CAPÍTULO XI

MIÉRCOLES: EL ARCA DE NOÉ

Cuando los postigos se cerraron y oyeron que la barra de hierro que los mantenía así quedaba firmemente encajada en su sitio, Penny y los gemelos estaban demasiado asustados para comprender que se habían convertido en unos prisioneros. Mackie, el perrito, continuaba ladrando furiosamente. El fragor del viento y las aguas parecían ir en aumento. La habitación no se había quedado del todo a oscuras. Una fina raya de luz originada por el imperfecto ajuste de las puertas mostraba la posición de la ventana. Sin embargo, como la claridad era cada vez menor a medida que pasaban las horas, Penny se dijo que no tardarían mucho en no ver nada.

Con bastante más brusquedad de la que ella se había propuesto emplear ordenó:

—Haz callar a ese perro, Mary. ¿Qué beneficio nos pueden reportar sus ladridos?

—¡Eso es lo que tú no sabes, Penny! Mackie nos ha sacado de apuros en muchas ocasiones anteriores. Ahora ansía matar a esa mujer despreciable y yo no se lo censuro. También yo la mataría de buena gana si pudiera.

—Yo quisiera asesinar a «Mequetrefe» —manifestó Dickie—. A mí me parece el peor de los tres. ¿No me oís? —aulló al comprobar que nadie le contestaba.

—¡Cállate, Mackie! ¡Ven aquí! —dijo Mary.

El perrito le obedeció en el acto, aproximándose a la niña sin dejar de mover la cola ni de gruñir. Mary lo tomó en brazos y Mackie le lamió complacido el rostro.

—Eres un valiente, querido, pero ahora tienes que estarte quieto porque vamos a celebrar un consejo de guerra… Esta oscuridad no me gusta nada, hermano.

—Ni a mí, Mary —respondió Dickie—. Me da qué pensar ese fuerte oleaje. Esta aventura me recuerda lo que nos pasó con la señora Thurston en Appledore. ¿No te acuerdas de que llegó a encerrarnos en un dormitorio?

—Claro que si, Dickie. Y David nos salvó colándose por una ventana. Tal vez tenga ocasión de repetir su hazaña… ¡Ojalá! ¿Dónde estás, Penny?

—Aquí. No os preocupéis. Pronto habremos salido de esto. Jon no tardará en llegar. Le pedí a mi tía muy encarecidamente que le dijese a su llegada adónde habíamos ido, Mary, Dickie. ¿No estaréis enfadados conmigo porque me negara a escribir aquella nota? De haberlo hecho me imagino que esa mujer nos habría dejado ir…

—Desde luego que no —respondió Dickie—. Creemos que eres una chica muy valiente.

—Yo estaba rezando para que contestaras: ¡No! —apuntó Mary—. Bueno, pero esa gente no puede hacernos nada aquí, ¿verdad? Lo único que me inquieta es esta oscuridad. Por otra parte, pronto nos habremos acostumbrado a ella. Esa gente no ha conseguido atemorizarnos, ¿eh, hermano?

—¡Ni hablar de eso! —replicó Dickie—. Voy a echar esta puerta abajo. Hagamos todo el ruido que podamos. No tendrán más remedio que dejarnos salir.

—Yo creo que no lograremos nada así —opinó Penny—. Recurramos a la astucia…

—De todos modos voy a empezar a dar patadas en esa puerta —insistió Dickie.

Desgraciadamente se había olvidado de que calzaba sandalias. Su grito de ira se transformó casi en uno de dolor.

—No importa, Dickie. Quizá nos sea posible derribar la ventana. Luego, si necesitamos hacer ruido, haremos que «Mackie» comience a ladrar de nuevo.

—Venid aquí los dos —dijo Penny—. Se me acaba de ocurrir una idea. Escondámonos bajo la mesa, sin hacer el menor ruido. Entonces, ellos, extrañados, se preguntarán qué puede haber ocurrido y abrirán la puerta para enterarse.

—¿Y luego qué haremos? ¿Abalanzarnos sobre los tres? Debido a la oscuridad no nos localizarán inmediatamente —preguntó Dickie, realista.

—No estoy seguro sobre qué cosa será la más conveniente después, pero me inclino a pensar que si seguimos en silencio habrán de tomar alguna determinación. Vamos a probar…

Se acomodaron debajo de la mesa y Penny observó que la raya de luz de la ventana se desvanecía rápidamente. A «Macbeth» parecía extrañarle que sus amigos hubiesen decidido ocupar un sitio a su lado, en el suelo.

—Tal vez debiéramos cantar un poco —opinó—. Sólo para levantar los ánimos. Es el momento y el sitio más indicados para tal cosa.

—Sí —declaró Dickie—. Como hacían los primeros cristianos antes de ser devorados por los leones sobre las arenas del circo. Una vez leí un libro que trataba de eso…

—¿Qué cantaremos?

—Lo que quieras menos aquella canción titulada «Adelante, soldados de Cristo». Al parecer la música misma no le gusta a Mackie. Siempre que la oye se pone a aullar.

—No cantaremos nada —susurró Penny, apremiante—. Callaros. Hay alguien en la puerta.

Instantáneamente Dickie se quedó quieto y Mary posó una de sus manos sobre el lomo de Mackie. El viento hacía estremecerse los postigos y las olas, a corta distancia de allí, se derrumbaban estrepitosamente sobre las rocas y la arena de la costa. Pusieron atención para ver si captaban algún otro sonido y de repente giró una llave en la cerradura de la puerta y ésta se entreabrió una pulgada. Penny pasó sus brazos por encima de los hombros de los mellizos, susurrando:

—¡Silencio! Oigamos lo que dice esa mujer.

Durante unos segundos interminables no oyeron nada más. Penny se dijo que «miss» Ballinger esperaba allí a que ellos empezaran a rogarle de nuevo que les dejase marchar.

«Que espere», pensó. «Tarde más o menos, Jon vendrá».

Luego percibieron por fin la odiada voz.

—¿Me estáis escuchando, chicos?

No hubo ninguna respuesta.

—¿Me oís? No os servirá de nada pretender que no estáis aquí… ¡Contestadme!

Silencio. Mary corrió su mano hasta el hocico de «Macbeth», que se agitó furioso.

—Está bien. ¡Como queráis! ¡Grandon! Tráigame la linterna que se encuentra en mi dormitorio… Estos estúpidos pretenden hacerme creer que no están aquí… Escuchadme… Jonathan y su amigo llegarán aquí en seguida, trayendo el mapa y los demás papeles… Ganaríamos mucho tiempo, Penny, si me dijeras cuanto sabéis. ¿Qué significa «nt 8 April 7»?

Penny contuvo el aliento, sintiendo temblar bajo su brazo los hombros de Mary. Así, pues, ¡no habían llegado a lo de los «recipientes de barro»! Casi se le escapó una risa de triunfo. ¿Y cómo pensaba «miss» Ballinger arreglárselas para hacer venir allí a Jon y a David sin el mensaje que ella se negara a escribir? Estaba segura de que los muchachos acabarían salvándolos de una manera u otra. Suponía que no irían a informar a sus enemigos sobre su llegada. Debía haber puesto en juego otra treta. A Penny le dolía la cabeza, pero no perdía de vista que eran dos las cosas que en esencia tenía que hacer: procurar que a los gemelos no les ocurriera nada y guardar celosamente su secreto. Al día siguiente, o aquella misma noche, cuando ya se encontraran libres de todo peligro, en el «Dolphin», quizá permitiera a Jon que diese a conocer a los mayores sus averiguaciones. Eso significaría el fin de «miss» Ballinger, su odiosa sobrina y el miserable Grandon.

«Miss» Ballinger comenzaba a hablar nuevamente.

—La linterna… Gracias. Y ahora, Penny, ¿querrás decirme todo lo que sabes? —el haz luminoso empezó a recorrer la habitación—. Salid de vuestro escondite. ¿Dónde estáis?

En el preciso instante en que el foco apuntaba al suelo, Mary susurró:

—¡Vamos, Mackie! ¡A por ella! ¡Hala! ¡A por ella!

«Macbeth» no necesitó que Mary repitiera sus palabras, saliendo disparado como un proyectil de las manos de su dueña, que le había estado conteniendo hasta aquel momento, en dirección a su enemiga. Al mismo tiempo Dickie, dando una voz, seguida de una frase: «¡Arriba los miembros del Club del Pino Solitario!», cargó contra la puerta.

Se produjo entonces un pequeño tumulto. «Miss» Ballinger gritaba, dando constantes patadas para protegerse contra las arremetidas de «Macbeth». Una de esas patadas hizo rodar al perrito por el suelo. El animal dio un alarido de dolor. En su furia, a «miss» Ballinger se le cayó la linterna, que, encendida, fue a parar a las manos de Penny, la cual salía en aquel instante de debajo de la mesa. «Miss» Ballinger murmuró unas palabras impropias de una dama y se retiró hacia el vestíbulo, cerrando de un portazo la habitación antes de que Dickie, en el suelo, a consecuencia de uno de los puntapiés, tuviera tiempo de incorporarse.

Penny enfocó la linterna sobre el chiquillo. Dickie, con las mejillas encendidas por efecto de la rabia que sentía, estaba descargando unos cuantos puñetazos sobre la puerta.

—De no haber sido por tu estúpido perrito, Mary, —dijo—, hubiera conseguido sujetar a esa mujer.

—¿Y qué habrías hecho luego? —inquirió su hermana fríamente.

—Tú tienes la culpa de haber fallado. Mackie habría acabado acto seguido con ella. Lo hará de todos modos para vengarse de la patada que ha recibido. No creo que hayamos actuado con mucha astucia, ¿verdad, Penny? ¿Qué te propones ahora?

Penny rió.

—En realidad, no hemos salido muy mal parados. Teníamos la linterna. Por otro lado «miss» Ballinger, pese a poseer el trozo de pergamino sabe menos que nosotros. Tenemos que aprovechar hasta el máximo esta pila.

Dickie había pegado el oído a la puerta, volviéndose de repente para decir:

—¡«Miss» Ballinger vuelve! La oigo andar ahí fuera. Me parece que es ella… ¡Cuidado! Se dispone a abrir otra vez la puerta.

Dickie se apostó detrás de ésta.

—¿Qué habéis conseguido con vuestra actitud? —inquirió «miss» Ballinger—. Bueno, Penny… Tienes que darme tu palabra de honor de que desconoces por completo el significado de la frase «nt 8 April 7», asegurándome que no sabes de otras pistas… Si te niegas es que me ocultas algo, en cuyo caso les diré a los chicos cuando lleguen, y cuenta que se hallan ya en camino, que os habéis marchado con el señor Grandon. Más tarde os quedaréis solos por completo en el «bungalow», en cuanto nosotros nos hayamos ido. Ya eres mayorcita para comprender qué significa eso. Tampoco tienes nada de tonta… Acércate, vamos, criatura. Sé sensata y háblame.

Hablaba en un tono de voz frío, calmoso, que asustaba a Penny en mucha mayor medida que sus gritos y denuestos. Por primera vez pensaba que se hallaba realmente en poder de «miss» Ballinger y que ésta parecía estar suficientemente loca, como para cumplir sus amenazas. Jamás había considerado Penny capaz a una persona mayor de hacer una cosa semejante, por lo que de pronto se sintió indefensa, sola, pues aunque los mellizos, con todo su valor, se encontraban a su lado, ella se consideraba responsable de su suerte. La perspectiva de quedarse encerrados en aquella habitación, dentro de una casa desierta, cercados por la tormenta, en las proximidades de un mar embravecido, no era muy halagüeña. Bien estaba que Mary y Dickie no cesasen de decirle que no tenían miedo. Eso era fácil de asegurar… La verdad era que Penny estaba asustada ahora y no se le ocurría nada para mejorar su situación. Vacilante, susurró a Mary:

—Toma la linterna. Si esa mujer abre la puerta enciéndela… ¿Dónde está Dickie? ¡Ah, sí! Ahí detrás… Procura que Mackie no haga ruido… Voy a hablar con ella.

Mary la retuvo cogiéndola del brazo.

—No, Penny. «Miss» Ballinger es una persona desalmada. Te engañará. No se atreverá nunca a hacer lo que dice.

—Lo sé, lo sé… No te preocupes. Voy a hablar con ella para ver qué es lo que me dice. Toma la linterna.

Aproximándose a la puerta, apartó suavemente a Dickie a un lado.

—Aquí me tiene, «miss» Ballinger. Ya le he dicho que no poseo ningún mapa ni papel relativos a un tesoro escondido. Deje, pues de importunarnos. Permítanos salir de aquí. Usted sabe que yo soy responsable de la suerte de estos dos pequeños y debo llevarlos al hotel, con sus padres… Me consta que bromea al decir que piensa abandonarnos en esta casa, pero lo cierto es que es una broma de mal gusto…

Por una grieta de la puerta le pareció ver brillar los lentes de «miss» Ballinger, creyendo haber llegado a distinguir a Grandon a sus espaldas.

—No bromeo al hablaros así, hija mía. Desde vuestra llegada aquí he querido haceros entrar en razón y no estoy dispuesta a permitir que sigáis burlándoos de mí. Dime lo sepas.

Pronunciadas las últimas palabras, abrió súbitamente la puerta, sujetando a Penny con la esperanza de arrastrarla hasta el vestíbulo. Nada más extender el brazo ella, la chica, se agachó, oprimiendo fuertemente la hoja, tras lo cual retrocedió. Mary encendió la linterna y «Macbeth» salió disparado una vez más hacia el objetivo. La puerta se cerró de golpe siendo echada la llave. Los prisioneros regresaron a sus puestos, bajo la mesa.

—Te advertí que esa vieja te engañaría —dijo Mary, indignada—. ¡Oh, Penny! Estás sangrando. ¿Qué te ha hecho?

—Supongo que deben haber sido sus uñas. Intentó sacarme del cuarto violentamente.

—Te ha maltratado —proclamó Dickie solemnemente—. Eso es lo que ha hecho: maltratarte. ¡Santo Dios! ¡Qué terrible aventura estamos viviendo!

Penny se acomodó entre los gemelos. El perrito se echó sobre las piernas de Mary. Apagaron la linterna para no gastar inútilmente la pila. Sumidos en la oscuridad pensó que no cabía hacer nada ya por su parte, sino esperar a que Jon acudiera… Estaba absolutamente segura de que no dejaría de suceder tal cosa. Su primo no le había defraudado nunca. ¿Por qué iba a hacerlo ahora? Durante unos minutos permanecieron en silencio. Entre otras razones porque con el fragor de la tormenta no habrían podido oírse casi.

Al cabo de un rato Mary comenzó a cantar. Dickie se unió a ella. Penny no pudo resistirse a la tentación y cantó con los dos… Así hasta que de pronto la voz de Mary se quebró, desvaneciéndose…

—¿Qué pasa, Mary? —inquirió Penny inmediatamente.

—¡Penny! El suelo, por aquí, está mojado. He tocado un poco de agua… ¡Penny! Pon la mano aquí.

Tan pronto como la chica encendió la linterna Dickie gritó:

—¡Por este lado también! ¡Dios mío! ¡Se está inundando el cuarto!

A la débil luz de la linterna distinguieron una mancha que se iba extendiendo por la fina alfombra y allí donde había algunas grietas entre las tablas del pavimento el agua se perdía formando burbujas. Penny experimentó un gran sobresalto al comprender lo sucedido: el mar debía haber roto el muro de contención y avanzaba un tanto lentamente a causa de los obstáculos que aún hallaba al paso.

—Tendremos que echar abajo la ventana —dijo Dickie.

En medio del ruido Penny creyó oír otro característico hacia donde caía la puerta de la calle.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó.

Mackie empezó a ladrar de nuevo. Mary se subió a la mesa después que su hermano hubo cogido un jarrón de flores que había en ella, lanzándolo con todas sus fuerzas contra la ventana. A Penny le pareció oír de sus labios una exclamación de triunfo. Decididamente, aquel chiquillo disfrutaba rompiendo cosas.

—No vayas a cortarte, Dickie. Espera a que encienda la linterna. ¡Perfectamente! Ahora rompe las otras maderas. A ver si desde aquí dentro podemos mover la barra de hierro sacándola de su sitio.

—Ahí va otro cristal… Otro más… No, si al final me cargaré el juego completo. Y también esa barra… Me siento con fuerzas para ello. ¿Qué tal estás, hermana?

—No te puedo oír bien —aulló Mary—. Haces mucho ruido.

El viento silbó al filtrarse por el angosto boquete existente entre los postigos. Penny paseó el foco de la linterna por la desordenada habitación, fijándolo en la puerta, donde acababa de oír una serie de golpes y un grito ahogado. Los tres se quedaron inmóviles.

—¡Es Jon! —exclamó la chica—. Ya sabía que vendría.

La puerta se abrió. Efectivamente, allí estaba Jon, parpadeando, con un grueso mechón de cabellos desordenados sobre la frente. Sobre su hombro se asomó David, quien fue el primero en hablar.

—¿Estáis ahí, hermanos? —preguntó—. ¿Estáis todos bien, Penny?

—No os puedo ver —dijo Jon—. Supongo que porque me tenéis enfocado con la linterna… ¡Rápido! ¡Fuera de aquí! El muro de contención se está derrumbando.

Dickie echó a correr, en su excitación, hacia la puerta. Mary, en cambio, esperó a Penny, quien sentía más ganas de llorar que de reír.

Jon sonrió al ver a su prima.

—¿Seguro que no te ocurre nada?

—Los tres nos encontramos bien —respondió Penny esforzándose por evitar unas lágrimas—. ¿Dónde están los que nos encerraron ahí dentro?

—Huyeron, desde luego —explicó David, preparado ya para abrir la puerta principal—. Ahora sujetaros a mí que yo no sé qué va a pasar… ¡Allá va!

El viento lanzó la puerta contra la pared y los cristales de la parte superior se hicieron pedazos. De uno de los muros se descolgó un cuadro y todo parecía ir de un momento a otro a salir volando…

—Sujétate a mí, Mary, y deja a ese perro en el suelo. Puedes andar, ¿verdad?

—Tienes muy malos sentimientos, David. Sabes que es un animal pequeño y débil. ¡Si supieras, además lo que ha pasado antes de tu llegada!

—¡Pon ese perro en el suelo! —rugió David.

—Está bien, está bien…

—¡Adelante, David! —gritó Jon—. Dirígete a la casa vecina y desde ella nos encaminaremos al pequeño promontorio que hay en las cercanías.

Parecían forcejear con el viento en su avance. La luz del día había desaparecido ya, siendo sustituida por un resplandor rojizo que tras las nubes señalaba el punto por el que se había puesto el sol. Por el este se elevaba la Luna, dominando una fantástica escena. Los chicos consideraron que estaban completamente solos entre los «bungalows».

—Esa gente no puede llevarnos mucha ventaja —opinó David—. Si les alcanzamos antes de que consigan poner en marcha el coche les obligaremos a que nos lleven… Hay agua por aquí. Fijaos bien donde ponéis los pies.

Desde detrás de la fila de «bungalows» torcieron a la derecha, avanzando hacia el pie del promontorio, donde habían sido dejados los coches. Aquí el camino desaparecía bajo un manto de agua.

—¡No os detengáis! —gritó Jon—. No hay tiempo que perder.

—¿Dónde está Mary? —preguntó Dickie de pronto.

Volvieron la cabeza, descubriéndola al borde del gran charco. Se hallaba inclinada sobre algo que tenía junto a sus pies.

David se paso furioso.

—¡Adelante, Mary! Nadie te va a decir nada si te mojas los pies. No hay nada que temer… ¡Fíjate en Dickie…!

Mary movió la cabeza, mostrándoles a Mackie. Todos pudieron ver que gritaba, pero nadie consiguió oírla. David se le acercó.

—Apresúrate, Jon —le dijo a éste en el camino—. Llévate a Dickie… Hay que llegar allí antes de que logren arrancar el coche.

Pero Dickie insistió en unirse a David y a Mary. Se produjo una discusión que originó una pérdida de tiempo…

Mary explicó que a Mackie le disgustaba el agua salada y que no estaba ni siquiera dispuesto a nadar en ella. La chiquilla se negaba a cruzar la laguna a menos que Penny accediese a llevarse el perrito. David entonces se echó a Mary a las espaldas y Jon hizo lo mismo con Dickie, en tanto que la pobre Penny realizaba equilibrios con «Macbeth» bajo el brazo. El perrito se hallaba, al parecer, muy agradecido ya que no hacía más que lamerle la cara.

Tan pronto como se encontraron a salvo Jon y David echaron a correr en dirección al pie de la elevación. Llegaban tarde. A lo lejos vieron relucir en la oscuridad el rojo piloto de un coche. No estaban seguros de si sería el de «miss» Ballinger pero no cabía duda, en cambio, de que era el último entre los que abandonaran la playa.

—¡Fíjate, David! —dijo Jon—. Alguien baja… Se trata de un gran camión…

Los otros se le unieron en este momento. Penny no tuvo más que mirar a las caras de David y Jon para saber qué era lo que había pasado. Durante unos minutos los componentes de aquel abandonado grupo guardaron silencio. Había cesado de llover y la luna se asomaba a veces por entre las desgarradas nubes. La atmósfera se poblaba de amenazadores rumores procedentes de la parte del mar. Todos posaron la vista en el camión que se acercaba. Quizás pudieran ir en él hasta Winchelsea. Un hombre situado en lo alto del vehículo agitó los brazos, gritando unas palabras. No oyeron éstas, pero Penny imitó sus gestos animosamente. El hombre pareció excitarse aún más, empezando a danzar encima de la carga.

—¡Se ha vuelto loco! —comentó Dickie, entristecido—. ¡Pobre hombre! Fijaos como salta.

—Está señalando hacia acá —comentó Mary—. Grita… ¿Qué vamos a hacer, David?

Éste había concentrado su atención en el gran muro hacia el cual el vehículo se encaminaba lentamente. Encima de aquél, destacándose contra el oscuro fondo del firmamento, se veía unas diminutas figuras que trabajaban afanosamente bajo la luz de los faros de otros camiones detenidos enfrente.

Súbitamente, David lanzó un grito.

—¡Mirad! —dijo—. Hacia el muro… Lo he visto moverse. Algo va a ocurrir… Parece estar cambiando de forma…

Penny abrazó estrechamente a Mary, al tiempo que gritaba, sin acertar a comprender del todo el alcance de sus palabras.

—¡Se está derrumbando! ¡El mar viene hacia nosotros!

Los siguientes momentos fueron de pesadilla… Jon ordenó:

—¡Rápido! ¡Arriba todos! ¡Corriendo!

Veían las diminutas figuras de los hombres esparciéndose a lo largo de la parte superior del muro. Los que iban en el camión que acababan de divisar, saltaron para unirse a los otros. Coincidían todos en un punto en que los primeros habían estado trabajando para reparar una brecha. El muro se había movido con la pesadez de un elefante que despertara de un largo sueño. A la luz de los faros los muchachos vieron cómo se hundía levemente. Una masa de obra de más de tres metros de longitud desapareció para dejar paso a las aguas y el mar, por vez primera en el transcurso de varios siglos, fue extendiéndose lentamente por el llano.

Al grito de Jon siguió una loca carrera por las laderas del promontorio. El chico se detuvo para tender la mano a Penny, quien había tropezado y ahora cojeaba. David llevaba en un brazo a Mary y sobre el otro a Dickie.

Jon hizo una pausa para recuperar el aliento. Penny le dijo:

—Esperemos aquí unos minutos. El agua no puede alcanzarnos y, además, quiero ver qué se disponen a hacer esos hombres.

—¿Dónde está Mackie? —clamó angustiada, Mary.

Pero se tranquilizó en seguida al notar sobre su pierna desnuda el frío hocico del perrito.

—Ya verás, querido, que no me había olvidado de ti.

—Esos hombres —comentó Jon—, se proponen sacar de ahí el camión. Seguramente la profundidad es escasa en ese punto. Es probable que logren salirse con la suya.

Así fue. El chofer divisó al juvenil grupo, asomando entonces la cabeza por la ventanilla de la cabina.

—¡Ahora no puedo detenerme, pero no os preocupéis, chicos! —gritó—. ¡Tengo que regresar en busca de refuerzos, pero yo me ocuparé de que os envíen un bote de salvamento! ¡No temáis! ¡Sois como el viejo Noé en su arca!

Al pronunciar estas palabras el hombre señaló hacia la cumbre del promontorio. En efecto, la cima que coronaba ésta parecía, con su puntiagudo techo, un arca de juguete.

—¡Adiós! —contestó Mary—. ¡Volved pronto!

—¡Buena suerte! —gritó Dickie.

El camión se perdió de vista. Los otros se hallaban cubiertos casi por entero por las aguas. Poco podría hacerse ya en aquel sitio hasta que llegara la hora de la bajamar.

—Por lo visto tendremos que pasar la noche aquí, en esta isla. ¿Qué podríamos hacer? —preguntó Jon.

—Trepar hasta la cumbre —respondió David—. Las elevaciones, se llamen montes, montañas o colinas, han sido hechas para eso.

Al llegar al estrecho llano en que se encontraba enclavada la choza apareció la luna entre dos nubes, pudiendo entonces contemplar el territorio comprendido entre Winchelsea y Cliff End.

Junto a las alquitranadas maderas de la casucha, Mary se dejó caer sobre Penny.

—¿Estás cansada? —inquirió ésta.

—Un poco… Las piernas me duelen. Pero no les digas nada… También tengo frío. ¿Qué, hermano, te castañetean ya los dientes?

Jon y David hablaron unos instantes.

—Todo parece indicar —decía el primero—, que tendremos que pasar aquí la noche. Lo mejor será que nos pongamos cómodos. Veamos primero si es posible entrar en la casa.

David hizo saltar el candado de la puerta. Dentro reinaba la oscuridad y el aire se hallaba enrarecido.

—¿Tiene alguien una cerilla? —preguntó David.

—Apartaros de la puerta. Voy a entrar para echar un vistazo —anunció Jon.

—Yo diría que hay algún animal muerto —manifestó Penny—. Me desagrada ese olor. Voy a sentarme aquí fuera. Estréchate contra mí, Mary. Así nos calentaremos.

—Esto está lleno de redes —declaró Jon desde el interior—. En el suelo hay un puñado de escombros… Algo cuelga de una pared… ¡Oh! ¡Una lámpara de petróleo! ¡Y tiene combustible! También he localizado unas cerillas…

Una vez dentro todos vieron que la casucha era, simplemente, el almacén de un pescador.

—Me voy a poner enferma si sigo aquí —dijo Mary.

—¿No me contaste que este promontorio se hallaba marcado en el mapa del contrabandista, Jon? —preguntó David—. Pudiera ser que el tesoro hubiese sido enterrado en este lugar.

—Es posible, pero esta noche no pienso dedicarme a buscarlo. Me estoy enfriando… ¿Por qué no encendemos un fuego con esas viejas tablas?

—He ahí una buena idea —convino Penny—. Nos quitaremos los zapatos y también los calcetines, para que se sequen. Los míos están empapados.

Así lo hicieron, pero fuera de la choza, ya que el interior de ésta les satisfizo bien poco. Inesperadamente, Jon dio un grito.

—¡Eh! ¡Mirad! La casa de «miss» Ballinger arde.

Dickie comenzó a bailar de alegría al contemplar las llamas que salían por los ventanas del odioso «bungalow».

—El viento debió derribar la lámpara —explicó David.

—¡Estupendo! ¡Maravilloso! —exclamó Dickie—. ¡Qué lástima que no se me ocurriera esa idea antes! Lo que siento es que no estén dentro esos tres desalmados.

El hermano de Mary se dedicó después a curiosear por un lado y otro de la choza. Finalmente mostró a todos con gesto triunfal una botella vacía.

—¡Ya podemos enviar un mensaje! Siempre había deseado encontrarme en una situación semejante. Escribiré una nota en un papel, dando a conocer nuestra posición, introduciré aquélla en la botella y arrojaré la misma al mar… Alguien la encontrará. Entonces seremos salvados. ¿Tienes un lápiz, Jon? ¿O tú, David?

Provisto de los elementos necesarios, a base de un trozo de lápiz y un sobre muy arrugado. Dickie redactó el extraordinario documento. El mensaje era encabezado por una calavera y dos tibias. A continuación venía el texto, sin más rodeos:

«Cinco pobres criaturas, dos de ellas gemelas, se encuentran muertas de hambre en un promontorio situado en la playa de Winchelsea. Enviad un aeroplano o una lancha rápida, con comida en abundancia. Muy urgente.

»P. S. Éste es un mensaje real. No se trata de un juego. De no actuar rápidamente nuestros salvadores pudieran llegar demasiado tarde.

»P. S. Otra. Hay también entre nosotros un perrito. Vengan pronto. Antes de que nos lo comamos».

Mary, de puro disgustada que se hallaba con la postdata final estuvo a punto de echarse a llorar.

—Preferiría que me comieran a mí antes —declaró.

David obligó a su hermano a sentarse para evitar que acabara enfriándose. Mary había acomodado a «Macbeth» sobre sus piernas, quedándose dormida y su hermano, el indómito Richard, siguió su ejemplo. A un lado de Penny se encontraba Jon, silbando tenuemente, con las manos metidas en los bolsillos, contemplando con actitud reflexiva las llamas. El viento había perdido parte de su furia, no siendo tan destacable el rumor de las olas.

Tras un prolongado silencio Jon exclamó:

—¡Qué bonito punto final para este día, Penny!

—¡Hum! Sin duda que lo pasaste bien en compañía de David y sus padres esta mañana.

—Pues… sí.

—Yo hice lo que tú me indicaste, pero esa gente fue más lista que nosotros al llevarnos a Hastings. No te he contado aún todo eso, ¿verdad? No importa. Ya lo haré más adelante. Ahora me encuentro muy cansada… Oye, Jon. ¿Qué pensará tu madre de todo esto?

Amodorrada, apenas oyó la respuesta de su primo. David avivó el fuego. Éste crepitó. Jon colocó su brazo de manera que Penny, al apoyarse en él, se sintiera más cómoda.

Una hora más tarde iniciaba su descenso la marea y el viento decaía aún más. Por la carretera, todavía sumergida, avanzaban dos enormes camiones. También se veía un proyector y varias bombas.

—¿Estás despierto, Jon?

—Si… y con el brazo paralizado, casi. Penny se ha quedado dormida encima de mí. Echa una tablas más al fuego, a ver si advierten nuestra presencia… Lo siento, Penny. Vuélvete del otro lado.

Jon y David comenzaron a descender por la ladera.

De pronto el que manipulaba el proyector enfocó el haz luminoso sobre ellos. Los muchachos agitaron los brazos. Alguien se dirigió a éstos entonces a través de un megáfono:

—No podéis veniros con nosotros ahora, pero vuestros familiares saben dónde estáis… Vendrán a recogeros antes de la nueva pleamar. Os hemos traído algo de comer y dos termos con chocolate. Todo va debidamente acondicionado en un paquete. ¿Podréis cogerlo? ¡Ahí va!

Aquél cruzó por encima del agua, viniendo a parar a los pies de los dos amigos.

Al volver donde se encontraban los demás Dickie echó un vistazo a su carga. Sus ojos parecieron iluminarse.

—¡Qué rapidez, Dios mío! ¡Ya han hallado la botella!

Como todos tenían hambre apenas si le prestaron atención, quedándose él tan convencido de que aquel feliz acontecimiento era una consecuencia de su iniciativa.

Mientras ellos comían alrededor del fuego los hombres continuaron trabajando en la gran brecha, auxiliados por otros vehículos que fueron llegando, dos «bulldozers» y una excavadora… La aparición de dos embarcaciones a motor procedentes de Winchelsea señaló el momento más emocionante. Nadie tenía idea de la hora que sería entonces, pero el color que tomó el firmamento, así como un rápido descenso de la temperatura, les dio a entender que el amanecer no estaba muy lejos.

—No tardarán en venir por nosotros —manifestó Jon—. Esa figura que se ve ahí, en una de las embarcaciones, ¿no es la de Fred Vasson? ¿No es vuestro padre el que le acompaña, David?

—¡Eh! —gritó éste—. ¿Eres tú, papá? ¡Aquí nos tienes sanos y salvos!

El señor Morton les preguntó desde la proa:

—¿Os encontráis todos ahí? ¿Marcha todo bien?

—¡Papá! —gritó Mary—. Hemos vivido una aventura emocionante. Mackie se encuentra también entre nosotros.

—Ya me lo figuraba —contestó el señor Morton a juicio de los gemelos con cierta aspereza—. Ahora escuchadme con atención. No podemos acercarnos más a vosotros. Me echaré al agua para transportar a mis espaldas a los gemelos y luego a Penny. Jon y David: vosotros os descalzaréis, avanzando hasta aquí… No hay mucha profundidad, pero fijaros bien dónde pisáis…

En las proximidades del grupo, el señor Morton dirigió un seco saludo a David y Jon y una sonrisa a Penny, obsequiando a Dickie con una leve palmada en un hombro. Después se echó a Mary a la espalda. Ésta se agarraba con un brazo al cuello de su padre. El otro le servía en aquel instante para sostener a Mackie.

—No creo que llegue a morderte, papá —dijo la pequeña—. Pero ándate con cuidado. Estoy inquieta por él.

Nadie oyó la respuesta del señor Morton.

—Yo haré lo mismo que Jon y David puesto que tengo casi su estatura. Además, peso demasiado —declaró Penny.

Pero los dos muchachos se opusieron. Enlazando sus manos formaron una especie de silla, trasladando a la chica a la embarcación, no sin que en un par de ocasiones estuviesen a punto de resbalar y caer. Su llegada coincidió con la del señor Morton, acompañado de Dickie.

Jon preguntó a Vasson por su madre. El hombre se mostró muy lacónico. La embarcación fue avanzando en dirección al punto en que poco antes había aparecido.

El señor Morton insistió en que los jóvenes tomaran un poco de chocolate caliente, ordenándoles que se abstuvieran de formular preguntas.

—Tiempo habrá de sobras para charlar después que hayáis dormido unas horas. Eso es lo que necesitáis de momento y eso es lo que tendréis tan pronto lleguemos al hotel…

—¿Hasta dónde ha penetrado el mar, señor Morton? —inquirió Jon.

—Hasta Winchelsea, casi. Ha vuelto a sus antiguos dominios tras varios siglos de ausencia.

La carretera se hallaba cubierta por las aguas, pero la profundidad era escasa, pudiendo llegar todos sin novedad hasta el pie de la elevación en que se asentaba Winchelsea. Pese a lo temprano que era divisaron numerosos grupos.

—Si le parece bien, señor Morton —dijo Vasson—, yo me destacaré para buscar el coche, que quedó estacionado en una calleja. Dentro de unos minutos puedo estar de vuelta, para recogerles.

Mientras esperaban a Fred pasearon la mirada por la amplia explanada ocupada ahora por el mar. En las zonas un poco elevadas se habían agrupado un sinnúmero de ovejas, presas de un terrible pánico. Durante la noche habían muerto ahogadas muchos centenares.

—Necesito bañarme —dijo Penny de pronto—. ¡Qué aspecto debo ofrecer en estos momentos!

—Pues ya tienes donde hacerlo —bromeó David.

Penny le dio un amistoso empujón, diciéndole luego:

—Tu padre parece estar algo resentido con vosotros. Ahí le tienes, hablando con ese viejo, como si no existiéramos… ¿Y los gemelos?

Hasta aquel momento nadie había advertido su desaparición. David miró a su alrededor, preocupado.

—Nos veremos en otro lío si han vuelto a desaparecer. ¡Fijaos! Al pie de la ladera, junto a esa casa, se ha formado un gran corro de gente, como si alguien estuviese dirigiendo la palabra al público.

—Y ese alguien —apuntó Penny—, me parece que es Mary, o Dickie, o los dos a la vez.

—Acompañadme —dijo David—. Me ayudaréis a parar el golpe porque voy a decírselo a mi padre.

El señor Morton descendió por la ladera a toda prisa. Penny jadeaba al llegar junto al grupo. Había muchas personas allí y también niños… Hasta cinco perros incluso, por las inmediaciones. Un joven se inclinaba sobre Dickie y Mary, lápiz y bloc en ristre. Los gemelos tenían las mejillas encendidas, contemplando satisfechos a su auditorio. «Macbeth», ¡cómo no!, les acompañaba.

—¿Cuándo van ustedes a tomar la fotografía? —preguntó la chiquilla.

El señor Morton se abrió paso entre la gente. Todo el mundo comenzó a protestar. Se oyeron varias voces indignadas. Una señora manifestó que ella no estaba dispuesta a perder su sitio porque un caballero hubiera decidido dejar de serlo…

Dickie era el que hablaba en aquellos instantes. En una mano tenía una barra de chocolate, obsequio de uno de sus oyentes. Con la otra accionaba constantemente para realzar sus palabras.

—Y, ¿saben ustedes lo que sucedió después? Desde luego que no, ya que no estaban allí… Sólo quedábamos nosotros y los hombres encargados de reparar la brecha… Mary y yo nos preguntamos en cierto momento si no les seríamos útiles taponando aquélla con nuestros cuerpos… ¡Dios mío! Estoy muerto de hambre. ¿No podría ninguno de ustedes darme una barra de chocolate, una rebanada de pan o cualquier cosa por el estilo?

A Dickie le llovieron ofrecimientos por parte de su complaciente público. Mientras él daba buena cuenta de los mismos Mary prosiguió con el cuento.

—¡Estábamos solos! El viento soplaba. Hasta seis veces me levantó en peso. Este perrito que ven aquí estuvo a punto de ahogarse. Al abatirse el tifón sobre el muro todo desapareció. Comenzamos a nadar, a nadar… ¡Eh! ¿Qué es esto? ¡Dejadme!…

—Tienes que ser tú, David, por supuesto —aulló Dickie. No podía ser otro… ¡Déjame!

Dadas las oportunas explicaciones a los presentes tanto los Morton como los Warrender se alejaron de allí. El hombre del papel y el lápiz parecía disgustado.

Jon intentó por dos veces referir al señor Morton la historia completa de lo sucedido. Pero no pudo… Se caía de sueño.

—No te preocupes, Jon —manifestó el padre de Mary—. Ya lo harás más adelante, en cuanto hayas descansado.

Cosa extraña, Mary y Dickie guardaban silencio.

Ya en Rye pudieron descubrir el cauce del río por haber divisado una línea oscura, ya que los terrenos llanos de los alrededores se encontraban inundados. El castillo de Camber se destacaba en el paisaje como una verde isla.

Nada más llegar al «Dolphin» Penny se apresuró a abrazar a su tía después de apartar bruscamente a Jon. Se produjo una tremenda confusión. Todos hablaban a un tiempo… La señora Morton contemplaba a sus mellizos… Penny pensó en el baño caliente que les esperaba, las limpias sábanas, las cortinas de la habitación, que atenuarían aquella cruda luz… Súbitamente llegaron a sus oídos unas palabras:

—No te preocupes, hombre. Habéis procedido bien… Grandon se ha ido para siempre… Telefoneó anoche para decirme que no volvería jamás por aquí y que vosotros os hallabais encerrados en el «bungalow» de la playa. Pero nosotros sabíamos esto ya gracias al chofer de uno de los camiones que regresaron de aquélla. De otro lado Vasson había avisado a la policía en cuanto le dije que Grandon no había vuelto de Hastings…