55

Tardamos un buen rato en volver a pensar con claridad. Luego salimos con dificultad de aquella ciénaga y volvimos a abrirnos camino por el pasadizo de zarzas. La horrible experiencia que acabábamos de vivir nos había dejado silenciosos y circunspectos. Con muy pocas palabras llegamos a la conclusión de que no habíamos acertado al elegir la dirección éste.

—Estaba equivocada —me dijo Yolanda, mientras caminábamos trabajosamente por la selva, codo con codo—. Si mi padre estuviera vivo, tendría que decirle que él tenía razón al no querer tomar ese camino.

—Yolanda.

—No importa. Lo que sí importa es que encontremos a tu madre. Y ahora sabemos que no será en esa dirección. Eso está claro.

—¿Estás bien? —pregunté.

—No. —Meneó la cabeza e hizo una pausa mientras seguíamos andando de vuelta hacia el río Sacluc—. No estoy bien. No sé por qué he querido ayudar a… Estrada. —Carraspeó—. Pero desearía haberlo salvado.

—Lo siento.

—Pero quizá esto no tenga por qué acabar mal. Aún podría salir bien.

Le toqué la muñeca.

—Aún podría salir bien —repetí, haciendo un esfuerzo.

Ella asintió, y los cuatro continuamos la marcha hasta que nos encontramos de nuevo a orillas del río. El calor había hecho que los chicleros se marcharan. Nos lavamos en el río y lavamos la hamaca. Luego nos tumbamos al sol para intentar secarnos, pero había demasiada humedad y los mosquitos no dejaban de hostigarnos. Manuel se incorporó y cerró los ojos. Dijo que había tenido suficientes impresiones para seis vidas y que, por favor, necesitaba unos minutos de reposo para recobrarse. Erik se sentó en la orilla mientras Yolanda y yo nos lavábamos el pelo para quitarle el barro y nos peinábamos. Erik sacó los papeles y diarios de mi mochila y empezó a repasarlos.

Poco después de las tres de la tarde, encontró por fin el pasaje de Von Humboldt que trataba de recordar.

—Lo tengo. —Se acercó con la copia de Von Humboldt mojada y medio deshecha.

Alzamos la vista.

—¿Qué es lo que tienes? —pregunté.

—El párrafo que me rondaba en la cabeza. Es del relato de Von Humboldt sobre su expedición a la selva para buscar… lo que él creía que era un imán. Es la parte en la que habla de su guía. De Gómez, el esclavo.

—Apenas se puede leer —dije.

—Yo lo entiendo —aseguró él.

—¿Qué dice? —preguntó Yolanda.

Ahora incluso Manuel abrió los ojos.

El pasaje del alemán que recordaba Erik estaba justo después de donde Gómez se burlaba de Von Humboldt y Bonpland porque se habían perdido, y les cantaba unas cuantas frases de una vieja canción.

—¡Ya te lo había dicho! —susurró Aimé Bonpland, aferrándose a mi mano.

—No se preocupen, no estamos perdidos, solo es una broma —dijo Gómez—. Según mis cálculos tenemos que seguir al enano.

—¿Qué? —le pregunté.

—El enano…

—Tiene que ser lo mismo —explicó Erik—. Es la dirección que tomaron para llegar a la ciudad azul, ¿recordáis? Gómez les mostró el camino.

—El camino del enano —dije.

—Tiene bastante sentido —dijo Yolanda—, si hay algo que lo tenga en toda esta historia. —Cogió el libro que sostenía Erik y lo sujetó con ambas manos, ya que tenía el lomo roto—. Yo he estado en el oeste, hemos estado en el sur y ahora acabamos de probar con el este. Podemos probar a ir hacia el norte.

—No pareces muy convencida —dije.

Me miró y esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.

—¿Pasamos la noche aquí? —pregunté—. Estamos demasiado cansados para seguir hoy. —Me dolía horrores la cadera.

Yolanda se pasó la mano por la boca.

—He perdido toda la comida que llevaba en la mochila en las arenas movedizas…

—Así que no podemos perder más tiempo —dijo Manuel, terminando la frase por ella.

Yolanda asintió.

—Además, no quiero alargar esto innecesariamente. Quiero encontrar a tu madre y volver a casa.

—Sí, yo también.

—Estoy de acuerdo —dijo Erik.

—Estoy muy preocupado por Juana —dijo Manuel—. Este lugar me da más miedo que nunca.

—Pero has dejado de temblar —dije.

—Sí —replicó, mirándose las manos—. Así es.

Extrañamente, ninguno de los cuatro hizo el menor movimiento; parecía que el desaliento se hubiera apoderado del grupo. Nos sentamos en semicírculo sin apenas hablar, escuchamos las conversaciones de los animales y el murmullo de la brisa. Deberíamos habernos puesto en marcha inmediatamente, aunque antes teníamos que vestirnos y guardar nuestras cosas. Debíamos partir de nuevo desde el Sacluc en busca del jade; era la única dirección que nos quedaba por probar.

Pero nos quedamos sentados allí durante mucho rato, demasiado cansados para movernos.