A Lupita le gustaba proteger.

Tal vez por eso se hizo policía. Le daba mucha satisfacción brindar ayuda en casos de emergencia. Apoyar. Cuidar. Reconfortar.

En la vecindad donde creció, sus vecinitas constantemente la buscaban para que las defendiera de peligros o agresiones que pudieran sufrir. Su amiga Celia era una de las niñas que con más frecuencia le pedía auxilio. Celia era solo tres años menor que ella pero era una niña pequeña y asustadiza. Por ejemplo, le tenía pavor a los guajolotes de doña Toña, que andaban sueltos por todo el patio y que solían picotearlas cuando ellas se ponían a correr. Al momento en que Lupita veía que los guajolotes se alborotaban, utilizaba su cuerpo como un escudo protector y con él cubría a su vecina de manera de que si los guajolotes se abalanzaban sobre de ellas, Celia quedara protegida.

Una sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Hacía tanto tiempo que no se acordaba de sus juegos infantiles! A veces, incluso le costaba trabajo pensar que alguna vez había sido una niña risueña. Lupita tenía una risa contagiosa. Cuando niñas, a Celia y a ella les daban ataques de risa. Si doña Dolores, la mamá de Lupita, andaba cerca, le decía “Ya no se rían tanto, parecen tontas”. Cosa que les provocaba aún más risa. ¡Cómo se rieron juntas! Conforme Lupita fue creciendo fue perdiendo esa alegría infantil, sin embargo seguía teniendo una risa vigorosa. Nadie podía escucharla sin unirse a ella. Claro que quien mejor la secundaba era Celia. Y con tal de reír y jugar con ella Lupita se enfrentó varias veces con los guajolotes. Esos actos de valentía le acarrearon infinidad de picotazos, pero nunca se amedrentó. La satisfacción que obtenía al brindar su servicio de protección intervecinal era muy superior a la molestia que le dejaba el dolor en sus piernas.

Si alguien le hubiera dicho esa mañana que pronto requerirían de sus servicios de protectora nunca lo hubiera creído. Hasta ese momento, la vida en la comunidad era tranquila a pesar de lo convulsionado que se encontraba todo el estado de Guerrero. Lupita ya estaba totalmente aclimatada a su nuevo estilo de vida. Le encantaba que la despertaran los gallos. Escuchar el canto de los pájaros iniciando sus actividades matutinas. En especial, el de una parvada que salía de una cueva cuando los primeros rayos de sol aparecían en el cielo. Levantarse con el amanecer y acostarse temprano después de una jornada de trabajo era una bendición. Su pierna estaba soldando bastante bien. La costilla ya casi no le dolía y eso que sólo habían pasado veintiún días desde su llegada. Su adaptación era completa. Cualquiera que la viera no podría diferenciarla de las otras mujeres que integraban la comunidad. Vestía la misma ropa que ellas. Se peinaba con largas trenzas. Tenía los mismos rasgos físicos y el mismo color de piel. Tal vez un poco menos curtido por el sol, pero era lo de menos. Ese día en particular, Lupita podría decir que se sentía contenta. Estaba bañándose a jicarazos en el interior de una especie de jacal destinado a la higiene personal. La acompañaba Carmela, una de las mujeres indígenas con las que mayor amistad había desarrollado. Carmela la ayudaba para cuidar que no se mojara el yeso de su pierna. En el exterior del jacal, se escuchaban los sonidos habituales. Los niños jugando, las gallinas cacareando, los perros ladrando.

De pronto a Lupita le llamó la atención que los perros ladraran tanto. Recordó el día de su llegada.

—Oye Carmela, ¿crees que ya llegó Tenoch?

—Tal vez, ya ves que lo esperábamos desde ayer.

Lupita mantuvo el oído alerta. Estaba a medio vestir cuando escuchó que al ladrido de los perros lo acompañó el sonido de carreras y gritos. Lupita y Carmela guardaron silencio. Lupita observó lo que pasaba afuera por una de las hendiduras de los tablones de madera.

Un grupo de sicarios estaba jaloneando y golpeando indiscriminadamente a viejos, mujeres y niños que les estaban impidiendo la entrada a la comunidad. Lupita sintió que la sangre se le subía a la cabeza. No soportaba ver que se ejerciera el uso de la fuerza contra la población civil. Terminó de vestirse como pudo y salió tratando de mantenerse oculta a la vista de los extraños.

Era un grupo armado que no pasaba de cinco integrantes. Venían huyendo de un poblado de Michoacán, donde se habían enfrentado a tiros con un grupo de autodefensa. Esos grupos armados eran diferentes a los de la policía comunitaria pero también surgieron por la necesidad de la población de defenderse ante las cuotas de protección que les imponía la delincuencia organizada y el cansancio ocasionado por las constantes extorsiones, secuestros, violaciones y homicidios que sufría su pueblo. Había una expansión de grupos de autodefensa que estaban tomando el mando en poblaciones michoacanas, recuperando el control de su tierra y participando en la elección de sus autoridades. Incluso se estaban reinstaurando los concejos de ancianos. Muchos de estos grupos se inspiraron en la lucha zapatista que, a veinte años de su surgimiento, habían alcanzado grandes logros. Para empezar, trabajaban el campo y se abastecían ellos mismos. Contaban con veintisiete municipios autónomos y en ninguno de ellos se bebía alcohol ni se sembraban estupefacientes. Ejercían la justicia sin la intervención gubernamental. Las mujeres eran respetadas y ocupaban posiciones y responsabilidades conquistadas por ellas mismas. Dentro de su territorio, sólo ellos mandaban y decidían qué rumbo tomar.

A lo lejos se comenzaron a escuchar balazos. Lupita en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el centro de la acción a pesar de que no podía caminar normalmente. Utilizando el bastón con el que se ayudaba para apoyarse, golpeó en la nuca a uno de los sicarios que estaba apuntando con su arma a uno de los ancianos, mismo que mientras eso ocurría no paraba de insultarlo en lengua indígena. El tipo cayó de bruces. Lupita lo desarmó y con el fusil comenzó a disparar sobre los demás sicarios, hiriendo a dos de ellos y haciendo huir a los demás a pesar de que estaba apoyada en un solo pie. En cuanto los sicarios escaparon, Lupita se dejó caer sobre la tierra. El esfuerzo resultó demasiado para ella. Se dio cuenta de que estaba recibiendo una mirada de agradecimiento de parte de los integrantes de la comunidad. Una de las hijas de Carmela se le acercó y la abrazó cariñosamente. Lupita se sintió muy satisfecha. Y así como los demás estaban sorprendidos con su valor y la rapidez con la que había respondido al ataque, así se sorprendió ella al descubrir que el arma con la que había disparado y que el sicario que desnucó empuñaba minutos antes era un fusil Xiuhcóatl. No le quedaba claro cómo era que los sicarios poseían un arma de uso exclusivo de las Fuerzas Especiales del Ejército Mexicano. El Xuihcóatl (serpiente de fuego en náhuatl) era un fusil de asalto diseñado por la Dirección General de Industria Militar del Ejército Mexicano.

Xiuhcóatl: serpiente de fuego, serpiente solar

Era el arma más poderosa de los dioses mexicas. Pertenecía al dios Huitzilopochtli, quien nació de Coatlicue (la tierra). Según el mito, su madre quedó embarazada después de guardar en su seno unas plumas que encontró tiradas mientras barría. Cuando terminó de barrer buscó las plumas pero ya no estaban. Supo entonces que estaba embarazada. Sus 400 hijos y su hija Coyolxauhqui se sintieron deshonrados. No vieron con buenos ojos el embarazo de su madre y decidieron asesinarla. Se pusieron en marcha bajo las órdenes de Coyolxauhqui y cuando estaban a punto de llegar junto a su madre, nació Huitzilopochtli, se atavió con plumas finas, tomó en sus manos a Xiuhcóatl (la serpiente de fuego) y con ella cortó la cabeza de su hermana. Coyolxauhqui rodó hacia debajo de la montaña y quedó desmembrada. Luego aniquiló a sus 400 hermanos. Cuando terminó, tomó la cabeza de su hermana y la lanzó al cielo donde se convirtió en la luna, simbolizando así la lucha permanente entre el sol y la luna. En Tenochtitlan se realizaban sacrificios humanos en honor a Huitzilopochtli con el propósito de darle vigor para que librara su batalla diaria contra la oscuridad. Y así asegurar que el sol volviera a salir después de cada 52 años.

Lupita estaba convencida de que el hombre que desnucó de un solo golpe y que yacía a su lado no era un militar. La forma en que se movía no correspondía a una persona que ha recibido una educación castrense. ¿De dónde habrían sacado esa arma? ¿Tendrían contacto con militares de la zona? No lo sabía. ¡Lo que sí sabía es que le urgía hablar por teléfono con Celia! Decirle que estaba viva. Contarle que una vez más había sobrevivido. La pobre de Celia, ante la falta de comunicación por parte de Lupita ¡capaz que hasta ya la daba por muerta!

En efecto, Celia estaba muy preocupada. Un día después de que Celia la había dejado internada, el departamento de Lupita fue allanado. Fue precisamente el viernes santo, el mismo día del ataque al Centro de Rehabilitación. La vecindad estaba sola. Todos estaban en la celebración y nadie vio nada. Cuando Celia regresó a su casa, descubrió la puerta abierta. Al principio creyó que Lupita se había escapado del Centro de Rehabilitación y se encontraba de regreso en casa, pero cuando entró al departamento se dio cuenta de que alguien había entrado con lujo de violencia y había destrozado el lugar. Lo más curioso es que no se habían robado ningún aparato electrónico. Más bien parecía que los intrusos buscaban algo. Celia de inmediato acudió ante el Ministerio Público a reportar lo sucedido pero el funcionario en turno estaba tan desvelado que ponía una serie de excusas con tal de no atenderla. Primero le dijo que como ella no era la inquilina no podían iniciar una investigación, a menos que llevara un poder notariado junto con un comprobante de domicilio, una copia de su credencial de elector, una de su acta de nacimiento y del último recibo de luz antes de poder tomarle su declaración. Por fortuna en ese momento, el comandante Martínez apareció en escena y la auxilió. En cuanto terminó de hacerlo, la tomó del brazo y la invitó a que pasara a su oficina. Ahí Celia se enteró por boca del mismo comandante Martínez del ataque cometido en contra de los internos del Centro de Rehabilitación. El comandante le dio un informe preliminar de la cantidad de muertos y heridos. Antes de que Celia sufriera un desmayo por lo que estaba escuchando, le pidió que no se preocupara pues Lupita no estaba en la lista de los que habían fallecido… sólo estaba desaparecida. Le preguntó si tenía una idea de en dónde podía estar.

—¿En dónde? ¡Eso quisiera yo saber! Yo la dejé internada y a la única persona que le informé de su paradero fue a usted… ¡y bueno, pos ya ve que al ratito llegaron a ametrallar ese lugar!

—¿Me está culpando?

Celia levantó los hombros como respuesta. Estaba muy desconcertada y molesta.

—Mire Celia, efectivamente yo fui a buscar a Lupita pero llegué justo después de la balacera… y… bueno, ¡yo qué tengo que andar dándole explicaciones! Como usted dice, yo soy el detective y el que hace las preguntas. ¿Sabe o no sabe en dónde se encuentra su amiga?

—No.

—Bueno, pues gracias, ya se puede retirar.

Celia se levantó y se encaminó a la puerta pero antes de que la cruzara el comandante Martínez le comentó:

—Y para su información, tengo mucho interés en dar con Lupita…

En efecto al comandante Martínez, independientemente de toda cuestión policiaca, le gustaría volver a ver a Lupita pero para continuar la relación que habían iniciado en el salón de baile.

El comandante Martínez y Celia no eran los únicos que buscaban a Lupita movidos por un interés personal o profesional. Aparentemente existía un grupo ligado a las actividades delictivas de la “Mami” que estaba muy interesado en dar con ella. Martínez esperaba encontrar con vida a Lupita antes de que lo hicieran las personas que ametrallaron el Centro de Rehabilitación. Martínez no se conformaba con la versión de que los atacantes, en un acto de venganza, eliminaron a adictos que habían dejado de consumir drogas que les vendían narcomenudistas comandados por la “Mami”. Martínez estaba seguro de que había algo más y de que Lupita le podría dar información que los llevara a la captura de los maleantes. Él no tenía duda de que atrás del atentado estaba el grupo delictivo de la “Mami” pero necesitaba pruebas para poder presentar cargos en su contra. La “Mami” por su parte seguía en franca mejoría.

La fiesta de la Pasión había terminado y todo había vuelto a la normalidad pero les había dejado un mal sabor de boca. Tenía más de cien años de realizarse en perfecto orden y con la cooperación de los ocho barrios de Iztapalapa. Era un verdadero ejemplo de organización civil. Las autoridades sólo les brindaban seguridad y su apoyo pero todo lo demás corría por cuenta de los habitantes de la delegación y era la primera vez que se veía empañada por un evento de tal naturaleza.