CAPÍTULO I

VIERNES: JON Y PENNY

Junto a la entrada del andén principal, en la estación de Charing Cross, se encontraban una soleada mañana dos simpáticos personajes, formando una juvenil pareja. La muchacha, de rojizos cabellos, contaría unos quince años de edad. Destacaban en su rostro los ojos, de un matiz grisáceo, y la nariz respingona y cubierta de pecas. Vestía una falda a cuadros y un jersey gris, sobre el cual se había echado una chaqueta azul. Llevaba además al brazo un arrugado impermeable. En aquel momento había levantado la vista hacia su compañero, con el que estaba discutiendo.

La chica se llamaba Penélope Warrender, pero sus amistades y familiares no utilizaban al referirse a ella otro nombre que el de Penny. Jonathan, su primo, la contemplaba en aquellos instantes adoptando un aire de superioridad que tenía siempre la virtud de irritarla.

—¿En qué estás pensando, idiota? —dijo Penny, furiosa—. ¿A qué viene el quedarse ahí tan tranquilo habiéndosete olvidado los billetes? Y a todo esto no hay ni qué pensar en comprar otros dos porque estoy segura de que tu capital, en estos momentos, se reduce a dos chelines y unos peniques. Aquí estamos, paralizados mientras el coche espera en Hastings. Tu madre también nos estará aguardando en Rye, en vano… En lugar de buscar una solución te quedas plantado ahí, sonriendo. Si tuvieras un poco de sentido común abordarías a alguien, a un policía, por ejemplo, para pedir prestado el dinero necesario.

Su primo se pasó los dedos por sus enmarañados cabellos. Era cuatro pulgadas más alto que Penny y contaría dieciséis años. El aspecto de Jon no era jamás correcto. Los puños de sus camisas resultaban invariablemente más largas que las mangas de las chaquetas que vestía y sus pantalones se veían demasiado cortos. Los gruesos cristales de sus gafas ocultaban más bien la inteligencia que delataban sus ojos.

—Yo no dije que se me hubieran olvidado los billetes —explicó serenamente. Te dije que no me habría importado que me ocurriera tal cosa si así se me presentaba la ocasión de pasarme una hora por la estación examinando esas locomotoras. No son muchas las oportunidades… Oye tú, tonta, ¿por qué no me escuchas?

—Si todos los de tu curso sois iguales lo estaréis pasando a las mil maravillas. Bueno, ¿dónde están esos billetes? Dámelos. Mejor dicho: dame el mío. Yo procuraré asegurarme mi sitio mientras tú te entretienes hablando con los maquinistas o desenganchas cualquier furgón, como cuando juegas como un nene con tus ferrocarriles en miniatura…

Jon no la dejó terminar, limitándose a ponerse en la cola que tenían delante con los billetes en la mano. Penny le siguió furiosa. Ya en el andén tuvo que apretar el paso para seguir a su primo.

El chico estaba habituado a los impetuosos modales de ella. Solían pasar juntos siempre las vacaciones. Los padres de Penny se hallaban en la India y la muchacha hacía años que no les veía. La señora Warrender, su tía, estaba más identificada con ella que su propia madre. Y la muchacha había sentido siempre una extraordinaria devoción por su tío, muerto en la guerra.

La maleta que Jon llevaba pesaba bastante, de manera que aquél optó por detenerse un momento a descansar mientras Penny avanzaba a toda prisa. Luego, despreocupadamente, compró un par de pasteles en un carrillo que pasaba, sentándose en la maleta para comérselos tranquilamente. Él sabía que no tenía por qué apresurarse. Penny buscaba un compartimiento vacío. ¡Y a fe que daría con él si se lo había propuesto!

Repentinamente, una voz llegó a sus oídos:

—¡Jon, Jon! ¡Ven! ¡Ya lo tengo!

Penny le hacía señas, frenética. Se encontraba ahora a bastante distancia de él. Jon se introdujo en la boca lo que quedaba del primer pastel, guardándose el otro en un bolsillo, echando a andar lo más de prisa posible.

Quedaban pocos minutos… El tren ya no tardaría en salir. Se oyeron unos silbidos de la gran locomotora. Jon tenía los ojos fijos en ésta, por lo que no advirtió la presencia del mozo de estación hasta que hubo tropezado con él. Se excusó, fijando la vista entonces en la propietaria de los equipajes que el hombre transportaba. Era una de esas personas que justifican la segunda mirada. Era de corta talla y muy ancha. Al andar se inclinaba hacia uno y otro lado alternativamente, como los enanos. Llevaba los cabellos muy cortos, igual que un hombre. Usaba unas gafas de cristales tan gruesos que apenas dejaban ver sus ojos.

Jon, fascinado por el raro atuendo de la extraña mujer, apenas se dio cuenta de que Penny le hacía desesperadas señales para que apretara el paso, adelantándose así al mozo que se encaminaba al compartimento que ella estaba guardando. Jon atendió su indicación, pero se encontraba aún a alguna distancia cuando la chica, de un salto cerró el compartimiento dando un portazo. El hombre de los equipajes dejó éstos en el suelo y cuando se disponía a abrir la puerta Penny asomó la cabeza por la ventanilla, comenzando a toser violentamente. El empleado se echó un poco hacia atrás pero no cejó en su empeño, animado por la insólita viajera.

—¡Vamos, vamos, mozo! ¡Dese prisa! Da lo mismo este departamento que otro cualquiera. ¿Qué te pasa, muchacha? Déjame entrar, por favor.

Penny trató de recuperar el aliento, abriendo mucho la boca.

—¡Oh, Jon! Por fin llegas… Explícaselo a esta señora. Creo que deberíamos decirle…

Ante la insistencia del mozo, Penny tuvo que echarse a un lado, mirando con fiereza a Jon al moverse. El empleado de la estación colocó cuatro maletas en uno de los estantes del departamento mientras la mujer rebuscaba en su bolso una monedas. Después se sentó frente a la chica.

—¿Qué era lo que tenía que decirme, guapa? —inquirió.

Jon observó, admirado, que su prima miraba a la desconocida con unos ojos muy abiertos, de inocente expresión.

—Pues… Es que tengo la tos ferina y habíamos pensado…

—¡Oh! ¿Sólo se trata de eso? Yo ya hace tiempo que la pasé, de manera que no tienes por qué preocuparte. Bueno muchacho. Pasa ya si es que tienes que entrar. No te quedes ahí, en la puerta parado.

Jon obedeció. Penny le dirigió una mirada de reproche.

—¿Quieres ponerte aquí? —le preguntó.

—No, gracias. Voy a estar ocupado en este lado un rato. Quisiera que te pusieses a anotar los números de todas las locomotoras que vieses. ¿Tienes el lápiz que te di? ¿El papel también?

Penny asintió. Aquélla se le antojaba una tarea sin pies ni cabeza. Pero claro, los chicos tenían a veces cosas raras… Y todos convenían en que Jon era tan inteligente como atolondrado. Debía ser verdad esto. Además, ella había colaborado en sus manías, ayudándole a coleccionar sellos, ranas y otras cosas. Incluso en una ocasión, disimulando la repugnancia que el bicho le inspiraba, había accedido a guardarle un ratón blanco. Bueno. Al fin y al cabo aquel asunto de los números de las locomotoras no tenía nada de particular ni la forzaba a hacer nada desagradable.

—Ahora no sé si podré hacerme con el número de la que arrastra nuestro tren —manifestó Jon asomándose por la ventanilla—. Lástima que llevaras tanta prisa. Pensaba hablar unos minutos con el maquinista. Nada. No hay manera —añadió retirándose—. Y no puedo bajar. Estamos a punto de salir.

—Oye, chico, ¿te has dado cuenta de que me estás pisando? —inquirió la mujer en el momento de arrancar el tren. No parecía enfadada, sin embargo, y cuando Jon se excusó miró al joven sonriendo.

Penny contempló a la señora mientras pensaba en lo bien que ella y su primo lo hubieran pasado de haber podido viajar solos en el departamento que ocupaban los tres.

—Cuidado, Penny —dijo Jon desde la otra ventanilla—. Que no se escape ninguna.

La muchacha suspiró. Había perdido el lápiz que él le diera. Todas las cosas se le perdían siempre. Aquéllas daban la impresión de evaporarse. Lo mismo si las guardaba en el armario de la casa que si las dejaba en el pupitre de la clase. Durante la noche, mientras dormía, sus ropas volaban. Igual le ocurría con las cartas que tenía que contestar, las cintas para el cabello… Su vida venía a ser una continua búsqueda de tales objetos, que se empeñaban en alejarse de ella. ¿Qué había hecho ahora con el lápiz y la hoja de papel que su primo le entregara en el Metro?

A Penny le agradaba más la gente que las cosas que veía a su alrededor. Desde luego, había admitido ante Jon que las locomotoras son conducidas por maquinistas y fogoneros de carácter generalmente cordial. Pero, bueno, también andaban por el mundo muchas personas tan amables y alegres como ellos y nunca se le había ocurrido anotarlas una por una en su agenda, llevar un registro riguroso de las mismas.

Penny echó un vistazo a lo lejos. El tren avanzaba rápidamente en estos momentos. De pronto divisó otro convoy, buscó de nuevo en su chaqueta. Captó de pasada la mirada de la mujer, ante ella. No estaba segura, pero le pareció ver que le había guiñado un ojo. No hubiera podido afirmarlo. Eran tan gruesos los cristales de sus lentes…

—¿La has visto, Penny? —le preguntó su primo.

—Lo siento, Jon, pero no me fue posible…

La desconocida le atajó.

—Ha sido una Lancing, querida. Número 904… Y aquí tienes un lápiz. Siempre llevo unos cuantos encima —manifestó sacando varios de su bolso.

Jon, desconcertado, se volvió hacia ella desde su ventanilla.

—Muchísimas gracias. Ha actuado usted con mucha rapidez. ¿Es que entiende de locomotoras?

—Ni pizca —fue la respuesta de la viajera—, pero es difícil que a mí se me escape algo…

Les había hablado en un afable tono de voz, sin dejar de sonreír.

Cuando el tren hubo dejado atrás el centro de Londres y corría a toda velocidad por los suburbios de la enorme capital, aquélla le pidió a Jon que le alcanzara una de sus maletas, de la que extrajo unas pastillas de chocolate.

—Coméroslas vosotros —dijo—. Yo prefiero fumar un cigarrillo.

Tras esto les resultó difícil no mostrarse amables con aquella señora. Jon intentaba adivinar quién era y a dónde se dirigía cuando, repentinamente, la viajera miró a Penny, diciéndole con cierta brusquedad:

—Me gustaría hacerte un retrato, chiquilla. ¿Puedes estarte quieta unos segundos? Vuelve la cabeza, como si miraras por la ventanilla.

Penny se puso muy colorada mientras la desconocida abría otra vez su bolso para sacar otro lápiz y un sobre usado, en el que se puso a trazar con mano firme, rápidamente, unas rayas.

Jon se instaló a su lado, viendo cómo surgía poco a poco la figura de su prima en aquel trozo de papel.

—¡Ah! ¡Es usted una artista! —exclamó, admirado.

La mujer se echó a reír.

—Siempre me ha gustado que me llamaran eso —confesó—. Quizá te agrade conservar este pequeño boceto de tu hermana. Pero… ¿es en realidad hermana tuya esta chica? La verdad es que no os parecéis mucho.

—No —le replicó Jon, tomando de sus manos el papel—. Somos primos. Los padres de Penny están en la India y ella pasa con nosotros las vacaciones.

—Yo me llamo Ballinger de apellido —dijo la mujer—. Desde luego, puedes quedarte con eso, Penny. Envíaselo a tus padres. Diles que me gustaría hacer un retrato tuyo cualquier día.

El tren se deslizaba en aquellos momentos por Tonbridge y Jon andaba muy atareado localizando locomotoras. Cuando ya llevaba anotadas unas siete y el convoy giraba para dirigirse hacia el sur, «miss» Ballinger levantó la vista de su papel, inquiriendo:

—¿Pensáis acaso pasar en Hastings vuestras vacaciones de verano?

Aquel primer sentimiento de disgusto que experimentaron a la vista de la mujer había desaparecido. «Miss» Ballinger era una persona afectuosa e interesante y esta última cualidad suponía para Penny un fuerte motivo de atracción. Así, pues, aun cuando Jon abrió la boca para responder, la chica se le adelantó.

—En realidad no es que nos dispongamos a pasar unas vacaciones, «miss» Ballinger. Esto es más bien una aventura para nosotros, si Jon, ya algo crecido, permite que me exprese así. Fíjese. Nos dirigimos a nuestro nuevo hogar, un hogar en el que no hemos estado nunca. Y se trata de algo muy emocionante y romántico… Es como una historia. Me refiero a lo de a un lugar que no hemos visto jamás. Acaso sólo con los ojos de la imaginación. Puede que nos resulte distinto a como nos lo habíamos figurado. Pero… Todas aquellas personas a quienes he hablado de esto me han dicho que Rye es maravilloso. ¿Conoce usted Rye?

—¿Que si lo conozco? Por supuesto. Y también Winchelsea. Tengo una casita en la playa de Winchelsea. Tenéis que ir allí algún día. ¿Cuánto tiempo vais a permanecer en Rye?

—Siempre pasaremos allí unos quince días —contestó Jon—. ¿Ha oído usted hablar del «Gay Dolphin»? Es un pequeño hotel radicado en Trader Street. Allí es donde viviremos…

A «miss» Ballinger se le cayó el bolso de las manos. Cuando Penny se agachaba para cogerlo del suelo sorprendió una extraordinaria expresión en el rostro de la dama. Le pareció, de pronto, encontrarse frente a otra persona completamente distinta. Luego, al depositar el bolso en el amplio regazo de ella, observó que «miss» Ballinger escuchaba atentamente las palabras de Jon. Nada más. Penny, atónita, estuvo a punto de frotarse los ojos.

—Hace tres semanas que mi madre se halla allí, poniendo orden en la casa. Ahora nos disponemos a ayudarla un poco, antes de abrirla. Usted se hará cargo… Las cosas no se presentaban muy fáciles para mamá, encontrándonos Penny y yo en el colegio, cuando papá murió en el frente, y… Bueno, como dice Penny, esto es igual que las historias que se leen en los libros… Un tío muy viejo de mamá, que siempre había vivido en Rye, falleció. Era el dueño del «Gay Dolphin» y le dejó el hotel a ella.

—Me he hospedado allí —declaró «miss» Ballinger—. Lo conozco perfectamente. Incluso llegué a pintarlo. Bueno, joven, si tu madre admite huéspedes yo seré uno de ellos. Recuerdo que el servicio era algo deficiente. ¿Cuándo piensa volver a abrir el hotelito? ¿Tú lo sabes?

Jon sacó su cartera, extrayendo de ella una carta cuidadosamente plegada. Antes de que volviera a hablar. Penny miró por la ventanilla. Habían pasado Tunbridge Wells y se dirigían a Sussex Weald. Pensaba que era lamentable que su querida tía se viese obligada a emprender aquel negocio por culpa de la guerra y otras cosas. Tenía un lado bueno, sin embargo, el asunto. Suponía un cambio de vida. Y, por otro lado, Jon y ella le ayudarían cuanto pudieran durante las vacaciones.

—Tengo aquí una carta de mamá —estaba diciendo Jon—. Quizá le agrade a usted oír lo que nos cuenta sobre el particular.

«Miss» Ballinger asintió.

—Naturalmente que me agradará. Rye me encanta y yo sé que tú llegarás a tomarle afecto al «Gay Dolphin».

Sonriente, Jon continuó diciendo:

—En la primera página sólo me explica que ha conservado el mismo administrador, el que había, que ha de ayudarle mucho. Creo que no son pocos los americanos que visitan Rye y esperamos conseguir que buena parte de ellos se alojen en el «Dolphin». ¿Tendrá la bondad de hablar a sus amigos del establecimiento, «miss» Ballinger? Por lo que a usted respecta, teniendo esa casita en Winchelsea…

—Yo también iré. Porque siempre me ha gustado el «Dolphin» y porque considero un aliciente el cambio de propietario. ¿Ha fijado tu madre ya la fecha de la inauguración? Bueno, de todos modos que tome nota de mi nombre. Veamos, veamos qué dice ella sobre Rye, esa encantadora población que con sus antiguas y artísticas arcadas, calles en pendiente y empedradas con guijarros atrae a todo el mundo.

Penny miró a la mujer, sorprendida una vez más. Había advertido un cambio en la voz de «miss» Ballinger al pronunciar las últimas palabras.

—Mamá se expresa también en esos términos. Afirma que después de conocer a Rye no querremos irnos, ya que la villa se transforma inmediatamente en algo así como el segundo hogar del que a ella llega. Verá usted… «Nunca hubiera podido creer que existiesen puertos como éste, tan antiguos. Y por querer que lo vierais todo de la mejor manera posible nada más llegar deseo que vayáis hasta Hastings. Vasson, mi mozo, se acercará allí con el coche viejo para recogeros… ¡Estoy convencida de que nuestro “Gay Dolphin” os agradará! Vuestras habitaciones se encuentran ya preparadas. La de Jon cae en la fachada principal y posee una ventana que permite contemplar dos panoramas casi distintos. De un lado está la calle; de otro el llano pantanal que llega hasta el mar». ¿A qué se refiere mi madre al mencionar esto, «miss» Ballinger?

—Ya te lo explicaré más adelante si disponemos de tiempo. El tren avanza ahora a gran velocidad. Me gustaría oír qué otras cosas cuenta tu madre.

Pasaron vertiginosamente por Robertsbridge.

—«La habitación de Penny se encuentra en la parte posterior…».

La chica se preguntó por qué demonios se detenía Jon en aquello. Al fin y al cabo sólo les interesaba a los dos.

—«Estoy segura de que aquí hay pasillos secretos y hasta duendes. Una de las doncellas me explicó que antiguamente esto fue morada de contrabandistas. Me dijo también que la ventana de Jon había sido planeada de forma que una linterna en ella colocada llegara a ser divisada desde muy lejos, avisando así a los que operaban desde Francia. Desde luego, esta casa en mis manos creo que se tornará algo más atrayente. Tío Charles la dejó… Ahora me acuerdo de que entre los efectos del anciano hay un montón de viejos documentos y cartas que parecen estar esperando a Jon para ser descifrados. Os podéis dar cuenta de que aquí no os faltarán ocupaciones: papeles secretos, sitios para explorar…». —Jon se interrumpió—. ¿Cree que no andará equivocada, «miss» Ballinger? Es interesante, ¿verdad?

—Sí que lo es. Me gustaría mucho examinar esos papeles. Este tipo de cosas me ha interesado siempre. ¿Te dice asimismo cuándo podrá recibir huéspedes de nuevo?

—No… Aquí se ocupa del administrador. Me da la impresión de que no es persona de su agrado… Bien. ¿Dónde nos encontramos?

—Por Batlle —respondió «miss» Ballinger—. Ya falta poco para llegar. No dispongo de tiempo para referiros todas las historias que he oído contar sobre Rye, pero, como dice tu madre, no han pasado demasiados años desde la época en que aquel poblado era un refugio de contrabandistas. Por entonces las personas decentes no se atrevían a salir de sus casas por la noche… No es raro. Rye constituye un lugar excepcional. Ya iréis descubriéndolo poco a poco vosotros mismos en sucesivas exploraciones. Se ha llegado a afirmar que el mundo está dividido en seis partes: Europa, Asia, América, África, Australia y Romney Marsh… Verdad es que este último punto supone algo distinto. Claro que Romney Marsh apenas pertenece ya a Rye. En otro tiempo fue un gran puerto, en el que se construían los buques de la Armada británica, con la madera de los robles que crecen en Sussex Weald. Los franceses visitaban frecuentemente Rye y Winchelsea y en estos lugares daréis con nombres extranjeros de aquella procedencia… Pero, en fin, estoy hablando excesivamente. ¡Mirad! Ahí tenéis el mar. Será mejor que vayáis preparando vuestras cosas.

Efectivamente, se divisaba ya a lo lejos la mancha entre verde y azul del océano y la amarillenta línea de la playa. Apenas terminados sus preparativos, Penny y Jon vieron que el convoy aminoraba la marcha, deteniéndose por fin en la estación de St. Leonard. Luego, reanudado el viaje, dejaron atrás dos túneles, apareciendo a continuación Hastings. Jon alcanzó las maletas de «miss» Ballinger.

—No te molestes muchacho. Llamaré a un mozo. Adiós. Hasta la vista. No, no me esperéis… Seguid vuestro camino. Adiós…

Jon la miró sorprendido, pues ahora «miss» Ballinger, parecía tener mucho interés en deshacerse de ellos.

—Gracias por toda la información que nos ha facilitado sobre Rye. Quizá volvamos a vernos, ¿no?

—Quizás… ¡Adiós! ¡Adiós!

Jon echó a andar sin prestar mucha atención a su prima. Minutos después charlaba animadamente con un maquinista. De no haber conocido a Jon, Penny les hubiera tomado por dos viejos amigos. Cosa extraña: costándole tanto trabajo como le costaba a aquel chico pegar la hebra con los desconocidos, cuando éstos eran maquinistas se lo encontraba todo hecho. Penny aguardó pacientemente. Por fin el hombre la vio. Sin dejar de secarse las manos con un trapo sucio esbozó una sonrisa que dejó ver sus inmaculados dientes.

—Me parece que tu amiguita te está esperando, muchacho —le dijo a Jon.

El chico volvió la cabeza.

—¡Hola! —exclamó—. ¿Dónde te habías metido?

—¿Qué cree usted que debería contestarle? —inquirió Penny mirando al maquinista—. Llevo aquí esperando cerca de diez minutos; ¡para que te enteres!

—Bueno, bueno… Sólo pretendía ver la locomotora.

Algo embarazado por la intervención de Penny, Jon se despidió atropelladamente de su nuevo amigo.

—Ya estamos aquí, Penny —dijo el chico tras un largo silencio.

Penny le dedicó una compasiva mirada.

—Supón ahora que el hombre del coche se hubiese marchado. Has perdido demasiado tiempo charlando con ese maquinista. Apuesto lo que quieras a que se ha vuelto para decirle a la tía que no hemos venido en este tren. Oye, ¿quieres llevarme esta maleta? No puedo más.

Jon la cogió sin hacer el menor comentario.

—Qué mujer tan rara, ¿eh? —dijo poco después.

—Sabía dibujar, ¿verdad?

—No lo hacía mal. Una coincidencia extraordinaria que ella conociera la existencia del «Dolphin», ¿no te parece? ¿Crees tú que he obrado mal al leerle casi toda la carta de mi madre?

—Las cosas privadas no tenías por qué haberlas dicho. Pero de todos modos no te preocupes, Jon. Lo más probable es que no volvamos a verla… He de confesarte que me extrañó el interés que puso en separarse de nosotros nada más llegar aquí. Por el camino se mostró amable, pero luego, evidentemente, no quiso que saliéramos juntos de la estación… Bien, ¿por qué preocuparse? Hemos llegado. Confiemos ahora en que el coche nos esté esperando.

No. No estaba. En el patio de la estación, bañada por el sol, no había más que tres vehículos. Taxis, sin duda. Jon sacó la carta de su madre para leer por enésima vez que el coche que tenían que coger era un «Morris» de cuatro asientos. Fred Vasson era el nombre del chofer.

—¿Qué te dije antes, Jon? Vasson no sabe aún que las locomotoras te traen chiflado. ¡Qué lástima!

—Mientras yo llamo por teléfono a mi madre tú pregunta a esos chóferes si alguno es por casualidad Fred Vasson.

Penny miró a su primo con un gesto de burlona admiración.

—El gran cerebro comienza a funcionar —observó.

Habiendo resultado su gestión infructuosa la chica se fue en busca de Jon, al que encontró ante la puerta de la cabina telefónica.

—¿Tienes una moneda de seis peniques, prima? —le preguntó el muchacho—. Parece ser que llevo un agujero en el bolsillo del pantalón y…

La chica se introdujo en la cabina con él, entregándole de mala gana una de sus monedas. Jon sacó otra vez la carta de su madre para averiguar a qué número tenía que llamar. En el preciso momento en que la señora Warrender se ponía al teléfono Jon sintió que su prima le clavaba violentamente el codo en la espalda, diciéndole en un nervioso.

—¡Jon! ¡Jon! ¡Mira en seguida!

Pero Jon no podía volverse dada la estrechez del recinto y además tenía que estar atento a la voz de su madre.

—Has hecho bien en telefonear —estaba diciendo la señora Warrender—. Os encontráis en la estación, ¿verdad? Fred va para allá. El coche no quería arrancar. No tardará ni diez minutos en llegar. Tengo muchas ganas de verte, Jon… Besos para Penny. Adiós.

Antes de que pudiera colocar el receptor en su sitio. Penny tiró de él después de abrir la puerta de la cabina.

—¿La has visto? —inquirió la muchacha—. ¡De prisa Jon!, quiero averiguar a dónde se dirigen.

—¿De quién hablas? ¿A qué viene ese nerviosismo?

—¡De «miss» Ballinger, imbécil! Acaba de salir del bar de la estación con un hombre de aspecto muy particular. ¡Ahí lo tienes! ¡Mira! ¡Van a coger un taxi!

Jon miró a la curiosa pareja. El hombre era menudo, de débil complexión y se tocaba con un sombrero negro.

—Bueno, ¿y qué? ¿Hay algo que le prohíba a «miss» Ballinger penetrar en los bares y coger taxis? Tonta, más que tonta. Siempre andas forjando cuentos con el menor pretexto.

—Lo que me ha llamado la atención ha sido el hombre que la acompañaba. Ese sombrero negro resulta tétrico Nadie se decide a utilizar una prenda como ésa, de no poseer un carácter siniestro. Y luego… sus cejas caídas, al igual que el bigote… Te diré lo que yo creo que es ese hombre, Jon. Debe ser miembro de alguna banda… Hasta me parece extranjero.

—Y a nosotros, ¿qué? De todos modos, ¿qué actitud adoptó ella?

Penny daba la impresión de hallarse totalmente desconcertada.

—Ahora que caigo en ello… Lo cierto es que «miss» Ballinger parecía haber cambiado. No puedo explicarme bien. Es igual. ¿Qué te ha dicho la tía? ¿Dónde se encuentra nuestro coche?

—Ya viene hacia acá. ¡Uf! ¡Qué calor hace!

Se apoyaron los dos en el muro que cerraba aquella zona ferroviaria, esperando. A los pocos minutos Penny decía:

—Este coche verde que se acerca es bastante viejo para ser el nuestro. Oye, Jon, si es Fred Vasson te diré que me gusta.

El vehículo fue a detenerse no muy lejos de ellos.

—¿Sois vosotros Jonathan y Penélope? —les preguntaba poco después el conductor.

El hombre tenía unos ojos muy azules. Era difícil señalar su edad. Su morena faz era una masa de arrugas que cobraban movilidad en cuanto sonreía.

—Lamento haberme retrasado pero el coche no quería arrancar y yo no entiendo mucho de motores. Bueno, es igual. No tardaremos en estar en casa. ¿Os vais a instalar atrás?

—No —respondió Penny decidida—. Yo iré delante, junto a usted, señor Vasson. Jon que se suba atrás con el equipaje. No quiero perderme nada de lo que encontremos al paso.

Los dos guardaron silencio buena parte del camino escuchando las observaciones del señor Vasson. Al llegar a Winchelsea, Fred se adentró por una ancha calle desde la que se veían las ruinas de lo que en otro tiempo debía haber sido una gran iglesia.

—«Miss» Ballinger dijo que hace muchos años, el mar llegaba hasta los muros de las casas de Winchelsea, ¿verdad? —inquirió Jon—. No sé cuál sería el límite porque este lugar no parece haber sido nunca un puerto. Ni siquiera puedo ver el mar desde aquí.

Fred paró el coche, apeándose.

—Tenía que detenerme aquí para que contemplarais el panorama —dijo el hombre.

Bajaron por la carretera. El promontorio sobre el mar, se había levantado bruscamente hacia la izquierda, bajo un arco de la época medieval. Había por allí una especie de mirador techado con un banco, al que Vasson condujo a la juvenil pareja. Jon emitió un silbido de admiración al abarcar con una ansiosa mirada lo que tenía delante. A sus pies la antigua escollera descendía como la pared de un precipicio.

Penny se colgó del brazo de su primo.

—¿Te das cuenta, Jon? Es tal como ella nos lo describió. Ya sé lo que quiso decir al señalar esta región como algo mágico. Fíjate en el llano que se extiende ante nosotros.

Jon asintió.

—Uno se imagina las aguas alcanzando la base de la escollera —el muchacho se volvió hacia Fred—. ¿Qué es lo que contiene el mar ahora? Tengo la impresión de que éste, en el momento menos pensado, podría cubrir las casitas de la playa, recuperando sus antiguos dominios.

—Claro que podría. Y ha estado a punto de conseguirlo más de una vez. En una ocasión, siendo yo todavía un crío… Bueno. El muro de contención estuvo a punto de romperse…

—¿Qué muro? —preguntó Penny, interrumpiendo a Vasson.

—Esas escarpaduras que veis ahí son conocidas por el nombre de Cliff End, un punto donde comienza un llano pantanoso, Pett Level. En Cliff End se inicia la gran barrera que contiene al mar, corriendo hasta la boca del río, en la porción inferior de Rye. Ese conjunto de casitas se denomina Winchelsea Beach. En el verano la gente acude a este sitio. Suelen venir muchísimos forasteros.

—¿Qué es ese trozo de tierra amarilla que se interna en el mar y adopta la forma de un dedo? —quiso saber Penny.

—Ness… Mira con atención. Distinguirás en su extremo el faro, pintado en negro y blanco.

Jon no acertó a localizarlo pero la chica sí, con algún esfuerzo. Luego Fred les mostró unas ruinas: restos de un castillo llamado de Camber. Finalmente les señaló Rye, un poblado fijo en una rocosa pirámide. La curvada línea del cauce del río se ceñía a su base, rumbo al mar.

—Ahora os explicaré por qué estas dos aldeas fueron antiguamente puertos de importancia. Cuando el mar ocupaba todos esos espacios aquéllas eran algo así como unas fortalezas edificadas sobre islas.

—¿Nos vamos? —propuso Penny—. Tengo ganas de ver cómo es Rye por dentro y también de llegar a casa.

En el fondo de la pendiente abandonaron la carretera que conducía a la playa, cruzaron un canal y acabaron internándose en otro camino, éste tirado a cordel. Cuando parecían acercarse cada vez más a las ruinas del Castillo de Camber surgió Rye frente a ellos, haciéndose progresivamente más grande. No tardaron en encontrarse en el corazón del poblado.

Las calles eran estrechas. Las de pendiente muy pronunciada se hallaban empedradas con guijarros de caras pulidas por el paso de los años. Muchas de las casas producían la sensación de mantenerse difícilmente sobre sus ocultos cimientos. Ni Jon ni Penny habían tenido jamás ocasión de ver una ciudad así.

—Nos estamos acercando —anunció de pronto Fred al final de una amplia calle, agregando poco después—. ¡Ahí está!

Vasson señaló un punto situado ante ellos.

Habían dejado atrás todo el bullicio. Jon y Penny se hallaban ahora inmersos en un mundo extraño. A uno y otro lado las casas parecían apretujarse. Se trataba de blancas viviendas. Algunas de ellas tenían varios escalones frente a las puertas y otras estaban al nivel del pavimento. Se veían flores en muchas ventanas. Al final de la calle divisaron un atractivo rótulo.

—¡Oh, Jon! —susurró Penny—. Estoy segura de que ésa es el «Dolphin».

Jon contempló a su prima sonriendo.

—Me parece que no te equivocas.

Echaron a andar. A una de las ventanas próximas se asomó un rostro; en otra oyeron una serie de cuchicheos. Un gato descendió de unos escalones para acercarse a Penny, quien se detuvo con objeto de acariciarle.

—Fíjate, Penny —dijo Jon—. Esta calle me recuerda a otra igual de Winchelsea. Sin duda se halla cortada al final y es posible que aquí exista una escarpadura semejante. Desde ella veremos el pantano y el mar cuando subamos.

Fred Vasson les alcanzó con el coche, adelantándoles lentamente. Se había detenido unos momentos para encender un cigarrillo. Con el vehículo pasó debajo de una arcada, de la que colgaba el rótulo. En este instante apareció la señora Warrender. Después de abrazar a su hijo y a su sobrina se dirigió con ellos al final de la calle, delimitada por una vieja pared.

—Primero mirad esto —dijo la señora Warrender—. Ya explorareis el «Dolphin» más tarde. ¿Os ha contado Fred ya cosas de Winchelsea y Rye? No suele hablar mucho. Es una gran persona y a mí me es de suma utilidad… ¡Fijaos! Estamos en el mismo borde de la escarpadura y desde la ventana de Jon, como ya dije se puede ver el mar. Al otro lado del río, hacia el este, se encuentra Romney Marsh y a la derecha Winchelsea. Bajad la vista. Ahí tenéis el río que cruzasteis antes de llegar, donde trabajan varios hombres al parecer en la construcción de una barca de pesca… Al menos eso es lo que Fred me explicó que estaban haciendo…

Como Jon había dicho, Winchelsea y Rye se parecían bastante. Pero en esta última población la cara de la escarpadura era rocosa y lanzaba polícromos destellos bajo los rayos del sol.

—Ese debe ser un camino para bajar, ¿no? —inquirió Jon señalando unos toscos escalones.

—Los antiguos contrabandistas bautizaron ese paso con el nombre de Trader’s Passage. Se puede bajar bastante fácilmente por ahí pero la subida es más penosa… Bien. Entramos ya en vuestra casa. Veréis vuestra habitación y tomaréis unos bocadillos con alguna taza de té.

—Sed es lo que yo tengo tía —dijo Penny—. He de comunicarte que Jon lo ha pasado a lo grande, hablando con los maquinistas de las locomotoras y anotando los números de un sinfín de ellas.

La señora Warrender, muy satisfecha, abrió una puerta.

—Éstos son nuestros dominios dentro del hotel. Sin embargo, no todas nuestras habitaciones caen a este lado. Las dos partes del edificio se hallan unidas por este puente que corre por encima de nuestras cabezas. Ahora, vosotros tenéis que usar siempre esta puerta para no importunar a los huéspedes. Abriremos el lunes. Ya estamos preparados para lo que venga, gracias a Fred y, supongo, al señor Grandon…

—¿Quién es el señor Grandon? —preguntó Jon en el momento en que se adentraban en un oscuro y diminuto vestíbulo.

—El administrador. Ya os hablaré de él más adelante. No está en la casa ahora… Vamos a ver vuestras habitaciones.

Penny no tardó en perder la cuenta de los pasillos y escaleras que dejaron a sus espaldas antes de llegar al cuarto del muchacho, el cual, por cierto, le pareció estupendo.

Desde la ventana, como ya le anticipara su madre, se divisaba la calle y por encima del borde de la escarpadura la boca del río y más lejos el mar.

Contaba allí con estantes para sus libros, una cómoda con muchos cajones y una mesita, situada frente a la ventana.

—Me permitirás que cambie los muebles de sitio, ¿verdad, mamá? Me gustaría dormir junto a la ventana. Así, si me despierto por la noche, sólo con levantar la cabeza podré ver los destellos del faro.

—Haz lo que quieras, Jon. Cada uno tiene sus gustos. Vayamos ahora al refugio de Penny.

Se deslizaron por otro estrecho pasillo, subiendo a continuación por una serpenteante escalera.

—Estáis en estos momentos en otra parte del edificio. Tengo la certeza de que también a Penny ha de agradarle la habitación que le he reservado. Ya estamos ante ella. Baja la cabeza, Jon. La entrada no es muy alta para ti.

Penny abrió la boca asombrada. El cuarto era pequeño pero extremadamente alegre. Y sobre el cobertor del lecho se encontraba el osito blanco que hasta poco tiempo atrás había «dormido» noche tras noche a su lado. De repente los ojos se le llenaron de lágrimas. ¡Qué buena era su tía con ella! Sólo su tía y Jon se daban cuenta de lo que significaba hallarse tan lejos de los padres.

Para disimular su emoción Penny se asomó a la ventana admirando el vallado jardín, poniendo de nuevo sus ojos en el Trader’s Passage. Al fondo del jardín, en pendiente, observó el muro de otra casa. A su derecha una pared separaba aquel espacio del gran garaje.

Terminada su inspección, los tres desandaron el camino recorrido hasta allí. Fred se había embutido en un elegante uniforme de un verde oscuro. Se apresuró a servirles té y tostadas. Después tomaron asiento frente a una chimenea.

Los sillones eran amplios y confortables. Penny se sentía cansada tras el ajetreo del viaje y la emoción de la llegada a su nuevo hogar. La chica oyó a Jon hablando con su madre. Hasta el momento de oír a ésta pronunciar su nombre debió haber dado unas cabezadas… Sí, no cabía duda.

—Le estaba diciendo a Jon, Penny querida, que os reservaba otra sorpresa para mañana, pero también necesito vuestra ayuda para tenerlo todo dispuesto para el lunes. Esto me recuerda que os tenía que hablar del señor Grandon. Desearía que tuvierais presente que es mi administrador y el que rige realmente el «Dolphin» en mi nombre. Quiero que os mostréis corteses con él… Nada de bromas, ¿eh, Penny? Sin embargo, vuestra relación con este hombre será escasa. Él tiene su cometido concreto dentro del hotel y sus dominios finalizan donde comienzan los nuestros.

Jon acercó la llama de un mechero al cigarrillo que acababa de tomar su madre.

—¿No es de tu agrado ese individuo, mamá? —preguntó el chico—. ¿Por qué insistes en que andemos con cuidado con él?

La señora Warrender se echó a reír.

—No sé… Pero en realidad me es poco simpático. No se puede negar su eficiencia. Me parece que no es inglés… Tío Charles debió pensar mucho en él porque dejó una carta recomendándole con gran interés. El caso es que me guste o no he de contar con sus servicios. Esto no es un juego. Cuando lleguen los primeros huéspedes todo cambiará. Se me ocurre que quizás entonces os resulte algo raro este ambiente. Confío en que os adaptaréis…

—No te preocupes, tía —dijo Penny, animosa—. Oye, ¿no has pensado que a Jon, en cierto modo, este lugar tiene que resultarle un tanto aburrido? Como no hay ninguna estación de ferrocarril…

—Bueno. Conozcamos a ese señor Grandon. ¿Puedes hacerle venir? —preguntó Jon.

La señora Warrender pareció sobresaltarse.

—¿Así? ¿Sin más ni más? No me atrevería. De todas maneras se ha ausentado y no regresará hasta muy tarde, esta noche… ¿Qué desearías hacer de momento? ¿Iros a desembalar vuestras cosas para reunirnos a las ocho, la hora de la cena? Ésta será en nuestro cuarto de estar.

—¿Y qué me dices, mamá, de los viejos papeles que heredaste? Me prometiste dejármelos examinar —le recordó Jon.

—Claro, claro… Esos papeles constituyen una parte de mi sorpresa. Ya los veremos mañana.

Jon subió a su cuarto para desembalar sus libros y ordenar los muebles a su gusto. Penny, que siempre dejaba esas cosas para más adelante, se fue a la calle.

Todas las sombras resultaban ahora más alargadas. Por encima de su cabeza revoloteaban unas gaviotas. Asomada al mirador, admirando alternativamente los dos panoramas, el que tenía delante y el que se ofrecía a sus ojos nada más que volver la cabeza, Penny experimentó la impresión de haber sido trasladada a otra época.

La ventana de la habitación de Jon se abrió en aquel instante. Por ella asomó el muchacho su enmarañada cabeza.

—¿Qué te pasa, Penny? ¿A qué viene esa mirada?

Por toda respuesta la chica le mostró su infantil gesto de burla; la lengua, apresurándose a entrar en el «Dolphin».

Durante la cena estuvo tan locuaz como siempre, pero se dispuso a irse a la cama no bien su tía se lo hubo sugerido.

Tenía demasiado sueño, una vez en su habitación, para ponerse a ordenar sus cosas. Desde luego, la señora Warrender la reprendería al día siguiente por aquello.

En cuanto hubo apagado la luz corrió las cortinas abriendo la ventana de par en par. Seguidamente se introdujo entre las ropas del lecho.

No tardó en conciliar el sueño. Pero poco después se despertaba. Encendió la lamparita de la mesita de noche, comprobando que sólo había estado dormida un par de horas. Se sentó en la cama, sorprendida. No se oía el menor ruido. Ni siquiera el crujido de una tabla. Escuchando atentamente, percibió el débil rumor del mar a lo lejos. Fue entonces cuando se acordó… Con todas las emociones del día se le había olvidado registrar en su diario aquella jornada. Lo llevaba con todo rigor, desde varios años atrás. Lo consideraba absolutamente privado, pero la verdad era que la mayor parte de su contenido iba a parar de un modo periódico a la India, a manos de sus padres.

No había querido embalar el diario con otros efectos suyos por temor a perderlo, introduciéndolo en el bolso en que acomodara sus bocadillos. Sin embargo, ¿dónde paraba aquél?

Se puso a pensar… De pronto cayó en la cuenta. Había dejado el bolso en el cuarto de estar. Era un fastidio, pero no tendría más remedio que ir a por él. Sabía que le sería imposible dormir de no escribir antes unas líneas.

Se puso una falda sobre su pijama y luego el jersey. Por supuesto, tenía que bajar las escaleras, eso lo recordaba perfectamente, pero una vez hubo abandonado éstas no supo hacia donde girar. Reinaba la más impenetrable oscuridad a su alrededor. A lo largo del pasillo que enfiló descubrió dos escaleras más, pero no se atrevió a descender por ninguna de ellas. ¡No se acordaba de cuál era la que tenía que utilizar!

No disponía de ninguna linterna ni logró localizar en las paredes interruptor alguno. Su corazón comenzó a latir aceleradamente al preguntarse Penny cómo se las arreglaría para regresar a su cuarto. Cuando menos lo esperaba se encontró al pie de la escalera que conducía a éste… Acababa de decidir el dejar el asunto del diario para la mañana, cuando se levantase, en el preciso momento en que oyó un ruido.

Era un siseo. O un susurro quizá. Luego comprendió que se trataba de un dial telefónico al girar. Entonces descubrió una tenue claridad al fondo del pasillo. Avanzó lentamente, tanteando las paredes. Estuvo a punto de tropezar. Por último se encontró en el descansillo de otra escalera.

Algo lejos de ella, junto a una lámpara de amplia pantalla, divisó la figura de un hombre desconocido que hablaba por teléfono.

Había colocado la mano sobre el receptor telefónico, abarcando en aquella posición también sus labios para ahogar la voz. No obstante, en determinado momento, por exigencias de la conversación que sostenía, quizá, se vio forzado a levantar aquélla.

Penny le oyó decir:

—… sí, sí. Los chicos han llegado, pero no hay nada que temer… No importa… Sí. Localizaré los papeles y de no podérselos llevar copiaré aquellos que crea han de facilitarnos una pista… Nos veremos el domingo… Sí. En el viejo molino, a las seis. Si me es posible llevaré los papeles…

Penny se movió un poco y una de las tablas de las escaleras crujió levemente. El hombre giró rápidamente y la chica se llevó la mano a la boca asombrada al reconocerle.

Tenía ante ella al hombre del negro bigote que viera en compañía de «miss» Ballinger en la estación de Hastings.