LA AVENTURA DE LOS MUCHACHOS
Tan pronto como hubieron dejado a las chicas, David, Jon y Tom partieron hacia la misteriosa casa de los muros grises. David llevó su mapa con él esta vez y aunque tuvo que aguantar algunas bromas de sus compañeros acerca de su capacidad para interpretarlo, supo llevarlos a través de los páramos y las colinas sin ningún error. Fueron a paso largo con las manos metidas en los bolsillos, porque el viento soplaba muy frío y cuando Tom no silbó era porque estaba bostezando.
—No os riáis de mí —dijo cuando sus compañeros empezaron a meterse con él—. No puedo evitarlo. De buena gana me echaría aquí mismo a dormir. Todo este asunto me parece muy raro. Para Mary supongo que resultará muy divertido. O es que tenemos muchas ganas de meternos en jaleos o es que somos tontos de remate. Esa es mi opinión.
David se echó a reír.
—Yo sé lo que te pasa, Tom. Es que no te gusta andar, y por eso estás gruñendo. No te gusta hacer ejercicio, ¿verdad?
Tom hizo una mueca.
—Ya hago todo el ejercicio que necesito en la granja. ¿No sabéis que antes de que yo viniera a Ingles, cuando vivía en Londres, nunca anduve mucho trecho? Ni siquiera para ir a la escuela.
—¿Es que tu madre te llevaba en un cochecito? —le preguntó Jon muy solemnemente.
—Tomaba un autobús o un tranvía —contestó Tom mientras Jon se apartaba para librarse de un manotazo—. ¿Para qué cansarse uno? Claro que este asunto del señor Cantor y del robo de ovejas es muy importante para el club; pero estoy seguro de que no haremos más que levantarnos a medianoche de la cama y andar o montar en bicicleta como unos tontos, con el frío que hace. Yo estoy harto de esto.
Y habiendo dado su opinión con su habitual franqueza, empezó a silbar con su estilo tan melodioso y peculiar.
—Ya no debemos estar muy lejos de ese bosquecillo —dijo David al cabo de un rato—. Echa un vistazo a este mapa, Jon. Creo que éste es el sendero por el cual vamos.
—¡Qué te lo has creído! —replicó Jon—. Eres tú el que miras el mapa. Si nos hemos perdido no quiero tener nada que ver con ello. ¿Y tú, Tom?… Además, tres personas mirando a la vez el mismo mapa se hacen siempre un lío. Echando un vistazo al terreno que nos rodea llego a creer que estamos en medio del desierto del Sahara en pleno invierno. Es el país más extraño que he visto nunca. No me gusta mucho.
—Tampoco me gusta a mí —dijo Tom—. Pero tanto me da…Me pregunto qué tal lo estarán pasando los gemelos con ese viejo señor Cantor. Apuesto a que le están haciendo pasar una tarde estupenda… ¿Qué le ha pasado a David? Ha desaparecido.
Se volvieron y hallaron que mientras habían estado hablando, David se había detenido para mirar el mapa y lo habían dejado atrás. Lo observaron cómo trataba de plegarlo a pesar del viento y se rió en respuesta a las risotadas de los otros, amenazándolos con el puño. Y se rieron más todavía cuando el mapa se le escapó y voló sobre los brezos.
Entonces Tom dejó de repente de reír y dijo muy serio:
—Mira el suelo aquí, Jon. Juraría que estas señales las han hecho las ruedas de un gran camión.
Cuando David, casi sin aliento y con la cara colorada, los alcanzó al fin, los halló arrodillados al borde del sendero.
—Veo que os habéis vuelto locos —dijo con gran satisfacción—. Yo creí que iba a perder la razón por culpa de ese mapa, pero veo que soy el único cuerdo. ¿Nos tiramos en el sendero y nos revolcamos en el polvo?
Entonces le enseñaron lo que habían encontrado.
—Tenéis razón —dijo David—. No sé cuál de vosotros lo ha encontrado, pero seguro que habría sido yo de no haber estado liado con el mapa. ¡Ahora sé que vamos por el verdadero camino! Os apuesto a que estas huellas nos llevan a la casa.
Cinco minutos después alcanzaron el pequeño grupo de abetos cuyos ramajes eran agitados por el viento y pronto dieron vista a la casa. Como en la vez anterior, no había señales de vida, pero los muros eran demasiado altos para que ellos pudieran ver el jardín o los patios. Las ventanas de los pisos superiores no tenían cortinas y parecían mirarlos como ojos sin pupilas. Las chimeneas parecían estar de adorno. La gran puerta doble, con la pequeña mirilla, estaba cerrada al igual que en su primera visita, y el sendero por el cual iban, corría colina abajo y se detenía bruscamente ante ella.
—Bajemos —dijo Tom—. No vamos a descubrir mucho desde aquí, ¿verdad? Armemos un alboroto afuera hasta que tengan que abrirnos la puerta.
—Alguien debe vivir ahí —replicó David—. Nosotros lo sabemos muy bien y me parece que alguien nos está espiando.
—Apuesto a que es ese viejo Cantor —dijo malhumorado Jon.
—Si es él entonces los gemelos lo están observando —fue el comentario que hizo David—. ¡Mirad, muchachos! Las huellas son más claras que antes y estoy seguro que también hay marcas de neumáticos de coche. No vimos estas marcas un poco más allá, ¿verdad?
Todos volvieron a ponerse de rodillas y siguieron arrastrándose hasta que una voz sedosa y suave detrás de ellos dijo
—¿Qué se os ha perdido, muchachos?
Jon y David pegaron un salto, pero Tom pareció quedarse pegado al suelo de pies y manos, bien fuera por el susto o la sorpresa, hasta que los otros lo levantaron. Cuando se volvieron, vieron un automóvil estupendo que debió de haber venido colina abajo con el motor parado y que estaba a unos pocos metros tras de ellos. Enfrente del coche y sonriéndoles con su bigotito negro, había un hombre de mediana edad, alto y bien parecido. Llevaba una pipa entre los dientes y usaba un abrigo de color claro, con correa. Junto a la puerta del coche había un hombre de tipo muy diferente, que los miraba de un modo torvo bajo un estropeado sombrero de fieltro. Tenía. un aspecto rudo y desagradable y como el auto parecía ser uno de modelo caro, David empezó a preguntarse qué es lo que podrían estar haciendo los dos juntos, aún antes de haber acertado a adivinar cómo podrían haber venido detrás de ellos de un modo tan rápido y silencioso. Antes de contestar la irónica observación de aquel elegante forastero, David miró de nuevo a su compañero. ¿No había algo raro en su mirada? Mientras aún se estaba preguntando esto, el hombre se adelantó y dijo de un modo brusco
—¡Vamos! ¿Es que os habéis quedado sin lengua? ¿Qué estáis haciendo aquí, revolcándoos por el suelo? —y mientras hablaba, David vio que uno de sus ojos bizqueaba de un modo horrible y de repente tuvo la seguridad de que fue este ojo el que los observó a través de la mirilla, desde el interior de la puerta, en ocasión de su primera visita.
Antes de que pudiera contestar a ninguna de las dos preguntas, el primer hombre se volvió y dijo suavemente:
—Gracias, Quickset. No creo que haga falta hablar así a estos jóvenes amigos. Entra en el coche y dale la vuelta.
—¿Que lo vuelva, jefe? —protestó el hombre del ojobizco—. ¿Que lo vuelva? Muy bien, muy bien.
Cuando estuvo sentado en el asiento del conductor, el otro hombre se volvió de nuevo a los muchachos.
—¿Se os ha perdido algo? Temo haberos molestado y quizás deba disculparme. Cuando el coche llegó a la cima de la colina y os vi a todos agachados, pensé que sería agradable compartir con vosotros la sorpresa, así que vine sin hacer ruido, esperando hallar algo divertido, pero como este tosco Quickset ha hecho observar, parece que habéis perdido el don de la palabra… ¿Hay alguno de vosotros que pueda hablar?
Jon fue el primero en recobrarse. Después dijo que no sentía vergüenza por los embustes que había contado, pero que se dio cuenta de que el hombre no se los había creído.
—Bueno… es que usted nos ha asustado —dijo por fin—.Hace unos minutos estábamos diciendo que este país parece un desierto en invierno, y de repente aparece usted detrás de nosotros. ¿Es que han venido en helicóptero?
—Nada de eso —el hombre estaba todavía sonriendo—. Nada de eso. Pero decidme qué se os ha perdido o qué es lo que esperáis encontrar en el suelo de este apartado lugar.
Jon prosiguió
—Nos dijeron en Clun, que es donde estamos parados, que por aquí se encuentran muchas puntas de flecha y tenemos ganas de encontrar una. Y vamos a ver cuál de los tres la encuentra primero.
El forastero siguió sonriendo.
—¿En serio? ¿Pero no es extraño que los tres busquéis en el mismo lugar al mismo tiempo?
—No tiene nada de extraño, señor —empezó Jon, pero entonces fue interrumpido por David, que estaba empezando a perder la paciencia.
—¿Le importaría decirnos, señor, quién vive en ese caserón que tiene siempre cerrada la puerta?
—¿Que siempre está cerrada? ¿Es que habéis estado aquí?
—Sí que hemos estado. Nos perdimos por aquí el otro día; bajamos y tiramos de la campanilla que hay al lado de la puerta porque queríamos preguntar cuál era el camino para volver a Clun. Y nadie contestó a la campanilla.
—Pero, sin embargo, encontrasteis vuestro camino de vuelta. ¿Y habéis venido especialmente en busca de puntas de flecha?
Jon asintió con la cabeza, sin atreverse a hablar.
—¿Vive usted ahí, señor? —le preguntó David con voz dócil y suave.
—Vivo —admitió el forastero—. ¿Por qué os interesa tanto?
—Todas las casas nos interesan, señor. Jon y yo queremos estudiar arquitectura. Y a propósito, ¿podemos pedirle un favor? Estamos seguros de que su casa debe ser maravillosa y debe ser muy bonita por dentro. ¿Tiene historia?
—La tiene —contestó de modo severo rellenando su pipa—.¿No os parece que sois un poco impertinentes?
David vaciló un poco ante este ataque.
—No hemos querido serlo. Sólo estamos interesados como cualquier otra persona podría estarlo. Después de todo, éste parece un sitio un poco misterioso y sería curioso poder echar un vistazo ahí dentro.
Para entonces el otro hombre había ya vuelto el coche, de modo que enfilaba la colina de los abetos, Se asomó por la ventanilla y dijo:
—¡De prisa, jefe! Se hace tarde. ¿Qué vamos a hacer con estos chicos?
El primer hombre le hizo callar con una mirada y sé dirigió de nuevo a los muchachos .
—Esa casa de ahí abajo es de mi propiedad y eso contesta vuestra primera impertinente pregunta. Pero hay algo mucho más importante que quiero que recordéis, y es que no me gusta que la gente curiosa e impertinente venga a espiarme Haced el favor de recordar esto. Y ahora meteos en la parte de atrás del coche y os llevaré de nuevo a la carretera.
—¡Pero, oiga! —empezó a decir Tom, impetuoso—. ¡Si nosotros no queremos volver a la carretera! ¡Gracias de todos modos! Usted no puede impedirnos que nos quedemos aquí o nos vayamos. Podemos hacer lo que queramos fuera de su finca. El hombre se sacó la pipa de la boca, abrió la puerta del coche y se echó a reír.
—¡Entra tú primero, gallito! —le dijo.
Tom vaciló, pero David le dio con el codo y casi sin aliento murmuró:
—Sube, Tom. Es todo lo que podemos hacer. Tengo un plan.
Entonces se volvió hacia el forastero bien parecido.
—Es muy amable al querer llevarnos, señor. Muchísimas gracias… aunque podemos ir andando. Hemos venido hasta aquí a pie.
Ahora el coche se movía lentamente subiendo el áspero sendero y cruzando a través de las lóbregas sombras de los pinos. David trató de seguir las vueltas y revueltas que hacía el conductor, pero imposible ver postes indicadores o recordar la ruta. Una o dos veces pareció que habían dejado por completo el sendero y que iban dando tumbos sobre los brezos, pero no pasó mucho tiempo antes de que alcanzaran una carretera. Los muchachos permanecieron callados durante todo el trayecto, exceptuando las protestas que Tom murmuró una o dos veces; pero no tuvo nada que decir cuando el forastero se volvió en su asiento y abrió la puerta del coche.
—¡Adiós! —les dijo alegremente—. Me alegro de haber podido poneros en camino. Hay otras dos cosas que olvidé mencionar. La primera es que nunca ha habido ni nuncahabrá puntas de flecha alrededor de mi casa y, por tanto, no hace falta que perdáis el tiempo… La otra cosa ya la mencioné antes. Soy una persona corriente, excepto en una cosa: odio a los extraños y no los soporto… ¡Buenas tardes!
Los chicos salieron del coche de un modo un poco borreguil y el hombre les dijo aún otra cosa como despedida:
—Casi me olvidaba de decíroslo. Debido a mi aborrecimiento por los extraños, tengo un gran perro alsaciano detrás de aquellos muros. Es casi salvaje y detesta a los extraños tanto como yo —y el coche se alejó, dejándolos allí de pie a un lado de la carretera.
Hubo una larga pausa.
—No hemos sido muy listos que digamos —dijo Jon al final—. Nos han cogido con las manos en la masa y no hemos sabido qué decir. ¿Qué es lo que hemos descubierto,David? ¿Algo que no supiéramos?
—Sólo que el tipo bizco es el hombre que nos miró a través de la mirilla y se negó a dejarnos entrar el otro día. Y otra cosa, que ese elegante caballero no quiere nada con los extraños, ¿y sabéis por qué? ¿Qué vamos a hacer ahora? Yo ya sé; pero puede que alguno de vosotros quiera decir algo.
—Muy bien —dijo Tom—. Ya sé lo que vas a hacer y estoy contigo. No me gustan nada esos hombres, especialmente el elegante, y si creen que van a asustarme con el cuento de un alsaciano salvaje, han cometido un gran error. Creo que estamos sobre algo. ¿A qué esperamos?
Así que por segunda vez aquella tarde siguieron la senda hasta Grey Walls, pero esta vez, a sugerencia de Jon, fueron con mucho cuidado por si el coche volvía por el mismo camino. Mientras discutieron planes.
—Está claro dijo Jon —, que si hemos de acusar de algo a esos tipos, tenemos que conseguir algunas pruebas. Quiero decir que es inútil ir en busca de Alan Denton o de la policía a decirles que creemos que la gente que vive en ese lugar van en coches caros y parece sospechosa.
—Estoy seguro de que el único modo de conseguir eso —fue la opinión de David—, es entrar en esta casa y ver qué es lo que pasa allí.
Tom se echó a reír sarcásticamente.
—¡Qué listo eres! ¿Verdad? ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Y has pensado cómo vas a poder cruzar esas puertas cerradas o saltar por esos muros con cristales rotos en lo alto?
—Claro que lo he pensado. He tenido una idea. Hay una sola manera de entrar allí y es cuando estén abiertas las puertas.
Los otros se pararon y se le quedaron mirando como si se hubiera vuelto loco.
—No me miréis así. El medio de entrar es colgándose detrás de un camión cuando vaya camino abajo. Estoy seguro de que bajan por aquí a alguna hora y apuesto a que es la única vez que abren la puerta. Creo que nuestro mejor plan es escondernos en el bosquecillo, o aun mejor, lo más cerca de las puertas que podamos, si nos es posible bajar sin ser vistos, y entonces cuando el camión se pare o aminore la marcha, tratar de agarrarnos a la trasera o colgarnos a la trasera o colarnos detrás de él. ¡Os atrevéis? ¿Se os ocurre algo mejor?
Jon meneó la cabeza.
—No se me ocurre nada, y aunque el plan es una locura, me atrevo. Estoy de acuerdo en que es el único modo de echar un vistazo adentro. Pero ahora que sería una tontería que los tres probásemos al mismo tiempo. Eso me parece estúpido. Mejor será que entremos un par, así que echémoslo a suertes.
—Creo que yo soy uno de los que debe entrar —dijo Tom—.Ahora me toca a mí divertirme un poco y no me gustan esos hombres. Deja que vaya, David.
Pero antes de que ninguno de los otros pudiera contestar, Tom dio un grito de alegría y se adelantó a coger tres botellas de leche vacías, que estaban tiradas entre los brezos al borde del sendero, en donde habían sido arrojadas por algún excursionista perezoso y descuidado tiempo atrás.
—Se me ha ocurrido una idea —dijo con aire triunfal—. ¡Escuchad! Estrellemos estas botellas y vayamos rociando los cristalitos en el sendero cerca de la puerta, de modo que cuando llegue el camión se le pinche un neumático y tenga que parar.
—¿Y si es un camión con neumáticos gruesos? —preguntó Jon.
—No lo será —repuso Tom triunfante—. Mira las huellas. Puedes ver el dibujo de los neumáticos en la arena.
Ahora habían alcanzado el refugio que brindaba el bosquecillo.
—Esperad aquí un segundo —dijo David, y vamos a asegurarnos de que no hay moros en la costa. Se estropearía todo si ahora nos vieran y nos va a ser difícil acercarnos a las puertas sin ser vistos.
Ya casi era el crepúsculo y el viento soplaba más fuerte y frío que antes. Se agacharon entre los brezos en el límite de la arboleda y observaron por si veían alguna señal de vida en la casa. Pero ni se veía a nadie ni se oía cosa viviente, ni siquiera un salvaje perro alsaciano. Sólo el crudo viento que gemía entre las ramas por encima de ellos y agitaba los brezos que crujieron al echarse Tom sobre el vientre.
—¡Caray! —dijo por encima del hombro—. ¡Qué secos están estos brezos! ¡Podrían arder con este viento!… No hay más que una manera para que podamos hacer eso, y es la de arrastrarnos uno a uno hasta llegar junto a aquella zanja que está tocando a los muros. Si podemos arrastrarnos a lo largo de la zanja hasta donde parece terminar el sendero, y si hubiera un puente, entonces puede que sería fácil escondernos allí y oír lo que dice el bizco cuando se le pinchen los neumáticos.
—¿Y cómo vamos a desparramar los cristales sin ser vistos a través de aquella mirilla? —preguntó David—. ¿Y no crees que uno de nosotros debe esperar en el bosque?
—Bajaremos con las botellas y las romperemos en la zanja y luego arrojaremos los pedacitos desde allí sobre el sendero y esperemos que ocurra lo mejor… Puede que sea mejor que uno de los dos espere en el sendero. Decidid vosotros mismos. Voy a empezar a arrastrarme ahora y debemos tener mucho cuidado en no ser vistos. ¡Hasta la vista!
Y diciendo esto dejó a los dos mirándose, con los ojos en blanco, el uno al otro.
—¡Y bien! —dijo Jon, mientras limpiaba sus gafas con un pañuelo muy sucio—. Ahí tienes. Yo no sabía que Tom decidiera las cosas por sí mismo en este club.
—Ni tampoco yo —convino David—. Nunca se ha portado así antes. No pareció muy entusiasmado con esta aventura cuando empezamos, pero ahora se ha puesto muy excitado.
—No le han gustado esos hombres —repuso Jon haciendo una mueca—. Nos lo ha dicho varias veces… Mira, David. Yo sigo creyendo que es una buena idea que uno de nosotros se quede aquí. Quien se quede parece tener la oportunidad de bajar en la trasera del camión cuando baje a través de los árboles, y además, supón que vosotros dos consigáis atravesar esas puertas y luego no volvéis a aparecer; tiene que haber alguien fuera para que vaya en busca de ayuda y diga todo lo que sabemos.
David puso cara seria.
—Yo no había pensado la cosa de ese modo. Todo eso es una locura, Jon y ya es hora de que volvamos para reunirnos con las chicas. Me había olvidado de ellas.
—Igual que yo —convino Jon—. Pero tenemos que seguir con esto. Es un plan demasiado bueno para que lo echemos a perder. Y ahora hagamos el sorteo para ver quien va conTom.
Ganó David.
—Si dentro de media hora no ha venido ningún camión o auto —dijo—, volveremos aquí y regresaremos a Clun y probaremos el mismo truco otro día. ¿De acuerdo?
Jon asintió.
—De acuerdo; pero me gustaría que nos pudiéramos quedar toda la noche y ver qué es lo que pasa aquí. De todos modos, buena suerte, David, y contén un poco a Tom, si es que puedes. Es un chico estupendo cuando se excita. Si no puedo colgarme de la trasera del camión, vigilaré desde aquí y veré qué es lo que haces, y luego si no sales pronto,volveré y diré a los otros lo que pasa e iré a prevenir a Denton. Será lo mejor, ¿no?
—Yo creo que sí. Nadie puede decir lo qué sucederá si entramos dentro; pero echemos un vistazo. Si te cuelgas de la trasera del camión conforme baje, déjate caer justamente en donde la zanja acaba junto al camino. Allí estaremos escondidos y arrojaremos los cristales rotos, tan lejos como podamos… ¡Hasta la vista, Jon! Espero que no tengamos que esperar mucho —y se fue escondiéndose entre los árboles y luego arrastrándose entre los brezos siguiendo a Tom.
Necesitó más rato del que había esperado para alcanzar la zanja y el trayecto fue muy desagradable porque no se atrevió a levantar la cabeza para ver hacia dónde iba. La colina era muy pendiente y bajaba hacia la casa, y si hubiera un vigilante escondido tras la mirilla de la puerta, podría muy bien haber visto a cualquiera que se acercase de un modo normal. David tuvo que detenerse varias veces para descansar y orientarse, pero rodó sobre el borde de la zanja sin saber que había llegado a ella. Se puso de pie con precaución y miró a su alrededor. Ya apenas si había luz y para su sorpresa descubrió que no sabía hacía qué lado volverse para encontrar a Tom. Estaba pensando subir por la pared de la zanja y echar un vistazo cuando oyó el silbido del avefría a su izquierda. Agradecido, le contestó y en dos minutos halló a Tom, que estaba agachado junto a un matorral de espinos, que estaba a pocos pasos de la pared de la zanja.
—¿Así que te ha tocado a ti, eh? —le dijo haciendo una mueca—. No hables en voz alta porque aquí estamos al final de la zanja y la puerta está a muy pocos metros… ¿La ves?¿Y el muro? ¿Dónde está Jon?
David contestó primero a la última pregunta.
—En el bosque. Si pasa algún camión o lo que sea, él va a tratar de engancharse en la trasera. Si no viene nada dentro de media hora, le he dicho que volveremos con él y probaremos suerte mañana.
—Me alegro de que seas tú, David —le murmuró Tom impensadamente—. Jon es un buen chico, pero nosotros dos ya hemos corrido muchas aventuras juntos, y aquí va a pasar algo. No creí que fuera a hacer tanto frío. Me gustaría que vinieran esos ladrones, porque estoy de un humor como para ellos…
—¿Has oído algo? —le preguntó David.
—Nada. Es el sitio más raro que he visto en mi vida, y sin embargo sabemos que esos hombres vienen aquí y que algo sospechoso se cuece ahí dentro.
—¿Has roto las botellas, Tom?
—Las he golpeado lo más silenciosamente que he podidoy me he cortado en una mano; pero ahora que estás aquí y casi ha oscurecido, las voy a tirar. Sería una lástima si los cristales no cayeran en los sitios convenientes. No creo quea hora puedan vernos, ¿verdad?
David meneó la cabeza.
—Muy bien, Tom. Merece la pena arriesgarse, pero me preocupan esas chicas. Deberíamos estar ahora en Clun y nos estarán esperando.
—Lo siento por ellas. Mala suerte. Pero ya comprenderán, estoy seguro. ¿Has pensado en lo que vamos a hacer cuando entremos en ese sitio?
—Echar un vistazo y luego pedirles que abran las puertas para que podamos salir —dijo David riéndose—. Ve y haz lo tuyo con esos cristales rotos. Si te pierdes en el camino de vuelta, sílbame. ¡Hala!
Pero antes de que hubiera terminado de hablar, Tom había desaparecido saltando sobre la pared de la zanja.
Cuando David se quedó solo empezó a pensar, y cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que estaban todos locos. Aunque el misterioso «capitoné» bajara por el sendero y la puerta de la casa se abriera y ellos lograran entrar, estaban seguros de ser descubiertos más pronto o más tarde. Y por lo que fuera, a David no le hacía gracia la idea de ser descubierto por el forastero de modales suaves que les había hecho una advertencia aquella tarde. Podía haberse inventado lo del perro alsaciano; pero, por otra parte, podía ser verdad. Se estremeció y no solamente de frío, porque por lo menos estaba resguardado del frío viento en su escondite. Por dos veces, mientras aguardaba, le pareció oír sonidos extraños. El primero fue sin duda el tintineó de cristal sobre piedra y el segundo fue un crujido que podía haber sido hecho por alguien arrastrándose por la zanja. Se preguntó si sería Tom y silbó suavemente, pero la llamada de respuesta, cuando vino, llegó por encima de su cabeza y a la derecha. Antes de que pudiera repetir la señal, Tom rodó sobre el borde y se agarró a los brezos para refrenar su caída.
—He echado los cristales por todo el sendero. Apuesto a que nos servirán. Mientras volvía arrastrándome juraría que vi a algo o a alguien arrastrándose por allí debajo de la parte más alta de la pared. Voy a hacer una ronda. Tú estate aquí, David, por si viene el «capitoné» —y se deslizó pared abajo perdiéndose entre las sombras de la zanja.
David empezó a pensar que esta aventura pertenecía por entero a Tom, porque nunca había conocido a su amigo de un modo tan emprendedor y tan excitado. Ya era casi de noche, así que se arrastró hasta la cima de la pared de tierra y miró hacia el bosquecillo en donde Jon seguía vigilando. La media hora que él había prometido esperar estaba ya a punto de acabarse y se sintió disgustado, pensando en que las chicas y los gemelos casi seguro que estarían esperando en las ruinas del castillo.
Luego oyó él traqueteo de un pesado coche o camión en la distancia, y al mismo tiempo Jon silbó la llamada del avefría lo más alto que pudo. En seguida vio dos luces gemelas entre los árboles y la sombría silueta de un gran «capitoné» que bajaba dando tumbos por el sendero en dirección a él. Deseando que no sorprendieran a Tom y que tuviera el buen sentido de regresar, David se adelantó un poco arrastrándose hacia el sendero y permaneció oculto tras un espino raquítico. Conforme el camión se acercaba, se apagaron los faros y una luz de situación colocada a mano izquierda, frente a la rueda, de repente lanzó un claro rayo a través del áspero sendero, David casi gritó de exasperación porque, aun desde el sitio en que él estaba escondido, pudo ver cómo relucían los cristalitos al darles la luz. Entonces oyó un grito y los faros se encendieron de nuevo.
El camión se desvió violentamente, pero fue demasiado tarde, porque se oyó una violenta detonación al reventar uno de los neumáticos. De nuevo el «capitoné» hizo un viraje a través del camino, se enderezó a unos pocos metros de David y se detuvo con el motor todavía en marcha. Un hombre descendió de la cabina y corrió hasta ponerse ante el resplandor de los faros. Era un hombre de muy desagradable aspecto y pronto se echó al ver que estaba de muy mal humor; David se sobresaltó al oír las palabrotas que dijo mientras se inclinaba para examinar la rueda y descubrió los cristales rotos.
—Hay cristales por todo el camino —bramó.—Por todas partes y el neumático se ha desinflado. Venga y véalo usted mismo si no me cree.
Siguieron más gruñidos y juramentos y el conductor salió también y ambos empezaron a pegar patadas a los cristales rotos apartándolos del camino. Esta fue la oportunidad de David porque él sabía que ellos estaban en el resplandor de las luces mirando al suelo y no era probable que ambos hombres lo viesen mientras se movía. Se preguntó que dónde estaría Tom y si Jon estaría detrás del camión.
No necesitaría más de dos segundos para salir como un dardo y cruzar agachado los brezos, para llegar a la trasera del «capitoné», pero a él le parecieron cinco minutos. Al borde del sendero trepó y habría caído de cara si una fuerte mano que salió de entre las sombras no lo hubiera sujetado.
—¡Buen trabajo, David! —musitó en su oído—. ¿Dónde estáTom? Tiró los cristales muy bien.
—No sé dónde está, Salió corriendo como un idiota porque pensó que había visto a alguien moviéndose por la zanja. ¿Nos atrevemos a meternos aquí dentro, Jon?
—Escucha —musitó Jon—. Parece que se han vuelto locos.
El ruido de voces seguía procediendo de la delantera del «capitoné».
—Habrán sido los gitanos. Deja que eche mano a los primeros que encuentre. Les voy a hacer que coman botellas rotas.
—El otro neumático ha reventado también. ¿Y cómo están los de atrás?
Jon y David contuvieron la respiración y luego David dijo:
—Si se mueven nos escondemos entre los brezos, a un lado del camino. Y si nos ven, echemos a correr hacia la colina.
En aquel momento el conductor gruñó:
—Deja eso y abre la puerta. No vamos a cambiar aquí de neumáticos ni pienso intentarlo. Que otros se ensucien las manos. Voy a conducir de esta manera.
Los muchachos sintieron moverse al «capitoné» cuando el hombre volvió a subir al asiento del chofer y ambos chicos suspiraron aliviados. A cubierto por el rugido del motor, Jon dijo:
—Me parece que aquí hay una tabla. Creo que es bastante segura porque yo bajé la colina montado en ella. Sube, David, Tienes que colgarte de aquella barra de acero que cierra la doble puerta. Traté de entrar dentro del «capitoné» pero no pude mover esa barra… ¡Cuidado! ¡Nos movemos!
David saltó sentándose al lado de Jon mientras el camión cabeceaba hacia adelante otra vez.
—Puedo oler a ovejas —murmuró David mientras trataban de aplastarse contra las cerradas puertas.
—Pero ahora no hay ninguna ahí dentro; estoy seguro —susurró Jon literalmente pegado a la tabla—. Las habríamos oído. Me parece que el «capitoné» va vacío… Nos hemos parado otra vez, ¿No estamos cruzando la puerta? Disponte a saltar.
—Aún no hemos entrado… Agárrame y miraré por la esquina… La puerta sigue cerrada, pero veo a aquel tipo que está tirando de la misma campanilla que tiramos nosotros.
Supongo que tienen un código de señales. Tenemos que entrar dentro de este «capitoné» o si no, nos cogerán. Vamosa probar otra vez con esta barra… ¿Listo? Cuando yo cuente tres, empujamos con todas nuestras fuerzas. ¡Uno! ¡Dos!¡Tres…
Cuando empujaban juntos con todas sus fuerzas el camión se movió hacia adelante de nuevo y esta nueva sacudida movió la barra un poco, así que mientras Jon empujaba hacia arriba, pudo soltarla. David empujó para abrir un lado de la gran puerta y mientras el «capitoné» daba lentos batacazos a través de la entrada, ahora ya abierta, los dos muchachos se precipitaron dentro y cerraron la puerta tras ellos.
—Apóyate encima, Jon —refunfuñó David—. No dejes que se abra.
—¡Lo hemos conseguido, David! ¡Hemos entrado! Suerte que la barra se nos ha levantado, pues si no ya nos habrían echado mano. Esto está oscuro como boca de lobo. ¿Crees que estamos solos?
Entonces el camión se detuvo y el motor se paró. En el repentino silencio oyeron voces de hombres que hablaban en el exterior y uno de ellos parecía estar dando excusas.
—Lo siento, jefe, si nos hemos retrasado un poco; pero se nos han reventado dos neumáticos al bajar por la colina. Los gitanos han ido arrojando cristales. Alguien tendrá que cambiar esas ruedas.
Entonces se alejaron las voces y David, aliviado, apartó su mano del brazo de Jon, a quien se había agarrado con fuerza.
—¡Puf! —murmuró—. ¿Qué haremos ahora? Me gustaría ver un poco de luz y respirar aire puro. Aquí dentro huele mucho más a ovejas, ¿verdad?
—Espera un minuto o dos —dijo Jon frotándose su brazo; pero mientras hablaba llegó un nuevo sonido, el profundo, resonante, el indignado ladrido de un perrazo. Oyeron a un hombre gritar y entonces los ladridos se oyeron más cerca, y casi antes de que ellos tuvieran tiempo de cerrar la puerta del todo, el perro, en un frenesí de rabia y excitación, primero corrió una y otra vez alrededor del «capitoné» y luego empezó a saltar a la trasera y a arrojarse contra la puerta, en el otro lado de la cual ambos muchachos sintieron helárseles la sangre en las venas por el terror.