A Lupita le gustaba lavar.
Le encantaba meter sus manos al agua y repetir su oración personal preferida: “Sólo por hoy. Sólo por hoy preferiré el agua al alcohol. Sólo por hoy dejaré que el agua me limpie, que el agua me purifique”. A Lupita le gustaba vivir en sobriedad pero le angustiaba saber que, en su calidad de peda, había hecho muchas cosas de las que no tenía registro pero que le ocasionaban una culpa mucho mayor que si las recordara. No le deseaba a nadie tener lagunas mentales. Haber despertado en un hotel, desnuda, violada, golpeada o en medio de la calle despojada de sus pertenencias. Uno de los pasos en el programa de Alcohólicos Anónimos consistía en pedir una disculpa y tratar de reparar el daño cometido. Lupita ya lo había cumplido hasta donde podía, o sea, hasta donde se acordaba, pero ¿qué hacer en caso de no tener la mínima idea de lo que había hecho, de a quién había golpeado o insultado? Ya ni hablar del caso de haber robado, asaltado o acuchillado a otra persona. Sin embargo después de una sesión en el lavadero sentía que la suciedad de su ropa se había ido por la coladera en compañía de sus enormes culpas. El lavadero era el lugar en donde admitía sus pecados conscientes e inconscientes y luego los soltaba, los dejaba ir por la cañería. Sin saber bien a bien por qué, sentía que en el agua habitaba una presencia sagrada y que en su reflejo podía encontrar una imagen pura y limpia de ella misma.
Con esa intención en mente, Lupita se inclinaba ese día ante esa presencia invisible implorando claridad. No quería recaer en la bebida. Quería elegir al agua como su patrona, como su protectora, como su ama y señora.
TLAZOLTÉOTL
Tlazoltéotl era una diosa azteca que los españoles clasificaron como la comedora de inmundicias, pero los nuevos estudios referentes a su simbología dentro del mundo espiritual prehispánico revelan que era una deidad de la fertilidad, que estaba presente en todos los procesos de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, incluyendo la resurrección. En cada etapa tenía una diferente advocación y representaba un proceso diferente pero definitivamente su presencia dentro de los templos y rituales era indispensable para garantizar el sostenimiento de la vida. Durante el nacimiento, la deidad participaba como la gran purificadora. Durante la vida terrestre se le conocía como la diosa de las tejedoras, las que arropaban, las que vestían. Durante la muerte se hacía acompañar por las Cihuateteo, las mujeres muertas en el parto, para que escoltaran al sol en su recorrido por los cielos y lo ayudaran a renacer. Tenía un templo donde los hombres confesaban sus pecados, mismos que al ser perdonados se transmutaban en luz, en vida renovada. Ésa era su verdadera función: transmutar todo aquello que se desecha para convertirlo en abono.
En ese instante Lupita no pudo evitar pensar en si ya habrían lavado la sangre del delegado que quedó impregnada en la acera y en el recorrido que esa agua habría seguido.
Pensar en la sangre del delegado recorriendo las tuberías la hizo reflexionar sobre la sangre fría con la que la naturaleza actúa. Después de que los trabajadores de limpia terminen con su trabajo, ¡asunto acabado! El agua soluciona problemas. Diluye, limpia, purifica. Después de que laven la calle, los transeúntes no se enterarán de que ahí hubo un asesinato. El agua no tenía necesidad de ir tras los culpables. De buscarlos. De juzgarlos. De condenarlos. Ella trabajaba de otra manera y a Lupita le gustaba su forma de litigar. El sistema de justicia del lavadero era implacable y democrático. La ropa no se dejaba corromper. Con agua y jabón se podía acabar hasta con la peor suciedad sin que entraran en juego intereses mezquinos. Y después de un planchado adecuado, no quedaba rastro del desorden. Todo volvía a su lugar. La frase favorita de Lupita cuando terminaba de lavar era “a la tierra lo que es de la tierra y al sol lo que es del sol”. En el caso de la sangre del delegado, se preguntaba qué parte le pertenecía a la tierra y qué parte al sol. No le quedaba claro. Su esencia viajaría en el agua y tarde o temprano se evaporaría. En ese vaporoso estado llegaría al cielo y regresaría nuevamente a la Tierra en forma de lluvia. O sea, estaría presente tanto en la memoria de la tierra como en la del cielo.
Esta reflexión inquietó el alma de Lupita. En esos momentos estaba lavando los pantalones que había dejado remojando la noche anterior. En ellos se encontraban entremezclados restos de sus orines con sangre del delegado que había manchado su ropa. Esta combinación de líquidos recorría la cañería al mismo tiempo. El agua contenía la memoria de ambos. Por un lado, el agua borraba la evidencia de lo sucedido pero al mismo tiempo transportaba la esencia tanto del delegado como de Lupita. Y Lupita de ninguna manera quería permanecer en la memoria del agua de esa forma. Quería que la tierra la tragara y la dejara en la oscuridad el tiempo suficiente como para renovarse. No quería compartir su vergüenza con nadie. Quería viajar por las tuberías sin ser notada. Acurrucarse en los brazos de la abuela en una cueva subterránea donde nadie la viera, donde pudiera estar en paz sin ser juzgada. Es fácil sacar los restos de orín y de sangre de la ropa, pero es complicado ahuyentarlos de la memoria. Ahí se habían incrustado y no había manera de eliminarlos. Lupita repetía una y otra vez “sólo por hoy”, “sólo por hoy voy a dejar que el agua me purifique”, pero las imágenes de lo que había presenciado no desaparecían de su mente, de su piel, de su nariz, de su pupila a pesar de que estaba tan desvelada que le costaba trabajo enfocar la vista sobre los pantalones que afanosamente tallaba sobre la piedra del fregadero de la vecindad.
Sin embargo su petición fue escuchada y el agua desvió su camino. Así como las aguas del mar responden al llamado de la luna, el agua de la cañería respondió a la petición de Lupita. Por una minúscula fuga de la tubería que conectaba a la vecindad con el drenaje profundo, el agua se salió de curso y comenzó a impregnar la tierra. Cuando la humedad fue considerable, el agua se escurrió hasta el interior de una cueva profunda en donde comenzó a caer gota a gota. En ese mismo lugar tres noches antes había tenido lugar una ceremonia muy especial.
Tres noches antes… noche de luna llena.
El rostro de Concepción Ugalde, alumbrado por la antorcha que portaba en su mano, le daba una apariencia fantasmal. Doña Concepción era una chamana respetada por el consejo de ancianos de su comunidad. Entre ellos era mejor conocida como Conchita. Era una mujer de edad indescifrable. De rostro amable y largas trenzas grises. Sus pies se deslizaban lentamente sobre las rocas de una cueva abandonada. Las blancas paredes de la misma se formaron miles de años atrás como producto del escurrimiento de ríos subterráneos que contenían una gran cantidad de carbonato de calcio. Con el tiempo, el flujo constante de agua había formado cascadas petrificadas. Conchita era acompañada por un grupo de hombres y mujeres que caminaban tras ella en completo silencio y formando una fila. Cada uno de ellos portaba una antorcha. Se internaron profundamente por uno de sus túneles hasta llegar a una cámara con forma de media luna y de gran amplitud. El lugar era sobrecogedor. Imponente. De entre las piedras blancas de su superficie brotaba agua que surtía a cuatro manantiales. Cada uno de ellos apuntaba a un punto cardinal. El agua de los manantiales descendía por un canal hacia el centro del lugar en donde se congregaban las cuatro corrientes de agua dentro de lo que parecía ser un cenote sagrado. El agua se arremolinaba y se mezclaba, desprendiendo un agradable vapor.
Una escalinata de piedra, formada por trece escalones, bajaba por uno de los costados hacia el cenote. Conchita descendió y se introdujo en las aguas. Sacó un círculo de obsidiana del interior de un pequeño morral que colgaba de su cuello y lo levantó al cielo. En ese preciso instante un rayo de luna se coló por un orificio de la cueva e iluminó la piedra que Conchita sostenía entre sus dedos. Las personas que acompañaban a Conchita comenzaron a cantar y un joven se acercó a ella y recibió la piedra. Su nombre era Tenoch. Sus negros ojos brillaban igual que la obsidiana. Tenía expansores en las orejas y un bezote en el labio inferior de su rostro, también fabricados con el mismo material volcánico. Conchita le dijo:
—Que de la oscuridad en la que nuestro pueblo ha caído surja con fuerza la luz. Que nuestros guerreros triunfen sobre las fuerzas que nos impiden ver nuestra verdadera faz, nuestro verdadero rostro en el de nuestros hermanos. Señor Quetzalcóatl, tú que purificaste la materia de tu cuerpo, que la incendiaste para convertirla en la Estrella de la Mañana, tú que confrontaste el espejo negro y te liberaste de su engañoso reflejo, ayúdanos a liberar el espíritu de nuestro pueblo para poder mirar el renacer del Quinto Sol con mirada renovada… Lupita ignoraba completamente lo que sucedía en el interior de la tierra con el agua del fregadero. Su mente estaba en estado de confusión. No podía ni enfocar la vista correctamente. Sentía que tenía pinole en los ojos. No había podido conciliar el sueño. Definitivamente ésa fue la segunda peor noche de su vida. La primera fue cuando accidentalmente mató a su hijo. Cuando vio que el niño cayó al piso y no se levantó, Lupita dejó de lado la botella y cayó de cuclillas a su lado, tomó en sus brazos el flácido cuerpo de su hijo y se dio cuenta de que estaba muerto.
Lo sostuvo entre sus brazos firmemente y no lo soltó en toda la noche. No se movió ni un milímetro de la posición en la que se colocó ni fue capaz de retirar de su vista el rostro del niño. Sintió cómo poco a poco el cuerpo de su hijo perdía calor y adquiría rigidez, al mismo tiempo que su propio cuerpo. Y tal y como lo había practicado en su niñez, trató de evadirse del momento manteniendo su atención fija sobre un evento externo. La luz de la luna se filtraba por una ventana que quedaba justo atrás de su cabeza y Lupita se dedicó a observar atentamente cómo su sombra dibujaba una media luna sobre el rostro de su hijo. Tuvo todo el tiempo del mundo para observar cómo esa sombra se fue modificando conforme la noche avanzaba.
Primero sólo le cubría los ojos y la frente, luego amplió su espectro hasta que su sombra fue un eclipse total que bañó de negro toda la carita del niño, para luego convertirse de nuevo en un eclipse parcial. Lupita concentró sus pensamientos en los eclipses de Luna. Pensó que tal vez a Galileo —como a ella— alguna vez se le murió un hijo entre los brazos en una noche igual de triste que ésa y fue así que descubrió que sólo un cuerpo redondo que se interpone entre la Luna y el Sol, puede proyectar una sombra circular y que ésa era la prueba irrefutable de que la Tierra era redonda y de que giraba alrededor del Sol.
Durante toda la noche no permitió que su mente se ocupara de otro pensamiento que no fuera el trayecto de los planetas en el silencio y la oscuridad del cielo. También meditó en el hecho de que la Tierra, cuando no recibe los rayos del Sol, se enfría, y de cómo ese frío desaparece cuando el Sol sale nuevamente por el horizonte, pero esa noche, la peor de su vida, Lupita supo que su cuerpo no recuperaría el calor a la mañana siguiente ni al día siguiente ni a la semana siguiente ni al mes siguiente pues comprendió que había matado al Sol.
Le llevó mucho tiempo volver a dormir y mucho más que su cuerpo recuperara el calor perdido. Cuando la metieron a la cárcel las paredes de su celda se sentían cálidas en comparación con la frialdad de su cuerpo.