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Para los antiguos mayas, como ya he dicho, las cuevas eran lugares sagrados, donde los vivos y los muertos podían comunicarse con el otro mundo. A menudo se localizaban cementerios en aquellos espacios subterráneos, llenos de momias, reliquias y huesos, para que los espectros de los antepasados pudieran viajar con facilidad hacia el Hades.

Aquella cueva se había utilizado de modo similar.

La linterna de Erik, luego la mía y la de Yolanda, pasaron por encima del objeto de jade azul en el que se apoyaba mi madre. Aquel enorme rectángulo era un ataúd hecho de una única pieza sólida de jadeíta azul, con intrincados grabados en todas sus caras. Frisos con rosas y formas geométricas, enanos, guerreros, rostros de sacerdotes y de hechiceras, brillaban con tonos cobalto y turquesa en cada centímetro de jade. Tenía aproximadamente un metro de altura por medio de ancho, y debía de estar cubierto por una losa de jade que un misterioso excavador anterior había sacado y apoyado en una pared de la cueva. En el sarcófago había el cuerpo de una delgada joven que parecía apenas una muchacha. Estaba bien conservado; era del color de la turbera, y sus huesos tenían una textura de ámbar viejo. Sus manos eran unos palitos fosilizados; su rostro, con su tinte de teca mojada, no tenía una expresión serena. Sus piernas habían sido largas, pero el tiempo las había convertido en ramas y raíces de color sepia, como las de los árboles jóvenes que habíamos visto en la selva. Su cabeza era un delicado cráneo apergaminado. Y su pecho cóncavo albergaba un nido, pero no de pájaros, como al principio creímos.

A aquella joven, al enterrarla, la habían envuelto, adornado y cargado de jades tallados como diamantes y con espléndidos grabados. Alrededor de su cuerpo se amontonaban joyas que lanzaban destellos azules. Las gemas no solo estaban talladas en forma de diamante, como tuvimos ocasión de comprobar, sino también de rosas como hacían los aztecas con sus esmeraldas, y de ídolos diminutos, y de grandes perlas, y había también grandes trozos sin pulir engastados en plata y oro. En el centro de aquel tesoro, un único colgante de jade azul, grande y plano, colgaba de un collar de pequeñas perlas de jade. El colgante tenía unos grabados que me pareció reconocer.

Lo cogí y lo sostuve a la luz; el jeroglífico se volvió rojo y oro dentro de la iluminada roca azul.

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Sabía que era el símbolo del jade.

—Pero ¿cuál de ellos es el jade? —preguntó Yolanda.

—Aún no lo has entendido —respondió mi madre—. Es ella. Ella es el jade. El cadáver es de una mujer, en mi opinión. Y sé con toda certeza que de esta forma se enterraba a las mujeres.

—La reina Jade —dijo Erik—. ¿Nos está diciendo que la reina Jade era esta mujer?

—Sí —contestó mi madre—. Mirad la pared… a la izquierda. Está todo ahí.

Las linternas se volvieron al unísono para iluminar la parte de la cueva en la que había jeroglíficos pintados en tonos azules, rojos, negros y verdes, ahora desvaídos.

Decían:

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—¿Qué significa esto? —pregunté.

—Bueno —dijo Erik—, si tu madre tiene razón, y haciendo una traducción libre, yo diría que es algo así como:

Mi reina, mi hermosa

[]

[]

[]

mundo

[]

brazos

[]

perdido…

»pero nada más. A esta luz al menos.

—Yo sé qué es —dijo Yolanda—. Conozco esas palabras.

—Son famosas, ¿verdad? —dijo mi madre—. Son de un poema muy antiguo.

—¿Estás segura? —pregunté—. ¿Lo sabes con certeza?

—Sí, estoy segura —recalcó mi madre con voz firme.

Yolanda se acercó a la pared para leer los signos. Luego, irguiéndose en la oscuridad y sujetando la linterna, empezó a leer el poema, medio cantando y medio recitando, acompañada por mi madre, que murmuraba:

Mi reina, mi hermosa,

¿qué he hecho?

¿Por qué me has abandonado

viviendo en este mundo,

tan frío y vacío?

Mi tesoro, mi hechizo,

¿me perdonas?

Quédate entre mis brazos,

donde yo pueda besarte,

donde hallarás calor.

Te perdí,

te perdí.

Yo también estoy perdido,

yo también estoy perdido.

Estoy perdido

sin ti.

Mi amor.

—Resulta que el jade —dijo mi madre cuando terminaron de cantar— no era una piedra, ni un imán, ni un talismán. «Jade», la palabra, el jeroglífico, siempre fue un nombre. El nombre de esta joven. Ese jeroglífico no se refirió nunca a una piedra. Ese significado nos lo dio la traducción de la leyenda. Pero Balaj K’waill mintió a Beatriz de la Cueva. Hay un fallo en la traducción. El rey estaba obsesionado con su mujer, no con una joya. La canción es la que cantó tras su muerte. Y nosotros no nos habíamos dado cuenta.

—¡Esto es… extraordinario! —dijo Erik—. Es mejor aún que lo que han encontrado en las sierras.

—¿Qué han encontrado en las sierras? —preguntó mi madre, ladeando la cabeza.

—Se lo contaré más tarde, doctora Sánchez.

Mi madre miró a Erik con las cejas levantadas, pero decidió no preguntar todavía el significado de su comentario; luego se volvió hacia mí y me besó tres veces en la mejilla.

—Así que ésta es la respuesta, criatura —dijo—. Y tú has venido hasta aquí a buscarme.

—Y te he encontrado.

Volvió su demacrado rostro hacia Erik y esbozó una sonrisa.

—¿Impresionado, Gomara?

—Mucho, profesora.

—Espero que a partir de ahora me trate con respeto absolutamente reverencial.

—Hummm… lo intentaré.

—Bien. Pero en este momento, quizá podría ayudarme a levantarme y sacarme de esta desagradable cueva. Luego, si es tan amable, tal vez podría llevarme a un hospital; no me encuentro muy bien.

Erik se acercó a ella, la rodeó con los brazos y la levantó, lo que no era tarea fácil. Abandonamos la caverna con su sarcófago. Nos arrastramos de nuevo por los pasadizos angostos y calurosos llenos de agua estancada, y dejamos atrás animales escurridizos que chirriaban. Finalmente salimos de nuevo a la oscura selva, donde tendríamos que pasar una noche más antes de poder regresar a la ciudad.