Long Beach, en la actualidad
En El León Rojo, que sigue siendo mío, tengo ahora al menos seis estantes dedicados a la Historia. Los bichos raros, los fanáticos y los bibliófilos pasan por delante, extraen un volumen, lo hojean, y fruncen el entrecejo cuando leen las afirmaciones acerca de caballeros, monstruos y amazonas que los autores han vertido en él. Yo me siento detrás de mi mesa y envuelvo libros, reparo encuadernaciones y los observo mientras discuten e improvisan sus psicodramas. O, lo que es peor, veo cómo se sientan entre los estantes con las piernas cruzadas y leen mis libros de cabo a rabo, con lo que indudablemente obtendrán grandes conocimientos, pero sin comprar.
De vez en cuando, entra en la librería una mujer gruñona con la cabellera plateada, hace sonar las campanillas que hay colgadas sobre la puerta y dispersa a los clientes a su paso. Mi madre, que se curó completamente de su expedición a la selva, ha vuelto a su trabajo con normalidad. Últimamente, Erik y ella están enzarzados en una lucha sin cuartel para tener mayor influencia en los profesores de Harvard, que han hecho varios viajes al lugar del Petén donde está enterrada la reina Jade que nosotros descubrimos. La reina fue recuperada, pero además, lentamente, los científicos han empezado a excavar una pequeña ciudad cercana, medio enterrada, en la que hay magníficos palacios tallados y patios abovedados, algunos de los cuales tienen frisos hechos de jade azul. Por otra parte, la búsqueda de reliquias, sobre todo de jade, ha adquirido nuevos bríos desde un día del año 2002 en que leímos en un periódico local la noticia del hallazgo de jade por parte de los científicos de Peabody después del huracán. «Un equipo estadounidense afirma haber encontrado la legendaria fuente de suministro de jade —reza el artículo— en una zona del tamaño de Rhode Island de la Guatemala central, que bordea el río Motagua». Yo me dije que sin duda perturbarían el descanso del pobre Tomás de la Rosa, uno de mis padres. Se dice que la mina que puso al descubierto el huracán Mitch en la sierra de las Minas es enorme, de modo que en Guatemala abundan ahora los geólogos y arqueólogos extranjeros, que periódicamente luchan a brazo partido por hacerse con un pedazo de terreno. Batallas como ésas suelen poner de buen humor a mi madre.
Aun así, tanto si tiene un día optimista como si lo tiene negativo, suele venir a visitarme a la librería para repasar mis libros y mirarme refunfuñando hasta que le doy un beso. Me gusta ver cómo frunce el entrecejo al ver mis existencias y cómo hostiga a los aficionados al RuneQuest y a Drácula, cuando se pasean disfrazados por los pasillos de mi tienda. Me encanta cuando se inclina sobre mi mesa y juguetea con mi pelo mientras charlamos sobre libros, chismes, películas, arqueología, los esfuerzos de recuperación que continúan en América Central, donde aún se notan los efectos del huracán Mitch, y, lo que es mucho menos frecuente, sobre las circunstancias de mi nacimiento. Pero no solemos desviarnos hacia otras cuestiones relacionadas con éste, tales como las razones por las que me disuadió de escribir a Yolanda.
Algunos temas son aún demasiado peliagudos.
Mi corazón sigue repicando como una campana cuando veo que mi madre cruza la puerta de mi librería, pero desde que me enteré de la verdad acerca de nuestra familia, y reconocí que nunca debí alejarme de mi hermana, he notado un pequeño cambio que me atenaza. A veces tengo que escuchar muy atentamente para oír ese claro y agudo tintineo, y a veces temo que sea tan solo el ruido de las campanitas de la puerta. Pero al final lo oigo. Casi siempre.
Hay días en los que me alegro de saber la verdad de por qué no me parezco a Manuel Álvarez. Y hay días en los que creo que es fantástico que me parezca tanto a él en el espíritu libresco, y no en algo tan vulgar y predecible como la sangre que corre por mis venas.
Pero hay otros días en los que no me alegro.
A menudo desearía no haber leído el diario de mi madre.
Ahora sé que hay secretos que es mejor no conocer.
En fin. Sigo llenando El León Rojo de literatura fantástica y de misterio, y de los libros espeluznantes acerca de escarabajos y rompecabezas. A veces, paseando por los estantes de «Grandes villanos coloniales de la historia», encuentro a una mujer joven con sombrero negro, expresión resuelta y ojos y pómulos que ahora reconozco similares a los míos. Mi única hermana. Seguramente la persona más extraña y extraordinaria que conozco. Ahora tiene cicatrices en los brazos, recuerdo de nuestra expedición a la selva, y me estruja cada vez que me abraza. Todas las veces que la he visto desde que volvimos de nuestra aventura, lleva un gran colgante azul con jeroglíficos grabados. Seguramente es muy valioso.
Manuel no deja de reclamarlo desde el museo, pero Yolanda dice que lo guardará hasta que esté segura de que él sabrá cuidarlo.
Igualita que su padre, replica él siempre.
Pero cuando Manuel menciona ese nombre, creo que le gustaría no haberlo hecho, porque suscita numerosas dudas, tales como las extrañas circunstancias de la muerte de De la Rosa, el misterio de qué lo mató, así como el lugar en el que yace su cuerpo. ¿Cómo serían los últimos momentos de aquel pobre hombre?, nos preguntamos todos. En privado, nos hacemos la pregunta, más difícil y turbadora, de qué ocurrió con su cadáver. No parece natural que un hombre como él haya desaparecido sin dejar la menor huella, rastro o señal.
Hemos oído ciertas teorías acerca de asesinatos en Belice, secuestros en Italia y apariciones en Lima al estilo de Elvis. Pero no nos atormentamos con esas ideas y tratamos de recordar a Tomás de otra forma. En cuanto a su patrimonio, el clan Sánchez, Álvarez y De la Rosa está haciendo todo lo posible por continuar con sus proyectos arqueológicos, lo que significa que en mi pasaporte no se ha depositado mucho polvo íntimamente. Está la cuestión del lugar en el que se encuentra el oro del rey Moctezuma, por ejemplo, y luego una historia según la cual Excalibur está oculta en la pampa de Sudamérica. Ambos son enigmas históricos que el viejo arqueólogo creía ser capaz de resolver…
Pero no voy a entrar ahora en esos otros temas, puesto que ésta es la historia de la reina Jade, y ya casi ha concluido.
Diré que Manuel visita también El León Rojo cuando viene a Los Ángeles. Mi padre entra silenciosamente por la puerta, se acerca a mi mesa y me besa la mano. Las cosas siguen casi exactamente igual entre nosotros. No hemos dejado de mirarnos con grandes ojos llenos de cariño. Y a veces me da algún cheque.
Sin embargo, sigo sin tener dinero.
Por la noche, tras la larga jornada, cierro la librería y me quedo un rato sentada escribiendo —y me siento más de lo que solía, ya que tengo cierta rigidez y alguna que otra punzada en la cadera izquierda a causa de la vieja herida—. Mientras espero a que llegue Erik, escribo el borrador de un libro en el que estoy trabajando para la Red Lion Press. Aunque he descubierto que tengo más talento para la aventura del que creía, sigo prefiriendo mi mundo acogedor y lleno de libros. Con esto no quiero decir que la venta de libros sea mucho más segura que la vida en la selva, con sus pumas y monos meones. En una librería que ofrece libros de aventuras, el lector no sabe nunca qué va a suceder. O en qué debe creer. Por ejemplo, tengo un ejemplar aquí «muy raro y en excelente estado, pero con un precio razonable» que vuelve a contar la historia de la reina de todos los jades, y relata la falsa historia antigua de una piedra talismán que hace tan poderosos a los hombres que pueden ganar cualquier guerra.
Pero a todo el mundo le seducen fácilmente tales fantasías.
He escrito mi propia traducción moderna de la Leyenda de la reina Jade. En ella se encuentran los engaños de Balaj K’waill, y la astucia de De la Cueva, la traición y el romance. Es decir, yo misma he sido seducida.
Acabas de leerlo.
De noche, a la luz de mi lámpara y en compañía de mis libros, pulo mi historia. Rectifico una frase aquí, un adjetivo allá. La tarea me desconcierta a menudo, pero últimamente me he convencido de que el desconcierto podría ser el estado mental más normal de una persona, sobre todo cuando se dedica a descifrar un texto como La reina Jade.
Aun así, ahora sé que, cuando De la Cueva escribía:
Cuando la máscara cayó de los ojos de la hechicera y ésta contempló su jaula, supo que jamás podría leer los peligros del laberinto para escapar,
la palabra «leer» debe traducirse literalmente.
Además, si alguna vez me interesara traducir las cartas de la gobernadora, sabría que, en el pasaje en el que escribe a su hermana Ágata en 1541, el que dice:
Debo confesaros que el laberinto me parece muy difícil de otear,
la palabra «otear» no debía utilizarse en el sentido de dominar desde lo alto, sino simplemente, el de examinar con cuidado.
Así que, sentada en mi librería, doy vueltas a estas ideas y las anoto, hasta que llega Erik.
Erik entra en mi librería; yo sonrío y apago la luz. Cuando él se acerca en la penumbra, no siempre estoy segura de si haremos el amor, leeremos en voz alta, nos besaremos o nos contaremos historias.
O todo a la vez.
Cuando tiene suerte, le enseño un poco de lo que estoy escribiendo. Uno de los dos lo lee en voz alta. No es una traducción, en realidad, sino una obra original. Es un relato fiel de la historia. Es el relato de los hechos auténticos, de lo que significaba la historia realmente, y adónde conducían los mapas. Trato de contar la verdad.
—Imposible, mi amor —dice él, sonriente—. Pero sigue… me gusta.
Así que le doy otro beso y luego cojo las hojas sueltas que he escrito. Llevan mi letra hecha de grandes trazos, salpicada de borrones de tinta y tachaduras, signos de exclamación y notas en lápiz azul. Están un poco arrugadas, de modo que el pliego de papeles parece un viejo mapa del tesoro, o un manuscrito hallado en un viejo cofre en el mar, o la obra de un poeta olvidado.
Y en cuanto al relato en sí, creo que podría ser real. Real, bordeando la fantasía.
Tal vez una parte del significado que hallamos lo creamos nosotros mismos.
Aquí está la verdadera historia de la reina Jade.