A Lupita le gustaba hacer el amor.
Acariciar. Besar. Abrazar. Lamer. Gemir de placer. Gemir… gemir… gemir… Lupita se despertó de golpe. Estaba soñando con el comandante Martínez y tuvo un orgasmo más real que muchos de los que había experimentado en su vida. Fue tan intenso lo que sintió que sus propios jadeos la despertaron. Se quedó inmóvil por un momento. Deseó con toda el alma que sus compañeras de cuarto aún estuvieran dormidas. Le apenaría mucho que la hubieran escuchado. Sería mucho más vergonzoso que cuando expulsaba un pedo dormida. Esas cosas suelen suceder cuando uno comparte una habitación. Para Lupita no era una experiencia nueva. En la vecindad donde creció se compartía todo. Desde sonidos, hasta olores. Cuando era niña, los lavaderos y los baños eran de uso común. Los lavaderos nunca dejaron de serlo, los baños, en cambio, pasaron de ser colectivos a individuales después de una remodelación en el año de 1985 y a partir de entonces cada vivienda contó con un baño particular, cosa que Lupita festejó ampliamente. Le parecía una monserga salir de su cuarto y cruzar el patio cada vez que tenía que utilizar el sanitario. Todo el mundo se enteraba de sus intimidades. Se sabía cuándo había comenzado y cuándo había terminado la menstruación de las señoras o qué comida le había caído bien o mal a cada uno de los habitantes de la vecindad. Lupita, al entrar al baño, podía detectar perfectamente quién lo había utilizado antes que ella sólo por el olor de las heces que quedaba en el ambiente. A través de la experiencia de oler los orines y los pedos de todos, Lupita desarrolló un método de investigación muy particular. Descubrió que básicamente había dos tipos de personas, los que reprimían los pedos soltándolos de poquito a poquito para que no hicieran ruido y los que los expulsaban sin el menor recato. Resultaba altamente revelador el comportamiento de las personas en el retrete. Uno quedaba totalmente expuesto al escrutinio de los demás. Su mamá le comentó que antes de que ella naciera, la cosa era peor pues los baños no tenían divisiones y los vecinos se sentaban a defecar uno junto al otro. No sólo eso, aprovechando la cercanía y la confianza hablaban de los últimos acontecimientos del día y fantaseaban sobre las posibles soluciones. Afortunadamente ese no era el caso dentro de la comunidad en la que se encontraba. Si bien tenía que salir de la choza para utilizar la letrina, se trataba de una individual y no colectiva. O sea, se contaba con cierta privacidad.
Salió antes de que las demás se levantaran. No quería ni que la vieran a los ojos. Sentía que sólo con verla a la cara podrían conocer a detalle su orgásmico sueño. Aún sentía la respiración de Martínez sobre su cuello y esa rica sensación previa al orgasmo en la entrepierna. Recordó a Martínez y la noche que habían pasado juntos. Recordó el rechinido de su cama. Recordó la humedad de sus sábanas. ¡Sus sábanas! No había tenido tiempo de lavarlas. Tal vez era mejor. A su regreso lo haría con más ganas. De esa manera tendría oportunidad de comprobar su teoría de que las amorosas humedades de los amantes quedan impregnadas dentro de las fibras de las sábanas y en cualquier momento pueden ser utilizadas para ofrendarlas al sol. Ése era uno de los motivos por los que no le gustaba utilizar la secadora de ropa. Consideraba que sólo el sol podía liberar correctamente la energía amorosa contenida en las sábanas.
Pero hasta ese día siempre había creído que hacer el amor era cosa de parejas. De cuerpos. De seres que se unen. Nunca había experimentado lo que era hacer el amor. ¡Ser el amor! Ser la energía amorosa. La que permite todo tipo de conexiones: con el agua, con las plantas, con los animales, con las estrellas, con los planetas, con la nubes, con las piedras, con el fuego, con el todo y con la nada.
Este conocimiento lo obtuvo después de participar en la ceremonia a la que Tenoch la había invitado. Para Lupita fue un parteaguas en su vida. Ella no tenía la menor idea de lo que iba a experimentar ni de cuál debía ser su comportamiento. Sólo siguió órdenes. En la profundidad de la selva se reunieron varios integrantes de la comunidad. Tenoch dio inicio a la ceremonia ritual bajo la sombra de un árbol. Hizo un saludo a los cuatro vientos e invocó la presencia de los abuelos y las abuelas. Después, cada uno de los participantes fue pasando al centro del círculo en donde Tenoch les ofrecía una pipa que contenía una substancia que se extrae de las glándulas del sapo, Bufo Alvarius, familiarmente llamado sapito. De las cuatrocientas sesenta y tres variedades de sapos que existen en el mundo, sólo esta especie proveniente del desierto de Sonora, contiene en sus glándulas parótidas una sustancia que en su estado natural es ometil bufotenina, el cual es un neurotransmisor. Esta molécula cuando se metila con el fuego se convierte en 5 metoxiltriptamina, 5-MeO-DMT que es el más poderoso de todos los neurotransmisores que existen en la naturaleza. La bufotenina produce una acción alucinógena. Este anfibio tiene la capacidad no sólo de almacenar una enorme cantidad de neurotransmisores, sino de proporcionarnos la enzima capaz de metilarlos de tal forma que nuestros cuerpos los puedan absorber sin problema a través del tracto respiratorio.
Cuando el humo entró a sus pulmones, Lupita supo todo. Vio todo. Escuchó todo. Entendió todo pero no lo podía expresar en palabras.
En su vertiginosa travesía, Lupita viajó en el tiempo hasta antes de que se separaran mares y cielos, de que se formaran ríos y montañas, antes de que la primera pluma cubriera el pecho de los quetzales. Antes de que la primera tortuga cruzara los océanos. Antes de que el maíz se convirtiera en la fuente del sustento. Antes de que los hombres dejaran de dialogar con las estrellas. Antes de que las mujeres inventaran el bordado. Antes de que lavaran y plancharan sus vestimentas. Antes de que ella recibiera el primer maltrato, el primer golpe, la primera ofensa. Antes de que fuera víctima de una violación. Antes de que su hijo muriera.
Antes de que los políticos hubieran traicionado la Revolución mexicana, antes de que se hubiera orquestado el primer fraude electoral, antes de que se vendiera el país a los extranjeros. Antes de que se delimitaran las fronteras que separaban los países. Antes de que se diseñara un plan de desarrollo basado en la explotación de los hidrocarburos. Antes de que se pusieran a la venta los metales preciosos, las minas, las playas, los corales, los diamantes, el petróleo. Antes de que la avaricia dominara a los gobernantes. Antes de que se organizaran los cárteles que tanta muerte creaban. Antes de la muerte misma, antes de los cuerpos, antes de la idea de que las cosas terminan, antes de la culpa, del miedo, del ataque.
Antes de que México existiera.
Vio toda su vida. Desde que estaba en el vientre materno hasta el día de su muerte. Vio la historia de todo el universo, desde el Bing Bang hasta el final de los tiempos. Vio que antes de que se formaran las piedras, los ríos, los árboles, todo existía y a la vez una voz dentro de su cerebro le susurraba “nada existe”.
Nada y todo existía a la vez. Las cosas tomaban forma y desaparecían a una velocidad inusitada. En un segundo el polvo pasaba a ser lodo maleable y el espejo estrellas reventando después del estallido. De la nada surgían cuerpos de arcilla que se erigían y destruían según los caprichos de la mente, pero nada era real, era un engaño, una ilusión. Más allá de todo sonido, de toda forma, de todo sentimiento, sólo había luz. Sólo luz. Luz que se reflejaba en todos y en todo. Lupita supo que en cada reflejo ella estaba volviendo a casa. En cierto punto ya no distinguía si estaba viva o muerta. Ya no era, ya no estaba pero al mismo tiempo estaba en todo.
Nada permanecía oculto. Nada dolía. Los rostros que se le aparecían se quitaban la cara ante sus ojos. La mente perdía la noción del tú y el yo. Las palabras se borraban de la lengua y los nombres dejaban de existir. Millones de partículas se movían a la velocidad de la luz cambiando de rostro, de forma, de color, pero sin perder en ningún momento su luminosa interconexión. Vio miles de cables de luz entrelazarse dentro y fuera de ella. Pasó a formar parte de un tejido intergaláctico. Se unió a la vibración de millares de violines, de infinidad de tambores. Viajó al centro de las olas, al centro de los huracanes, al centro de la cruz, al lugar en donde se une el corazón del cielo con el corazón de la tierra.
Vio a los planetas danzar en los cielos. Comprendió que los eclipses son un encuentro de ciclos, de tiempos. El tiempo del sol y el de la luna unidos formaban un todo integrado por un sol nocturno y una luna diurna.
Vio lo que era y lo que no era. Igual que cuando se miran en el cielo las estrellas que hace tiempo dejaron de existir.
Comprendió que la visión nada tenía que ver con los ojos. Era sin ellos que en verdad se observaba.
Viajó hasta el fin de los tiempos. Vio cambiar la historia de México y la del mundo entero. Vio a la gente organizada de otra manera. Con una nueva conciencia. También vio cómo su vida se modificaba por completo. Se vio a futuro entrelazando su tiempo con el del comandante Martínez. Vio a Tenoch encendiendo el Fuego Nuevo en la tierra sagrada de sus antepasados. Vio surgir del fuego infinidad de corazones luminosos, volátiles, amorosos.
Lupita se vio amando. Amando todo y a todos. Supo que ella formaba parte de cada poema, de cada beso, de cada acto de amor. Sintió el amor. El verdadero amor. El amor que no distingue. El amor que no separa. El amor que no queda contenido dentro de un cuerpo. Y lloró de amor.
Tenoch se le acercó y comenzó a cantarle en el oído al tiempo que le deba pequeños golpes en el pecho.
Debes encontrar el camino
para llegar a tu casa
para llegar a tu animal
para llegar a tu ropa
para llegar a tu vestimenta.
Ven, ven.
Ven, no te quedes en el sueño.
Que te acompañen las cuatro madres-ángeles,
los cuatro padres-ángeles,
que llegues con el corazón sereno,
con el corazón contento.
Ven, no te quedes en el sueño.
Tenoch le pidió a Lupita que abriera los ojos. Habían pasado sólo cinco minutos pero para ella había sido una eternidad. Con trabajo levantó los párpados. Tenoch le dijo: “Mírame”. Lupita enfocó su mirada y en vez de ver a Tenoch vio su propio rostro reflejado en el del chamán. Lupita giró y se sorprendió al verse a ella misma no sólo en Tenoch, sino en todos y en cada uno de los integrantes de la comunidad que estaban participando de la ceremonia. Fijó su mirada en los ojos de Tenoch y, al centrarla, vio en su pupila un túnel interminable, un hoyo negro que la hacía viajar nuevamente entre diferentes dimensiones de tiempo y espacio. En los ojos de Tenoch vio los ojos de su hijo. Y entendió que, antes de que encarnara dentro de su vientre, ella y su hijo ya eran lo mismo, y lo seguían siendo. Nunca había habido pérdida ni separación. Nunca había habido cuerpos diferenciados entre madre e hijo. Lupita sintió que su corazón iba a estallar de alegría, de amor. Abrazó a Tenoch y en su abrazo encontró a todos. A su madre, a su padre, a su hijo, a todos los que había amado y a los que estaba por amar.
Lupita supo que nunca había dejado de amar. Que ella vivía desde el inicio de los tiempos y que desde ese momento ella amó en cada partícula que se conectó con otra. Definitivamente ella amó, ella amaba, y ella seguiría amando. En ese instante el alma de Lupita sanó. Lo mejor de todo era que si Lupita, que tanto dolor había acumulado, que tanto enojo había experimentado, había podido sanar y conectarse con el todo, México también podía.
Laura Esquivel
Coyoacán, 2014