—¿Tienen diccionarios? —pregunté a la bibliotecaria tras leer la carta varias veces. Quería investigar el acertijo lingüístico que había encontrado en ella.
—Tenemos todos los que desee, señora.
En su carta a Ágata, Beatriz dice del laberinto: «Su arquitectura es muy compleja, con muchos pasadizos sinuosos y temibles extremos sin salida. Debo confesaros que el laberinto me parece muy difícil de otear».
El uso que hacía del verbo «otear» en español resultaba intrigante. Me parecía recordar que la palabra tenía más de un significado. Pedí a la bibliotecaria algunas gramáticas y glosarios etimológicos del español y, por darme el gusto, un espléndido ejemplar del diccionario inglés de Samuel Johnson. En este último libro se explicaba que la traducción inglesa de «otear», «to scan», no solo significaba leer o examinar detenidamente, sino que procedía del latín scandere, que significa «trepar». De modo similar, «otear» significa en español «mirar con cuidado», pero también, «descubrir, dominar desde lo alto lo que está abajo».
Me eché hacia atrás en la silla e imaginé a Beatriz de la Cueva trepando por las selvas de Guatemala para intentar llegar a un jade que estaba en el interior de un mortífero laberinto. ¿Era ésa la imagen que trataba de transmitir? ¿O era tan solo una metáfora? Jugueteé con el bolígrafo y escribí en el bloc de notas; intentaba encontrar el modo más claro de traducir todo aquello sin recurrir a innumerables notas al pie. Después de pasar una hora garabateando, me quedé sin teorías, acorralada en un callejón sin salida etimológico. Exhalé un suspiro y alcé la vista.
Mientras leía, una mujer se había sentado dos sillas más allá y trabajaba en un libro de dibujos de Rafael. Tres sillas más allá, Erik parecía haber empezado a trabajar en serio. Hincaba los codos con la cabeza inclinada y la cara apoyada en la mejilla, mientras examinaba su volumen de jeroglíficos mayas con renovado interés. También yo debería ponerme a trabajar, pensé. Al otro lado de las ventanas de la sala de lectura, la tarde caía rápidamente. Decidí enviar mis dudas lingüísticas por e-mail a mi ordenador de El León Rojo antes de que cerrara la biblioteca. Pero cuando conecté mi ordenador portátil y lo abrí, encontré un correo que me había enviado mi madre hacía más de tres días. Decía así:
Hola, criatura:
Te alegrarás de que el viaje de tu vieja madre no se esté convirtiendo en un completo fracaso, como suele ocurrir.
Cuando aterrizamos en Ciudad de Guatemala, me fui directamente al Museo de Arqueología y Etnología. Tu padre y yo disfrutamos de una agradable reunión; tomamos algo en la Sala de Jade del museo, y brindamos por lo menos tres veces por nuestra estela de Flores. Ahora que vuelvo a tener la cabeza despejada, estoy haciendo los preparativos para adentrarme en la selva. Pero antes de partir, debo contarte algo.
Tenías razón, querida. No he venido aquí de vacaciones. He venido a Guatemala porque creo que he resuelto un misterio.
Creo que he dado con una pista de una vieja historia.
Se trata de la leyenda que te pedí que me fotocopiaras, y de la correspondencia. No te dije para qué lo quería. Pasado mañana, iré al extremo norte del país, a la selva del Peten, que cubre la región del norte. Creo que allí encontraré los laberintos del Engaño y de la Virtud, así como el jade que Beatriz de la Cueva describe en su historia.
Puede que parezca una locura, pero no creo que se trate de una fábula, sino de una historia real.
No se lo he contado a nadie más, ni siquiera a tu padre. Y tú tampoco debes hacerlo.
Esta noche abandonaré la ciudad y me iré a Antigua para pasar una noche tranquila a solas. Desde allí me dirigiré a Flores, y luego hasta el Petén, para adentrarme en una parte de la selva que atraviesa el río Sacluc. Después, me aventuraré aún más al norte y trataré de dar con alguna posible excavación.
No debería tardar mucho. Dos o tres semanas, como ya te dije.
Luego, volveré a casa contigo, Lola.
Puede que incluso regrese con algo realmente extraordinario. ¿Pruebas de las ruinas del Laberinto del Engaño? ¿Un fragmento de una legendaria ciudad azul? ¿Un jade, tal vez?
No creas que tu vieja madre se ha vuelto loca, cariño; todos los arqueólogos tenemos este tipo de fantasías. ¿Dónde estaríamos ahora si el viejo majareta de sir Arthur Evans no hubiera excavado en Grecia?
Mientras te escribo esto —estoy en casa de tu padre, en su ordenador—, la lluvia golpea con fuerza las ventanas y todos corren por la calle bajo el aguacero como gallinas decapitadas. A Manuel y a mí nos ha llegado el rumor de que se han descubierto algunas piezas de jade azul tras un corrimiento de tierras por la zona de las montañas centrales. Aún no sé si es cierto o no, pero me sirve de acicate. No puedo preocuparme por la lluvia y el barro, sobre todo cuando pienso en lo que podría estar esperándome ahí fuera.
Te llamaré dentro de unos días. ¿Tienes el número del móvil de tu padre? Es el 502-255-5544. Te quiero,
MAMÁ
—No me dijo la verdad —susurré.
—¿Qué? —preguntó Erik.
Cuando levanté la cabeza, lo vi de pie junto a mí, recogiendo sus cosas.
Un gong de un invisible reloj de pie en la Huntington resonó por todo el edificio. Las cinco de la tarde. Las bibliotecarias recorrieron la sala de lectura musitando que se acercaba la hora de cerrar.
—Nada. Hablaba sola. —Bajé la tapa de mi ordenador portátil.
—Un poco de esquizofrenia no hace daño a nadie, pero es hora de irse, Sybil. Vamos, la llevaré a casa.
—No, gracias, solo… Hay una parada de autobús delante de la universidad. Puede dejarme allí.
—No voy a dejar que vuelva en autobús a Long Beach. Además, si la llevo, tendré que cenar algo. Así que creo que no le queda más remedio que invitarme.
Yo seguía con las manos sobre el ordenador portátil y el molesto e-mail que contenía.
—Bueno —dije, vacilante.
—¿Sí?
Alcé los ojos y vi los cabellos de Erik que caían en extrañas ondas a un lado de su cabeza; me di cuenta de que mi decisión con respecto a la cena no tenía nada que ver con el turbador mensaje de mi madre, ante el cual no sabía aún cómo reaccionar.
—Verá —dije, encogiéndome de hombros—. Esta tarde no he podido leer ni siquiera una página de Von Humboldt. Si me lleva a casa y me habla un poco más sobre la relación entre Von Humboldt y Beatriz de la Cueva, le daré algo de cena. ¿Qué tal café y algo para picar? Creo que no tengo nada más en casa.
Erik me miró durante unos segundos y luego sonrió alegremente.
—¿Es una proposición?
—No. En serio. En absoluto.
—Oh. Qué tajante. —Miró mi camisa de encaje y mis botas—. Aunque en realidad no importa. No creo que nos lleváramos bien en ese aspecto…
—Estoy de acuerdo —dije, moviendo la cabeza—. Lo cierto es que solo me gustan los bomberos y los policías.
—¿Bomberos? —repitió él.
—Sí. Bomberos muy musculosos. Que no abran la boca.
Con su barriga, sus cabellos y su bolsillo lleno de pastillas de menta, Erik no se parecía en nada a mi tipo de hombre.
Aunque a él no parecía importarle demasiado.
—Debo decir que estoy viendo una preocupante conexión freudiana en todo esto —dijo, e hizo un gesto extraño con los dedos, imitando una manguera.
Luego alargó la mano y me cogió el ordenador portátil. Estuve a punto de pedirle que me lo devolviera. Con la otra mano, cogió su bolsa.
—Aun así —añadió—, ahora que ya lo hemos aclarado todo, también tengo que decirle que jamás he podido resistirme a una oferta de comida o de ser escuchado. Aun cuando no haya sexo de por medio.
Y tras estas palabras, nos fuimos.