A Lupita le gustaba deducir.

Analizar. Revisar. Leer la realidad desde su muy particular método de observación. Las conclusiones a las que llegaba eran sorprendentes. Con pocos datos, que para la mayoría de las personas pasaban totalmente desapercibidos, Lupita podía solucionar cualquier clase de misterio. No había cosa que le diera más felicidad que dar con el cabo suelto. Colocar en su lugar la última pieza del rompecabezas, juego que gozaba enormemente. Sus favoritos eran los de más de mil piezas. Los armaba sobre la mesa del comedor y su condición obsesiva compulsiva la obligaba a quedarse sentada hasta que terminaba o hasta que se tenía que ir a trabajar. Se podía pasar noches enteras en vela. Si acaso dormía, soñaba con la forma en que debía de ir tal o cual pieza. Lo mismo le pasaba desde la muerte del delegado. Su mente no paraba de analizar los eventos desde distintas ópticas. Lupita había visto morir al delegado más de cien veces en su cabeza. En cámara lenta, en cámara rápida. De adelante para atrás y viceversa. Sabía segundo a segundo lo que había ocurrido cuando lo mataron, o lo que ella había creído que sucedió, y sin embargo no sabía nada de nada. La llegada de Tenoch le brindó la oportunidad de comunicarse con el exterior y de obtener los datos que le faltaban para aclarar sus pensamientos y dejar de lado el tormento mental que la acompañó por varias semanas.

Fue un día luminoso. Lupita se sentía tranquila a pesar de la agitación del día anterior. Después de la incursión de los sicarios en la comunidad y de que ella había desnucado a uno de ellos, llegó un automóvil. Los perros fueron a darles la bienvenida con alegres ladridos. Tenoch venía conduciendo, a su lado viajaba Conchita Ugalde, su madre. En el asiento trasero venía un hombre desconocido para Lupita.

A Lupita le sorprendió ver el cariño y respeto que todas las mujeres de la comunidad le tenían a Conchita. Para ella era solo la cuidadora de los baños del centro nocturno donde solía ir a bailar y punto. Nunca se imaginó que Conchita era nada más y nada menos que una venerable chamana y su hijo era Tenoch, el famoso chamán.

La percepción que tenía de Conchita estaba tan alejada de la realidad que una vez más comprobó que no se debía de fiar de lo que sus ojos veían. Conchita, por su lado, la saludó cariñosamente, como siempre. Con la misma deferencia. Carmela, su amiga indígena, la miró con admiración al ver que Lupita era amiga de Conchita. Afuera de las chozas se pusieron unas mesas y se organizó un desayuno para los recién llegados, que consistió en unos tamales con café. Tenoch agradeció los alimentos que estaban por ingerir y luego les presentó a Salvador Camarena, su acompañante y colaborador. Durante el desayuno, las mujeres y los ancianos del lugar le narraron a Tenoch y a Conchita lo acontecido el día anterior. Le comentaron que ya se había cavado una tumba para enterrar el cuerpo del sicario pero esperaban sus instrucciones para proceder. Tenoch consultó con Conchita y de inmediato les indicó que lo que procedía era primero hacer una ceremonia de purificación y después una sesión de sanación con los que tuvieran sus emociones alteradas por los acontecimientos recientes.

Al término del desayuno, todos agradecieron, se levantaron y cada quien comenzó a trabajar en la organización de las ceremonias. Lupita le preguntó a Carmela en qué podía ayudar. Carmela le dijo que en sus condiciones lo único que podía hacer era ayudarles a planchar la ropa que utilizarían durante la ceremonia ritual. ¡No podían haberle pedido mejor ayuda! Planchar era su especialidad.

Lupita se instaló en el centro de la choza y procedió a planchar la ropa que le indicaron. Cosa que le resultaba bastante complicada porque dentro de la comunidad sólo utilizaban plancha de carbón. Afortunadamente Lupita también sabía usar ese tipo de planchas. Mientras encendía el fuego para calentar el carbón pensó que si tuviera a la mano una plancha de vapor acabaría mucho más rápido, pero resultaba ocioso pensar en esa posibilidad ya que donde vivían no había corriente eléctrica. Los objetos de uso personal que preferían esas mujeres eran los que se podían utilizar en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. Las comunidades con frecuencia se veían forzadas a movilizarse para evitar los ataques de los narcotraficantes y en su huida llevaban lo más necesario. Tenían que permanecer desapercibidos. Ocultos. Por esa misma razón preferían no utilizar el celular. Así evitaban intercepciones de geolocalización. Se vivía de una manera elemental pero muy apegada a la naturaleza. Realmente Lupita había descubierto el placer de cuidar de la vida, así, simplemente. Sembrar, cosechar, capturar el agua de lluvia, criar gallinas, recuperar la salud por medio de la utilización de plantas curativas. La herbolaria era una tradición importante, de conocimiento ancestral que se transmitía de boca en boca y que en lugares en donde no había doctores era de vital importancia. En sus días de estadía dentro de esa escuela de vida las mujeres le habían mostrado la forma en que ellas se curaban unas a otras utilizando el poder sanador contenido en cada planta y le habían compartido la sabiduría heredada de generaciones de mujeres y hombres sabios que escuchan y ven mucho más allá de los sentidos.

Lupita ya había tenido la fortuna de comprobar la importancia de ese conocimiento. Un día le había tocado asistir a una partera tradicional y nunca lo olvidaría. Dos mujeres pertenecientes a una comunidad cercana llegaron a pedir ayuda. Una de sus integrantes estaba a punto de dar a luz. El niño que iba nacer venía sentado y ninguna de ellas sabía como atenderla por lo que pedían su colaboración. Esa mañana todas las demás mujeres estaban trabajando en el campo así que Lupita se ofreció para asistir a la partera. De inmediato salieron. Lupita y la partera viajaron en burro hasta llegar al lugar en donde iban a asistir al parto. Cuando Lupita vio que la joven que estaba dando a luz tenía problemas de presión pensó lo peor. La partera ni se inmutó. Tomó un trozo de tela, la rasgó y le dio a Lupita el trozo para que se lo amarrara en el muslo a la parturienta y lo fuera apretando y soltando a su indicación. Así controlaron la presión. La partera con gran habilidad acomodó al niño para que naciera y preguntó que si tenían tijeras para cortar el cordón umbilical. Le dijeron que no. No había nada, sólo un casco de cerveza. La partera tomo la botella y la rompió. Tomó uno de los vidrios y lo pasó por el fuego de una vela, que era lo único que tenían a la mano para esterilizarlo. Con él hizo el corte. Ahí, en el piso de tierra y sin ningún tipo de higiene, Lupita presenció el milagro de la vida. Ese gran misterio. Ese acercamiento a la luz. Ese dar a luz.

Ese día, por cierto, se instaló en su mente un recuerdo que no sabía ubicar. El sonido de la botella al romperse quiso establecer una conexión en su cabeza pero no lo hizo. Lupita tenía que tener sus cinco sentidos en lo que estaba haciendo, así que no pudo profundizar en ese recuerdo. No lo supo en ese momento pero iba a ser una de las partes del rompecabezas que tenía que armar para solucionar la muerte del delegado.

Se trató de un sonido. Un simple sonido que en su momento haría sentido. Todo sonido anuncia el movimiento. El ladrido de un perro indica la aproximación de una persona. El chisporroteo de la lumbre en la estufa es el signo de que en el aire hay una energía que se mueve. El timbre del celular es la resonancia del pensamiento de una persona que quiere alcanzar a otra. Escucharla. Saber de ella. Calmar a distancia la nostalgia, el extrañamiento.

Lupita le había pedido de favor a Tenoch que le permitiera cargar la pila de su celular. Tenoch accedió, encendió el motor de su coche y conectaron el aparato. Cuando el celular de Lupita se cargó lo suficiente, pudo ver en la pantalla la infinidad de llamadas perdidas de Celia y del comandante Martínez y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo primero que hizo fue llamar a su amiga.

—¿Celia?

—¿Lupe?

—Sí.

—¡Ay, mana! ¡Creí que andabas muerta!

—Ya lo sé, por eso te hablo.

Al escuchar la voz de su amiga, Celia no pudo contener las lágrimas.

—No llores Celia, estoy bien. ¿Cómo estás tú? Yo también estoy preocupada por ti.

—¡Me tenías con el Jesús en la boca! ¿Dónde estás?

—En un lugar seguro.

Lupita se extrañó ella misma de pronunciar la misma frase que Tenoch había utilizado el día en que la llevó a la comunidad. Ahora entendía que era importante que nadie supiera la ubicación exacta de donde estaban. Lupita habló un buen rato con Celia. Su querida amiga rompió el récord de pronunciar cientos de palabras sin respirar. Le contó todo lo que pudo. Empezó por el lado amable de los recientes acontecimientos antes de entrar en la narración de los desagradables. Lupita supo que la celebración de la Pasión salió bien a pesar de todo, que don Neto, el suplente de Judas, soportó bien los insultos de la gente y que sólo al final se ofendió y por poco golpea a un tipo. Que la peluca del lavacoches nunca se cayó. Que el maquillaje que les aplicó en el rostro nunca se corrió y cosas por el estilo. Al final se enteró del allanamiento de su departamento y de que gente de la “Mami” rondaba su casa. Celia también le informó que el comandante Martínez la andaba buscando pero también le hizo patente las dudas que tenía respecto a la inocencia del comandante en el ataque al Centro de Rehabilitación. Lupita de inmediato lo defendió. Su deseo de tener la razón la empujaba a buscar la inocencia de ese hombre que tanto le gustaba. Colgando con Celia, llamó al comandante Martínez y al escuchar su voz, su corazón dio un vuelco. Su tono de voz reflejaba sinceridad, se notaba a leguas que al comandante le daba un gusto enorme saber de ella.

—Lupe, qué gusto saber de usted.

—Gracias, pero ¿qué?, ¿después de la otra noche aún nos hablamos de usted?

—Ja, ja, perdón es que yo soy del norte y ya ve que ése es el trato que acostumbramos darnos en mi tierra.

¿Cómo está?

—Muy bien, recuperándome.

—Me da mucho gusto, he pensado mucho en usted, me tenía preocupado.

—Pues gracias a Dios me encuentro bien y recuperándome.

—¿Y en dónde está?, si se puede saber.

Lupita pensó un segundo antes de responder. Las sospechas de Celia respecto al comandante habían dejado huella. Su titubeo fue percibido por Martínez y de inmediato y antes de que ella respondiera le dijo:

—Si no quiere no me lo diga, es más, creo que es mejor que no lo mencione por teléfono por aquello de las cochinas dudas, lo importante es que está bien y se está recuperando. Sólo quería saber de usted pues temí lo peor. Su llamada me hizo el día. Usted sabe que estoy a sus órdenes y dispuesto a ayudarla en lo que pueda.

—Gracias.

—De nada. Cuando pueda llámeme y recuerde que tenemos pendiente una salida a bailar.

—Gracias, gracias. Yo le hablo en cuanto pueda.

Después de colgar con Martínez, su cerebro funcionó mejor que nunca. Por un lado, le quedó claro que Martínez no era quien había denunciado el lugar en donde ella se encontraba rehabilitando. Si él fuera un informante de los narcos habría insistido en conocer su ubicación, cosa que no hizo. Todo lo contrario: la intentó proteger. Su corazón bombeaba alegremente la sangre y ello le permitió establecer conexiones correctas. Deducir con gran rapidez. Si la “Mami” había mandado allanar su casa era porque buscaba algo importante que Lupita poseía. Algo que la “Mami” no quería que saliera a la luz. Por supuesto que no recordaba que ella le había dicho a la “Mami” que estaba en posesión de unas pruebas que podían destruirla. Cuando lo dijo estaba en total estado de ebriedad. ¿Qué podía dañar a la “Mami”? Era una persona poderosa que gozaba de total impunidad. Los funcionarios que, en los últimos años, habían pasado por la delegación obtuvieron la mayoría de sus votos gracias a ella y por lo mismo, todos y cada uno de ellos le brindaron su protección y apoyo a pesar de que estaban en pleno conocimiento de sus actividades ilícitas. Con todo el dolor de su corazón, Lupita incluyó en la lista al licenciado Larreaga. Las evidencias indicaban que pactó con ella. Sí, pero ¿Lupita qué tenía que ver? ¿Qué podía saber? ¿Qué podía decir que dañara a la “Mami”?

La misma Lupita se hacía de la vista gorda cuando veía que, en algunos de los puestos de los vendedores ambulantes, los falsos artesanos vendían droga. De nada servía denunciarlos si estaban protegidos por las altas autoridades. Es más, los evitaba y con trabajos les dirigía el saludo. Bueno, también tenía que reconocer que en los últimos días no sólo se les había acercado sino que les había comprado estupefacientes. ¡Claro! Si una serie de eventos sucede alrededor de una persona es porque esa persona es el hilo conductor de todos ellos, o sea, Lupita era esa hebra suelta dentro del tejido de corrupción que abarcaba a la administración pública. Si la “Mami” no había parado de buscarla era porque no había dado con lo que buscaba. Aquello que fuera aún lo tenía Lupita. ¿Y qué tenía ella? Había salido huyendo del Centro de Rehabilitación vistiendo una bata. ¡Momento! ¡Trajo su celular con ella! Cuando Celia la internó, Lupita le dio a guardar sus pertenencias, pero cuando ya estuvo instalada en su cuarto, le pidió que le devolviera su celular. Celia le dijo que no podía hacerlo pues uno de los requisitos del Centro de Rehabilitación era precisamente que los internos se mantuvieran al menos por un periodo en aislamiento. Lupita le suplicó. Le dijo que lo guardaría dentro del yeso de su pierna y así nadie se daría cuenta. Celia accedió y Lupita cumplió. Lo ocultó cuidadosamente dentro del yeso y sólo lo sacaba por las noches. La verdad no lo quería para hablar con nadie sino para jugar a la granjita, un juego virtual al que era adicta. Gracias a eso Lupita ahora tenía el celular en su poder. Ahí debería de haber alguna información vital. Se congratuló ampliamente de haber podido escapar de la balacera con todo y aparato, pero luego se lamentó de no haber tomado su cargador antes de salir, no habría tardado tanto en enterarse de lo que estaba aconteciendo. Aunque tal vez fue lo mejor. El no poder hablar por teléfono le permitió incorporarse mucho mejor a la comunidad indígena. Curiosamente, desde que llegó, Lupita ni siquiera había tenido ganas de revisar su granjita. Sus pobres animalitos debían de estar muertos de hambre. Encendió su teléfono y comenzó a buscar datos almacenados. Aparte de las llamadas perdidas del comandante Martínez, de Celia y de uno que otro amigo, había mensajes de sus superiores en la corporación policiaca, y le pedían que se presentara a trabajar de inmediato. El capitán Arévalo, con tono airado, le informaba que estaba despedida.

Cuando terminó de revisar sus llamadas, procedió con sus mensajes de voz y se encontró sólo uno de Conchita Ugalde. Nunca antes le había llamado. Recordó que la última vez que la vio fue en el baño del centro nocturno, cuando Conchita la auxilió después de que ella vomitó. Conchita le había pedido su número para mantenerse en contacto con ella.

Pasó entonces a las fotografías y no encontró nada relevante. Por último pasó a la revisión de sus videos. En uno de ellos, se ve a Lupita, totalmente alcoholizada, a punto de entrar a una pulquería. Ella misma es la fotógrafa así que la toma se mueve constantemente. Lupita habla a cámara:

—Aquí Lupita la pedita —festeja con risas—, reportando para ustedes desde la pulquería El gatito —más risas—. Ay, sí ¿no?, el gatito se rasca el… —la risa no la deja terminar la frase.

El teléfono se le cae de las manos. Al intentar recogerlo Lupita pierde el equilibrio y se cae al piso. No se puede levantar.

—¡Aysssh!, ¡qué putazo me di!

Ahí termina ese video. Los siguientes son igual de lamentables. Lupita los tomó durante la “visita a las siete cantinas” que realizó en vez de la visita a las siete casas correspondiente a la fiesta de la Pasión. De pronto abrió un video que correspondía a la última cantina. En él se ve a Lupita frente a la barra tomando un tequila con una mano y filmándose con la otra. Se le acerca un empleado y le pide que guarde su celular, que ahí no se permiten fotos ni la toma de videos. Lupita se pone agresiva y con ello provoca que la saquen en vilo por la puerta trasera. Lupita en ningún momento deja de filmar y vemos que los empleados intentan quitarle el teléfono pero Lupita se defiende a capa y espada por medio de patadas voladoras, que nunca dan en el blanco. Los empleados prácticamente la lanzan a la acera y mientras Lupita cae al piso el celular se le escapa de las manos y las escenas que siguen son totalmente confusas entre luces, manos, pies, cemento, zapatos. El audio se sigue escuchando.

—¡Ah, qué hijos de su puta madre! ¡Cómo que no quieren videos! ¡Si soy Lupita la pedita!, la reinita de los reportajes… Ahora verán cómo los filmo putitos…

Desde el punto de vista del celular que cayó en el piso, vemos a Lupita, a gatas, tratando de alcanzar el aparato. La cámara muestra el rostro descompuesto de Lupita que dice lentamente:

—¿Qué es esto?

El celular gira, accionado por Lupita y filma a través de una pequeña ventana ubicada a nivel de piso, el interior de un sótano donde unos hombres cuentan dinero y luego lo guardan dentro de cajas de zapatos. En ese momento el movimiento de la cámara indica que Lupita ajusta la toma y hace un acercamiento. Después se nota que Lupita deja el celular recargado sobre la ventana porque el movimiento de la cámara se estabiliza y queda fijo. El lente del celular muestra el momento en que la “Mami” ingresa al sótano. De inmediato se le acerca Gonzalo Lugo a recibirla y la toma del brazo. Se acercan a la ventana para tener una conversación los más alejada posible de los hombres que cuentan dinero y, sin saberlo, lo más cerca a la cámara de Lupita.

—¿Qué pasó Lugo? ¿Cuánto juntaste?

—Sólo cincuenta millones.

—Eso no nos sirve para una chingada. En una campaña política como la que tiene planeada el licenciado Gómez se gasta eso al día, te recuerdo que no estamos hablando sólo de una pinche delegación, sino que después se va a lanzar para jefe del gobierno del D.F.

—Ya lo sé jefa, pero es que las ventas de las drogas bajaron.

—¡Cómo que bajaron! Si ellas no se manejan solas. Nosotros las vendemos y tu gente no se está moviendo lo suficiente.

—Lo que pasa es que dos de nuestros vendedores se pasaron a las filas de Salvador.

—¿Y no has hablado con el tal Salvador? ¿Qué quiere?, ¿cuál es su precio?

—Ya hablé con él, pero anda con las mamadas de los guerreros de la luz y no quiere.

—Pues mándale un atento recadito cabrón, como si fueras nuevo en esto… No podemos dejar que se nos vaya esta oportunidad… ¿Y tú le entregaste a Gómez el dinero en sus manos?

—Sí, de parte de usted, claro.

Esta última frase se confunde con el sonido que Lupita produce mientras vomita. La “Mami”, alarmada, pregunta:

—¿Quién anda afuera? Muévanse pendejos, vayan a ver. Ahí termina el video. ¡Eso era lo que la “Mami” buscaba! Todo comenzaba a cobrar sentido. El video era muy importante. Lupita tenía que cuidarlo. Su mente analítica giraba como loca. En su conversación con la “Mami”, Gonzalo Lugo mencionó el nombre de un tal Salvador. Hacía sólo unos minutos, cuando fue a recoger su celular a la choza donde estaba Tenoch, se cruzó en su camino con Salvador, el hombre que acompañaba al chamán. Salvador estaba sentado en la tierra rodeado de un grupo de niños a los que estaba enseñando cómo tallar la obsidiana. A su costado tenía un costal con piezas de todos tamaños y las estaba repartiendo entre todos junto con unos guantes para que protegieran sus manos de las heridas. Lupita pensó: qué bueno, porque las astillas de cristal cortan muy feo. Lupita ya había observado a los niños fabricar flechas. Todos ellos practicaban el tiro al arco, más como una estrategia de guerra que como un deporte. Los narcos atacaban sus comunidades con un poderoso armamento pero ellos estaban dando la batalla con otro tipo de armas. Salvador la saludó con la mano y Lupita respondió a su saludo, en seguida Salvador le preguntó por su costilla rota y Lupita le respondió que mucho mejor pero de inmediato reaccionó y le preguntó:

—¿Y usted cómo sabe que me rompí la costilla?

—Porque yo trabajo en el Centro de Rehabilitación en donde estuvo internada. Es más, yo llené su hoja de ingreso.

Después intercambiaron unos breves comentarios respecto a lo que había sucedido y a la investigación policiaca que se había llevado a cabo pero a Lupita le urgía recoger su celular así que se despidió amablemente y continuó con su camino. ¿Ese Salvador sería el mismo que estaba robándole gente a la “Mami” para reclutarla entre sus filas?

Fue interrumpida en sus cavilaciones por Carmela que llegó a preguntar si ya había planchado la ropa que le habían encomendado. Lupita se disculpó. Aún no la tenía pero en un momento la tendría, pues ya estaba listo el carbón para la plancha.

Lo primero que le llamó la atención a Lupita fue el olor que despedía el blanco huipil de Conchita. Olía a jabón de polvo. Estaba recién lavado pero no había sido asoleado correctamente. Lupita ya se había acostumbrado al agradable olor que se desprendía de las prendas de las mujeres indígenas. Era una ropa que olía a jabón de pasta, a leña quemada, a sol, a brisa de la montaña. La de Tenoch y Conchita olía a ciudad. Terminó con el huipil en cinco minutos y procedió con la camisa de Tenoch. Al momento en que la extendió sobre la mesa descubrió que ¡había dado con la camisa del delegado! La misma que ella había mencionado en su declaración inicial frente al Ministerio Público. ¿Qué hacía esa camisa entre la ropa de Tenoch? Estaba segura de que era la mismísma camisa. La arruga marcada sobre el cuello de la camisa era inconfundible. Lupita se remitió al momento en que la vio y la criticó.

Ella estaba dirigiendo la operación de vialidad afuera de la escuela para adultos mayores que el delegado iba a inaugurar. En cuanto el automóvil del delegado llegó al lugar, Lupita, haciendo alarde de la forma en que utilizaba el silbato para agilizar el tráfico, se hizo notar. El delegado descendió por la parte trasera del coche auxiliado por Inocencio, su chofer y objetivo principal de los devaneos de Lupita. En ese momento, el licenciado Larreaga cruzó cerca de ella, Lupita se percató de que traía una arruga marcada en el cuello de la camisa. De inmediato juzgó y condenó a la persona que había planchado de esa forma la prenda de vestir. ¿Qué no sabía planchar la esposa del delegado?, ¿o qué no tenía a nadie que lo hiciera por ella? Era lamentable que un personaje público fuera a salir en tantas fotos con una camisa en tal estado.

Lupita acarició la camisa. La arruga seguía ahí y no era necesario preguntarse cómo era que había perdurado en su lugar después de haber pasado por una buena lavada. Era simplemente porque “arruga marcada, arruga quedada”. ¡Si lo sabría Lupita!

La camisa llegaba a su vida demasiado tarde y justo a tiempo. ¿Cómo era esto? ¡No podía volver el tiempo atrás y restregarle la camisa en la cara al Ministerio Público para demostrarle que nunca estuvo equivocada al considerar que la arruga dejaba abierta una línea de investigación! Pero aún estaba a tiempo de resolver la misteriosa muerte del licenciado Larreaga. Para empezar, podía comprobar que la camisa pertenecía al licenciado Larreaga pues aparte de la arruga traía bordadas las iniciales del nombre del delegado en el bolsillo y eso constituía una prueba irrefutable. Lupita no pudo continuar con sus reflexiones porque Carmela llegó a recoger las prendas y a pedirle a Lupita que asistiera a la ceremonia de purificación previa al entierro del sicario. Era muy importante que ella estuviera presente por haber sido la persona que lo mató. Lupita accedió sin chistar a pesar de que dentro de su cabeza había toda una revolución de dudas. Se puso un huipil blanco que Carmela le proporcionó y se hizo unas trenzas en el pelo.

La ceremonia en cuestión fue muy interesante. Mientras Conchita pasaba el sahumerio a cada una de las personas que iban a participar de ella, un grupo de mujeres cantaba y tocaba los tambores. Luego les pasó un ramo de flores de pies a cabeza para garantizar que su cuerpo quedara libre de malas energías. En seguida procedieron a envolver el cuerpo del sicario en un rebozo que sirvió de mortaja. Al terminar Conchita dio inicio a la ceremonia con unas palabras.

Sagrada Madre Tierra, recibe a este hombre

enrebozado.

Limpia su corazón.

Abre su corazón.

Destapa su corazón.

Que el alimento divino que le diste

se convierta de nuevo en alimento.

Que su sangre y su carne sean

alimento bueno.

Corta con trece navajas de obsidiana

sus ligas con la oscuridad.

Que esta obsidiana rasgue el manto negro

que cubre su alma y le permita volver a la luz

y reconocer su verdadero rostro.

Virgen de Guadalupe, cúbrelo con tu manto

de estrellas y conviértelo en

guerrero de la luz.

Conchita sacó de entre sus ropas un disco de obsidiana y lo puso sobre el rebozo que cubría al sicario justo a la altura del corazón. Procedieron a bajar el cuerpo al interior de la tierra ayudados por unas cuerdas que sostenían Tenoch y Salvador Camarena mientras cuatro mujeres tocaban el tambor. Lupita escuchó con deleite los cantos. Se sentía parte de la ceremonia. La verdad, tanto el huipil de Conchita como la camisa del delegado que Tenoch portaba gozaban de un planchado impecable gracias a ella. No cabía duda de que Lupita era una artista del planchado. En determinado momento, el disco de obsidiana que Conchita había depositado en el pecho del sicario se resbaló y cayó sobre una piedra. Se hizo añicos. El sonido del cristal al chocar contra la piedra era un sonido que Lupita traía guardado en su mente. Ésa fue una de las primeras piezas del rompecabezas que comenzó a tomar su lugar. Luego se dejaron caer desencadenadamente una serie de recuerdos de eventos aislados que en la cabeza de Lupita se empezaron a enlazar.