A Lupita le gustaba correr.

Hasta desfallecer. Hasta que dejaba de sentir dolor en sus piernas. Hasta que trascendía toda sensación corporal y entraba en trance. De joven acostumbraba ir a correr todos los fines de semana pero hacía tiempo que su trabajo le impedía realizar esta actividad de manera regular. Correr siempre fue una manera de escape. Le permitía huir de la realidad, de una manera más sana que la que le ofrecía el alcohol. Con la bebida perdía todo contacto con su cuerpo, corriendo lo recuperaba, aunque al final terminara por perderlo nuevamente al entrar en un estado alterado de conciencia. Correr le brindaba una sensación total de libertad. Por lo mismo le molestaba estar prisionera. Atada. Limitada en sus movimientos. Tenía conectado el suero en su mano izquierda y ya le había comenzado a cansar. Cuando recién se internó, agradeció enormemente cada gota de suero que entró a su torrente sanguíneo pero ahora que experimentaba una franca mejoría, ese cordón umbilical artificial le provocaba sentimientos encontrados. Por un lado le agradaba saber que por medio del suero obtenía todo lo que su cuerpo necesitaba. Era agradable remitirse al momento en que su madre le brindó el sustento por medio de un cordón que unía sus cuerpos. Pero por otro lado, su condición actual la obligaba a mantenerse quieta si es que quería seguir conectada a un cordón que la nutría pero le limitaba sus movimientos. No podía mover su brazo a su antojo. No podía deambular como quisiera. Tenía que estar unida al suero. Ir al baño con él. Dormir con él. Bañarse con él.

Para colmo, el yeso que tenía en su pierna fracturada era un doble impedimento. Lupita ya no sabía ni cómo acomodarse en la cama. Su cuerpo le pedía a gritos que cambiara su posición, pero ella no podía cumplir con esa orden a plenitud. Nuevamente se sentía prisionera pero ahora de su enfermedad. Lo peor es que se trataba de un padecimiento que ella misma se provocaba. Nadie le puso un cuchillo en el cuello para que fuera de cantina en cantina. Nadie la forzó a insultar violentamente a todo el que pudo, incluyendo a la escalofriante “Mami”. Nadie le torció el brazo para atascarse de cocaína. Fue una decisión propia. ¿Originada por su enfermedad emocional no resuelta? Sí, tal vez, pero el caso es que ella y nadie más que ella era quien decidía la forma de enfrentar sus problemas. Si alguien escribiera una reseña de nota roja sobre su caso en particular, con toda autoridad podría hablar de la existencia de una asesina solitaria, o sea, de ella misma como la responsable de todo. Curiosamente eso mismo es lo que trataban de hacer los responsables de la investigación de la muerte del delegado. Por la mañana había aparecido una nota en el periódico donde ahora se daba a conocer una nueva versión de los hechos. Según ellos, el delegado se había suicidado con un cuter que traía escondido bajo la manga. ¿Y dónde quedó el cuter? Quién sabe. ¿Y dónde estaba la nota con la que los suicidas acostumbran despedirse? Quién sabe. ¿Y por qué se suicidó? Quién sabe. Eso era lo de menos. Lo urgente era cerrar el caso y pasar a la celebración de la Pasión sin demora, cosa que estaba sucediendo tal y como se esperaba. Las televisoras estaban cubriendo paso a paso el desarrollo de la representación. Don Neto, en su papel de Judas, hasta el momento estaba resistiendo bastante bien los insultos que le propinaban en la calle. Sólo hubo un momento en que quiso responder la agresión pero lo contuvo la vanidad. Si se liaba a golpes con un nazareno lo más probable es que la peluca que Celia le había colocado volara por los aires y no quería que su cabeza calva quedara expuesta.

Lo único bueno de toda la puesta en escena del barrio es que gracias a la enorme necesidad de que se llevara a cabo, de la noche a la mañana, Lupita había dejado de ser la presunta responsable de la agresión que sufrió el delegado. Eso la colocaba en una posición más cómoda pero aún seguía latente la posibilidad de que los que la dejaron tirada en la cueva se enteraran de que seguía con vida y vinieran por ella.

Quién sabe si fue por tanto suero o por recordar el asesinato pero a Lupita le entraron unas ganas enormes de ir al baño y la obligaron a levantarse de la cama. Llamó a la enfermera para que le ayudara pero no obtuvo respuesta. Con gran trabajo se puso en pie y se dirigió al sanitario cojeando y arrastrando el soporte del suero.

En la calle se escuchaban los sonidos constantes de los cuetes. La Fiesta de la Pasión estaba en pleno apogeo. Cada estallido reverberaba en la cabeza de Lupita con fuerza. El ruido la molestaba, pero su malestar no era más fuerte que sus ganas de orinar.

Apenas le dio tiempo de llegar al baño, en cuanto se sentó, la orina escapó de la vejiga y le produjo un gran placer. Estaba tan aliviada que nunca se enteró a qué hora el sonido de los cuetes se mezcló con el de ráfagas de metralleta. Escuchó carreras en el pasillo y gritos. El instinto la hizo levantarse y esconderse tras la puerta del baño. La puerta de su habitación se abrió de golpe y varios disparos se incrustaron sobre la cama que ella acababa de desocupar. Pasaron unos segundos antes de que escuchara algo más. Se asomó con cuidado. Desde la puerta entreabierta se alcanzaba a ver su cama. Las cobijas estaban desordenadas así que parecía que Lupita aún estaba dentro. El cuerpo de un hombre caminó hacia la cama y levantó de golpe las cobijas. Descubrió que ahí no había nadie. Lupita se recargó sobre la pared y tomó la muleta para defenderse. Un pensamiento absurdo cruzó por su mente: “¡Uta, lo bueno es que me dio tiempo de hacer chis!”. La puerta del baño fue abierta por medio de una patada y Lupita contuvo el aliento. En el pasillo se escucharon gritos y carreras. Alguien ordenó la retirada. Más disparos y carreras obligaron al asaltante a salir de su cuarto. Lupita se recargó sobre el soporte del suero y supo que tenía que huir. Nunca se enteró de dónde le salieron las fuerzas para salir al pasillo y dejar el hospital. Mucho menos cómo fue que evitó las balas ya que la adrenalina la empujaba a correr, pero sus piernas no le respondían.

A una cuadra del hospital se unió a un grupo de nazarenos que caminaba en procesión. Se dirigían hacia el Cerro de la Estrella donde tendría lugar la crucifixión de Cristo. A Lupita nunca le había emocionado mucho la fiesta. La respetaba porque era parte de su tradición pero hasta ahí. Ese día todo adquirió un nuevo significado para ella. Se unió a la procesión porque no le quedó de otra. Todos iban vestidos con largas túnicas y ella con una bata de hospital pero tal parecía que a nadie le importaba. Consideraron que era una nueva manera de participar en la fiesta de la Pasión y que el tripié de donde se colgaba el tubo del suero significaba otra cruz que cargar. Lupita trataba de arrancarse el tubo del suero pero le costaba trabajo mantener el equilibrio en un solo pie y al mismo tiempo arrancarse la tela adhesiva que mantenía a la aguja en su sitio. Tenía que desconectarse a como diera lugar para poder moverse con mayor libertad, o al menos eso pensaba ella, aunque era obvio que el tripié de alguna manera le ofrecía un buen sostén y no era buena idea deshacerse de él. Cuando por fin se retiró la aguja se desplomó en el piso. El dolor de la pierna era intenso. La gente pasaba a su lado sin prestarle atención. Cada quien iba en lo suyo. Orando y ofrendando la caminata al Cristo en la cruz.

Lupita, al verlos, deseó con toda el alma tener su misma fe. Ella la había perdido muy niña. Justamente el día en que su padrastro la violó. ¿Dónde estaba Dios esa mañana? ¿Por qué permitió que eso le sucediera? Desde entonces no lo perdonaba y se había alejado por completo de la religión. Uno de los requisitos para entrar a A.A. era rendirse ante un poder superior. Lupita lo hizo, pero nunca en términos religiosos. Hablando con honestidad, en verdad nunca se había rendido ante un poder superior, pues no entendía de qué se trataba. Sin embargo esa mañana, al desconectarse del suero, le urgió conectarse con algo más allá del cuerpo que la sostuviera con vida. De niña había escuchado que en el centro de la cruz es donde se encuentran los cuatro vientos y que ahí radica el espíritu de las cosas. A Lupita le gustaba pensar que el Cristo en la cruz nunca había experimentado dolor alguno porque al momento en que lo clavaron al madero su alma emigró al centro de la cruz. A ese lugar fuera del tiempo en donde se instalaban todos los que salían de su cuerpo. Era el lugar que ella buscaba con tanto afán en sus borracheras. Era un lugar en donde no se experimentaba sufrimiento. Ahí es donde ella quería ir. Definitivamente el dolor físico invitaba a la elevación del espíritu. El cuerpo, cansado de sufrir, quería dejar de lado todas sus dolencias y descansar.

Lupita recargó su cabeza entre sus piernas y se rindió. Pidió a quien fuera que estuviera en un nivel superior que le permitiera reposar en el centro. En el espíritu. En donde hubiera paz. En donde hubiera luz. Luz. Luz.

CERRO DE LA ESTRELLA

En la cumbre del Cerro de la Estrella, denominado Huizachtépetl por los aztecas, era donde desde la época prehispánica se buscaba la luz, se anhelaba la luz, se veneraba la luz mediante la ceremonia del Fuego Nuevo. El cerro se encuentra a 2 460 metros sobre el nivel del mar y desde su cima se puede apreciar todo el Valle de México. Mediante el encendido del fuego se renovaba la idea del fin de un ciclo solar y el comienzo del otro. La ceremonia requería un sacrificio humano.

Lupita observó que los nazarenos en la calle se detenían. Había llegado la hora en que el Cristo era crucificado. El ambiente en el Cerro de la Estrella era imponente. Conmovedor. Todos los asistentes guardaron absoluto silencio en el momento en que Cristo moría en la cruz. En ese preciso instante, todos aquellos que habían hecho la procesión cargando su propia cruz la levantaron al mismo tiempo. Lupita cerró los ojos y se dejó contagiar por la fe que la rodeaba. Sintió que una enorme paz la inundaba. Una claridad se apoderó de su mente y la hizo sentirse reconfortada. Si en ese momento moría, moriría en paz. Si una bala se atravesaba en su camino, ¡bienvenida! No sabía a qué atribuirlo pero tenía por primera vez la certeza de que la muerte no existía. Que en el centro del universo todo confluía. Todo se reencontraba. Todo tomaba forma una y otra vez en un ciclo eterno y continuo.

Se alejó del mundo por un momento. No escuchó las sirenas acercarse al Centro de Rehabilitación. No supo que a su lado pasaron huyendo unos sicarios. No supo nada aparte de que desde el centro de su corazón una hebra invisible se había elevado al cielo y se había logrado conectar con el corazón del cielo. Ese hecho era tan contundente que lo que sucedía a su alrededor pasó a segundo plano. Ya no escuchó nada. Ya no vio nada. Ya no le importó nada. No supo que un sicario se detuvo momentáneamente frente a ella y que le disparó. No se enteró de que el tripié del suero le salvó la vida al interponerse entre la bala y ella. Sólo abrió los ojos alarmada por el sonido del disparo y fue ahí cuando vio que Tenoch, un hombre con extensores en las orejas y un bezote en el labio, la protegía de la agresión del sicario, la tomaba entre sus brazos y la ayudaba a huir del lugar que para entonces se había convertido en un caos.

Lupita no ofreció resistencia alguna. Se dejó guiar de la mano de Tenoch dócilmente. En la única persona que en ese momento podía confiar era en ese hombre.