A Lupita le gustaba autocompadecerse.
Claro que de ninguna manera estaba consciente de ello. Su manera de pensar y de sentir encajaba a la perfección dentro de la psicología de una víctima que sufría graves problemas de autoestima. Llevaba tantos años convencida de que no valía un comino que irremediablemente se colocaba por debajo de los demás, obedeciendo así a un deseo inconsciente de sentirse poca cosa. Así creció y así había vivido siempre. Hacía tiempo que sus pensamientos ocultos y desconocidos eran los que habían tomado el mando de su existencia y se hacían presentes en los momentos críticos con la intención de hacerla recrear hasta la náusea lo que significaba poseer una vida miserable. Es más, no tenía recuerdos de haber experimentado alguna vez en su vida el mínimo atisbo de bienestar real.
“Pobre de mí”, era la frase que venía a su mente de manera repetitiva y un coro de mariachis imaginarios le respondía “¡ay corazón!”. Y de nuevo “pobre de mí” y el coro: “no sufras más”. Letra y música correspondían a una canción que Pedro Infante hiciera famosa. Lupita se preguntaba ¿por qué una vez más la desgracia había tocado a su puerta?, ¿por qué no se había detenido unos minutos en la lonchería donde habitualmente le permitían utilizar el baño, ya fuera para descargar sus intestinos o para cambiarse la toalla sanitaria? O ¿qué habría pasado si en lugar de tomar el litro de agua que su médico le había recomendado para evitar los problemas urinarios que tanto le molestaban, se hubiera abstenido de ingerir tanto líquido? Rápidamente llegó a la conclusión de que aunque hubiera evitado mearse alguna otra cosa espantosa le hubiera sucedido. No había forma de que triunfara en algo. Todo parecía estar en su contra. ¿Qué habría pasado en su vida si su estatura en lugar de ser de 1.50 mts. fuera de 1.80? Tal vez sería policía de las que atienden a turistas en la Zona Rosa. ¿Y si en lugar de pesar setenta y tres kilos pesara cincuenta y cinco? Tal vez sería edecán en el programa televisivo de Chabelo. ¿Y si hubiera pasado el examen para cursar la preparatoria dentro del Departamento de Policía? ¿Y si su padrastro no la hubiera violado? ¿Y si su marido no le hubiera propinado tantas golpizas? ¿Qué tipo de vida tendría ahora? Otra, definitivamente otra.
Para empezar no estaría lavando la ropa casi de madrugada con tal de no darle la cara a sus vecinas que de seguro querían saber todo respecto a la extraña muerte del Jefe Delegacional.
Sin embargo, su inusitado horario de trabajo logró lo que tanto había querido evitar. A esa hora de la mañana, el chacoloteo que producía el agua mientras lavaba la ropa despertó a todo el vecindario.
Escuchó a doña Chencha, que daba clases de vocalización a vendedores ambulantes, aclarar la voz por medio de unas gárgaras antes de lo acostumbrado. Escuchó a don Simón utilizar el retrete y escuchó que la puerta de Celia, su vecina, se abría. El rechinido de su puerta era inconfundible.
Lupita apresuró el enjuagado de sus pantalones para evitar encontrarse con ella y al hacerlo se le clavó una astilla en el dedo. El temor de enfrentarse con Celia pasó a segundo plano pues la sangre le impedía descubrir el tipo de astilla que se la había clavado. Lupita estaba tan concentrada que ni cuenta se dio de la hora en que Celia abandonó la vecindad ni de lo rápido que regresó.
Lupita se estaba chupando el dedo lastimado, tratando de succionar de alguna manera la astilla que la atormentaba cuando Celia apareció en el patio de la vecindad con un vaso de atole de guayaba en la mano y una torta de tamal en la otra y amablemente se los ofreció. En ese momento, Lupita comenzó a llorar. Saber que lo que le había pasado el día anterior podía conmover a tal grado el corazón de Celia la estremeció. Se abrazaron y Celia también soltó el llanto como otra muestra de solidaridad con su querida amiga. ¡Ése sí que era un acto de amor! pensó Lupita, y lo decía no tanto por el llanto de su vecina sino porque Celia, por lo general, se levantaba muy tarde y ahora no sólo se había despertado casi de madrugada sino que —a pesar de su vanidad— había sido capaz de salir a la calle sin bañarse ni peinarse adecuadamente, sólo para procurarle a Lupita su desayuno acostumbrado.
Claro que cuando Lupita observó que bajo el brazo Celia también traía el periódico de nota roja El Metro comprendió que la chismosa de su amiga, aparte de querer apapacharla, tenía una enorme curiosidad por saber qué es lo que la nota roja decía en referencia a la muerte del delegado. Su curiosidad debía ser infinita porque ni cuando se murió María Felix, “La Doña”, había sido capaz de levantarse temprano para interrogar a Lupita, sabiendo que su vecina había sido parte del operativo de seguridad dentro del panteón y se había codeado con muchas personalidades del mundo del espectáculo.
“¿Ya vistes que salistes en la foto?”. Lupita no quería saber nada. Ni ver nada, pero Celia se encargó de mostrarle la primera página. Al hacerlo, Celia se percató de que Lupita estaba manchando el periódico de sangre. Le preguntó qué le pasaba y Lupita le explicó que traía una astilla enterrada. Celia inmediatamente se ofreció a ayudarla. Tomó a su amiga de la mano y prácticamente la arrastró al interior de su departamento que era en donde tenía todo tipo de instrumental: tijeras, pinzas, lupas, limas de uñas, y todo lo necesario para hacer manicure, pedicure y depilación.
—¡Ay, mana!, se te clavó una astilla de cristal y, ¡uta!, ésas son bien difíciles de sacar…
—¿Una astilla de cristal, cómo?, ¿no es una astilla de madera? Mira, se ve negrita.
—¡Que no mana!… ’ira aquí está un pedacito… velo con la lupa.
Efectivamente, se trataba de una astilla de cristal y de seguro provenía de la escena del crimen. La mente de Lupita de inmediato la trasladó al lugar de los hechos y recordó que cuando se acercó a auxiliar al licenciado Larreaga, quien estaba tirado en el piso, recogió el celular que él había dejado caer de sus manos. Lupita lo guardó en la bolsa de su pantalón para que nadie se lo fuera a robar. Nunca faltaba algún cabrón que se aprovechaba de ese tipo de situaciones. El celular quedó totalmente estrellado. De seguro la astilla que traía clavada pertenecía a la pantalla del celular.
El dolor la hizo volver al presente. La operación que Celia le estaba practicando en el dedo era de lo más dolorosa. Sin embargo, Lupita le encontraba cierto gusto. Se podía decir que el dolor era lo suyo y Celia de alguna manera era parte de él. Habían crecido juntas y por lo mismo, su amiga había sido testigo de los momentos más devastadores que Lupita había sufrido en su vida, así que la combinación entre Celia-dolor-sangre era lo más habitual en su azarosa existencia. Todo iba junto con pegado. Bueno, habría que añadir un elemento extra que Celia traía consigo: el chisme, el rumor, la voz de la colonia. A estas alturas de la vida, Lupita sabía por experiencia propia que tenía que satisfacer la sed informativa de Celia o se exponía a que le cortara el dedo en su distracción por obtener información, así que procedió a darle su versión de los hechos, pero su narración fue interrumpida constantemente por las impertinentes preguntas de su amiga.
—¡Cuéntamelo todo!, ¿estuvo muy feo, mana?
—Sí, no sabes la cara que puso cuando lo hirieron, volteó a verme como pidiendo ayuda y…
—¿Fue ahí cuando te orinastes?
—Creo que sí, no me acuerdo… yo…
—¿Pero dime, cómo lo mataron?, ¿quién le cortó el cuello?
—Bueno, no sé…
—¡Ay mana, no me salgas con eso!, ¿no que estabas a unos cuantos metros?
—Sí… pero te juro que está todo muy raro… nadie le disparó… ni se le acercó siquiera… el único que estaba cerca era su chofer.
—¿El nuevo? ¿El que me dijistes que te encantaba?
—Sí…
—¿Y no sería él el asesino?
—¡Cómo crees!
A Lupita le hubiera encantado no haber estado presente en el lugar de los hechos. ¡Ojalá que no hubiera sido su día de servicio! No, más bien ¡ojalá que nunca hubiera nacido! o al menos que se hubiera muerto muchos años antes. Antes de ser madre. Antes de ser alcohólica. Antes de haber matado a su hijo. Antes de haber estado en la cárcel. Antes de ser testigo del fraude electoral. Antes de ver tanto pinche asesinato. Antes de ver cómo los narcotraficantes gobernaban México. Antes de que Celia le estuviera masacrando la mano con tal de sacarle la mentada astilla de cristal.
—Discúlpame mana, ¿te lastimé?
—Sí, ¿no puedes sacar la astilla sin cortarme tanto?
—Pus no, manis. Es que está reprofunda y no sale, ‘ira, se corta cuando trato de sacarla.
Efectivamente, cada vez que Celia lograba jalar la punta de la astilla, el cristal se quebraba y en vez de salir se enterraba más y más.
—Pero dime, ¿es cierto que la herida del cuello pudo ser del chupacabras?
—¡Celia, por dios!
Lupita rápidamente se agotó de hablar, bueno de medio hablar porque Celia no le daba oportunidad de terminar ni una sola idea. Además sentía que no sabía nada ni entendía nada, aparte de que su vida había cambiado. La sensación de no tener el menor control sobre el mundo y las situaciones que la rodeaban le atolondraba el entendimiento. Lo único que alcanzaba a percibir es que todo lo que ella planeaba, todo aquello en lo que ponía su mejor esfuerzo, todo, estaba condenado al fracaso. No pudo evitar relacionar el gesto que hizo el delegado cuando recibió la herida mortal en su cuello con la mueca de sorpresa que hizo su hijo cuando ella lo tiró al suelo y soltó el llanto.
No sólo lloró por su hijo muerto, por ella, por el delegado, sino por todo lo que no pudo ser, lo que no pudo crecer, lo que nunca fue. Lloró incluso por todas las plantas de maíz que no nacen porque los campesinos obtienen mejores ingresos sembrando plantas de amapola. Lloró con rabia por la aprobación de una reforma energética que abría las puertas a los inversionistas extranjeros para que se apoderaran del petróleo mexicano. Lupita tomó esa aprobación como una ofensa personal. Ella había nacido el día 12 de diciembre, día en que se celebra a la Virgen de Guadalupe, y por eso llevaba su nombre. El Congreso de la Unión aprobó la reforma precisamente en ese día. Lupita consideraba todo el operativo como una gran traición a la patria, a la virgen y a su propia persona, ya que de ahí en adelante la celebración de su cumpleaños se vería empañada por este vergonzoso acto. Lupita también lloró por México en manos de los vendepatrias, de los narcos, en manos de los que asesinan para impedir que la gente como ella viva. Que gente como el delegado viva.
Lloró también por el destino de toda la delegación que ahora iba a quedar en manos nefastas. De seguro tomaría el control de la misma uno de los grupos que representaba los intereses más corruptos y mezquinos del partido político que se decía de izquierda pero que hacía tratos con las fuerzas más reaccionarias de la derecha. La muerte del delegado significaba la muerte de una nueva posibilidad. Lupita lloró y lloró por él. Por sus grandes ojos de mirada limpia.
Lupita había seguido al delegado desde que estaba en campaña. Era un hombre decente. Un hombre que en verdad quería cambiar las cosas y no lo habían dejado. No era un corrupto. Se enfrentó desde el inicio de su administración con las mafias que manejaban la delegación. Los líderes de las colonias. Los diputados. Los mayordomos. Con todos aquellos que sólo buscan beneficio personal. A los que les importa un comino México. Entre todos ellos, los peores son los que traicionan a su propia gente. Los que venden los anteojos que el gobierno les manda repartir gratuitamente entre la gente necesitada. Los que compran votos para que gane el candidato que les asegura un buen negocio particular sin importar lo que va a pasar con su colonia. Los que impiden que la gente, su gente, viva decentemente. Los que toman el control con base en la fuerza. Los que amenazan, los que matan cualquier posibilidad de un cambio. Lupita los conocía, los había visto actuar, los había escuchado en sus mítines, los había visto traicionar hasta a su madre con tal de salirse con la suya.
Ella, que creía que ya nada podía sorprenderla, estaba sorprendida. Ella, que creía que ya nada podía atemorizarla, tenía miedo. Ella, que creyó que ya no se le podía humillar más, se sentía humillada. Ella, que creía que ya nada podía lastimarla, estaba dolida en lo más profundo. Ella, que creía que marzo iba a terminar sin cobrar una sola víctima, estaba recibiendo un coletazo mortal de ese desalmado mes. En el mes de marzo siempre habían sucedido grandes desgracias en la vida de Lupita: había perdido su virginidad brutalmente, había muerto su madre, su hijo, su inocencia y… Selena, su cantante favorita. Grandes pérdidas. La voz de Celia la volvió al presente intempestivamente.
—Pues todos sospechamos del “Ostión”, ya ves que un día antes se pelió con el delegado.
—¿Qué?, ¿quién te dijo eso?
—Pus me enteré por la esposa del delegado, es que ni te’platicado pero la seño Selene me habló lueguito que supo del asesinato de su marido para que le hiciera el manicure.
—¿Te llamó para pedirte que fueras a hacerle el manicure después de que se enteró de la muerte de su esposo?
—Sí mana, la verdad yo la entiendo, tenía una uña rota, ¡cómo crees que así iba a aparecer en las noticias! Por otro lado, sí estaba nerviosa y sacada de onda, ¡créemelo! Y pues me dijo que nos daba tiempo porque en lo que los peritos recogían las evidencias y luego lo trasladaban y luego le hacían la autopsia pus iba a pasar mucho rato.