CAPÍTULO IX

MIÉRCOLES: PENNY Y LOS MELLIZOS EN APUROS

Penny se sentó en el muro que había al final de Trader’s Street, observando cómo el coche en que viajaban los Morton y Jon desaparecía al doblar la esquina. Una fuerte brisa agitó sus ensortijados cabellos. La chica ahogó un bostezo, haciendo después un ademán de saludo dirigido a Vasson, quien sonrió al pasar bajo el pórtico.

Penny supuso que la mañana se deslizaría tranquilamente. Estaba fatigada y cuanto más pensaba en las instrucciones de Jon menos gustaba de ellas. La perspectiva de tener que vigilar a «Mequetrefe» no le seducía. Tampoco le agradaba su papel de «niñera» en los ratos que le dejara libres su detectivesca misión. No era que los mellizos estuviesen necesitados de aquélla. Sucedía que la señora Morton le había pedido que les echase un vistazo y no podía desatender a una mujer tan amable.

El asiento elegido comenzaba a antojársele demasiado duro. Penny se puso de un salto en pie. Se preguntó qué contestaría si su tía le interrogaba acerca de la aventura de la noche anterior. Si aquélla le pedía que la acompañara, en el caso de salir de compras, ¿cómo iba a arreglárselas para continuar vigilando a «Mequetrefe»? Tal vez fuera lo mejor que evitara el enfrentarse con la señora Warrender. No resultaría tan fácil como les pareciera en un principio seguirle los pasos a Grandon. Estremecida, Penny cayó en la cuenta de que si no se apostaba en el cuarto de la buhardilla no sabría nunca si aquel hombre había decidido utilizar el pasillo secreto. Ella no podía desvanecerse por toda una mañana y Jon había insistido en que los gemelos no deberían subir con ella a su habitación… Surgían, desde luego, bastantes inconvenientes.

Al cruzar el pórtico tropezó con los mellizos y su perrito, «Mackie» (cuyo verdadero nombre era «Macbeth»), los cuales salían con la intención de tomar el sol.

—¡Hola, Penny! —exclamó Dickie.

—Esos dos nos han dado el esquinazo —añadió Mary, refiriéndose a su hermano y a Jon—. ¿Qué te parece si desapareciéramos y nos embarcásemos en una aventura por nuestra cuenta y riesgo? Dickie y yo hemos procedido así más de una vez. Acompáñanos, Penny. Tú nos eres simpática.

—¿A dónde podríamos ir que nadie nos viera? —inquirió el chiquillo, para agregar moviendo los labios apenas—: ¿Vamos a vuestra habitación secreta, Penny?

Antes de que Penny acertara a contestar apareció el señor Grandon frente a ellos. Los mellizos sonrieron, pero él correspondió al gesto con una extraña mirada. Dirigióse hacia la entrada del edificio, deteniéndose en el primer peldaño de la escalinata para volverse rápidamente.

—¿Qué piensas hacer en el transcurso de esta hermosa mañana, Penny? —bajo el pequeño bigote, muy negro, resaltaban sus blancos dientes.

Por unos segundos, la chica no supo qué responder. Por fin acertó a decir:

—Es usted muy amable al interesarse por mí, señor Grandon. Poco antes de verle estaba pensando que me hubiera gustado correr de un lado para otro del hotel en su compañía, viendo cómo marcha todo y los trabajos que se ve usted obligado a realizar en su despacho.

—¿No podríamos acompañarle nosotros también? —propuso Mary.

—Me agradaría ver cómo planea usted las comidas —añadió Dickie—. Todo lo relativo a la alimentación me ha interesado siempre mucho. Dentro de media hora tendré un hambre terrible. ¿Le importa que nos unamos a Penny?

El señor Grandon no contestó. Con una mano en el tirador de la puerta y la otra a la altura de la boca, pasándose nerviosamente los dedos por el bigotillo, miró al grupo pensativamente.

—No creo que esa sea una buena idea —contestó con los ojos entreabiertos—. Me distraeríais cuando estuviera más concentrado en mi labor. ¿No vais a emprender ninguna exploración hoy? Me parece que va a hacer una mañana deliciosa. El aire libre os sentará mucho mejor.

Penny movió la cabeza, sosteniendo su mirada.

—Usted no puede asustarnos, señor Grandon. En realidad todavía no sabemos qué vamos a hacer.

—Y si lo supiéramos no se lo diríamos —añadió Dickie.

El señor Grandon se echó a reír.

—Probaré a pensar en algo que os ocupe el día… Entre tanto no incurráis en ninguna travesura… Sé muy bien que a la señora Warrender eso le disgustaría…

Antes de recibir una réplica de cualquiera de los tres Grandon se había esfumado.

Se produjo un silencio en el grupo. Luego, como si se tratara de una señal secreta, los mellizos sacaron la lengua en dirección a la puerta que acababa de cerrar el administrador.

—¿Has visto, Penny? —preguntó Mary—. Yo creo que lo que él quiere es que nos quitemos de en medio.

—Oye —dijo Dickie—, ¿y no podría ser que ese hombre se propusiera registrar nuestra habitación… vuestra habitación, quiero decir?

—No sé —replicó Penny reflexionando—. Tras sus palabras he apreciado una velada amenaza. Yo creo también que desea perdernos de vista. He aquí una excelente razón para que decidamos quedarnos en casa. Venid conmigo aquí, que os voy a decir algo.

Los dos gemelos se sentaron en las escaleras de la entrada, a uno y otro lado de Penny.

—Antes de marcharse Jon me dijo que vigilara a «Mequetrefe». Hemos de asegurarnos de que él no anda husmeando por nuestra habitación de una manera u otra.

—Podríamos sentarnos ante la puerta pretextando que estábamos jugando —sugirió Mary.

—No seas tonta —contestó su hermano—. Eso es lo que él quisiera. Tan pronto hubiéramos desaparecido saldría del hotel para excavar en algún lugar desconocido por nosotros o hacer cualquier cosa que desea que ignoremos.

—Lo mejor —apuntó Penny—, es que vosotros dos andéis por el hotel, tras sus pasos, mientras yo guardo nuestro cuarto.

—A mi la idea no me parece buena del todo —dijo Mary—. ¿Por qué se habrán ido esos dos con mamá y papá? Debieran haberse quedado con nosotros. En ese caso hubiéramos podido acordar algo adecuado para intentar encontrar el tesoro… De todos modos, Penny, procederemos como tú dices. ¡Vámonos, Dickie! Vigilemos a ese hombre.

Antes de irse los mellizos, Penny rebuscó en una caja que había en el fondo de la habitación de Vasson, en la que encontró varios alfileres y un carrete de hilo negro. La chica se alegró de esto pues en vista de ello ya no tendría necesidad de ir a su cuarto o de registrar el costurero de su tía. A continuación los tres penetraron en el hotel y Penny se quedó esperando en las escaleras mientras Dickie se adentraba por el pasillo que conducía al despacho del señor Grandon. Regresó andando de puntillas, con unos gestos tales que Mary no pudo evitar una risita.

—¿Quieres callar de una vez? —siseó el chiquillo—. Está ahí. La puerta se encuentra cerrada, pero he oído un murmullo, como si estuviese hablando por teléfono.

—No apartaros de él entonces. Procurad enteraros de lo que haga y seguidle si es posible. Tan pronto como pueda me uniré a vosotros… Si se marcha a la otra casa dad por descontado que se ha ido a su habitación para utilizar el pasillo secreto. Tendréis que avisarme. ¿Conoces el camino, Mary? Conforme. Sube conmigo hasta la escalera y así te acordarás. Si va a su cuarto me sentaré allí tranquilamente, esperándole.

—Eres muy valiente, chica —murmuró Mary siguiendo a su amiga—. A mí me daría miedo permanecer ahí sola, esperando a que se abriera el panel lentamente y… ¡Oh! Gracias, Penny. Ya recuerdo. La escalera es la primera a la izquierda después de la habitación número 9… Adiós, Penny. Baja pronto y no te preocupes. Le vigilaremos y encontraremos el tesoro también. ¡Baja, Mackie!

Llevaba el perrito pegado a sus pies.

Penny subió los estrechos escalones, dejó atrás su dormitorio y abrió la gran puerta. Tiró lentamente de ésta y penetró en el recinto. Todo lo que veía tenía idéntico aspecto que la noche anterior y en la chimenea se encontraba el montón de cenizas correspondiente al último fuego que allí encendieran. Parecía haber transcurrido mucho tiempo desde aquel instante. Luego se acercó al zócalo opuesto, donde Mary diera con la hendedura que hacía funcionar el panel, introduciendo el dedo en la misma. Al oprimir fuertemente aquélla el panel se corrió, acariciando el rostro de la chica una corriente de aire fresco. Penny se estremeció, adentrándose en el angosto pasadizo tras haberse asegurado que el tablero no podría cerrarse por sí solo, dejándola incomunicada por aquella parte.

En los dos muros opuestos clavó sendos alfileres, tendiendo de uno a otro el hilo negro que para este propósito llevaba encima. Cualquier persona que pasara por aquel sitio, por muchas precauciones que adoptase, acabaría rompiendo el hilo o tirando al suelo los alfileres. Luego volvió al cuarto, donde llevó a cabo idéntica operación, así como en el pequeño descansillo situado en lo alto de las escaleras. Penny acabó cerrando la puerta, escondió la llave en su habitación y empezó a bajar escalones.

En uno de los corredores coincidió con su tía.

—¿Qué buscas por aquí, Penny? Quería que me hicieses un recado, evitándome así un viaje a High Street. No te ocupará más de un cuarto de hora. Querrás hacerme ese favor, ¿verdad, querida?

—¿No te sería igual dejarlo para esta tarde? Desde luego que iré a High Street, y a donde me mandes, pero es que éste, tía, no es el momento más oportuno…

—No te comprendo. No creo que se trate de un asunto de importancia. ¿Por qué no puedes ir ahora?

—Te he dicho que iré, por supuesto… Es que en este preciso instante me disponía a hacer una cosa ahí arriba… ¿Has visto a los gemelos, tía?

—Sí. Les he visto. Y por cierto que se están conduciendo muy mal. Me sorprende que el señor Grandon no se haya desembarazado de ellos ya. Hace unos segundos estaban hablando con él en la puerta de su despacho. ¿Para qué los quieres?

—La señora Morton me rogó que no los perdiera de vista, eso es todo. Voy a decirles que no tardaré en volver. Después iré en busca tuya, para que me hables de ese recado.

Penny lo pensó mejor más adelante, decidiendo dejar en paz a los mellizos, puesto que según todos los indicios estaban cumpliendo con su deber. En consecuencia, no tardó en ir a ver a su tía. Ésta le escribió una nota y Penny se fue con el propósito de reintegrarse al hotel cuanto antes. Ya en la calle notó que la agradable brisa de primeras horas de la mañana llevaba camino de convertirse en vendaval.

La chica estuvo ausente del «Dolphin» media hora aproximadamente.

—Gracias, Penny —le dijo su tía al volver—. Te reservaba una sorpresa. En mi opinión es una atención muy de agradecer por parte del señor Grandon… Se ha ofrecido para llevarte a ti y a los gemelos a Hastings, en el coche.

—¿Nos ha pedido que fuéramos con él, tía? ¿Seguro que sugirió tal cosa?

—Claro. Vino a verme sólo para hablar de eso. Yo diría que los mellizos se han quedado pagados a él porque dondequiera que vaya el señor Grandon se les ve a los dos.

Penny no supo qué responder de momento. De aceptar la invitación su misión de vigilancia quedaría plenamente cumplida, desde luego. Pero había que considerar otros muchos detalles. ¿Qué significaba aquello? ¿Era una treta para quitárselos de encima? Porque «miss» Ballinger, mientras estuvieran con él, podía estar dedicada plenamente a sus indagaciones, sin temor a ser molestada. ¿Sería posible que aquel individuo abrigara otros proyectos más directos y censurables?

—No parece seducirte mucho esa invitación, Penny. ¿Por qué ese gesto de preocupación? Pensé que te gustaría… No tenéis por qué estar con él todo el tiempo. Después de la comida en la ciudad podríais separaros, conviniendo un punto para reuniros más tarde. El señor Grandon me ha dicho que desea estar de vuelta a la hora del té.

—¿Has puesto eso en conocimiento de los gemelos? ¿Qué les ha parecido la idea?

—¡Se han sentido encantados! El coche estará listo ya, Penny. Vale más que te prepares.

—De acuerdo, tía. Muchas gracias. No puedo decir que el señor Grandon me inspire gran simpatía, pero estimo que será divertido explorar Hastings. Ponte de acuerdo con él sobre la cuestión de la comida porque no quiero que pague la nuestra.

La señora Warrender se echó a reír.

—Naturalmente, querida.

—Y, ¿me harás el favor de decirle a Jon, personalmente, cuando vuelva, dónde estamos? No se te olvide. Es muy importante, ¿sabes? ¿Me prometes hacerlo así?

—Te lo prometo.

Cuando Penny salió al patio los gemelos se habían acomodado ya en el asiento delantero. Mary había instalado el perrito en su regazo.

—Nos hemos salido con la nuestra —siseó Dickie, cuando Penny abrió la portezuela—. Al principio se enfadó, pero creo que se le ha pasado ya. La gente no puede estar enojada mucho tiempo con nosotros, entre otras cosas porque no solemos hacer mucho caso de eso.

—Ha hablado por teléfono —añadió Mary—, pero como nos echó del despacho y cerró la puerta con llave no pudimos oír la conversación.

—Quizá hablara con la Ballinger —sugirió Dickie.

—Sí. Después de la conferencia telefónica nos preguntó sonriente si nos gustaría ir con él a Hastings, donde comeríamos juntos… Por eso nos encontramos aquí, listos, esperándole. Cuando se trata de comer yo siempre me hallo bien dispuesto.

Mary miró con cierta ansiedad a Penny.

—Hemos procedido correctamente, ¿no? Nos anunció que te iba a preguntar si querías venir tú también. Así podremos continuar vigilándole. Aun suponiendo que una vez en Hastings lo perdamos de vista no le será posible efectuar muchas indagaciones para localizar el tesoro. Pareces preocupada, Penny… No sé qué pensar.

En este momento se les acercó el señor Grandon. Vestía un elegante traje gris y sus dientes y negros cabellos brillaban más que nunca. El hombre sonreía.

—¡Ah! Ya veo que estás preparada, Penny. Me alegro de que me honres con tu compañía. Tenía unas cosas que hacer en Hastings y la señora Warrender, muy amablemente, me ha concedido el permiso necesario para salir. ¿Por qué no os instaláis detrás, pequeños? De esta manera, Penny podría acomodarse a mi lado. Supongo que el perrito se quedará, ¿no?

Ya irritados por el hecho de oírse llamar «pequeños», los mellizos miraron a Grandon gravemente.

—Mackie también viene —dijo Mary—. Siempre nos acompaña a todas partes y le apetece como al que más un cambio de aires…

El señor Grandon decidió no oponerse. Vasson apareció luego contemplando al grupo expedicionario con alguna sorpresa, fijando a continuación la vista en el encapotado firmamento. La señora Warrender se asomó por una ventana, despidiéndose con un ademán.

Cuando avanzaban por la estrecha calleja existente junto a la iglesia, Grandon le preguntó a Penny:

—¿Por dónde pasasteis con Vasson? Para ir a Hastings se pueden utilizar dos buenas carreteras.

—Vinimos por Winchelsea —contestó Penny.

La sonrisa del señor Grandon se acentuó.

—¿A qué viene esa seriedad? Hemos de procurar pasar lo mejor posible estas horas de asueto.

Penny se movió inquieta en su asiento. Resultaba extraño que «Mequetrefe» se mostrara tan amable, tan cordial. Éste enfiló una carretera que corría por la parte alta de las antiguas murallas entre las dos ciudades. El río, la marisma y el amarillo dedo que señalaba hacia el mar en Dungeness, quedaban por debajo de ellos, a sus pies, como si estuvieran contemplando el panorama desde un avión. Aunque el mar quedaba bastante lejos pudieron observar que las olas estaban coronadas de blancas espumas en tanto que el horizonte se veía tan claro, tan definido como el borde de una regla. El viento rugía a su alrededor, al colarse por entre las ramas de los árboles, silbando al encontrar a su paso los cables del telégrafo.

Cruzaron varias aldeas pequeñas, muy pintorescas. El señor Grandon no cesó un momento de hablar, gastando incluso pequeñas bromas a sus acompañantes, hasta que por fin, pese a sus recelos, Penny empezó a contestarle y a reír también. Los gemelos, a sus espaldas, tan pronto estaban de pie como de rodillas sobre el asiento, asomándose constantemente a las ventanillas, solicitando del señor Grandon que parara cada vez que divisaban alguna confitería. Afortunadamente, no vieron muchos establecimientos por el camino.

A diferencia de Fred Vasson, Grandon no parecía muy interesado por el paisaje.

—He pasado mi vida en las ciudades, viviendo siempre en hoteles —explicó—. Sólo por no encontrarnos muy ocupados me he permitido esta escapada de hoy. Dentro de quince días tendremos todas las habitaciones comprometidas. No me gusta el campo, aunque aquí no resulta del todo desagradable. Este panorama es demasiado bronco, sin embargo, y hasta peligroso… En modo alguno estoy dispuesto a pasear por estos lugares. Yendo al volante de un coche todavía encuentro cierto placer… Día llegará en que posea un automóvil, rápido, elegante. Éste, a su lado, parecerá un cacharro. ¿No veis lo poco que corre? Ni siquiera cuesta abajo pasa de los cincuenta y cinco…

El viejo coche daba continuos saltos sobre el camino, reaccionando de una manera extraña cuando el conductor pisaba a fondo el acelerador. Los mellizos daban gritos, animando a Grandon a exigir mayores esfuerzos al vehículo.

—¡Vamos, señor Grandon! ¡Más aprisa! —aulló Dickie.

—¡No haga usted caso del autobús, señor Grandon! ¡Pásele! —añadió Mary.

Penny volvió la cabeza a tiempo de ver al conductor del autobús levantando hacia ellos un puño amenazador. Poco después atropellaban a un pollo. ¿Pero esto qué significaba para el señor Grandon, ansioso de jolgorio? Cuando ella intentó decirle lo que acababa de pasar el hombre se puso a cantar, echándose sobre el volante, como si condujera un bólido de carreras.

—¿Se ha vuelto loco? —le preguntó Mary al oído al girar el coche sobre dos ruedas para no atropellar a una respetable señora que iba montada en una bicicleta.

—¡Tralala! ¡Tralala! —gritaba «Mequetrefe»—. Nada de eso, pequeña —añadió después—. ¡No me he vuelto loco! Es que cuando uno dispone de unas horas libres hay que disfrutarlas… Ya empezamos a subir de nuevo. Esto es porque nos encontramos en las inmediaciones de la población…

Penny se preguntaba cuál sería el propósito real de aquella invitación, procurando sacar el mejor partido posible de la buena disposición de que hacía gala Grandon. De pronto éste señaló hacia delante, diciendo muy serio:

—Aquí tenemos el mar de nuevo, al final de la carretera. Resulta extraño, Penny, pero desde que tenía la edad de esos dos mellizos siempre me he sentido atraído por un camino que terminaba en el mar, igual que éste, por el que ahora nos deslizamos. Recuerdo una carretera semejante, por la que anduve en compañía de mi madre la primera vez que contemplé el océano… Bueno. ¿A qué viene ahora acordarse de esto? ¿Os agradaría que parásemos un momento?

Grandon paró junto a un puesto de helados.

—Podríais dar un paseo —dijo aquél—. Nos veremos dentro de media hora. Por favor, no os retraséis porque yo tengo mucho que hacer después.

El administrador del «Dolphin» se marchó tan pronto hubo pronunciado estas palabras.

—¿Qué piensas de todo esto, Penny? —inquirieron los dos mellizos a un tiempo.

La chica movió la cabeza, vacilante.

—No sé qué pensar. Si yo no conociera lo que conozco sobre él estimaría su comportamiento normal… Algo pasa con el tiempo. De un momento a otro va a llover y el viento sopla cada vez con más fuerza. Acerquémonos a ver el mar.

Las olas se estiraban sobre las arenas, estrellándose con furia en las rocas. Unas nubes de tormenta invadían el firmamento occidental y la violencia del viento crecía progresivamente. Durante unos minutos los tres se entretuvieron observando los incesantes revoloteos de las gaviotas sobre la desierta playa. Luego comenzaron a caer las primeras gotas de agua.

—Es una suerte que nos hayamos traído los impermeables —dijo Mary—. Es una cosa que tenemos que agradecer a tu tía, Penny, ya que nosotros queríamos dejárnoslos allí. ¡Qué lástima! Si esto se pone así pocas cosas podremos hacer tras la comida. El pobre Mackie apenas puede caminar con este viento.

—No te preocupes por lo que pase después de comer —alegó Dickie—. Primero comamos que luego ya veremos.

—¿Vamos a permanecer en este sitio? Nos calaremos hasta los huesos. Mejor es que cojamos un autobús o nos marchemos utilizando cualquier otro medio.

Seguidamente se dieron cuenta de la existencia de un paseo cubierto, el cual les permitiría alcanzar la escollera sin mojarse. Dickie quedó fascinado a la vista de aquel paseo subterráneo cuyos muros de hormigón se hallaban adornados con fragmentos de botellas y trozos de loza.

El señor Grandon les esperaba en el sitio convenido. No se había llevado impermeable y sin más atuendo que su elegante traje gris daba la impresión de estar helado.

—¿Qué os parece si comemos ya? Ya veréis cómo gozamos de un trato especial aquí. Es que conozco al regidor del establecimiento…

Subieron la escalinata de un hotel imponente. Al entrar se produjo un poco de confusión frente a la puerta giratoria. Los gemelos se empeñaron en no separarse, pasando al interior en el mismo compartimiento de aquélla. La gente que había en el vestíbulo les recibió con sonrisas de simpatía.

Mary, que llevaba a su perro en brazos, creyó que lo más correcto era corresponder a la cordial acogida con una leve reverencia. El señor Grandon no hacía más que pasarse nerviosamente los dedos por el bigote. Penny cogió a los mellizos del brazo, poniéndose entre los dos, pese a sus enérgicas protestas.

—No nos empujes así, Penny. Ya vamos… ¿Es que no ves que ya vamos?

—¡Suéltanos, Penny! No comiences a portarte como los mayores si no quieres echarlo todo a perder.

El señor Grandon, evidentemente, había dispuesto lo relativo a la comida con anterioridad, pero hubo un pequeño tropiezo con «Macbeth», ya que el camarero se negó resueltamente a dejarle entrar en el restaurante. Las tretas habituales de Mary no sirvieron de nada.

—No está permitido —alegó el hombre—. Ni siquiera a usted, señorita.

La pequeña, no obstante, logró otra cosa nada despreciable. El camarero condujo a Mary y a su perro a las cocinas. Aquí el animalito fue instalado ante una fuente llena de desperdicios. Su dueña no se opuso a dejarle allí de momento.

Dickie repasó por segunda vez la carta que le había colocado delante un cortés camarero.

—Tal vez —dijo el señor Grandon— accedáis a que sea yo quien elija los platos. Sé muy bien qué os puede gustar más…

Alguien se rozó con el codo de Dickie bruscamente y por efecto del encontronazo la carta se le cayó de las manos.

Se inclinó para recogerla en el instante en que Penny se quedaba con la boca abierta al distinguir a unos centímetros de ellos a «miss» Ballinger. Luego la chica notó encima de sus rodillas la mano de Mary, que también acababa de verla. Grandon no hizo el menor gesto de reconocimiento. Dickie, con la cara enrojecida por el esfuerzo, tardó un poco en comprender. Sorprendido, exclamó de repente:

—¡Adiós! ¡Fijaos quién está ahí!

Entonces «miss» Ballinger se volvió, viendo a Penny. En su ancha faz apareció una sonrisa al acercarse a ellos.

—¡Qué encuentro tan agradable querida! ¿Habéis venido aquí para inspeccionar las tiendas de antigüedades en mi nombre? ¿Dónde está Jonathan, tu primo? Parece que recuerdo a estos chiquillos… Nos vimos en el castillo de Camber, ¿verdad? Fuisteis muy traviesos en aquella ocasión, pero eso no importa ahora… En cuanto a este caballero… Quizá no tengáis inconveniente en presentarnos…

Penny se quedó sin habla.

—Perdón, «miss» Ballinger —acertó a decir después—. Le presento al señor Grandon, el administrador del «Dolphin», con el que hemos venido. Señor Grandon: le presento a «miss» Ballinger, a quien conocimos en el tren. Aunque tal vez usted la conozca ya.

Grandon hizo una reverencia.

—Hasta ahora no había tenido ese placer. Encantado señora.

Mirando de soslayo Penny se dio cuenta de que Dickie les miraba asombrado y que Mary se disponía a pronunciar unas palabras seguramente imprudentes. Apresuradamente, tocó en el codo a ésta, declarando:

—Si, «miss» Ballinger. Creo que fue en el castillo de Camber. He aquí a Richard y Mary Morton, dos amiguitos nuestros, huéspedes actualmente en el «Dolphin».

Dickie se puso en pie.

—Ya me acuerdo —dijo—. Usted iba a enseñarnos cómo se pinta un cuadro.

—Pero como llevaba prisa tuvo que marcharse en seguida —agregó Mary—. ¡Buenos días, «miss» Ballinger!

—Estamos encantados de volver a verla —manifestó Dickie para finalizar el dueto.

—¡Qué divertido! Creo que os compadeceréis de una anciana que se disponía a comer sola… ¿Por qué no os unís a mí? Vuestra compañía me proporcionará un gran placer.

El señor Grandon protestó débilmente. Penny tornaba a sentirse inquieta, adivinando que aquel encuentro no tenía nada de casual. Se consideraba responsable de cuanto pudiera suceder a los gemelos, aunque reconocía que nada malo podía pasarles a la luz del día y en el interior de un restaurante atestado de público. No perdía de vista dos hechos: «miss» Ballinger estaba empeñada en dar con el tesoro del «Dolphin» y se hallaba convencida de que ella y su primo podían conducirla hasta aquél.

Dickie estaba hablando animadamente.

—Es usted muy amable al pedirnos que comamos con usted. El señor Grandon se le ha adelantado en la invitación… Supongo que eso quiere decir que habremos de comer dos veces hoy aquí, ¿no?

Todos se echaron a reír.

—Eres como un voraz cerdito, hermano —dijo Mary—. Me siento avergonzada…

El camarero apareció nuevamente y a los pocos minutos se hallaban sentados alrededor de una mesa más grande, en compañía de «miss» Ballinger que tenía la espalda vuelta hacia la ventana. La comida fue excelente, tanto que hasta Dickie se vio reducido al silencio. Penny se hallaba demasiado preocupada para hablar y «Mequetrefe» no dijo mucho, lo cual parecía estar de acuerdo con el papel representado por Grandon cerca de «miss» Ballinger.

A la hora de serles servido el café a ellos advirtió Penny la brusca evolución del tiempo. La media hora anterior la había pasado escuchando a «miss» Ballinger y vigilándose a sí misma para no incurrir en ninguna imprudencia. Con el temporal la línea del horizonte se había desvanecido. Un tono gris fundía el firmamento con el mar, a unos doscientos metros de distancia de ellos. Ocasionalmente caían gotas de lluvia sobre los cristales de las ventanas y las puertas de éstas se estremecían ante el empuje del viento.

—Cualquiera se baña ahora —dijo Penny a Mary con cierto pesar.

—No podemos hacer otra cosa que emprender el viaje de vuelta —contestó Mary—. Le estamos muy agradecidos, «miss» Ballinger, por su excelente comida.

—Yo os diré lo que pienso hacer. Buscaré por ahí una de esas atracciones de feria que constan de pequeños coches que andan chocando unos contra otros. Supongo que aquí no faltará una cosa así…

—Ni hablar —replicó Penny—. Te pondrías enfermo. Has comido mucho. No pienso dejarte, Dickie. Es peligroso.

—Lo verdaderamente asombroso —aclaró Mary—, es que de hacerlo no le pasaría nada…

—Voy a exponer una idea mejor —anunció «miss» Ballinger—. Hace un tiempo excesivamente feo para pensar en moverse al aire libre. Yo ya he terminado con mis compras. Si el señor Grandon es tan amable que accede a llevarme a casa podríamos tomar el té allí y finalizar el día perfectamente. Dickie, ¿te gustaría salir ahora conmigo para ayudarme o escoger unos pasteles?

El señor Grandon se avino a la petición de «miss» Ballinger demasiado rápidamente quizá, y los mellizos no supieron qué decir. En aquellos momentos Penny había cambiado de actitud. Tal vez fuese efecto de la buena comida, pero el caso era que había dejado de sentir miedo. Quien pensase en la posibilidad de sobornar a Penny Warrender se equivocaba. Quizás aquella situación le deparara la oportunidad de solventar el misterio por sí sola. Jon se quedaría impresionado si al reunirse de nuevo con él pudiese ofrecerle la solución del enigma.

Conduciéndose inteligentemente podía averiguar más de lo que «miss» Ballinger se figuraba. Por otro lado, ¿quién iba a ser capaz de causarles algún daño? Consecuentemente, la chica dio a la anciana señora las gracias por su buena disposición hacia ellos con toda naturalidad.

—Desde luego que la llevaremos a su casa en el coche, «miss» Ballinger. Mi tía se enfadaría mucho si después de todas sus amabilidades no fuésemos atentos con usted. Ahora, creo que no está bien que nos quedemos a tomar el té…

—¡Nada, nada! Quiero que estos dos pequeños vean mi refugio, aparte de que así tendré ocasión de dar a Richard la lección de pintura que tanto interés tiene en recibir. Como son las tres casi vale más que nos pongamos en camino… Esto es, siempre y cuando el señor Grandon no opine lo contrario… Si tiene usted el coche listo, señor Grandon, dentro de diez minutos nos encontraremos en el vestíbulo.

El aludido acogió tales palabras como una orden y levantándose hizo su habitual reverencia, tras lo cual salió del restaurante. «Miss» Ballinger se encargó de pagar la cuenta.

Ésta constituyó una desagradable sorpresa para «Macbeth», que se puso sumamente nervioso al encontrársela en el vestíbulo. Mary hizo denodados esfuerzos para tranquilizar al perrito.

Penny se sentó en la parte posterior del coche, entre los mellizos.

—¿Va todo bien, Penny? —susurró Mary—. ¿Crees que debemos ir?

—Haced lo que yo y les dejaremos chasqueados. Me parece que han averiguado algo más y yo deseo saber qué es.

El coche recorrió cierto trecho, deteniéndose finalmente ante la puerta de una pastelería. Dickie se apeó, siendo lanzado por una ráfaga de viento contra la puerta de la tienda. «Miss» Ballinger, nada afectada por el vendaval a causa de su volumen, ayudó al pequeño a ponerse en pie.

Cuando alcanzaban la antigua aldea de pescadores divisaron a un grupo de gente y Mary, incapaz de resistirse a tal espectáculo, le rogó al señor Grandon que se detuviese unos minutos.

—No te entretengas —le recomendó «miss» Ballinger—. Vuelve pronto si se trata de alguna persona ahogada.

Penny optó por apearse también y al avanzar con la cabeza inclinada, contra el viento, Mary y Dickie se cogieron a sus manos.

—Eso ha sido un pretexto —dijo Mary—, para poder hablar con vosotros. No obstante, también me interesa averiguar qué es lo que mira esa gente.

Dickie tuvo que gritar para hacerse oír de ellas.

—¿A qué viene ese té? —inquirió—. Yo creo que esa mujer nos odia. Y no desde hace unos minutos precisamente.

Mary acercó su boca al oído de Penny.

—Yo estoy con mi hermano. No me gusta su forma de mirarnos, ni siquiera cuando sonríe.

Era ésta una aguda observación. Penny había sorprendido también aquella especial mirada de la Ballinger mientras comían.

—En cuanto lleguemos a una cabina telefónica llamaremos al «Dolphin». Le diré a Jon dónde estamos y hacia qué punto nos dirigimos… Sin embargo, no tenéis por qué preocuparos. ¡Yo cuidaré de vosotros! Esa mujer no me da ningún miedo.

Al llegar al sitio en que se había congregado la multitud vieron a unos cuantos hombres embutidos en sus chubasqueros, rodeando una enorme embarcación de salvamento. Los dos gemelos, así como Penny, se abrieron paso en seguida, colocándose entre los espectadores de primera fila, solicitando acto seguido información de sus vecinos. Un pescador muy corpulento que vestía un jersey azul sonrió al satisfacer la curiosidad de Penny.

—Están preparando la embarcación, por si se necesita más adelante —explicó el hombre—. No ha pasado nada aún. Ahora, la noche va a ser mala cuando haya subido del todo la marea.

—¿Por eso han retirado de la playa todos los botes? —preguntó Penny levantando cuanto pudo la voz.

—Sí. La marea de esta noche es la más alta de todo el año. Lo más seguro es que tengamos algo que lamentar…

De pronto sintió Penny que una mano se posaba sobre su hombro, volviéndose para ver a «Mequetrefe», muy nervioso… Grandon había perdido toda la prestancia de varias horas atrás. Su traje se hallaba seriamente afectado por la lluvia y el viento.

—Por favor, Penny. Tenéis que volver al coche. Éste no es un sitio adecuado para esperar. Hace frío y «miss» Ballinger tiene ganas de marcharse.

Penny miró a «Mequetrefe» de arriba abajo.

—¿Y qué? ¿Es que vamos a hacer lo que ella se le antoje? Ese coche es de la señora Warrender. Dentro de unos minutos estaremos allí. Los gemelos desean ver la embarcación.

El señor Grandon pareció asustarse al oír estas palabras.

—Lo sé; lo sé Penny, pero es que el tiempo, tal como está, me da miedo. Creo que debemos irnos, en realidad.

Penny tuvo que obligar a los gemelos a regresar al coche. «Miss» Ballinger les recibió con una de sus desagradables sonrisas.

Se habló poco durante el viaje. En una o dos ocasiones Penny y sus amigos observaron que «miss» Ballinger hacía una indicación a «Mequetrefe». El ruido del motor y el del viento eran demasiado grandes para que ellos pudieran oír nada.

Antes de llegar a Winchelsea, Penny se inclinó hacia delante para decirle a Grandon:

—Haga usted el favor de detenerse ante una cabina telefónica del servicio público. Quiero telefonear a la señora Warrender para que sepa que nos hallamos en casa de «miss» Ballinger, tomando el té. Se sentirá inquieta si ve que no regresamos a la hora convenida.

—Eso no es necesario —contestó «miss» Ballinger—. Lo mejor es que lleguemos a mi casa cuanto antes, con lo cual, en definitiva, ganaréis tiempo a la hora de volveros.

—Tenemos que telefonear —gritó Dickie—. Nadie puede impedírnoslo. Haga el favor de detenerse, señor Grandon.

Pero éste no quiso o no llegó a oír las palabras del pequeño porque en un santiamén cruzaron la población comenzando el descenso por la Strand Gate hacia la zona de la marisma. Mary y Dickie miraron entonces a Penny. Ésta había empalidecido. Mary buscó la mano de su amiga y se la oprimió fuertemente. Dickie susurró:

—¿Qué crees que podríamos hacer? ¿Asesinarlos a los dos?

Penny, que sentía miedo por vez primera, movió la cabeza en silencio diciéndose que había sido una estúpida al emprender aquella aventura hallándose ausentes Jon y David.

Se deslizaban ya por la angosta y serpenteante carretera que conducía a la playa. Al doblar una curva Grandon pronunció unas palabras en voz baja frenando repentinamente. Un hombre de pálida faz se encontraba en medio del camino con los brazos extendidos. Tan pronto como el coche se hubo detenido aquél saltó al estribo. «Mequetrefe» bajó el cristal de su ventanilla para oír las palabras del desconocido. Una violenta ráfaga de viento azotó los rostros de los que se hallaban dentro del coche y «miss» Ballinger ordenó a Grandon que siguiera. Luego se volvió hacia Penny y los gemelos, hablándoles para evitar que se dirigieran al recién llegado.

Penny vio a Dickie en el instante de manipular en el tirador de la portezuela. Por un momento pensó en las posibilidades que se les ofrecían de huir. Le faltaba valor para adoptar una decisión tan radical y además quería ver en qué paraba todo aquello. Disimuladamente dejó caer su mano sobre la del pequeño y éste comprendió en el acto, tornando a recostarse en el asiento. Y pese a la verborrea de «miss» Ballinger, Penny oyó perfectamente lo que el desconocido decía…

—Gracias por haber parado. Se lo agradeceré mucho si me deja cerca de la primera cabina telefónica que exista al paso… Necesitamos ayuda con urgencia… Se dice que el gran muro de contención se derrumbará a la hora en que la marea alcance su máxima altura. No podemos hacer mucho sin la colaboración de los demás. Lamento inquietarles pero…

—¡Tonterías! —exclamó «miss» Ballinger—. Eso no tiene pies ni cabeza. Siga, usted, Grandon. No se detenga.

El hombre dio un grito, lanzándose sobre la capa de húmeda hierba que se veía a lo largo de la carretera. Cuando Penny volvió la cabeza para mirar por la ventanilla divisó a aquél blandiendo amenazador un puño hacia ellos.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó Mary—. ¿Por qué se ha negado usted a llevarlo donde le pedía? Quiero regresar a Rye… Este tiempo me da miedo.

—¿Qué quiso decir al hablar de la rotura del muro de contención? —insistió Dickie.

—Se trata de una estupidez —contestó «miss» Ballinger—. No hay que hacer caso… Una cosa así no puede ocurrir nunca. Ahora no disponemos de tiempo para hacer favores. No tenía derecho a detenernos así como así… Ya me va apeteciendo una taza de té y supongo que a vosotros os pasará lo mismo.

Pero Penny no compartía su opinión. Había entendido perfectamente a aquel hombre, recordando las opiniones de Vasson con respecto al cambio del tiempo y las cosas que les dijera escasamente una hora antes el pescador de Hastings. Recordaba también el muro, pues sobre él había pasado en compañía de Jon, habiendo hablado con su primo acerca de lo que podía pasar allí en caso de rotura.

El coche había abandonado la carretera y daba continuos saltos sobre el áspero camino que llevaba a la playa. En aquel punto había sido donde Jon y Penny se encontraran con la chica del impermeable blanco. Frente a ellos quedaba la pequeña elevación tan claramente marcada en el mapa del contrabandista… Grandon paró el coche debajo de un cobertizo. Luego se sacó un pañuelo del bolsillo, secándose la frente. Tenía muy mal color y no mostraba el mismo humor que al salir de Rye. Penny observó la naturalidad con que todos habían aceptado las iniciativas de «miss» Ballinger nada más incorporarse al grupo.

—Ahora tomaremos nuestro té tranquilamente —les dijo—. No vayas a dejarte olvidados los pasteles, Richard. Sujétalos bien… Me parece que el señor Grandon tiene razón. Con este tiempo no es posible alargar más el viaje… Cierre el coche con llave, señor Grandon, pues sin duda vagan por ahí algunos indeseables. Vamos. Penny que marche delante. Mary y Dickie se cogerán a mí. Yo necesito algo más que un sencillo temporal para que me tumben.

Los gemelos consultaron con una mirada a Penny, quien asintió ligeramente. No había más remedio que obedecer. ¿Qué hubieran logrado con echar a correr? Al apearse se sintieron azotados por un viento terrible que parecía un aullido interminable sobre el fondo del rugido de las olas al azotar el no muy lejano muro. «Miss» Ballinger, con gran asombro por parte de los gemelos, había decidido finalmente cogerles en brazos y avanzaba igual que un gran transatlántico de costados abultados por la presencia de dos remolcadores. Mackie, el perrito, molesto por el vendaval, marchaba detrás de Mary entristecido, con la cola caída.

El camino hasta el «bungalow» les resultó sumamente penoso pero por último llegaron a aquél. La puerta fue abierta por la joven que a Penny le era ya tan antipática.

Al penetrar en el reducido vestíbulo la chica miró a «miss» Ballinger, quien musitó lacónicamente:

—Eso es todo… ¿Ha habido noticias de los otros?

En cuanto vio que su sobrina movía la cabeza denegando pasó al frente de todos a la habitación delantera.

Nada más cruzar el umbral de la minúscula y fea casa Penny se dijo que acababa de cometer una equivocación. Al ver que Grandon cerraba la puerta con llave su corazón comenzó a latir fuertemente y el miedo se apoderó de ella. Luego se sintió reanimada con el contacto de la mano de Mary. En realidad, ¿qué podían hacerles aquella gente? Asustarles, en todo caso.

«Miss» Ballinger —una «miss» Ballinger bastante cambiada—, habló ahora con cierta rudeza.

—No quiero perder más tiempo… No, Richard, ésta no va a ser la reunión que tú te habías imaginado. Tú y tu hermana vais a pasar a otra habitación, donde os podéis comer los pasteles. Con quien deseo hablar es con Penny… ¡Grandon! Llévelos a la habitación posterior y enciérrelos en ella con llave, en compañía de su fastidioso perrito.

Antes de que terminara de hablar Mary y Dickie habían abandonado a «Mequetrefe» para situarse al lado de Penny.

—¡Pruebe usted a separarnos! —gritó Mary, agachándose para acariciar a Mackie, que, como si se hubiese dado cuenta de la situación planeada, había comenzado a gruñir, enseñando los dientes—. No sé qué se propone, ni a qué viene todo esto pero tengo que decirle que sabemos muy bien que está usted embrujada…

—No pensamos dejar a Penny sola. Y que no se le ocurra hacerle ningún daño porque entonces… entonces la defenderemos con las uñas y con los dientes —declaró Dickie. Seguidamente éste introdujo una mano en el saquito en que le habían acondicionado en el establecimiento los pasteles, extrayendo del mismo uno de chocolate, muy pegajoso—. ¡Ahí va! ¿Quién de ustedes quiere probarlo? —añadió lanzándolo con certera puntería.

El pastel fue a estrellarse en el rostro de Grandon. En el cuarto se oyeron unas bruscas exclamaciones formuladas en un lenguaje desconocido y las risitas de Mary. Dickie se quedó aterrado ante su destreza.

—Apártese, Grandon —ordenó «miss» Ballinger—. No perdamos más tiempo. Vosotros dos sentaros ahí si es que queréis escuchar lo que voy a decir a vuestra amiguita. Cuanto antes terminemos antes regresaréis al hotel. Ahora, Penélope Warrender, haz desaparecer de tu faz ese gesto de obstinación…

Unos minutos atrás Penny se había sentido asustada. Ahora la ira había sustituido al miedo. Sus mejillas se colorearon. Las manos empezaron a temblarle. A continuación fue recuperando poco a poco la calma. «Miss» Ballinger le contó una vieja historia con una variación inédita.

Penny contestó a aquélla diciéndole que lo que perseguía era obtener el mapa, de cuya existencia estaba segura, y los papeles que hubiera relacionados con el tesoro.

—No sabes lo que te agradezco que no finjas. Tú y tus amigos sabéis que el tesoro existe y estáis al tanto de los detalles que yo conozco. Intento, desde luego, dar con aquél, trabajando en favor de mi amigo.

—¿Qué amigo?

—El señor Grandon, por supuesto. Ya os dije que yo soy experta en antigüedades. El señor Grandon me solicitó que le ayudara. Lo que vosotros ignoráis es que el tío de la señora Warrender dejó estipulado que el tesoro iría, al ser hallado, a parar a las manos de Grandon, como recompensa de sus fieles servicios. En el momento oportuno mostraremos una carta de Charles Warrender para probar que lo que acabo de decir es cierto.

—¡Mentira! —replicó con viveza Penny—. Usted sabe que eso es mentira.

—¿Y por qué estás tan segura de que yo miento? —inquirió «miss» Ballinger haciendo saltar con un leve papirotazo la ceniza de su cigarrillo.

Penny demasiado enfadada para sorprender la mirada de inteligencia que cruzaron tía y sobrina, cayó inevitablemente en la trampa.

—¿Qué por qué estoy tan segura? Pues porque he visto la carta que tío Charles escribió a Jon, en la que le dice que el tesoro es para… ¡Oh…!

Penny se llevó una mano a los ojos para ocultar las lágrimas que afluyeron repentinamente a ellos al darse cuenta del error que acababa de cometer.

Hubo un prolongado silencio. «Miss» Ballinger le dirigió una mirada de triunfo y comentó:

—Yo tenía la seguridad de que estos críos sabían algo.

El perrito, en brazos de Mary, se agitó inquieto.

—Eche ese perro a la calle, Grandon —ordenó «miss» Ballinger—. Suéltalo, niña, y no discutas.

Pero Mary no hizo otra cosa que abrazar más fuertemente a Mackie.

—Y yo —anunció Dickie—, no pienso separarme del perro ni de mi hermana. Por si esto fuera poco han hecho ustedes llorar a Penny…

—Lloraba de rabia, Dickie, porque estaba furiosa… De todos modos lo que he dicho acerca de la carta no es verdad. ¿Podemos irnos ahora? No podemos decirles nada sobre ese tesoro que buscan ustedes porque no sabemos de qué nos hablan… Déjenos marchar y no diremos una palabra de esto en casa.

—¿Qué no? —repuso Dickie—. Yo les aseguro que esto lo van a sentir. Si mi padre se enterase…

—A Jon no se habrían atrevido a hacerle esto —manifestó Penny.

—Ni a David —declaró Mary.

—Bueno —contestó «miss» Ballinger calmosamente—. Claro que estamos perdiendo el tiempo y si no nos apresuramos más adelante a causa del mal tiempo, os será imposible regresar al hotel. Voy a haceros otra propuesta… Vosotros podréis ayudarnos más de lo que os figuráis. Reveladnos cuanto sepáis y en justa compensación, además de terminar vuestras vacaciones felizmente, os haré a cada uno un regalo. Tal vez a los gemelos les agradara poseer un par de bicicletas nuevas…

—Ya las tenemos —repuso Dickie.

—Otro perrito, quizá —sugirió «miss» Ballinger.

—¿Para qué queremos otro? —inquirió Mary.

—¿Qué dices tú, Penny? Algo habrá por ahí que tengas ganas de poseer. Dime qué es y te lo regalaré a cambio de un sencillo favor.

—¿Qué favor?

—Escribe una nota dirigida a tu primo Jon, indicándole que venga aquí con la carta que mencionaste y cuantos papeles había en la caja de cinc, la que guardáis en vuestro cuarto del «Dolphin». El señor Grandon se encargará de llevar esa nota a su destinatario, así como de traer a éste aquí.

Penny vaciló… Se sentía muy cansada. En el transcurso de la última noche no había dormido mucho y estaba ya harta de aquella aventura. Ansiaba volver al lado de su tía. Sin Jon se veía muy sola.

Al evocar la figura de su primo cambió rápidamente de actitud. ¿No había sido ella precisamente quien le diera siempre ánimos? ¿Quién se había opuesto también con extraordinaria tenacidad a que los mayores supieran su secreto? ¿Iba a echarlo a perder todo ahora? ¿Cómo podía haber llegado a dudar? Penny examinó detenidamente a sus tres enemigos.

«Miss» Ballinger no la perdía de vista. «Mequetrefe» se mordía las uñas nerviosamente junto a la puerta. La sobrina estaba contemplándola con un nuevo cigarrillo en la mano, sonriendo irónicamente… Esto último fue lo que acabó de incitarla a la defensa.

—No escribiré nada —respondió—. ¿Por qué he de hacer semejante cosa? No tiene usted ningún derecho a retenernos en este lugar —se volvió repentinamente hacia Grandon—. A usted le convendría más llevarnos a casa cuanto antes…

—¡Bravo! —murmuró Dickie.

—¡Bien por Penny! —susurró con idéntico entusiasmo la pequeña Mary.

«Miss» Ballinger apoyó el rostro en las palmas de sus manos. Súbitamente se le vio desanimada, derrotada. Su sobrina la miraba con creciente asombro.

—Nos vamos —dijo Penny con firmeza.

—Perfectamente —convino «miss» Ballinger—. Quizá sea eso lo mejor. El señor Grandon os llevará al hotel…

Penny abrió mucho los ojos, asombrada. ¡Había vencido! Poco tardaría ya en estar en su casa y desde ella aquel horrible «bungalow» les parecería el símbolo de una angustiosa pesadilla. Se quedó mirando a los gemelos. Mary acababa de dejar en el suelo a «Mackie».

—Todo va bien, queridos —dijo suavemente—. Ya nos marchamos.

Pero no había advertido el rápido gesto de «miss» Ballinger ni la rapidez con que a consecuencia de aquél, Grandon y la joven sobrina se habían precipitado en el vestíbulo. Cuando levantó la vista Penny advirtió que «miss» Ballinger le estaba hablando desde la puerta, entreabierta.

—Escuchadme por última vez —dijo secamente—. Os quedaréis aquí hasta que esos papeles de que hemos hablado se hallen en mi poder. En vista de vuestra negativa utilizaré otros métodos. Me sobran recursos para convencer a Jonathan Warrender de que debe venir aquí… con aquéllos, naturalmente.

—¡A por ella, Mackie! ¡A por ella! —gritó Mary.

El perrito salió disparado al tiempo que la puerta se cerraba de un golpe.

—¡Rápidos! ¡A la ventana! ¡Por la ventana podremos salir! —aulló Dickie.

Grandon y «miss» Ballinger cerraron oportunamente los pesados postigos.

La ya débil luz del exterior se desvaneció por completo. Penny y los gemelos percibieron mejor que nunca el ululante sonido del viento y a continuación el ruido de una barra de hierro encajada en sus pasadores, seguido por una carcajada de «miss» Ballinger.