63

… Después de que el rey dejara caer su cuchillo de jade y el crimen se hubiera cometido, la maldición de su esposa agonizante cayó sobre su cabeza y sobre sus parientes. Solo entonces supo él lo que había perdido. En la locura de su pena, huyó con ella a través de la selva; dejó atrás el río y las ciénagas, hasta llegar al lugar desde el que podría viajar en paz hacia la tierra de los muertos.

Años atrás, cuando conoció la pupila de su padre, que luego fue novia de su hermano, ya la había codiciado. Es taba seguro de que, con ella, su rival poseía el más preciado tesoro del país, mucho más valioso que los océanos, los campos y todas las joyas azules del mundo.

Decidió poseerla.

Así derrotó a su hermano y al pueblo de su hermano y se llevó a la reina Jade a vivir con él en su verde y fértil país. Pero ni aun entonces estaba satisfecho. El rey estaba tan celoso de su belleza que ordenó a arquitectos y criados que arrancaran la piedra azul de las montañas y construyeran para él un laberinto del que ella no pudiera escapar jamás.

Así quedó atrapada: por las palabras, por el jade, por la selva. Durante años, buscó el camino a través de la negra selva para volver al mar, sin conseguirlo.

Pero designios tan malvados siempre están destinados a fracasar. Como todos los amantes, habría sido mejor que el rey la cortejara con palabras zalameras, o mejor aún, con la libertad. Pues ella tenía sus propios trucos y trampas.

El lugarteniente del rey, el enano, descubrió su traición; había seducido al sacerdote hasta corromperlo y condenarlo.

Después de aquello, ninguno de los dos podía salvarse.

El rey enterró a la mujer conocida como Jade; la vistió con sus galas de reina, compuso un poema y lo grabó en las paredes; era su última carta de amor.

Cuando el viento empezó a aullar en el exterior, y su reino quedó aplastado y destruido por las nubes, se dio cuenta de su error. Decidió entonces recorrer una última vez la senda del hombre bueno.

Abandonó la cueva y se adentró en la tormenta.