Después de montar el campamento en el claro, junto a la entrada de la cueva, Erik atendió las heridas de mi madre y le dio unos calmantes, mientras Yolanda, Manuel y yo sacábamos el equipo de las mochilas. Los tres nos acuclillamos en una zona cubierta de hierba y rodeada de negros árboles, y a la luz de las linternas sacamos las lonas impermeabilizadas, la comida, el agua y las mosquiteras. Yolanda y yo nos lanzábamos nerviosas miradas de complicidad, y yo besé cariñosamente a Manuel varias veces. Luego me volví hacia Yolanda y la miré largamente mientras ella desplegaba una hamaca. Aún llevaba el sombrero ladeado sobre la cabeza. La luz de la linterna dejaba ver su cara, llena de rasguños, pero no eran graves. Llevaba la camisa abotonada hasta arriba y bajo el cuello asomaba una joya. Me incliné y la besé también a ella.
—Vale, vale —dijo, sin dejar de ofrecerme la mejilla para que pudiera volver a besarla—. Tenemos mucho que hacer antes de echarnos a dormir, así que no tenemos tiempo de ponernos sentimentales.
—Pues me ha parecido que te ponías un poco sentimental ahí dentro.
—Es cierto, querida —dijo Manuel.
—Si así fuera, estaría justificado, ya que acabo de descubrir que tengo una hermana. Pero considerando todo lo que hemos tenido que pasar, en realidad preferiría pasar por alto las partes más dolorosas referentes a padres, desilusiones y otros desastres familiares, gracias.
En realidad empezaba a parecer muy complacida, incluso cuando frunció el entrecejo y me dijo que me concentrara en buscar la varita de magnesio para encender un fuego.
—Quizá podrías venir a vivir con nosotras —dije.
—¿Vivir contigo?
—¿Por qué no?
—Bueno. —Suspiró mientras revolvía en la mochila de Erik y finalmente sacaba de ella la varita—. Estoy segura de que hay mil razones.
—Dime una.
—Es fácil. No estoy segura de que seas una buena compañera de habitación.
—Puede que haya mejorado.
—Lo dudo. Pero… ahora que lo mencionas, tal vez podría probarlo durante un par de meses. Dependerá de cuánto tiempo pueda soportarlo.
—Te dejaré vestirte como los cíclopes y saltar sobre mí desde los armarios —dije.
—Oh, gracias, pero creo que tendré que idear nuevas formas de torturarte. Aun así, si… solo estoy pensando en voz alta… si vamos a pasar más tiempo juntas, tendrá que haber algunos cambios.
—¿Cambios?
Manuel se echó a reír.
—Ya empezamos —dijo.
—Es obvio que no tienes la menor idea de cómo moverte por la selva. —Alzó la barbilla en un gesto retador—. Has pasado demasiado tiempo en las bibliotecas.
—No creo que…
—Tendré que ser dura contigo para ponerte en forma. Y enseñarte a vadear un río sin hacer que se ahoguen casi todos los que te rodean, para empezar. Además, tendré que darte algunas lecciones de cómo escribir una carta decente.
—Sí, sí —admití—. Mea culpa. Mea culpa. Seré buena y te obedeceré.
—Como ha de ser.
Yolanda me miró con expresión solemne hasta que una involuntaria sonrisa empezó a dibujarse en su boca, igual que en la mía. Después ocultó la cara bajo el ala de su sombrero y gruñó algunas críticas más sobre mi carácter y mis habilidades de campista; luego, recogió ramas y hojas para juntarlas en el suelo. A continuación empezó a golpear el magnesio hasta hacer saltar la chispa del pedernal. Yo la seguí con la mirada, y cuando las llamas se alzaron entre las sombras, vi que bajo el cuello de su camisa brillaban unas piedras azules.
—¿Qué es eso? —Bajo la camisa vi el colgante de jade que unos minutos antes estaba alrededor del cuello de la reina enterrada.
—¿Esto? Oh, una cosita que me he llevado. Relájate. Lo devolveré. Solo lo guardaré un tiempo para que esté a salvo. Mi padre habría querido que vigilara de cerca un tesoro como éste.
—Hablaremos de eso… más tarde —dijo Manuel, mirándola de reojo.
—De acuerdo. Bien, ¿de qué estábamos hablando? Ah, sí, del futuro. El futuro. Como te decía, hay mucho trabajo por delante si quiero convertirte en una hermana como es debido, pero si tenemos suerte y las cosas no se tuercen como suelen hacer, quizá acabe haciendo de ti alguien de provecho.
Mientras ella seguía describiendo todos los cambios que debería hacer antes de tener la esperanza de ser aceptada como hermana de una De la Rosa, yo miraba la fogata y cómo las llamas empezaban a prender en las hojas, las ramas y las flores. El círculo de luz llegaba hasta la entrada de la cueva donde yacía la reina enterrada; hasta los helechos, los grandes árboles aplastados, las ciénagas y los monos y las aves. Los quetzales agitaban sus alas verdes entre las ramas doradas y ennegrecidas de las caobas y veíamos las neblinas de color ocre que se arremolinaban en torno a los helechos. Los venados corrían por la selva; nos pareció oír los resoplidos y gruñidos de jabalíes y las pisadas de posibles felinos. Yolanda se levantó y esquivó a los monstruos para ir a recoger leña. Luego se sentó de nuevo junto a mí y me cogió la mano. El resto del grupo se acurrucó también alrededor de la fogata. La luz dorada se elevó por encima de la selva como un espíritu y nos mostró sus animales fabulosos y sus asombrosas bestias de ojos rojos. De todas ellas, mi madre no era la criatura menos asombrosa, parecía una hechicera buena con sus cabellos plateados y su pierna torcida. Tenía los ojos fijos en mí desde el otro lado de la fogata.
Le devolví la mirada en silencio, agradecida.
Ninguna de las dos sonrió; nuestro amor era demasiado fuerte e impetuoso para hacer algo así.