A Lupita le gustaba tener la razón.

Le molestaba enormemente que alguien la contradijera. Discutía con vehemencia, argumentaba interminablemente sin ton ni son, tomando incluso el riesgo de contradecirse y, bueno, digamos que se ponía neciecita. Convencer a otros de que ella estaba en lo cierto le apasionaba. En su vida había cometido grandes equivocaciones con tal de demostrar que ella tenía la razón. Por ejemplo, todas sus amigas le advirtieron que su novio Manolo la iba a hacer sufrir mucho. Ella no les hizo el menor caso. Le atraía tanto ese hombre que pasó por alto todos los signos de alarma. Nunca quiso darse por enterada de que era alcohólico, ni de la violencia que era capaz de ejercer cuando estaba embriagado. Cuando se casaron y comenzaron las golpizas, Lupita guardó silencio. No soportaba la idea de que sus amigas le dijeran “te lo dije”. Fingía vivir en una relación armónica para no darles el gusto de tener la razón. Sería admitir su derrota y no estaba dispuesta. Fue hasta que Manolo la mandó al hospital que confesó el maltrato del que era objeto. Ese día no supo distinguir qué fue peor, el dolor de las costillas rotas o el de su orgullo lastimado. Y en esa mañana no podía reconocer qué era peor, el dolor de cabeza, la depresión, el sueño incontrolable o el enojo que le provocaba escuchar pésimos comentarios acerca del licenciado Larreaga, su querido y admirado delegado. Tenía el rostro encendido y unas ganas tremendas de golpear a alguien. Ya bastante tenía con la cruda moral y física que se cargaba como para aparte tener que escuchar a una bola de pendejos hablar a lo tonto.

Una cosa es que para gobernar la delegación el licenciado Larreaga hubiera tenido que llegar a un acuerdo con alguna corriente de su partido y otra muy diferente que hubiera recibido dinero a cambio de ello. Ella se negaba a aceptar que el delegado fuera corrupto. Metería las manos al fuego por él. No entendía cómo podía haber gente tan mal intencionada que hablara así de un hombre honesto. Una gran depresión se estaba apoderando de ella. Si alguien le preguntara por su estado de ánimo no le quedaría otra que decir: “de la chingada”. Y no sólo a causa de la muerte del delegado. La llenaba de tristeza saber que había tenido relaciones sexuales con el comandante Martínez drogada, pues hace tiempo que la atormentaba un pensamiento absurdo: que no podía saber cuándo iba a ser su última vez. Una mujer recuerda perfectamente cuándo fue la primera ocasión en que hizo el amor pero nunca podía determinar cuándo iba a ser la última y eso le preocupaba sobremanera. Debido a ello, cada vez que tenía la oportunidad, gozaba al máximo del sexo y trataba de registrar en la memoria todo lo acontecido por aquello de que no hubiera una próxima ocasión. Llevaba horas recordando a detalle cada beso y cada caricia por insignificante que pareciera. Tuvo todo el tiempo del mundo para hacerlo. La cocaína que inhaló en el salón de baile le bajó la peda pero la mantuvo despierta toda la madrugada. El comandante Martínez se tuvo que ir de servicio y ella se quedó esperando la salida del sol con el ojo abierto y una culpa de la chingada. En cuanto su mente recolectó todos los recuerdos de esa noche pasional, su cabeza empezó a atormentarla. Por la maldita adicción y la calentura había dejado escapar al posible asesino del delegado. No paraba de darle vueltas a su cabeza con respecto a lo equivocado de su conducta. Lo que más le preocupaba era sentir esa sensación de pérdida de control. La primera vez que la experimentó fue cuando fumó marihuana. Sintió que su cuerpo ya no era suyo del todo. Bajo los efectos de la hierba descubrió que escuchaba mucho más de lo normal y que veía cosas que nunca había visto antes. La mota le permitía rebasar los límites que su cuerpo le imponía, lo cual le agradaba pero al mismo tiempo la hacía ir y venir en el espacio a su voluntad, no a la de Lupita. Le asustó no tener control sobre lo que sentía y no saber cuándo iba a terminar la experiencia. Lo mismo ahora. La euforia que la cocaína le había provocado había desaparecido y en su lugar se había instalado la depresión. Para colmo, las opiniones que estaba escuchando referentes a la honestidad del delegado eran altamente desalentadoras.

Lupita se encontraba en la antesala de la oficina del licenciado Buenrostro, el jefe del Jurídico y de Gobierno de la delegación Iztapalapa, esperando ser recibida por éste. A la muerte del delegado él iba a asumir el cargo de Jefe Delegacional. Había una decena de personas esperando su turno y mientras eran recibidos externaban sus opiniones sobre los últimos acontecimientos. Lupita los escuchaba con gran malestar. No estaba de acuerdo con las versiones que circulaban. Frente a ella se encontraba Gonzalo Lugo, la mano derecha de la “Mami” y se hacía acompañar por varios vendedores ambulantes. Había dos jovencitas dentro del grupo y Lupita se dedicó a “recortarlas” duramente. Si había algo que le molestaba era la manera de vestir de las mujeres provenientes del campo. De inmediato aventaban el huipil y se enfundaban unos jeans, de ésos que se colocan a la altura de las caderas y se ponían unas ajustadas playeras por arriba del ombligo, que en conjunto no hacían otra cosa que resaltarles poderosamente la panza y las lonjas. Las imaginaba vestidas a la usanza tradicional de las comunidades indígenas de donde provenían y de inmediato recuperaban belleza y dignidad ante sus ojos. El trueque de la elegancia, originalidad y la hermosura de su ancestral vestimenta por la uniformidad de la ropa importada, fabricada en serie, carente de pasado y planeada para dar estatus a quien la portaba convertía a esas mujeres en usurpadoras. Al verlas Lupita se preguntaba ¿por qué se cortaban las trenzas y se hacían permanente igualito que el de la “Mami”?, ¿por qué se vestían de esa manera que en nada les favorecía?, ¿por qué hacían tanto esfuerzo por aparentar lo que no eran?

QUINIENTOS AÑOS ANTES

Se castigaba con cien azotes, una multa de cuatro reales o con la prisión a aquellos que vistieran trajes indígenas. Los españoles habían prohibido su uso después de la conquista pues consideraban que los indígenas tenían que asumir una nueva manera de hablar, de vestir, de comer y de actuar bajo sus órdenes. A todos aquellos que obedecían les era permitido vestirse y alhajarse a la usanza española, como recompensa por su sometimiento a las nuevas leyes.

Por su parte, las jovencitas que Lupita criticaba comentaban entre ellas lo apretado que le quedaba a Lupita su uniforme y su chaleco antibalas. Así que estaban a mano. Todos ellos esperaban ser recibidos por el licenciado Buenrostro, y Lupita escuchaba con atención lo que susurraban tratando de aguzar el oído al máximo porque estaban hablando en voz baja.

—¿Y la “Mami” qué dice de esto?

—No, pues está muy encabronada, nosotros no estamos jugando… ahora no me van a salir con que el licenciado Larreaga no recibió su parte.

—¿Pero tú se la diste al delegado en sus manos?

—Pus claro, cabrón, en efectivo y dentro de una caja de zapatos, ¡como siempre!

Lupita tenía un nudo en la garganta. Se negaba a creer lo que estaba escuchando. De pronto sintió una oleada de indignación que la impulsó a salir en defensa del delegado.

—Oiga, ¿le puedo pedir de favor que mida sus palabras? El cuerpo del licenciado Larreaga aún está en la morgue y ¿usted ya lo está difamando? Un poco de respeto, ¿sí?

—Pues con todo respeto le pido que no se meta en lo que no le importa, ¡meona de quinta!

—¡Meona tu abuela, pendejo!

—Pues sería meona pero no corrupta como tu delegado.

—Corrupta la “Mami”, ¡tu jefa!

—¿A ti te consta que es corrupta?

—Sí.

—¿Y entonces por qué no la denuncias, mujer policía?

—Porque no soy pendeja, porque de nada serviría mi denuncia. ¿O tú denunciarías a Caro Quintero? No seas imbécil.

En ese momento todos guardaron silencio. Por el pasillo entró la señora Selene, ahora viuda del delegado acompañada por Inocencio, el chofer. Los vendedores ambulantes se pusieron de pie e hipócritamente le dieron su más sentido pésame. Selene agradeció con un leve movimiento de cabeza. Vestía de negro y traía lentes oscuros. Inocencio cargaba una caja que Lupita presumió que contenía pertenencias personales del delegado que su esposa acababa de recoger de la oficina contigua a la de donde se encontraban y que pertenecieron a su esposo. Cuando iba de salida, la señora Selene se dio cuenta de la presencia de Lupita y se acercó a ella.

—Buenos días.

—Buenos días, señora. Lo siento mucho.

—Gracias. Le quiero agradecer que estuvo cerca de mi marido hasta que llegó la ambulancia.

—De nada, era mi deber.

—Oiga, ¿me dicen que usted guardó su celular?

—Sí señora, pero ya lo entregué a las autoridades.

—¡Ah! Bueno, muchas gracias por todo…

—Al menos su esposo le pudo decir que la quería mucho antes de morir.

—¿Perdón?

—Sí, por el celular… ¿no lo escuchó?

La señora Selene giró su rostro, levantó sus lentes por un segundo y miró a Lupita con ojos de dolor.

En ese instante Lupita supo que era cierto que el delegado le era infiel a su esposa. Le bastó sólo una mirada para descubrirlo. La mirada que vio en el rostro de la señora Selene era la misma que ella había visto en los ojos de su madre cuando ésta descubrió que su esposo, el padrastro de Lupita, había abusado de su hija. Era la misma mirada que ella había visto frente al espejo del baño donde se había refugiado después de descubrir a Manolo, su esposo, acariciar lascivamente los incipientes senos de su ahijada en un baile de quince años. La niña tenía apenas once años y bajo su vestido se empezaban a notar unos círculos duros. Manolo, en estado de ebriedad, la había abrazado por la espalda y se había puesto a acariciarle sus chichitas con verdadera lujuria. Cuando Manolo se vio descubierto soltó a la niña de inmediato y la niña toda asustada corrió al otro extremo del patio. Las nauseas obligaron a Lupita a refugiarse en el baño y fue ahí que vio esa mirada de dolor en su propio rostro.

—Perdón, ¿dónde queda el baño?

—Por acá, señora, permítame acompañarla.

Lupita se ofreció a llevar a la señora pero Inocencio le dijo:

—No se preocupe, yo la llevo. Muchas gracias.

Lupita los vio alejarse en dirección a los sanitarios con lágrimas en los ojos. En ese momento, el licenciado Larreaga se desplomó del pedestal en donde Lupita lo tenía ubicado. Las evidencias, al menos en lo referente a su relación matrimonial, lo mostraban como un marido infiel. ¿Qué tal que el licenciado además de haber engañado a su mujer también había cometido actos de corrupción? Significaría que Lupita se equivocaba. Que no siempre tenía la razón. Que catalogaba a las personas de acuerdo con sus propios anhelos, no con la realidad y eso dolía un chingo. ¡Uta, cómo dolía! Sobre todo porque Lupita ya no se podía fiar de sus apreciaciones para brindar su confianza a nadie, ¡mucho menos a ella misma!, que había recaído en las drogas una vez más a pesar de haber prometido ante la tumba de su hijo que no lo volvería a hacer. Si ya no podía confiar ni en su palabra, ¿qué podía esperar del mundo?

La voz de la secretaria del licenciado Buenrostro interrumpió sus cavilaciones. Llamó a Lupita por su nombre y la invitó a pasar a la oficina.

—Buenos días Lupita, tome asiento por favor.

—Gracias licenciado.

—Oiga, pues es que me mandaron una copia del retrato hablado que usted realizó y parece tratarse de un artesano que tiene un puesto ambulante donde vende artículos de obsidiana. ¿Está segura de que traía expansores de obsidiana en las orejas y un bezote en el labio inferior?

—¿Un bezote?

—Sí, es una especie de piercing pero en lugar de usar un anillo de metal se ponen un objeto puntiagudo.

—Pus sí, así era el que ese hombre traía…

Lupita duda entre decirle que la noche anterior se topó con él en el salón de baile o guardar silencio. Decide quedarse callada porque al revelar esa información se pondría en evidencia como la peor mujer policía del mundo.

—Bueno, pues eso es todo, muchas gracias. Y no es que la corra, pero tengo a mucha gente que atender.

—Sí, ya lo vi. Hasta luego licenciado.

Lupita sale de la oficina y se encamina a la puerta de salida de la delegación cuando ve venir en la misma dirección pero en sentido contrario a don Carlos, su padrino de Alcohólicos Anónimos.

Lupita da la media vuelta y se dirige hacia la salida que se encuentra en la parte trasera y sólo es utilizada por personal autorizado. Camina lo más rápido que puede, tratando de no llamar mucho la atención.

De ninguna manera podía enfrentarse con su padrino con el aliento alcohólico que se cargaba. Lo que es la vida: hace dos días hubiera dado lo que fuera por hablar con él pero ahora, ¡ya para qué!

Don Carlos tenía horas buscando a Lupita. Se había enterado por los periódicos de lo sucedido y quería darle todo su apoyo. Lo que más le preocupaba era pensar que Lupita lo hubiera estado buscado y que él no hubiera podido brindarle ayuda. Días antes lo habían asaltado y le habían robado su celular, así que si Lupita le habló por teléfono definitivamente no pudo localizarlo. Don Carlos sabía del impacto que este tipo de eventos provoca en el alma de un enfermo emocional y quería aminorar, en la medida de lo posible, el dolor que Lupita debía estar sintiendo.