A Lupita le gustaba bailar.
Podía hacerlo por horas enteras a pesar de que tenía los pies llenos de callos. Al danzar, interminablemente entraba en un estado de trance en el que ya nada importaba. El dolor de sus pies desaparecía por completo. La razón por la que le habían salido esas callosidades era porque de niña nunca le habían comprado zapatos nuevos. Siempre usó aquellos que las patronas de su mamá le regalaban después de que sus hijas los habían desechado. Por supuesto, ninguno de los zapatos que recibía era de su número. Algunos le quedaban grandes y otros demasiado chicos. En consecuencia, sus pies se le dañaron irremediablemente. Pero ése no era ningún impedimento para que semana a semana acudiera a un salón de baile.
Le gustaba sentir la mirada de los hombres sobre su cuerpo. La excitaba que la vieran. Que la observaran. Traía el vestido negro bordado con canutillo y lentejuela que había reparado por la tarde. Lo había comprado en los tiraderos de la Lagunilla. Era de los 40. La moda de esos años, aparte de elegante resultaba muy favorecedora para personas regordetas como ella. El vestido tenía un drapeado a la altura de la cintura que le disimulaba bastante la panza. Se había soltado la larga cabellera negra que siempre escondía trenzada bajo la gorra de policía. Se había peinado como María Félix en Doña Diabla y se veía espectacular. La imagen de mujer fatal le iba muy bien.
Había decidido ir a bailar a pesar del mal sabor de boca que le había dejado el altercado con Celia pues estaba segura de que el baile le alegraría la existencia. Al llegar le pidió al mesero una botella de ron y unas coca colas y media hora después ya casi había terminado con la botella. No se daba cuenta de la dramática manera en que estaba recayendo en su alcoholismo. Por el momento beber era su único interés. Nada más. Igualito que en su época de alcohólica cuando el amor a la bebida superaba todos los demás amores de su vida. En esos tiempos no quiso a nadie, ni hombre ni mujer ni perro ni taco ni torta alguna. Lo único que le interesaba era empinarse botella tras botella de alcohol. El motivo era lo menos importante. Los pretextos infinitos. Que si porque la veían feo. Que si porque su mamá había muerto. Que si porque el gobierno era muy corrupto. Que si porque el presidente era un imbécil. En esta noche en especial porque Celia se había enojado con ella. O sea, estaba repitiendo el mismo patrón. Lo peor es que se estaba encabronando porque había muchas parejas que en vez de bailar estaban en sus mesas conversando. Ella había ido a divertirse y la gente no estaba cooperando. Constantemente se dirigía a ellos y con señas les daba indicaciones para que se pararan a bailar. Nadie la obedecía. Lupita, sin esperar más, se levantó de su mesa y fue a sacar a bailar a un señor que no puso mayor resistencia. Si la bola de amargados se quedaban en su mesa, ¡allá ellos! Pero ella no estaba dispuesta a desperdiciar la noche.
Para Lupita las personas que no bailan eran por lo general seres egoístas, solitarios y amargados. El baile exige que uno le siga el paso al compañero y que se mueva al mismo ritmo que él. Una buena pareja de baile es la que logra hacerse “uno” con el otro, el que la siente, el que la adivina, el que en un juego de armonía, anticipa los movimientos del otro y los acepta como propios. Ahora bien, Lupita sabía que había hombres que, aunque bailaran, también eran egoístas y amargados. Eran los técnicos. Los que se aprendían los pasos de memoria y eran incapaces de improvisar. Los que ni siquiera miraban a los ojos a su pareja, los que trataban de “lucirse” antes que nada. Los que buscaban la aprobación del público antes que la de su compañera de baile y realizaban movimientos desconsiderados como el darle de vueltas y vueltas sólo por lo espectacular que éstas resultaban ante los ojos de los demás. Ése era precisamente el caso del cabrón con el que estaba bailando. Estaba a punto de vomitar y el desgraciado ni cuenta se daba. Lo peor es que las manos del mentado sujeto no le daban la confianza suficiente. Lupita sentía que no la sostenían con la fuerza necesaria y que de un momento a otro la iba a soltar e iba a salir disparada en dirección de las mesas que se encontraban junto a la pista de baile. De manera intempestiva suspendió el baile y con pasos vacilantes se dirigió a su mesa, dejando a su compañero muy desconcertado. Lupita nunca dejaba una pieza de baile sin terminar pero no podía más. Tenía una náusea fenomenal. Para reponerse, le dio un trago a su cuba y se dedicó a contemplar a las pocas parejas que estaban bailando en la pista.
A Lupita le encantaba descubrir detalles que a la mayor parte de las personas pasaban desapercibidos. Sabía qué tipo de calzones usaban las mujeres. Cuáles de ellas traían tanga, cuáles bikini, cuáles calzón completo y cuáles ni siquiera traían ropa interior. Con los caballeros la observación resultaba más divertida. Para ver quién usaba boxer, quién trusa y quién andaba a raíz, se requería de cierto grado de atrevimiento, cosa que a Lupita le sobraba. Por la forma en que bailaban sabía cuáles de ellos cogían y cuáles hacían el amor. Era muy revelador ver cómo acariciaban la espalda de su compañera y la manera en que le daban órdenes con la mano para que girara en una o en otra dirección. Si la empujaban con violencia, malo. También era fundamental si eran capaces de mantener un ritmo acompasado. Si ellos iban por un lado y su pareja por otro, pésimo. No podrían lograr un orgasmo conjunto en la cama. Claro que en el campo de la sexualidad influían muchos factores, por ejemplo: el grado de cachondería del caballero. Para determinarlo, Lupita recurría a su muy particular método de observación llamado carambola de tres bandas, que consistía en determinar qué tanto le atraían a un hombre las voluptuosidades de una mujer con la que se cruzaba en su camino. Si sólo le observaba las chichis o si aparte la barría con la mirada o si también giraba para observarle el culo. Lupita podía predecir con gran exactitud los segundos que iban a pasar entre el encuentro con una dama y el tiempo en que el caballero iba a mirarle las nalgas. Dependiendo de la delicadeza o lujuria con la que lo hacían, Lupita podía determinar si se trataba de un cachondo chaquetero, calenturiento o degenerado. Y dependiendo de sus apreciaciones le gustaba imaginar con quién de ellos sí se acostaría y con quién no. Con los únicos hombres con los que de plano no cogería era con los juniors y con los guaruras. Su tipo de mirada no le inspiraba confianza. Bueno, cuando se las podía observar porque muchas veces ese tipo de personajes usaban lentes oscuros, cosa que la desconformaba tremendamente. Aborrecía toparse con una pantalla negra en la que sólo veía el reflejo de ella misma en los vidrios oscuros de su interlocutor.
ESPEJO NEGRO DE TEZCATLIPOCA
En la antigüedad, los pueblos originarios del Valle de México fabricaban espejos de obsidiana. A la obsidiana se le asociaba con los sacrificios debido a que su afilada hoja era utilizada para fabricar los cuchillos con los que abrían el pecho de los sacrificados. El espejo de obsidiana era un instrumento de magia que sólo a los hechiceros les era permitido utilizar. Se dice que si uno se observa en un espejo negro le es posible viajar a otros tiempos y otros espacios. Al mundo de los dioses y los antepasados. El espejo de obsidiana era el principal atributo de la deidad azteca Tezcatlipoca, cuyo nombre significa “espejo humeante”. En los espejos negros se podían conocer las distintas manifestaciones de la naturaleza humana. Se podía conocer el lado más oscuro pero también el más luminoso del ser humano. En ellos se refleja el observador y el objeto al mismo tiempo. En una ocasión, Tezcatlipoca engañó a su hermano Quetzalcóatl por medio de un espejo negro. Al verse en él, miró su parte oscura. Su identidad falsa. Y se engañó respecto a sí mismo. Tuvo que dar una batalla en contra de la oscuridad para recuperar su luz.
Lupita de pronto se dio cuenta de que en el salón de baile había varios juniors con sus respectivos guaruras. De seguro ésa era la razón por la que no había tanta gente bailando. Esos pinches juniors todo lo arruinan. ¿A qué van a un salón de baile si ni siquiera saben bailar? Cuando descubren un sitio popular se apoderan de él. Van en banda a echar desmadre. A empedarse. A abusar del poder que les da ser hijos de papi y tener bajo sus órdenes a varios guaruras. A Lupita, por lo general, no le gustaban los guaruras. Se acercaba a ellos sólo cuando estaban en la calle esperando a que sus jefes salieran. Cuando estaban solos, perdían la dureza, la solemnidad. Se relajaban. Hacían chistes, comentaban sobre deportes, reían. Pero cuando sus patrones salían su mirada se enfriaba, su cuerpo se tensaba y el culo se les achicaba mucho más que el presupuesto de las delegaciones en tiempos electorales.
De pronto, Lupita observó que un junior sacó a bailar a una chavita y ella se rehusó. El junior se puso necio y el novio de la chava la defendió. Uno de los guaruras entró al quite y sacó la pistola. Lupita reaccionó con gran velocidad. Se acercó al guarura y por medio de una patada voladora lanzó la pistola por los aires. Rápidamente se acercaron otros dos guaruras que venían con el grupo de jovencitos y Lupita los encaró con violencia. El tono de su voz y la violencia de sus movimientos amedrentaban a cualquiera.
—¡Uy qué miedo! Ahí vienen los guaruras… órale, hijos de su puta madre… aviéntense… con todos puedo… a todos se los va a cargar la chingada…
La actitud de Lupita los desconcertó y dio el tiempo suficiente como para que llegaran los agentes de seguridad del lugar y controlaran la situación. Después de una acalorada discusión y uno que otro jaloneo —en donde por cierto se rasgó el vestido de Lupita— los agentes de seguridad sacaron a los juniors y sus guaruras del lugar a riesgo de que se armaran los balazos. Lupita los siguió hasta la calle coreando “culeros, culeros”.
De pronto se sintió observada. Muchas personas la miraban. Unas con miedo y otras con admiración pero había alguien que le dedicaba especial atención. Era nada más y nada menos que el comandante Martínez, quien la miraba fijamente.
A pesar de que a Lupita le intrigaba saber qué es lo que hacía el comandante Martínez en ese sitio, tenía tal cantidad de adrenalina en la sangre que no supo cómo reaccionar. Lo único que se le ocurrió fue increparlo:
—¡Qué! ¿Soy o me parezco?
—¿Lupita?
—¡Ajá!
—Perdón, es que sin su uniforme de policía no la reconocí.
—¿Qué quiere, comandante?
—La ando buscando porque surgieron nuevas evidencias del caso y…
—¿Quién le dijo que yo estaba aquí?
—Su vecina… Celia, creo que se llama…
—¡Ah, qué hija de la chingada!
—¿Perdón?
—Mire, comandante, ya que está aquí véngase a bailar conmigo y de pasadita me dice lo que me tenga que decir.
El comandante Martínez no se hizo del rogar, tomó a Lupita de la mano y la llevó a la pista de baile. A Lupita le agradó sobremanera el contacto con su mano. Se sintió como una niña a quien su padre protegía. Era una mano grande, amorosa. De inmediato imaginó cómo se sentiría ser recorrida por completo por esa cálida mano.
—Le tengo buenas noticias, Lupita. Fíjese que el retrato hablado que hizo del sospechoso nos sirvió mucho. El licenciado Buenrostro lo identificó como uno de los artesanos que tiene un puesto ambulante.
—Ay, comandante, ¿qué le parece si eso me lo dice al ratito? Es que esta pieza me gusta mucho, déjeme disfrutarla.
La orquesta en ese momento interpretaba la canción “Pedro Navaja”, de Rubén Blades. Y efectivamente era una de sus canciones predilectas. Lupita acercó su cuerpo al del comandante y le agradó la forma en que embonaban. El comandante Martínez tenía una panza donde Lupita podía recargar perfectamente el busto. Le quedaba justo a su altura. Parecía que la habían diseñado justo a su medida. Bailaban tan cerca que Lupita podía sentir la respiración del comandante sobre su cuello. “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” decía el coro de la canción y coincidió con el instante en que Lupita se enteró de que el comandante Martínez no usaba calzones y que tenía una erección. ¡Vaya sorpresa! Lupita restregó su carnoso cuerpo sobre el del comandante con emoción. Nunca se imaginó que su rechoncho cuerpo pudiera provocar esa afortunada reacción. Su autoestima dio un salto cuántico. Se le hizo un nudo en el estómago y muy a su pesar tuvo que disculparse con el comandante e ir rápidamente a vomitar al baño.
A Lupita apenas le dio tiempo de empinarse sobre uno de los lavabos de manos del baño antes de que su estómago expulsara el contenido. Inmediatamente se acercó a ella la cuidadora del baño que no era otra que la chamana Concepción Ugalde, mejor conocida como Conchita. Con afecto le acarició la espalda mientras Lupita se arqueaba y luego le ayudó a limpiar su cara. En ningún momento mostró asco. En su calidad de vigilante del baño de seguro había presenciado muchas escenas como ésas, pero de cualquier manera era admirable la forma en que estaba auxiliando a Lupita. Las dos eran viejas conocidas. Lupita tenía años de asistir semana a semana a ese mismo sitio a bailar, eran los mismos que Conchita tenía de cuidar que en los baños no se vendieran drogas.
—Gracias, doña Conchita.
—De nada, niña. ¿Te sientes mejor?
—Sí, creo que sí.
—Qué bueno. ¿Desde cuándo volviste a la bebida?
—Tengo poco, no se preocupe. Todo está bajo control.
—Tú sabrás.
—Lo que pasa es que me está costando mucho trabajo sobreponerme a lo de la muerte del delegado… ya ve que murió en mis brazos.
Conchita suspendió su labor de limpieza sorprendida por lo que acababa de escuchar.
—¿Tú eres la mujer policía que lo auxilió?
—Sí, ¿pues qué no me vio en la televisión?
—No, la verdad no veo televisión.
—Pues hace bien.
—Oye, ¿y tú viste quién atacó al delegado?
Conchita sacó un desinfectante y comenzó a limpiar el lavabo esperando la respuesta con gran curiosidad. Lupita, en vez de responderle, se puso a arreglar su vestido de la mejor manera.
—¿Qué cree doña Conchita? ¡Me acabo de enamorar!
—No me digas, ¿y de quién?
—¡De un hombre increíble!
—¡Ah! ¿Y él también bebe?
—No sé, pero eso es lo de menos.
—Tú dirás.
—Además yo ya no bebo… es sólo por hoy.
—¡Ahora resulta que el “sólo por hoy” es para beber!
¡Qué dirían los de tu grupo si te oyeran! ¿Ya no vas, verdad?
—Ay, Conchita, no se ponga en ese plan… Mire, luego platicamos, ¿sí? Es que me está esperando mi galán.
—Bueno, pues al menos enjuágate la boca antes de irte. Conchita saca de un cajón un enjuague bucal y se lo ofrece a Lupita. Al hacerlo se da cuenta de que Lupita trae una herida en la mano.
—¿Qué te pasó en la mano?
—Se me clavó una astilla de cristal, ¿usted cree?
—¿De cristal?, ¿pero cómo?
—Yo creo que del celular del delegado.
Mientras Lupita hace gárgaras Conchita saca un celular de su bolsa y marca un número. Habla brevemente con una persona atrás de la línea. No escuchamos lo que dice a causa de los buches que Lupita está haciendo. Rápidamente cuelga.
—Gracias, doña Cochita, ¡es usted lo máximo!
—De nada, niña. Que tengas buen camino y recuerda que si requieres ayuda tengo un compadre que dirige un Centro de Rehabilitación.
—¡Otra vez! Ya le dije que no estoy borracha… bueno, un poco, pero no se me preocupe, con un pericazo se me baja… ja, ja.
Conchita no festeja la broma de Lupita y mueve su cabeza con desaprobación mientras detiene a Lupita por el brazo antes de que cruce la puerta. Le pide que por favor le dé su número de celular para poder llamarla y enterarse de su estado de salud. Lupita toma una pluma que está en el lavabo y con ella escribe directamente sobre la tela del vestido de Conchita su número de celular.
—Oye niña, ¡qué te pasa!
—No se me enoje, Conchita, es que así no se le pierde, ja, ja
Conchita nuevamente desaprueba la conducta de Lupita con un movimiento de cabeza. Lupita abandona el baño con una sensación de frescura en la boca y en el pasillo choca con un hombre que la hace perder el equilibrio. Lupita lo voltea a ver con furia. Con sorpresa descubre que frente a ella se encuentra el mismo hombre con el que se cruzó en la calle el día en que el delegado murió. Lupita se queda muda. Usa el bezote en el labio inferior y los expansores en las orejas que ese hombre usaba. Después del impacto del golpe, los dos siguen con su camino.
A Lupita se le presentan tres opciones. Ir tras ese hombre y apresarlo, o denunciarlo con el comandante Martínez para que él se encargue de la detención o ir directo a comprar su “perico” para bajarse la borrachera y gozar el resto de la noche. Se decide por esto último. Sabe perfectamente a quién puede acudir dentro del mismo salón de baile para obtener la cocaína que necesita y lo hace sin la menor vacilación. Era tal su prisa que nunca se enteró de que el hombre con el que chocó, tocó en el baño de damas, que Conchita salió y que conversaron sospechosamente.