Diez minutos más tarde, intenté llamar.
—Tu padre sabrá dónde está —dijo Erik—. Él no la dejaría marcharse en pleno huracán. Apuesto a que ahora mismo están en el sótano del museo, bebiendo whisky y discutiendo tranquilamente acerca de la procedencia de alguna otra estela o trozo de cerámica.
—Eso espero. —Levanté el auricular del teléfono. Marqué el número que me había dado mi madre en su e-mail y aguardé.
Erik estaba sentado en el sofá en postura rígida, mirando los peces.
—¿No contestan?
El teléfono sonó al otro lado del hilo una y otra vez, como un timbre de alarma.
Dejé escapar un suspiro.
—No, todavía no. Pero temo que quizá no esté con él. El e-mail me lo mandó hace varios días.
—¿Dónde podría estar, si no? En la televisión han dicho que las carreteras estaban cortadas. No podría haber ido muy lejos. Y la mayor parte de los daños se han producido en el este, y un poco en el norte. En la selva, donde seguramente no llegó. Me has dicho que estaba de vacaciones. Seguro que dio media vuelta en cuanto empezó a llover con fuerza.
—No —dije, vacilante—, antes tenías razón.
—¿Qué quieres decir?
—No se fue de vacaciones.
Erik abrió la boca, luego la cerró sin decir nada.
—En el e-mail que me envió —proseguí—, decía que… que no me había dicho toda la verdad sobre el viaje, que creía que sabía dónde encontrar el Laberinto del Engaño.
Erik me lanzó una mirada intensa.
—¿Qué quieres decir?
—No me lo explicaba muy bien, pero decía que había encontrado algo, que creía saber dónde estaba el laberinto.
—El Laberinto del Engaño. Las ruinas de las que hablaba Von Humboldt.
—Si es el mismo del que hablaba Beatriz de la Cueva, sí.
—No… no puedo creerlo.
—Antes has dicho que era posible que Von Humboldt encontrara unas ruinas, o algo.
—¿Qué ha encontrado ella?
—No lo decía. Ni siquiera se lo ha contado a mi padre. Y a mí solo me decía que se iba al norte, a Flores, y desde allí a la selva, más allá de un río… el Sacluc.
—Sí, el Sacluc. Lo conozco. Es decir, sé dónde está. Pero no puede haber ido sola. Excavar en el Petén no es tarea fácil.
—No tengo la menor idea de qué pensaba hacer —dije, moviendo la cabeza—, pero me pidió que le fotocopiara la leyenda de Beatriz de la Cueva antes de marcharse. Y también las cartas. ¿Las conoces?
—No. Me interesa más Von Humboldt. Hace años que no leo nada del material de Beatriz de la Cueva.
—Has dicho que Von Humboldt tomó la misma ruta que ella.
—Por lo que sabemos, sí.
—Y mi madre iba a hacer lo mismo. Mencionaba la lluvia, y no creo que fuera acompañada. Seguramente desistieron ante la tormenta.
—Pero ella no.
—No —conseguí decir.
Erik hizo una mueca.
—¿No contestan? —volvió a preguntar.
Yo tenía el auricular pegado a la oreja, pero seguía oyendo tan solo el timbre monótono y enloquecedor del teléfono sin respuesta.