, niños. Y sin ruido flotarían los cadáveres entre los detritus del naufragio del mundo. Y por cuarenta días y cuarenta noches caería la lluvia, hasta que las aguas cubriesen la faz de la tierra.
Podía ser. ¿Por qué no?
El infierno se ha engrandecido y ha abierto inmensamente su boca. Son palabras tomadas, mis queridos hermanitos en Cristo Jesús, del libro de Isaías, capítulo quinto, versículo décimo cuarto. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
El predicador sacó un reloj sin cadena de un bolsillo de la sotana y después de contemplar por un instante la esfera en silencio, lo colocó silenciosamente delante de él sobre la mesa.
Después comenzó a hablar con tono reposado:
—Adán y Eva, mis queridos jóvenes, los cuales, como sabéis, fueron nuestros primeros padres, fueron creados por Dios, como recordaréis, con objeto de que los puestos que habían quedado vacantes en el cielo por la caída de Lucifer y de sus ángeles rebeldes, pudieran ser ocupados de nuevo. Según se nos dice, Lucifer era un hijo de la mañana, un ángel poderoso y esplendente. Y sin embargo, cayó. Cayó y con él una tercera parte de las milicias celestiales. Cayó y fue precipitado con sus ángeles rebeldes en los infiernos. Cuál fuera su pecado es lo que no podemos decir. Los teólogos consideran que fue el pecado de orgullo, el pecaminoso pensamiento concebido en un instante: non serviam: no serviré. Y aquel instante fue su ruina. Ofendió a la majestad de Dios con el pensamiento pecaminoso de un solo momento y fue precipitado en los infiernos para siempre.
—Adán y Eva fueron creados por Dios y colocados en el Edén, en la llanura de Damasco, en aquel hermoso jardín resplandeciente de sol y de color, lleno de una desbordante vegetación La tierra fértil les regalaba pródigamente con sus dones; bestias y pájaros concurrían voluntariamente a su servicio; no conocían los males, herencia de nuestra carne: la enfermedad, la pobreza, la muerte. Todo lo que un Dios grande y generoso podía hacer por ellos, todo estaba hecho. Pero había una condición que les había sido impuesta por Dios: la obediencia a su palabra. No habían de comer de la fruta del árbol prohibido.
—¡Ay, mis queridos jóvenes, que ellos también cayeron! El demonio, en otro tiempo un ángel resplandeciente, hijo de la mañana, y ahora un enemigo vil, vino en forma de serpiente, la más sutil de todas las bestias del campo. Era que les tenía envidia. Él, el magnate caído, no podía soportar el pensamiento de que el hombre, ser de arcilla, pudiera llegar a poseer la herencia de la cual su pecado le había desposeído para siempre. Y fue a la mujer, vaso más frágil, y deslizó el veneno de su elocuencia en los oídos de ella, prometiendo —¡oh, promesa blasfema!— que si ella y Adán comían del árbol prohibido, serían como dioses, más aún, como Dios mismo. Eva se rindió a las astucias del tentador por excelencia. Comió de la manzana y dio también de ella a Adán, quien no tuvo valor moral para negarse. La lengua de veneno de Satán había realizado su obra. Y cayeron.
—Entonces se dejó oír en aquel jardín la voz de Dios que llamaba al hombre, su criatura, a rendir cuentas. Y Miguel, príncipe de la milicia celestial, con una espada en la mano, apareció ante la culpable pareja y la arrojó fuera del paraíso, al mundo, al mundo lleno de enfermedad y de lucha, de crueldad y de pesadumbre, de trabajo y de fatiga, a ganarse el pan con el sudor de la frente. ¡Pero, aun entonces, cuan misericordioso fue Dios! Tuvo piedad de nuestros primeros y degradados padres y les prometió que en la plenitud de los tiempos había de enviar desde los cielos al mundo uno que los había de redimir, que los había de hacer de nuevo hijos de Dios y herederos de su gloria. Y ese redentor de los hombres caídos en la culpa había de ser el unigénito hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno.
—Vino. Fue nacido de una virgen pura, María, virgen y madre. Nació en un pobre establo, en Judea, y vivió como un humilde carpintero durante treinta años, hasta que llegó la hora de cumplir su misión. Y entonces la cumplió lleno de amor hacia los hombres, se dio a conocer y convocó a los hombres, para que oyeran el evangelio nuevo.
—Pero, ¿le oyeron? Sí, le oyeron, pero no le quisieron escuchar. Fue cogido como un vulgar criminal, mofado como loco, pospuesto a un malhechor público, flagelado con cinco mil azotes, coronado de espinas, empujado brutalmente en las calles por el populacho judío y la soldadesca romana, despojado de sus vestiduras y colgado de un patíbulo, y atravesado su costado por una lanza; y del llagado cuerpo de Nuestro Señor manaban incesantemente agua y sangre.
—Y aun entonces, en aquella hora de suprema agonía, nuestro piadoso redentor tuvo misericordia de la humanidad. Aun entonces, sobre la colina del Calvario, fundó la Santa Iglesia Católica contra la cual, así está prometido, las puertas del infierno no prevalecerán. La fundó sobre la roca de los tiempos y la doto con su gracia, con los sacramentos y el sacrificio, y prometió que si los hombres obedecían a la voz de su Iglesia, podrían entrar en la vida eterna, pero que si después de todo lo que había sido hecho en favor de ellos persistían aún en su maldad, habría para ellos una eternidad de tormento: el infierno.
La voz del predicador se hundió. Hizo una pausa, juntó por un instante las palmas de sus manos, las volvió a separar. Luego, continuó:
—Vamos a tratar ahora de imaginarnos, en la medida que podamos, la naturaleza de aquella mansión de los condenados creada por la justicia de Dios ofendido, para eterno castigo de los pecadores. El infierno es una angosta, oscura y mefítica mazmorra, mansión de los demonios y las almas condenadas, llena de fuego y de humo. La angostura de esta prisión ha sido expresamente dispuesta por Dios para castigar a aquellos que no quisieron sujetarse a sus leyes. En las prisiones de la tierra el pobre cautivo tiene al menos alguna libertad de movimiento, aunque no sea más que entre las cuatro paredes de su celda o en el sombrío patio de la cárcel. Pero no es así en el infierno. Allí, por razón del gran número de los condenados, los prisioneros están hacinados unos contra otros en su horrendo calabozo, las paredes del cual se dice tienen cuatro mil millas de espesor. Y los condenados están de tal modo imposibilitados y sujetos, que un Santo Padre, San Anselmo, escribe en el libro de las Semejanzas que no son capaces ni aun de quitarse del ojo el gusano que se lo está royendo.
—Allí yacen en la oscuridad exterior. Porque habéis de recordar que el fuego del infierno no da luz. Lo mismo que, por mandato de Dios, el fuego del horno de Babilonia perdió el calor pero no la luz, así, por voluntad de Dios, el fuego del infierno, conservando la intensidad abrasadora de su calor, arde eternamente en sombra. Allí, en una tempestad sin término de sombras, entre las llamas oscuras y el oscuro humo de la ardiente piedra azufre, están los cuerpos hacinados los unos encima de los otros, sin recibir nunca ni aun siquiera una vislumbre de aire. De todas las plagas que azotaron la tierra de los faraones, hubo una tan sólo, la de la oscuridad, a la cual se le diera el dictado de horrible. ¿Qué nombre habríamos de dar, pues, a la oscuridad del infierno, la cual ha de durar, no por tres días, sino por toda la eternidad?
—El horror de esta angosta y oscura prisión se ve aumentando aún por su insoportable hedor. Toda la inmundicia del mundo, toda la carroña y la hez del mundo, afirman, habrá de desaguar allí, como en un vasto y vaheante albañal, cuando la terrible conflagración del último día haya purgado el mundo. La piedra azufre que arde allí en prodigiosas cantidades llena todo el infierno de su intolerable fetidez. Y los cuerpos mismos de los condenados exhalan un olor tan pestilencial que, según dice San Buenaventura, uno solo sería bastante para infestar todo el mundo. El mismo aire de este mundo, este puro elemento, se hace hediondo e irrespirable si ha estado cerrado por largo tiempo. Considerad cuál no será la hediondez del aire del infierno. Imaginad un cadáver que hubiera estado yaciendo en su tumba, pudriéndose y descomponiéndose, hasta llegar a ser una masa gelatinosa de líquida corrupción. Imaginad este cadáver pasto de las llamas, devorado por el fuego de la hirviente piedra azufre de modo que exhale densas y sofocantes humaredas de nauseabunda descomposición. Y luego, imaginad este pestífero olor multiplicado un millón de veces y un millón de veces de nuevo por los millones y millones de fétidas carroñas amontonadas en la humeante oscuridad, como un hongo monstruoso de podredumbre humana. Imaginad todo esto y podréis llegar a tener cierta idea del horroroso hedor del infierno.
—Pero este hedor, por terrible que sea, no es el mayor tormento físico al cual están sujetos los condenados en el infierno. El tormento del fuego es el mayor sufrimiento al cual los tiranos de la tierra han podido condenar a sus semejantes. Poned el dedo por un momento en la llama de una bujía y sentiréis el dolor del fuego. Pero el fuego de la tierra ha sido creado por Dios para beneficio del hombre, para mantener en él la centella de la vida y para ayudarle en las artes útiles, mientras que el fuego del infierno es de otra calidad y ha sido creado por Dios para torturar y castigar al impenitente pecador. Nuestro fuego terrenal consume también, más o menos rápidamente, según que el objeto al cual ataca es más o menos combustible, de tal modo que el ingenio humano ha logrado siempre discurrir procedimientos químicos para impedir o frustrar su acción. Pero el azufre que arde en el infierno es una sustancia especialmente creada para arder eternamente y eternamente, con indecible furia. Más aún, el fuego de la tierra destruye al mismo tiempo que quema, de tal modo que, cuanto más intenso es, tanto menos dura; pero el fuego del infierno tiene tal propiedad, que conserva lo mismo que abrasa y, aunque brama con indecible intensidad, brama para siempre.
—Nuestro fuego terreno, sean cuales sean su furia y su extensión, tiene siempre una zona limitada; pero el lago de fuego del infierno no tiene límites, ni playas, ni fondo. Se dice que una vez el mismo diablo, preguntado por cierto soldado, se vio obligado a confesar que si toda una montaña fuera arrojada en aquel océano hirviente sería consumida en un instante como un pedazo de cera. Y este terrible fuego no aflige las almas de los condenados solamente por fuera sino que cada alma condenada será un infierno dentro de sí misma, abrasada por aquel fuego devorador en sus mismos centros vitales. ¡Oh, cuan terrible es la suerte de aquellos miserables seres! La sangre bulle y hierve en sus venas, los sesos se les abrasan en el cráneo, el corazón se les quema en el pecho como un ascua, sus intestinos son una masa rojiza de ardiente pulpa, sus tiernos ojos llamean como globos candentes.
—Y todavía lo que he dicho referente a la fuerza, cualidad e ilimitación de este fuego, no es nada si se compara con su intensidad, una intensidad que ha sido el instrumento escogido por designio divino para castigo del alma y del cuerpo a la par. Es un fuego que procede directamente de la ira de Dios, y que no obra por propia actividad, sino como un instrumento de la divina venganza. Como las aguas del bautismo purifican el alma y el cuerpo al mismo tiempo, así el fuego del castigo tortura el espíritu y la carne. Todos los sentidos de la carne sufren tortura y todas las facultades del alma al mismo tiempo. Los ojos, la impenetrable y absoluta oscuridad; la nariz, los pestilentes olores; el oído, los alaridos, bramidos e imprecaciones; el gusto, las materias corrompidas, el estiércol sofocante e indescriptible; el tacto, las punzadas de las candentes aguijadas y púas y los crueles lamidos de las lenguas de fuego. Y a través de los múltiples tormentos de los sentidos, el alma inmortal se ve torturada eternamente en su íntima esencia entre leguas y leguas de llamas ardientes inflamadas en los abismos por la majestad ofendida del omnipotente Dios y alimentadas con una furia perdurable y cada vez más intensa por el soplo de la cólera de la divinidad.
—Considerad, finalmente, que el tormento de esta infernal prisión está aumentado por la misma compañía de los condenados. La mala compañía es tan dañina que, aun en la tierra, las plantas se retiran como por instinto de todo lo que es fatal o nocivo para ellas. En el infierno todas las leyes están cambiadas; ya no hay allí idea de familia, ni vínculo ni parentesco. Los condenados braman y se maldicen los unos a los otros y tienen su tortura y su rabia intensificadas por la presencia de otros seres tan torturados y rabiosos como ellos mismos. Todo sentimiento de humanidad está olvidado allí. Los alaridos de los atormentados pecadores llenan los más remotos rincones del vasto abismo. Las bocas de los condenados están llenas de blasfemias contra Dios y de odio para sus compañeros de sufrimiento y de maldiciones contra las almas de aquellos que fueron sus cómplices en el pecado. Allá en tiempos antiguos había la costumbre de castigar al parricida, al hombre que se había atrevido a levantar la mano asesina contra su padre, arrojándole a los profundos del mar dentro de un saco en compañía de un gallo, de un mono y de una serpiente. La intención de los legisladores que forjaron tal ley, que hoy en nuestros tiempos nos parece cruel, fue la de castigar al criminal con la compañía de aquellas odiosas y dañinas bestias. Pero, ¿qué valor tiene la furia de aquellos mudos animales comparada con la furia de execración que estalla de los resecos labios del condenado en los infiernos cuando contempla en sus compañeros de sufrimiento, aquellos que le ayudaron en el pecado y le indujeron a él, aquellos cuyas palabras sembraron la primera semilla del mal pensamiento y del mal vivir en su mente, aquellos que con impúdicas sugestiones le llevaron a pecar, aquellos cuyos ojos le sedujeron y le apartaron del camino de la virtud? Y se vuelven a sus cómplices y les reprochan y los maldicen. Pero ya no tienen socorro ni esperanza: es ya demasiado tarde para el arrepentimiento.
—Considerad por último el horrible tormento que sufren aquellas almas, las de los tentadores lo mismo que las de los inducidos, en la compañía de los demonios. Los demonios les afligen de dos modos distintos: con su presencia y con sus sarcásticos reproches. No podemos formarnos idea de lo horribles que los demonios son. Santa Catalina de Siena vio una vez uno, y ha dejado escrito que mejor que volver a ver, aunque fuera por un solo instante, un monstruo tan espantoso, preferiría estar marchando toda su vida sobre un rastro de carbones encendidos. Porque los diablos, que antes fueron ángeles hermosísimos, se convirtieron en monstruos tan horrendos y repugnantes cuanto primero bellos. Los diablos befan y escarnecen a las almas condenadas, empujadas por ellos a la ruina. Son ellos, los protervos demonios, los que hacen en el infierno el papel de la voz de la conciencia. ¿Por qué pecaste? ¿Por qué prestaste oídos a las tentaciones de los amigos? ¿Por qué te apartaste de las prácticas piadosas y de las buenas obras? ¿Por qué no evitaste las ocasiones de pecar? ¿Por qué no abandonaste aquella mala compañía? ¿Por qué no abandonaste aquella lasciva costumbre, aquel hábito impuro? ¿Por qué no seguiste los consejos de tu confesor? ¿Por qué, después de haber caído la primera vez, o la segunda, o la tercera, o la cuarta, o la centésima, por qué no te apartaste del mal camino y te volviste a Dios, que sólo esperaba tu arrepentimiento para absolverte de tus pecados? Ahora ya ha pasado el tiempo del arrepentimiento. ¡Tiempo hay, tiempo hubo, pero ya no lo habrá más! Tiempo hubo para pecar en secreto, para regodearte en la pereza y el orgullo, para ambicionar lo ilegítimo, para entregarte a los más bajos ímpetus de tu naturaleza, para vivir como las bestias del campo, ¡qué digo!, peor que las bestias del campo, pues ellas por lo menos son simples brutos y no tienen razón que las guíe. ¡Hubo tiempo, pero ya no lo habrá más! Dios te habló tantas veces…, ¡pero no le quisiste oír! No querías arrojar aquel orgullo y aquella cólera de tu corazón, no querías devolver aquellos bienes mal adquiridos, no querías obedecer los preceptos de tu Santa Madre la Iglesia, no querías cumplir con tus deberes religiosos, no querías abandonar aquellas malvadas compañías, no querías evitar aquellas peligrosas tentaciones. Tal es el lenguaje de aquellos diabólicos atormentadores: palabras de vituperio y de reproche, de odio y de repulsión. ¡De repulsión, sí! Porque hasta ellos, los mismos demonios, pecaron sólo tal como era posible a sus angélicas naturalezas, sólo por la rebelión de la inteligencia; y ellos, hasta ellos mismos, se vuelven, asqueados y repelidos, al contemplar aquellos innombrables pecados, con los cuales el hombre ultraja y mancilla el templo del Espíritu Santo, se mancilla y se empuerca a sí mismo.
—¡Oh, queridos hermanitos míos en Cristo, que nos esté destinado el oír este lenguaje! ¡Que no nos esté destinado, os digo! Yo le ruego fervientemente a Dios que en el último día de la terrible cuenta, ni una sola alma de las que ahora están en esta capilla pueda hallarse entre los miserables seres a los cuales el Gran Juez ha de mandar apartarse para siempre de su vista, que ni uno solo de nosotros pueda oír retumbar en sus oídos la espantosa sentencia de condenación: ¡Apartaos de mí, malditos, id al juego que os ha sido preparado por el demonio y sus ángeles!
Stephen salió por uno de los lados de la capilla, con las piernas entrechocadas y la cabeza temblorosa como si hubiera sido tocada por los dedos de una visión. Subió la escalera y siguió a lo largo de las paredes del corredor, de las cuales pendían los abrigos y los impermeables goteantes, como malhechores ejecutados, sin cabeza ni forma. A cada paso que daba, temía haberse muerto ya y que su alma desgajada de la envoltura del cuerpo se estaba hundiendo de cabeza a través del espacio. No podía hacer pie en el suelo, y así, se sentó pesadamente en su pupitre abriendo un libro al azar y quedándoselo mirando como hipnotizado.
No había habido palabra que no se le aplicase a él. Era verdad. Dios era todopoderoso. Dios podía llamarle ahora, llamarle mientras estaba sentado en su pupitre, antes de que hubiera podido tener conciencia de la llamada. Dios le había llamado. ¿Sí? ¿Cómo? ¿Sí? La carne se le contrajo como si sintiera la proximidad de las voraces llamas, reseca como si sintiera a su alrededor el remolino del sofocante aire. Se había muerto. Sí. Y estaba siendo juzgado. Una onda de fuego pasó rápidamente por su cuerpo: la primera. Otra oleada. Su cerebro comenzó a abrasarse. Otra. Su cuerpo hervía y burbujeaba dentro de la crepitante morada del cráneo. Y las llamas salían de su cabeza como un aureola, gritando como si fueran voces:
—¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno! ¡Infierno!
Alguien hablaba cerca:
—Sobre el infierno.
—Supongo que os lo habrá hecho entrar bien a lo vivo.
—¡Bien a lo vivo! ¡Como que nos ha hecho a todos dar diente con diente!
—¡Eso es lo que os hace buena falta! ¡Y mucho de eso! ¡A ver si así trabajáis!
Se inclinó indolentemente sobre la mesa. No se había muerto. Dios le había dejado todavía. Estaba todavía en aquella clase que tan familiar le era. Míster Tate y Vincent Heron estaban de pie junto a la ventana, hablando, bromeando, contemplando la lluvia fría y meneando la cabeza.
—Quisiera que aclarara. Habíamos acordado dar una vuelta en bici hasta Malahide. Pero debe de llegar el agua hasta las rodillas por esos caminos.
—Puede ser que aclare, señor.
Aquellas voces que le eran tan conocidas, las palabras usuales, la quietud de la clase, donde cuando las voces callaban sólo se oía un susurro como de ganado que anduviese al ramoneo, pues los otros chicos mascaban tranquilamente sus almuerzos, todo eso tranquilizó su alma dolorida.
Aún había tiempo. ¡Oh, María, refugio de los pecadores, interceded por él! ¡Oh, Virgen Inmaculada, salvadle del piélago de la muerte!
La lección de inglés comenzó por las preguntas de historia. Personas reales, favoritos, intrigantes, obispos, pasaban como fantasmas mudos, tras el velo de sus nombres. Todos habían muerto: todos estaban ya juzgados. ¿De qué le aprovechaba al hombre ganar todo el mundo, si perdía su alma? Por fin, había comprendido: y la vida humana yacía alrededor de él como una llanura de paz, donde los hombres trabajaban hermanados, como hormigas, con sus muertos dormidos bajo unos tranquilos montones de arena. El codo de su compañero le tocó y su corazón se sintió tocado a la par. Y cuando habló para contestar a una pregunta del profesor sintió su propia voz llena de una quietud de humildad y contrición.
Su alma se hundió más profundamente en una contrita paz, incapaz de soportar por más tiempo la pena del terror, y una vaga plegaria iba brotando de ella mientras se hundía. Ah, sí: todavía se le concedería un plazo; se arrepentiría de corazón y sería perdonado. Y luego, los de arriba, los del cielo, habían de ver lo que él haría para compensar su pasado. Toda su vida: cada hora de su vida. ¡Al tiempo!
—¡Todo, oh, Dios! ¡Todo, todo!
Un mensajero llegó hasta la puerta para decir que las confesiones habían comenzado en la capilla. Cuatro muchachos salieron de la clase; y se oían las pisadas de otros que pasaban por el corredor. Un tembloroso escalofrío le corrió alrededor del corazón, no más intenso que una brisilla leve; pero, mientras sufría y escuchaba en silencio, se le hacía como si tuviera una oreja aplicada contra el músculo de su propio corazón y le estuviera sintiendo todo tembloroso y cercano, y percibiera la palpitación de sus ventrículos.
No había escape. Tenía que confesarse, tenía que manifestar con palabras todo lo que había pensado y hecho, pecado tras pecado.
—¿Y cómo? ¿Cómo?
—Padre, yo…
Aquel pensamiento resbalaba como una hoja fría y brillante de acero por la entraña de sus carnes: ¡confesión! Pero no en la capilla del colegio. Lo confesaría sinceramente todo, cada uno de sus pecados de hecho y de pensamiento: pero no allí, entre sus compañeros de colegio. Lejos, en algún sitio oscuro, sería donde únicamente se atrevería a expresar su propia infamia; y le rogó humildemente a Dios que no estuviera ofendido con él por no atreverse a confesar en la capilla del colegio; y con un total abatimiento de espíritu imploró mudamente el perdón de aquellos infantiles corazones que le rodeaban.
Pasaba el tiempo.
Volvía a estar sentado en el primer banco de la capilla. La luz del día estaba ya decayendo y al penetrar por el rojo denso de las cortinas, parecía que el sol del último día se estaba ocultando y que todas las almas se congregaban para el juicio final.
—Estoy apartado de la vista de tus ojos: palabras tomadas, mis queridos hermanitos en Cristo, del Libro de los Salmos, capítulo trece, versículo veintitrés. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
El predicador comenzó a hablar en un tono reposado y amistoso. Su rostro tenía una expresión amable y juntaba despacito los dedos de cada mano formando una caja delicada al reunir las yemas.
—Esta mañana procurábamos, en nuestra meditación del infierno, hacer lo que nuestro santo fundador llama en su libro de los Ejercicios Espirituales la composición de lugar. Esto es, tratábamos de imaginar con los sentidos de la mente, con nuestra imaginación, el carácter material de las penas de aquel lugar espantoso y de los tormentos físicos que sufren todos los que están en el infierno. Esta tarde trataremos de considerar por unos breves momentos la naturaleza de las penas espirituales del infierno.
—Acordaos de que el pecado constituye un doble delito. Es una vil condescendencia con las inclinaciones de nuestra corrompida naturaleza hacia los más bajos instintos, hacia lo que es grosero y bestial.
—Pero es también un apartamiento de lo más noble de nuestro ser, de todo lo que es puro y santo, del mismo Dios. Por esta razón, el pecado mortal recibe en el infierno dos clases diferentes de castigo, físico y corporal.
—Pero de todas las penas espirituales, la incomparablemente mayor es la pena de daño, tan grande, realmente, que es de por sí un tormento mayor que todos los otros. Santo Tomás, el máximo doctor de la Iglesia, el doctor angélico, como se le llama, dice que la peor condenación resulta de que el entendimiento del hombre está totalmente privado de la divina luz y su afecto inexorablemente apartado de la divinidad de Dios. Dios, acordaos de ello, es un ser infinitamente bueno y, por tanto, la pérdida de tal ser debe resultar infinitamente dolorosa. En esta vida no podemos tener una idea clara de lo que tal pérdida es, pero en el infierno, el condenado, para su mayor tormento, tiene un conocimiento cabal de lo que ha perdido y sabe que lo ha perdido por sus propios pecados y que lo ha perdido para siempre. En el mismo instante de la muerte, se rompen las ligaduras de la carne y el alma tiende inmediatamente hacia Dios como hacia el centro de su existencia. Acordaos, queridos niños, de que nuestras almas ansían el estar con Dios. Venimos de Dios, vivimos por Dios, pertenecemos a Dios; somos suyos, inalienablemente suyos. Dios ama con un divino amor a cada una de las almas humanas, y cada una de estas almas vive por aquel amor. ¿Cómo podría ser de otro modo? Cada soplo de nuestro aliento, cada pensamiento de nuestro cerebro, cada instante de nuestra vida, proceden de la inagotable bondad de Dios. Y si es doloroso para una madre el ser apartada de su hijo, para un hombre el destierro de su patria y de su hogar, para un amigo el verse separado de su amigo, pensad, pensad, qué pena, qué angustia, debe de ser la de la pobre alma al verse rechazada de la presencia de aquel supremo bien, de aquel amante creador que la había formado de la nada, que la había sostenido en vida y amado con un inmensurable amor. Esto, pues, el ser separada para siempre del mayor bien, de Dios, el sentir la angustia de esta separación, sabiendo con absoluta certeza que no ha de haber cambio posible, en esto consiste el mayor tormento que el alma creada puede sufrir: poena danni, la pena de daño.
—La segunda pena que afligirá las almas de los condenados en el infierno es la pena de conciencia. Así como en los cuerpos muertos se engendran los gusanos por la descomposición, así en las almas de los condenados, de la putrefacción del pecado, nace un perpetuo remordimiento, el aguijón de la conciencia, el gusano, como el Papa Inocencio III lo llama, de la triple mordedura. La primera manera de roer de este cruel gusano será el recuerdo de los pasados deleites. ¡Oh, qué horrendo recuerdo habrá de ser! En el lago de llamas que todo lo devoran, el orgulloso rey recordará la pompa de su corte; el hombre sabio, pero malvado, sus bibliotecas y sus instrumentos de investigación; el amante de los placeres artísticos, sus mármoles, sus pinturas y sus otros tesoros de arte; el que se deleitó con los placeres de la mesa, sus magníficos festines, aquellos platos preparados con tan exquisita delicadeza, sus escogidos vinos; el avaro recordará sus montones de oro; el ladrón, sus mal adquiridas riquezas; los asesinos, coléricos, vengativos y despiadados, aquellas violencias y aquellos crímenes en que se gozaron; los lascivos y adúlteros, los innombrables y hediondos placeres que fueron sus delicias. Recordarán todo esto y se aborrecerán a sí mismos y aborrecerán sus pecados. Porque, ¿cuán miserables no aparecerán todos estos placeres al alma condenada a sufrir el fuego del infierno por los siglos de los siglos? ¡Cómo rabiarán y maldecirán al considerar que han perdido la bienaventuranza celestial por la escoria de la tierra, por unos cuantos trozos de metal, por vanos honores, por comodidades corporales, por una simple comezón de los sentidos! Y, ciertamente, se arrepentirán; y ésta es la segunda roedura de la conciencia: un tardío e infecundo arrepentimiento de los pecados cometidos. La justicia divina quiere que las inteligencias de aquellos miserables condenados estén constantemente atareadas en la contemplación de los pecados de que se hicieron reos, y aún más, como señala San Agustín, Dios les hará partícipes de su propio conocimiento del pecado, de tal modo, que el pecado aparecerá en ellos en toda su monstruosa malicia como aparece a los ojos de Dios mismo. Contemplarán sus pecados en toda su vileza y se arrepentirán; pero será demasiado tarde y entonces lamentarán las buenas ocasiones que desperdiciaron. Esta es la última y más profunda y cruel mordedura del gusano de la conciencia. La conciencia dirá: tuviste tiempo y oportunidad para arrepentirte y no quisiste; fuiste educado religiosamente por tus padres; tuviste en tu ayuda la gracia y los sacramentos e indulgencias de la Iglesia; tuviste ministros de Dios que te predicaran, que te llamaran al redil si te habías extraviado, que te perdonaran tus pecados, sin que importase cuántos o cuan horribles fuesen, con sólo que te hubieras confesado y arrepentido. No. No quisiste. Hiciste mofa de los sacerdotes de la santa religión, volviste la espalda al confesionario, te encenagaste más y más en el lodazal del pecado. Dios te rogaba, te amenazaba, te imploraba que volvieses a él. ¡Oh, qué miseria, qué vergüenza! El legislador del universo te suplicaba a ti, criatura de arcilla, para que guardaras su ley y para que le amaras a él, a él que te había creado. No. No quisiste. Y ahora, aunque inundaras todo el infierno con tus lágrimas, si pudieras llorar todavía, todo ese mar de arrepentimiento no te podría procurar lo que una sola lágrima de contrición verdadera vertida durante tu vida mortal. Y ahora clamas por un solo momento de vida terrena para convertirte: ¡en vano! Ha pasado el tiempo. Ha pasado para siempre.
—Es tal la triple mordedura de la conciencia cuando roe el mismo centro del corazón de los miserables en el infierno, que, llenos de una furia infernal, se maldicen a sí mismos por su locura, y maldicen a los malos compañeros que los condujeron a tal ruina, y maldicen a los demonios que los tentaron en vida y que ahora se mofan de ellos en la eternidad, y hasta ultrajan y maldicen al Supremo Ser, a aquel cuya bondad desdeñaron y menospreciaron, pero de cuya justicia y poder no pueden librarse.
—La siguiente pena espiritual, a la cual los condenados están sujetos, es la pena de extensión. En esta vida, el hombre, aunque capaz de muchos males, no los puede tener todos a un tiempo, desde el momento que cada mal de por sí aminora otro y se contrapone a él. En el infierno, al contrario, un tormento, en lugar de contraponerse a otro, le presta aún mayor fuerza. Y más aún, como las facultades internas son más perfectas que los sentidos externos, resultan, por esta razón, más capaces de sufrimiento. Lo mismo que cada sentido se ve atormentado por su pena correspondiente, lo mismo ocurre con las facultades espirituales: la imaginación, con horrendas imágenes; la facultad sensitiva, con intervalos de deseo y de rabia; la mente y la inteligencia, con unas tinieblas internas más terribles aún que la oscuridad exterior que reina en aquel horrible calabozo. La malicia, aunque impotente, de la que estas almas endemoniadas se ven poseídas, es un mal de ilimitada extensión, un terrible estado de perversidad que apenas si nos podemos imaginar, a menos que no tengamos en nuestra mente la enormidad del pecado y el odio que Dios le profesa.
—Opuesta a la pena de extensión, y, sin embargo, coexistente con ella, tenemos la pena de intensidad. El infierno es el centro de los males, y, como sabéis, las cosas son más intensas en su centro que en sus puntos remotos. Allí en el infierno no hay remedios ni pociones que puedan templar o suavizar en lo más mínimo las penas infernales. La compañía, que en todas partes es una fuente de consuelo para el afligido, será allí un continuo tormento. El saber, tan ansiado como principal bien de la inteligencia, será allí odiado más que la ignorancia; la luz, amada por todas las criaturas, desde el rey de la creación hasta la más humilde planta del bosque, será intensamente aborrecida. En esta vida, nuestros pesares o no son muy duraderos o no son muy intensos, porque la naturaleza o bien se sobrepone a ellos por la costumbre o los hace cesar al hundirse bajo su carga. Pero en el infierno, los tormentos no pueden ser amansados por la costumbre, porque al mismo tiempo que son de terrible intensidad, están cambiando continuamente, cada pena, por decirlo así, inflamándose al contacto de otra nueva, que a su vez dota de una más fiera intensidad el fuego de la antigua. Ni puede la naturaleza tampoco escapar al sufrimiento sucumbiendo a él, porque el alma está mantenida y sostenida en su daño de tal modo que su sufrimiento pueda ser aún mayor siempre. Ilimitada extensión de tormento, increíble intensidad de dolor, incesante variedad de tortura: esto es lo que la divina majestad, tan ultrajada por los pecadores, exige. Esto es lo que reclama la sangre del Cordero de Dios, vertida para redimir a los pecadores y hollada por los más viles entre los viles.
—La última tortura, la que sirve de remate a todas las otras del infierno, es su eternidad. ¡Eternidad! ¡Oh, tremenda y espantosa palabra! ¿Qué mente humana podrá comprenderla? Y tened presente que se trata de una eternidad de sufrimiento. Aunque las penas del infierno no fueran tan terribles como son, se harían infinitas sólo por estar destinadas a durar para siempre. Pero al mismo tiempo que son eternas, son también, como sabéis, insufriblemente intensas, intolerablemente extensas. Sufrir aunque fuera sólo la picadura de un insecto por toda la eternidad, sería un tormento espantoso. ¿Qué será, pues, el sufrir para siempre las múltiples torturas del infierno? ¡Para siempre! ¡Por toda la eternidad! No por un año, ni por un siglo, ni por una era, sino para siempre. Tratad de representaros la horrible significación de estas palabras. Vosotros habréis visto frecuentemente las arenas de una playa. ¡Qué diminutos son los granillos de la arena! ¡Y cuántos de estos granillos hacen falta para formar el puñadito que un niño abarca con la mano en el juego! Pues imaginad ahora una montaña de esta arena de más de un millón de millas de altura, que alcanzara desde la tierra hasta los cielos empíreos, de más de un millón de millas de ancho, tal que se extendiera hasta el espacio más remoto, y de más de un millón de millas de espesor; e imaginad esta enorme masa de innumerables partículas de arena, multiplicada tantas veces como hojas hay en el bosque, gotas de agua en el enorme océano, plumas en los pájaros, escamas en el pez, pelos en los animales y átomos en la vasta extensión de los aires. E imaginad que al cabo de un millón de años viniera una avecilla a la montaña y se llevara en el pico un solo granillo de arena. ¿Cuántos millones de millones de centurias transcurrirían antes que la avecilla hubiese transportado ni tan siquiera un pie cuadrado de la arena de la montaña, y cuántos siglos de siglos de edades tendrían que transcurrir antes de que la hubiese transportado toda? Y sin embargo, al final de tan enorme período de tiempo ni aun siquiera un solo instante de la eternidad podría decirse que había transcurrido. Al fin de todos esos billones y trillones de años, la eternidad apenas si habría empezado. Y si esta montaña volviera a levantarse tan pronto como el pajarillo hubiera terminado de transportarla, y el pájaro volviera y la comenzara a transportar de nuevo, grano a grano, y así se volviera a levantar y a ser transportada tantas veces como estrellas hay en el cielo, átomos en el aire, gotas de agua en el mar, hojas en los árboles plumas en los pájaros, escamas en el pez, pelos en los animales, al fin de todas estas innumerables formaciones y desapariciones de aquella montaña inmensurablemente grande, no se podría decir ni que un solo instante de la eternidad había transcurrido; aun entonces, al fin de aquel enorme período, que sólo el imaginarlo hace girar nuestro cerebro vertiginosamente, aun entonces, la eternidad apenas si habría comenzado.
—Un bienaventurado santo (y me parece que era uno de nuestros padres), fue favorecido una vez con una visión del infierno. Le pareció encontrarse en un grande y oscuro vestíbulo, sumido en un profundo silencio, turbado sólo por el tic-tac de un gran reloj. El tic-tac seguía incesantemente. Y le pareció al santo aquel, que el sonido del tic-tac era la incesante repetición de las palabras siempre, jamás, siempre, jamás. Siempre, estar en el infierno; jamás, estar en el cielo; siempre, estar privado de la presencia de Dios; jamás, gozar de la visión beatífica. Siempre, ser comido por las llamas, roído por la gusanera, pinchado con púas; jamás, verse libre de estas penas. Siempre, tener la conciencia atormentada, la memoria exasperada, la mente llena de oscuridad y desesperación; jamás, escapar de estos tormentos. Siempre, maldecir y denostar a los horrendos demonios que se gozan en contemplar la miseria de las víctimas de sus engaños; nunca, contemplar los brillantes ropajes de los santos espíritus; siempre, clamar a Dios, desde los abismos del fuego, por un instante, un solo instante de tregua a la horrible agonía, y nunca, recibir, ni aun por un instante, el perdón de Dios. Siempre sufrir, nunca gozar; siempre, estar condenado, y nunca obtener salvación; siempre, nunca; siempre, nunca. ¡Oh, cuan horrendo castigo! Una eternidad de inacabable agonía, de inacabable tormento espiritual y corporal, sin un rayo de esperanza, sin un momento de descanso. Una eternidad de agonía ilimitada en intensidad, de tormento infinitamente variado, de tortura, que alimenta eternamente aquello que eternamente devora, de angustia, que perdurablemente oprime el espíritu mientras despedaza la carne, una eternidad, cada instante de la cual es ya de por sí una eternidad de dolor. Tal es el terrible tormento decretado, para aquellos que mueren en pecado mortal, por un Dios justo y todopoderoso.
—¡Sí, un Dios justo! Los hombres, al razonar como hombres, se asombran de que Dios haya podido decretar un castigo eterno e infinito en las llamas del infierno por un solo pecado mortal. Razonan así porque cegados por la gran ilusión de la carne y la oscuridad de la humana inteligencia, son incapaces de comprender la horrenda malicia de un pecado mortal. Razonan así porque son incapaces de comprender que aun el pecado venial es de tan monstruosa y repugnante naturaleza, que si el creador omnipotente pudiera hacer acabar todos los males y las miserias del mundo, las guerras, las enfermedades, los robos, los crímenes, los asesinatos, sólo a condición de dejar pasar impune un simple pecado venial, una mentira, una mirada colérica, un momento de voluntaria pereza, él, el grande y omnipotente Dios, no lo podría hacer, porque el pecado, ya de pensamiento, ya de hecho, es una transgresión de su ley divina y Dios no sería Dios si no castigara al transgresor.
—Un pecado, un instante de rebelde orgullo de la inteligencia, hizo caer de la gloría a Lucifer y a la tercera parte de la cohorte celestial. Un pecado, un solo instante de locura y debilidad arrojó a Adán y Eva del paraíso y trajo la muerte y el sufrimiento al mundo. Para reparar las consecuencias de este pecado, el Hijo Unigénito de Dios bajó a la tierra, vivió, padeció y murió de la más penosa muerte, colgado por tres horas de la cruz.
—Ay, mis queridos hermanitos en Cristo Jesús, ¿ofenderemos también nosotros al buen Redentor y provocaremos su cólera? ¿Pisotearemos también de nuevo ese cuerpo lacerado y desgarrado? ¿Escupiremos en ese rostro tan lleno de pena y de amor? ¿Iremos también, como los crueles judíos y la brutal soldadesca, a burlarnos de aquel manso y compasivo salvador que holló solo el lagar por nuestro amor? Cada palabra pecaminosa es una herida en su amoroso costado. Cada acto pecaminoso es una espina que taladra su cabeza. Cada pensamiento impuro deliberadamente consentido es una aguda lanza que traspasa su sagrado y amoroso corazón. No, no. Es imposible que un ser humano haga lo que ofende tan profundamente a la divina majestad, aquello que crucifica de nuevo al Hijo de Dios y hace befa de él.
—Yo le pido a Dios que mis pobres palabras hayan servido hoy para confirmar en santidad a aquellos que estén en estado de gracia, para fortalecer a los que flaqueen, para traer de nuevo al estado de gracia a la pobre alma que se haya extraviado, si hubiera alguna entre vosotros. Yo le pido a Dios, y vosotros debéis hacerlo conmigo, que nos podamos arrepentir de nuestros pecados. Y ahora os voy a rogar a todos vosotros que repitáis conmigo el acto de contrición, arrodillándoos aquí, en esta humilde capilla, en la presencia de Dios. El está aquí en el tabernáculo abrasándose de amor de la humanidad, dispuesto a confortar al afligido. No tengáis miedo. No importa nada, cuántos o cuan monstruosos sean los pecados; basta que os arrepintáis de ellos y se os perdonarán. No permitáis que una vergüenza al estilo mundano os impida hacerlo. Dios es todavía el señor misericordioso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
—El os está llamando. Sois suyos. El os sacó de la nada. El os amó como sólo un Dios puede amar. Sus brazos están abiertos para recibiros, aunque hayáis pecado contra él. Llégate a él, ¡oh, pobre pecador!, ¡oh, pobre y errado pecador! Ahora es el tiempo oportuno. Ahora es el momento.
El sacerdote se levantó y, volviéndose hacia el altar, se arrodilló sobre la grada delante del tabernáculo, en la oscuridad del crepúsculo.
Luego, levantando la cabeza, repitió fervorosamente, frase por frase, el acto de contrición. Los muchachos contestaban frase por frase también. Stephen, con la lengua pegada al paladar, inclinó la cabeza y rezó con el corazón.
—Oh, Dios mío
—Oh, Dios mío
—me pesa de corazón
—me pesa de corazón
—de haberte ofendido
—de haberte ofendido
—y detesto mis pecados
—y detesto mis pecados
—sobre todo mal
—sobre todo mal
—porque te desagradan a ti, Dios mío,
—porque te desagradan a ti, Dios mío,
—que eres tan digno
—que eres tan digno
—de todo mi amor
—de todo mi amor
—y estoy firmemente resuelto
—y estoy firmemente resuelto
—con ayuda de tu divina gracia
—con ayuda de tu divina gracia
—a nunca más ofenderte
—a nunca más ofenderte
—y a enmendar mi vida.
—y a enmendar mi vida.
* * *
Después de la cena, subió a su habitación con objeto de estar a solas con su alma, y a cada peldaño su alma parecía suspirar, y a cada peldaño su alma subía al mismo tiempo que sus pies, y suspiraba al ascender a través de una región de viscosas tinieblas.
Se detuvo a la entrada en el descansillo, y luego cogió el tirador de porcelana y abrió la puerta suavemente. Esperó lleno de miedo, sintiendo que el alma le desfallecía y rogando en silencio que la muerte no le tocara en la frente al trasponer el umbral, que los demonios que moran en las tinieblas no tuvieran poder contra él. Y esperó aún en el umbral, como a la entrada de una caverna sombría. Había caras allí, ojos: le estaban esperando y acechando.
—Sabíamos desde luego perfectamente que esto tendría que venir a dar a la luz pública aunque él había de tropezar con extraordinarias dificultades al procurar tratar de comprometerse a tratar de proponerse averiguar el plenipotenciario espiritual de modo que desde luego sabíamos perfectamente bien…
Caras que murmuraban le estaban esperando; voces murmurantes que llenaban la cóncava oscuridad de la cueva. Sintió miedo en el alma y en la carne, mas, levantando bravamente la cabeza, entró con resolución en el cuarto. Una puerta, una habitación, la misma habitación, la misma ventana. Y pensó que aquellas palabras que le habían parecido levantarse como un murmullo de la oscuridad, carecían totalmente de sentido. Y se dijo que todo era simplemente su habitación, su habitación con la puerta abierta.
Cerró la puerta, y marchando en derechura hacia la cama, se arrodilló al lado de ella y se cubrió la cara con las manos. Tenía las manos frías y húmedas y los miembros doloridos y escalofriados. Inquietud corporal y escalofríos y cansancio le acosaban, poniendo en fuga sus pensamientos. ¿Por qué estaba allí, arrodillado, como un niño que reza sus oraciones de la noche? Para estar a solas con su alma, para examinarse la conciencia, para afrontar cara a cara sus pecados, para evocar sus modos, sus épocas, sus circunstancias, para llorarlos. No podía llorar. No podía evocarlos en su memoria. Sentía sólo un dolor en el alma y en el cuerpo: todo su ser —memoria, voluntad, entendimiento, carne— entumecido y cansado.
Aquélla era la obra de los demonios, que trataban de diseminar sus pensamientos y burlar su conciencia asaltándole por las puertas de la carne cobarde y corrompida por el pecado. Y pidiéndole tímidamente a Dios que le perdonara su debilidad, se metió lentamente en el lecho, se arrebujó bien en las coberturas y ocultó de nuevo la cara entre las manos. Había pecado. Había pecado tan gravemente contra el cielo y delante de Dios, que no era digno ya de ser llamado hijo de Dios.
¿Era posible que él, Stephen Dédalus, hubiera realizado tales cosas? Su conciencia suspiró por toda respuesta. Sí; las había realizado, en secreto, repugnantemente, una vez y otra vez, y, endurecido en la impenitencia del pecado, se había atrevido a llevar su máscara de santidad hasta delante del tabernáculo mismo, cuando su alma no era otra cosa que una masa, viviente de corrupción. ¿Cómo era posible que Dios no le hubiera matado de repente? La multitud inmunda de sus pecados se estrechaba en torno de él, le lanzaba el aliento, se doblegaba sobre él por todos lados. Se esforzó en olvidarlos mediante una oración, arrebujándose como un ovillo y apretando los párpados cerrados. Pero, ¿cómo sujetar los sentidos del alma?; que aunque sus ojos estaban fuertemente cerrados, veía los lugares donde había pecado; y oía, aun con los oídos bien tapados. Deseaba con toda su alma dejar de oír y de ver, y lo deseó tanto, que por fin la armazón de su cuerpo se puso a temblar bajo la fuerza de su deseo y los sentidos de su alma se cerraron. Se cerraron por un instante, pero se abrieron en seguida. Y vio.
Un campo de hierbajos, de cardos y de matas de ortigas. Entre las matas espesas y ásperas de las plantas yacían innumerables latas viejas y destrozadas y coágulos de materias fecales y montones en espiral de excremento sólido. Un débil reflejo de luz pantanosa se elevaba de toda esta podredumbre a través del gris verdoso de la erizada maleza. Y un mal olor, nauseabundo, débil como la luz, subía en pesadas vedijas de las latas viejas y de la basura añeja y costrosa.
Algunos seres se movían por el campo: uno, tres, seis. Entes errantes, acá, allá. Seres cabrunos con cara humana, frente cornuda y barba rala de un color gris como el del caucho. La perversidad del mal les brillaba en la mirada dura, mientras se movían, acá, allá, arrastrando en pos de sí la larga cola. Un rictus de cruel maldad iluminaba con un resplandor grisáceo sus caras viejas y huesudas. El uno se cubría las costillas con un harapiento chaleco de franela; otro se lamentaba monótonamente porque la barba se le enredaba entre la maleza. Un lenguaje impreciso salía de sus bocas sin saliva, mientras zumbaban en lentos círculos, cada vez más estrechos, dando vueltas y vueltas alrededor del campo, arrastrando las largas colas entre las latas tintineantes. Se movían en lentos círculos, para encerrar, para encerrar… con el lenguaje indistinto de sus labios, y el silbido de las largas colas embadurnadas de estiércol enranciado… impeliendo hacia lo alto las espantosas caras…
¡Socorro!
Arrojó enloquecido las coberturas lejos de sí para libertarse la cara y el cuello. Aquel era su infierno. Dios le había permitido ver el infierno que estaba reservado para sus pecados. Un infierno nauseabundo, bestial, perverso, un infierno de demonios cabrunos y lascivos. ¡Para él! ¡Para él!
Saltó de la cama. Sentía la nauseabunda vaharada que se le metía garganta abajo, asqueándole y revolviéndole las entrañas. ¡Aire! ¡Aire del cielo! Se arrastró a encontronazos hacia la ventana, gimiente y casi desvanecido de malestar. Frente al lavabo una náusea se apoderó de él. Y oprimiéndose con frenesí la frente helada, vomitó en agonía, profusamente.
Cuando el malestar hubo pasado, caminó con dificultad hasta la ventana y, levantando el bastidor, se sentó en el extremo del alféizar y apoyó el codo sobre el antepecho. La lluvia había cesado y entre movibles masas de vapor de agua, la ciudad estaba hilando de luz a luz el delicado capullo de una neblina amarillenta. El cielo estaba tranquilo y tenía una vaga luminosidad. Y el aire resultaba grato al pulmón como en una arboleda bien calada a chaparrones. Y, en medio de aquella paz de las luces temblorosas y la quieta fragancia de la noche, Stephen hizo un pacto con su corazón.
Y oró:
—Un día, quiso venir a la tierra en toda su gloría celestial. Pero pecamos. Y ya no nos pudo visitar sino ocultando su majestad, sofocando su resplandor porque era Dios. Y vino como débil, no como poderoso, y te envió a ti en su lugar, criatura dotada del encanto de las criaturas, y de atractivos humanos, proporcionados a nuestra condición. Y ahora, tu mismo rostro y forma, querida madre, nos están hablando del eterno. No como la belleza terrena, dañosa a quien la mira, sino como la estrella de la mañana, emblema tuyo, radiante y musical, que habla del cielo y paz infunde. ¡Oh, heraldo de la mañana! ¡Oh, luz del peregrino! Síguenos conduciendo como hasta ahora lo hiciste, a través del desierto inhospitalario, guíanos a Jesús Nuestro Señor, guíanos a nuestra patria.
Sus ojos estaban empañados de lágrimas y, mirando humildemente al cielo, lloró por su inocencia perdida.
Cuando hubo caído la noche, salió de casa. El primer contacto del aire húmedo y oscuro y el ruido de la puerta al cerrarse en pos de él despertaron de nuevo el dolor de su conciencia, tranquilizada a fuerza de oración y de lágrimas. ¡Confesarse! ¡Confesarse! No era bastante el aliviar el alma con una lágrima y una oración. Tenía que arrodillarse delante del ministro del Espíritu Santo y contarle sus pecados con arrepentimiento y verdad. Antes de oír de nuevo el batiente de la puerta girar sobre el umbral para darle paso, antes de volver a ver en la cocina la mesa dispuesta para la cena, se habría ya arrodillado y confesado. ¡Qué sencillo era! El dolor de su conciencia cesó y Stephen comenzó a avanzar despacio por las calles sombrías. ¡Había tantas losas en la acera de la calle y tantas calles en la ciudad y tantas ciudades en el mundo! Y sin embargo, la eternidad no tenía fin. Estaba en pecado mortal. Aun una sola vez, ya era pecado mortal. Podía ocurrir en un instante. ¿Cómo podía ocurrir tan de prisa? O viendo o imaginando ver. Primero, los ojos veían la cosa sin haber deseado verla. Después, todo ocurría en un instante. Pero ¿es que esa parte del cuerpo comprende, o qué? La serpiente, el animal más astuto del campo. Claro que debe de comprender, cuando desea así, en un momento, y luego puede prolongar pecaminosamente su propio deseo, instante tras instante. Siente y comprende y desea. ¡Qué cosa tan horrible! ¿Quién formó así esa parte del cuerpo, capaz de comprender y de desear bestialmente? Y según eso, aquello ¿era una parte de él o era una cosa inhumana, movida por un alma bajuna? Sentía un malestar en el alma al imaginarse una torpe vida de reptil que dentro de él se estaba alimentando de su delicada substancia vital, engordando entre el cieno del placer. Oh, ¿por qué ocurría esto así? ¿Por qué?
Se humilló entre las sombras de su pensamiento, abatiéndose ante el respeto a la divinidad que había hecho todas las cosas y todos los hombres. ¿Cómo se le podía ocurrir tal pensamiento? Y doblegándose rendido en sus propias tinieblas, rogó en silencio a su ángel de la guarda que apartara con su espada al demonio que le estaba susurrando en el cerebro.
El susurro cesó y entonces comprendió claramente que era su propia alma la que había pecado voluntariamente mediante su cuerpo, de pensamiento, palabra y obra. ¡Confesarse! Tenía que confesarse de cada uno de sus pecados. ¿Y cómo expresarle en palabras al sacerdote lo que había hecho? No había otro remedio, no había otro remedio. ¿Y cómo decirlo sin morirse de vergüenza? O mejor: ¿cómo había hecho aquellas cosas sin avergonzarse? ¡Ay, loco! ¡Confesarse! ¡Oh, sí, seguramente se iba a quedar limpio y libre otra vez! ¡Ay, Dios del alma!
Siguió andando a través de calles mal alumbradas temiendo detenerse ni aun un momento, no pareciese que reculaba ante lo que le estaba esperando, y temiendo llegar a lo mismo que ansiaba. ¡Cuán hermosa debía de parecer un alma en estado de gracia cuando Dios la mira amorosamente!
Había sentadas en el borde de la acera delante de sus cestas unas muchachas desharrapadas. Mechones de pelo húmedo les colgaban por encima de la frente. Ciertamente no estaban hermosas, sentadas así sobre el fango. Pero Dios veía sus almas, y si estaban en estado de gracia, eran bellas y Dios las amaba al mirarlas.
Un soplo frío de humillación pasó por su alma al pensar cuan bajo había caído, al sentir que aquellas almas eran más gratas a Dios que la suya. El viento pasaba por encima de él y se iba a otras innumerables almas que brillaban con el favor de Dios, tan pronto más, tan pronto menos, que flotaban o se hundían, fundidas en aquel soplo huidizo. Pero un alma estaba perdida, un alma diminuta: la suya propia. Había vacilado un instante, se había apagado, olvidada, perdida. Y nada más: negrura, frío, vacío, desolación.
La conciencia del lugar en que se encontraba fue refluyendo lentamente a su espíritu por encima de un vasto y oscuro período de tiempo sin sensación ni vida. La escena sórdida iba resucitando ahora en torno de él: la entonación familiar, los mecheros de gas encendidos en las tiendas, y olores a aguardiente, a pescado, a serrín húmedo, y mujeres y hombres que pasaban de un lado a otro. Una vieja se disponía a cruzar la calle con su lata de aceite en la mano. Se inclinó y le preguntó si había una capilla por allí cerca.
—¿Una capilla, señor? Sí, señor. La capilla de la calle de la Iglesia.
—¿De la Iglesia?
La vieja se pasó de mano la lata para indicarle la dirección. Y al sacar ella su mano ennegrecida y marchita de debajo de los flecos del mantón, Stephen se inclinó más profundamente, entristecido y aliviado por la voz de la vieja.
—Gracias.
—No hay de qué, señor.
Los cirios del altar mayor estaban ya apagados, pero la fragancia del incienso se difundía aún, flotando por la nave. Unos trabajadores barbudos y de cara piadosa estaban sacando un palio por una puerta lateral y el sacristán los ayudaba con gestos y con palabras suaves. Unos cuantos devotos permanecían todavía rezando delante de uno de los altares laterales, o arrodillados en los bancos cerca de los confesionarios. Stephen se acercó humildemente y se arrodilló en el último banco, con el alma confortada por la paz, el silencio y la fragante sombra de la capilla. El larguero sobre el que estaba arrodillado era estrecho y estaba desgastado, y aquellos que estaban de rodillas cerca de él eran humildes seguidores de Jesús. También Jesús había nacido pobremente y había trabajado en el taller de un carpintero, serrando tablas y cepillándolas, y cuando había comenzado a hablar del reino de Dios había sido a pobres pescadores, enseñando así a todos a ser humildes y mansos de corazón.
Inclinó la cabeza sobre las manos y mandó a su corazón que fuese manso y humilde para poder llegar a ser como aquellos que estaban arrodillados cerca de él y para que su oración fuera propiciatoria cual la de ellos. Oraba junto a ellos, pero comprendía que su caso era más arduo. Su alma estaba manchada por el pecado, y no se atrevía a pedir el perdón de sus culpas con la simple confianza de aquellos a los cuales, por inescrutable designio de Dios, había llamado los primeros a su lado, carpinteros y pescadores, gente pobre y sencilla dedicada a humildes tareas, a obrar y modelar la madera de los árboles o a remendar pacientemente las redes.
Una sombra alta avanzó por la nave lateral y los penitentes se removieron. Y por último, levantando un momento los ojos, distinguió una larga barba gris y el hábito oscuro de un capuchino. El religioso entró en el confesionario y quedó oculto. Los penitentes se levantaron y se colocaron a ambos lados del confesionario. Se oyó el ruido de un cierre de madera al descorrerse y el murmullo de una voz comenzó a turbar el silencio. La sangre le comenzó a murmurar en las venas, como una ciudad pecadora despertada del sueño para oír su sentencia de destrucción. Copos de fuego y polvo de cenizas caían mansamente sobre las casas de los hombres. Y ellos se agitaban, despertando del sueño, turbados por el aire abrasador.
El cierre volvió a correrse y el penitente emergió de la sombra por el costado del confesionario. Se descorrió el cierre del otro lado. Una mujer entró con calmosa compostura en el sitio donde el primer penitente había estado arrodillado. Y el leve murmullo comenzó de nuevo.
Aún podía abandonar la capilla. Podía levantarse, echar un pie tras otro, salir suavemente y luego correr, correr, correr a toda velocidad a través de las calles oscuras. Aún tenía tiempo de escapar de aquel bochorno. Si hubiera sido algún terrible crimen, ¡pero aquel pecado! ¡Si hubiera sido un asesinato! Menudos copos de fuego caían abrasándole por todas partes: pensamientos vergonzosos, palabras vergonzosas, actos vergonzosos. Y la vergüenza le cubría totalmente como una capa impalpable de abrasadora ceniza que iba cayendo sin cesar. ¡Expresarlo con palabras! Su alma, entre el ansia de la asfixia y el desamparo, quería cesar de existir.
El cierre fue descorrido otra vez. Un penitente emergió del lado opuesto del confesionario. Otra vez el cierre. Un penitente entró en el sitio de donde el anterior había salido. El suave susurro salía en vaporosas nubecillas de la caja de madera. Era la mujer: nubecillas tenues y susurrantes, vapor tenue en susurros, que susurraba, que se desvanecía.
Secretamente, por debajo del antepecho del banco, se golpeó humildemente el seno. Viviría en paz con Dios y con los otros. Amaría a su prójimo. Amaría a Dios que le había creado y le había amado. Se arrodillaría y rezaría con los demás, y sería feliz. Dios se dignaría posar su mirada sobre él y sobre los otros y los amaría a todos.
¡Qué fácil era el ser bueno! El yugo de Dios era ligero y suave. Mejor era no haber pecado nunca, haber permanecido siempre como un niño, porque Dios amaba a los pequeñuelos y dejaba que se acercasen a él. Pero Dios era misericordioso para los pobres pecadores que se arrepentían de corazón. ¡Cuán cierto era aquello! ¡Eso sí que se podía llamar bondad!
El cierre se corrió de pronto. Él era el siguiente. Se levantó lleno de terror y caminó a ciegas hasta el confesionario.
Había llegado por fin. Se arrodilló en la silenciosa oscuridad y levantó los ojos hacia el blanco crucifijo que estaba colgado encima de él. Dios podría ver que le pesaba. Diría todos sus pecados. Su confesión sería larga, larga. Todo el mundo en la capilla comprendería cuan pecador había sido. ¡Que lo supieran! Era verdad. Pero Dios había prometido perdonarle, con tal de que le pesase de corazón. Y le pesaba. Juntó las manos y las levantó hacia la blanca forma, rogando con sus ojos entenebrecidos, rogando con todo el trémulo cuerpo, moviendo la cabeza de un lado a otro como una criatura abandonada, rogando con los gimientes labios.
—¡Me pesa! ¡Me pesa! ¡Me pesa!
El cierre se descorrió con un golpe brusco y el corazón le dio un salto en el pecho. Por la rejilla se veía la cara de un anciano sacerdote, apartada del penitente, apoyada sobre una mano. Stephen hizo la señal de la cruz y rogó al sacerdote que le bendijera porque había pecado. Luego, inclinando la cabeza, recitó despavorido el Confiteor. Al llegar a las palabras de mi gravísima culpa, cesó, sin aliento.
—¿Cuánto tiempo hace desde su última confesión, hijo mío?
—Mucho tiempo, padre.
—¿Un mes, hijo mío?
—Más, padre.
—¿Tres meses, hijo mío?
—Más aún, padre.
—¿Seis meses?
—Ocho meses, padre.
Había comenzado. El sacerdote preguntó:
—¿Y de qué se acuerda usted desde entonces?
Comenzó a confesar sus pecados: misas perdidas, oraciones no dichas, mentiras.
—¿Alguna cosa más, hijo mío?
Pecados de cólera, envidia de lo ajeno, glotonería, vanidad, desobediencia.
—¿Alguna cosa más, hijo mío?
No había otro remedio. Murmuró:
—He… cometido pecados de impureza, padre.
El sacerdote no volvió la cabeza.
—¿Consigo mismo, hijo mío?
—Y… con otros.
—¿Con mujeres, hijo mío?
—Sí, padre.
—¿Eran mujeres casadas, hijo mío?
No lo sabía. Sus pecados le iban goteando de los labios y del alma, rezumando, supurando como una corriente de vicio sucia y emponzoñada. Los últimos pecados salieron por fin, lentos y asquerosos. Ya no había más que decir. Inclinó la cabeza, rendido.
El sacerdote callaba. Después, preguntó:
—¿Qué edad tiene usted, hijo mío?
—Dieciséis años, padre.
El sacerdote se pasó la mano varias veces por la cara. Después descansó la frente sobre una mano, se recostó contra la rejilla y, los ojos todavía desviados, habló lentamente. Tenía la voz cansada y vieja.
—Es usted muy joven, hijo mío, y me va usted a permitir que le ruegue que abandone ese pecado. Es un pecado terrible. Mata el cuerpo y mata el alma. Es la causa de muchos crímenes y desgracias. Abandónelo usted, hijo mío, por el amor de Dios. Es deshonroso e indigno de hombres. Usted no sabe hasta dónde ese maldito hábito le puede llevar a usted o hasta dónde puede llegar él en contra suya. Mientras cometa usted ese pecado, su alma carecerá absolutamente de valor a los ojos de Dios. Pídale a nuestra madre María que le ayude. Ella le ayudará, hijo mío. Ruégueselo a Nuestra Señora cada vez que este pecado le venga a la imaginación. Estoy seguro de que lo hará así, ¿no es cierto? Usted se arrepiente de todos estos pecados. Estoy seguro. Y le va usted a prometer a Dios que, con ayuda de su santa gracia, no le va a volver a ofender con ese pecado asqueroso. Hágale esta promesa a Dios. ¿La hará usted?
—Sí, padre.
La voz, vieja y cansada, caía como una suave lluvia sobre su corazón trémulo y reseco. ¡Cuán suave! ¡Cuán triste!
—Hágalo así, pobre hijo mío. El demonio le tiene extraviado. Rechácele hacia el infierno siempre que le traiga la tentación de deshonrar su cuerpo de esta manera; rechace al espíritu infernal que aborrece a Nuestro Señor. Prométale a Dios que abandonará ese pecado vil, ese pecado asqueroso.
Cegado por las lágrimas y por la luz de la misericordia divina, Stephen inclinó la cabeza y oyó las graves palabras de la absolución y vio cómo la mano del sacerdote se levantaba sobre él en prenda de perdón.
—Dios le bendiga, hijo mío. Ruegue a Dios por mí. Se arrodilló para rezar la penitencia en un rincón de la oscura nave; y sus oraciones ascendían al cielo desde el corazón purificado como una oleada de aroma que fluyera aire arriba desde el corazón de una rosa blanca.
¡Qué alegres, las calles enfangadas! Marchaba hacia casa a grandes pasos, consciente de una gracia que se difundía por sus miembros y los aligeraba. A pesar de todo, lo había hecho. Se había confesado y Dios le había perdonado. Su alma era pura y santa una vez más, santa y feliz.
¡Qué hermoso morir ahora, si fuera voluntad de Dios! Y qué hermoso vivir en gracia una vida de paz y de virtud y de indulgencia para con los demás.
Se sentó al fuego en la cocina, sin atreverse a hablar de pura felicidad. Hasta aquel momento no había sabido cuan hermosa y apacible podía ser la vida. El cuadrado de papel verde, prendido con alfileres alrededor de la lámpara, proyectaba un dulce reflejo. Sobre la mesa había un plato de salchichas y pudding blanco y, en la repisa, huevos. Todo para el desayuno del día siguiente, después de la comunión en la capilla del colegio. Pudding blanco y huevos y salchichas y tazas de té. Después de todo, ¡qué simple y qué hermosa que era la vida! Y toda la vida yacía ahora delante de él.
Como en un ensueño, cayó dormido. Como en un ensueño, se levantó y vio que ya era de mañana. Como en un ensueño de duermevela, caminó hacia el colegio a través de la mañana tranquila.
Todos los muchachos estaban ya arrodillados en sus sitios. Se arrodilló entre ellos, tímido y feliz. El altar estaba recubierto de masas olorosas de flores blancas. Y, en la luz matinal, las llamas pálidas de los cirios ardían entre las blancas flores, pulcras y silenciosas como su propia alma.
Se arrodilló delante del altar con sus compañeros y sostuvo al par que ellos el paño que descansaba como sobre una balaustrada de manos. Las suyas temblaban y su alma con ellas, mientras el sacerdote iba avanzando de sitio en sitio llevando el copón.
—Corpus Domini nostri.
¿Sería posible? Estaba arrodillado allí, tímido y limpio de pecado. Y sostendría en su lengua la hostia y Dios entraría en su cuerpo purificado.
—In vitam eternam. Amen.
¡Una nueva vida! ¡Una vida de gracia y de virtud y de felicidad! Y lo pasado, pasado.
—Corpus Domini nostri.
La copa sagrada había llegado hasta él.