No cruzamos muchas palabras durante aquel rato, pero creo que todos empezábamos a dudar de que pudiéramos encontrar a mi madre en aquella selva.
Mientras permanecíamos allí sin hacer nada, la esperanza que sentí aquella noche en la hamaca con Erik empezaba a desvanecerse. Ya no sentía a mi madre como entonces. Y pensé que, aunque estuviera en aquella selva y la encontráramos, había muchas posibilidades de que hubiera muerto, como la mujer de Flores. O como el horrible soldado que se había ahogado en las arenas movedizas. Era el 7 de noviembre y hacía doce días que no sabíamos nada de ella.
Al pensar en ello, sentí una intensa punzada que me devolvía a una helada y escalofriante realidad. La idea de la futilidad de nuestro viaje me impulsó a ponerme en pie. No me importaba que careciera de lógica. Mi madre estaba allí, estaba viva y teníamos que seguir buscándola.
Me eché la mochila a la espalda.
—Vamos —dije—. Vamos a buscarla.
Nos dirigimos hacia el norte. La vegetación allí era la más densa y frondosa que habíamos visto hasta entonces. Yolanda tuvo que emplearse a fondo con el machete para abrir un camino entre los arbustos. Más allá del bosque de chicozapotes encontramos caobas derribadas y zonas pantanosas, llenas de mariposas y aves con el pico amarillo. Los árboles se cernían sobre nosotros con sus palmas colgantes y ramas que parecían los elegantes brazos de una bailarina.
La cadera me dolía tanto que temía haber sufrido un daño permanente. La negra cabellera de Yolanda se movía de un lado a otro delante de nosotros. Yo tenía los ojos fijos en la pequeña y encogida cabeza de Manuel. Erik iba detrás de mí. Pasamos junto a helechos que eran como inmensas catedrales verdes. Las botas se nos quedaban pegadas en el lodo viscoso. A los lados de nuestra senda yacían diseminados los trozos de las plantas que Yolanda había cortado con el machete, y ante nuestros ojos se extendía la selva, cada vez más frondosa, con sus enormes hojas relucientes, grandes como niños. De vez en cuando encontrábamos un claro donde el huracán simplemente parecía haber arrancado la piel de la selva de su fondo rocoso y haber amontonado los restos en pilas.
Anduvimos muchos kilómetros por este terreno. Transcurrió una hora y el sol que se filtraba entre los árboles empezó a declinar. Hacia las seis de la tarde, Manuel se detuvo.
—Parad —dijo, y se sentó en el suelo.
—No podemos continuar mucho más —dijo Erik—. Al menos por hoy.
—No veo nada —dijo Yolanda—. No sé qué hacemos aquí.
—Seguiremos un poco más —propuse—. Seguiremos hasta que encontremos a mi madre.
Nadie respondió. Pasó un minuto, luego dos; Erik y Yolanda se miraron y luego miraron hacia lo alto.
—Solo necesito descansar un momento —dijo Manuel. Se inclinaba sobre las rodillas y se sujetaba la cara.
Yo me senté también. La cadera me estaba matando.
Durante veinte minutos nos quedamos allí, callados. Erik volvió a vendarme la cadera.
—Quizá deberíamos detenernos —dijo.
—No —replique, negando con la cabeza—. Aún hay luz.
—Manuel no lo lleva muy bien.
—Manuel está bien y no le gusta que hablen de él en tercera persona cuando está delante —dijo—. Lola tiene razón. Sigamos un poco más, hasta que nos quedemos sin luz.
Yolanda le sonrió.
—Te estás volviendo duro con la edad.
—Sí, ¿verdad?
Parecía un poco mejor que hacía unas horas. Yolanda le cogió la mano y le ayudó a levantarse. Juntos echaron a andar, cortando zarzas y helechos.
Pero a mí me costaba moverme. Erik me levantó cogiéndome por las costillas, y yo tuve que poner toda mi fuerza de voluntad para que mi cuerpo respondiese. Di un paso con la pierna sana, luego otro con la otra pierna. Empecé a andar con resolución, moviéndome lo más deprisa que podía; temía que si bajaba el ritmo no podría continuar.