54

Caminamos en dirección este desde el río durante dos horas; dejamos atrás a los chicleros, que siguieron criticando nuestro estado mental en su enrevesada lengua. Atravesamos zonas despobladas con bosques de aulagas, más caobas, helechos altos como personas y nubes de insectos. Algunos venados con la cola blanca asomaron la cabeza entre las hojas de helechos, nos miraron, y luego desaparecieron.

—Tikal está a poco más de un día de aquí —dijo Yolanda—. Creo que en otro tiempo hubo una senda que atravesaba esta zona; la utilizaban los mayas. Pero con los terremotos que ha habido y el huracán, es imposible saberlo con seguridad.

Los árboles se apiñaban a nuestro alrededor a medida que avanzábamos, aunque en algunos lugares el huracán había derribado las gigantescas caobas y no había necesidad de abrirse camino. Los quetzales bebían en los charcos relucientes del terreno arrasado por la tormenta, y salían volando con un estallido de color verde cuando oían que nos acercábamos. Tuvimos que saltar por encima de árboles empapados y esponjosos que yacían en el suelo. La tierra era irregular y blanda como papilla, pero Yolanda salvaba los lodazales a paso vivo. Consultaba la brújula de vez en cuando para asegurarse de que nos encaminábamos hacia el este y no dejaba de apremiarnos.

Sin embargo, a las cuatro de la tarde, Erik protestó.

—¿Adónde cree que nos lleva?

Volví la cabeza para mirarlo.

—Hacia el este, tal como había dicho. Hacia Tikal.

—Esto no promete nada bueno —dijo.

—No sé, muchacho, yo creo que sabe lo que hace —dijo Manuel—. No deberías subestimarla. Ha pasado más tiempo en esta selva que cualquiera de nosotros. Conoce perfectamente esta región y todos sus mitos gracias a Tomás.

—Y ha hecho un gran trabajo guiándonos hasta aquí —admití.

—Sí —dijo Erik, poco convencido—. Pero, exactamente, ¿hasta dónde se supone que debemos continuar?

—Hasta que encontremos a Juana —respondió Manuel—, o hasta que nos ataquen los jaguares, o hasta que suframos alguna de las otras maldiciones de las que nos advierten esas morbosas historias.

De todos nosotros, el más temeroso era Manuel. Andaba delante de mí, pero muy despacio, y parecía mareado. También sudaba profusamente y en un par de ocasiones vi que volvían a temblarle las manos.

Yolanda se agachaba para pasar por debajo de las ramas más bajas y saltaba por encima de las raíces retorcidas y los troncos caídos. Sus negros cabellos lanzaban reflejos intermitentes, aparecían y desaparecían entre las caobas, y varias veces tuvo que aminorar la marcha para que la alcanzáramos. Casi sonreía.

—Por fin hacia el este —dijo—. Pero ojalá mi padre estuviera aquí.

Al cabo de cuatro kilómetros, la flora empezó a hacerse más densa. Llegamos a una barrera muy alta de arbustos de enebro que estaban intactos, y Yolanda agujereó el luminoso muro verde con el machete. Nos encontramos entonces en un alto pasadizo de zarzas, en el que no solo abundaban los insectos de costumbre, sino que se percibía un nítido e intenso olor de ginebra. La cadera no dejaba de dolerme y de vez en cuando tenía que frotármela para impedir que el músculo se agarrotara. Manuel avanzaba delante de mí, siempre con paso lento y cauteloso y las manos extendidas por si las zarzas lo golpeaban.

—No tengo la menor idea de dónde estoy —dijo Erik.

—Tú sigue —le dije—. Ahora ya no tendría sentido volver atrás.

—Lo sé, pero no soporto caminar sin ver adónde me dirijo —se lamentó.

—Ya falta poco —dijo Yolanda—. Creo que estamos a punto de llegar a un claro.

Le encontramos unos veinte minutos más tarde.

Los enebros dieron paso a una hondonada, una sábana rodeada de árboles esbeltos de color verde lima. El terreno estaba completamente cubierto de hierba crespa, juncias y más helechos, así como lirios color púrpura que esparcían sus pétalos por la hierba. Rayos de sol finos como agujas traspasaban las copas de los árboles y daban a las flores tonos ardientes. Las serpientes reptaban entre las flores. Parados al borde de aquella hondonada, agitábamos los brazos para ahuyentar a los mosquitos que se concentraban en nubes aún más densas en aquella zona. Del sotobosque se elevaba la calima, se mezclaba con los rayos de sol y se arremolinaba en los huecos de los árboles. En aquellos huecos me pareció ver el brillo de unos ojos amarillos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Manuel, mientras nos acercábamos al claro—. ¿Era un ronroneo?

—Nada de eso, son ranas croando y eructando —explicó Yolanda.

—Oh.

—Pero no estamos en un lugar cualquiera —dijo—. Me pregunto si no habrá ruinas de una ciudad enterradas aquí. Éste podría ser el lugar.

—Entonces deberíamos buscar el drago —dije—. El rey, según recuerdo de la Leyenda, «huyó de su insensata ciudad. Pasó junto al drago y siguió corriendo hacia el este. Allí se ocultó en un segundo laberinto…».

—Si damos crédito a lo que escribió Beatriz de la Cueva —dijo Yolanda—, sí, deberíamos buscarlo.

—¿Sabes cómo es?

—¿Tú no?

—No hay muchos dragos en Long Beach.

—Buscad un árbol con la savia roja —nos dijo Yolanda.

—Savia roja.

—Es la característica del drago. El Dracaena draco. —Yolanda avanzó hacia el terreno abierto rodeado de olmos y caobas; la luz del sol dibujaba franjas en su cuerpo. Dio un paso, luego otro, y vimos que el terreno que tan firme parecía empezaba a hundirse bajo sus botas hasta las espinillas.

—Hay tierra blanda —dijo, con voz inquisitiva, mirando hacia abajo. Justo entonces se oyó un crujido en la selva a nuestra espalda.

—¿Será otro jaguar? —pregunté.

—Yolanda —dijo Erik—. ¿Qué estás haciendo?

—Querida mía —añadió Manuel—. Vuelve aquí.

—En serio —dije—, ¿vosotros no lo habéis oído?

—¿El qué? —preguntó Manuel.

—Un ruido. Ahí detrás.

Yolanda seguía alejándose en dirección al claro. Resbaló y casi cayó en una sustancia más viscosa y profunda que el lodo; los tres corrimos hacia ella. Serpientes y libélulas se deslizaban por aquella superficie. Con esfuerzo, Yolanda salió de allí a gatas hacia una zona más firme.

—Ha sido asqueroso —dijo, sin detenerse—. No tengo palabras para describirlo. Tened cuidado.

—¿Y tú?

—Yo sé lo que hago.

Tratamos de vadear aquel terreno blando y viscoso, tropezando con lianas y helechos y evitando los zarcillos de barro que se movían serpenteando antes de alzar la cabeza y sisear.

—Eso es una serpiente —dije.

—No la toques —dijo Yolanda.

—No me digas.

—Igualito que el National Geographic —dijo Erik—. Estoy tan emocionado que me echaría a gritar.

—Quizá deberíamos abandonar esta dirección —propuso Manuel. Caminaba a unos diez metros de nosotros, más cerca de Yolanda y del centro del claro. Pero entonces miró hacia atrás y calló.

Yolanda también miró y su cara se volvió de piedra.

—¿Hay algún animal ahí atrás? —pregunté de nuevo, antes de dar un traspié.

Justo a mi lado, Erik resbaló y cayó en una especie de ciénaga. Yo estaba hundida hasta las rodillas en lodo o sedimentos, y me incliné para palpar el terreno con las manos. La zona que tenía a mi izquierda no parecía segura.

—¿Esto es barro? —preguntó Erik, mirando hacia abajo—. Hay bolsas profundas por todas partes.

—Jesús —dijo Yolanda—. Váyase.

Volví la cabeza hacia los esbeltos árboles que habíamos dejado atrás.

Vi al teniente Estrada a mi espalda, como una horrible alucinación.

Estaba ensangrentado y en el brazo derecho tenía unos cortes finos, pero profundos, que goteaban. Estaba tan cerca de mí que podía ver con toda precisión la cicatriz en zigzag de su cara. Con la mano ilesa, la izquierda, empuñaba un revólver.

—Fue él quien disparó al jaguar —musité—. Nos ha seguido. Fue él a quien oímos.

—No conseguí darle a esa bestia, pero ella me atacó a mí —dijo Estrada, mostrando el brazo destrozado. Miró con ira a Yolanda—. Pero tú no eres tan rápida como un felino, ¿verdad que no, De la Rosa?

—Yo tampoco —me oí decir en voz baja y amenazante—. Pero le dejaré peor que ese brazo si se acerca a ella.

Estrada se llevó la pistola al pecho. El arma, negra, con un cañón largo y una esbelta empuñadura, me pareció surreal; jamás había visto una pistola desenfundada desde tan cerca. Estrada tenía el dedo en el gatillo. Temblaba.

—Os he seguido durante días. Pero solo quiero hablar con ella.

Traté de arrebatarle la pistola, pero Estrada se apartó y echó a andar hacia Yolanda. Ella se dio la vuelta y trató de emprender una vacilante carrera, arrastrando los pies por el lodo hacia el centro del claro, seguida de cerca por Estrada. Manuel fue tras ellos a trompicones, hasta que llegó a un pequeño talud seco que descendía hacia la franja desnuda en la que Estrada y Yolanda se habían detenido en precario equilibrio.

—Le haré daño —prometió Yolanda. Tanteaba de nuevo su mochila, tratando de sacar el machete—. Le juro por Dios que no dejaré que salga vivo de aquí. —Consiguió desenfundar el machete y lo blandió ante Estrada.

—¿Por qué tu padre tenía que poner esa bomba? —preguntó Estrada.

—¡Porque es usted un asesino!

—No lo era antes de la bomba.

Estaban en el centro del claro, a unos tres metros el uno del otro, rodeados de niebla y bañados por una luz fantasmagórica. Yo los miraba fijamente, moviendo la boca, pero sin pronunciar sonido alguno. Los dos dieron un violento respingo. Como imágenes espectaculares, levantaron los brazos en alto y se miraron los pies.

—¡Yolanda! —gritó Manuel—. ¡No te muevas!

Desde la parte de la ciénaga en la que estábamos Erik y yo, a unos quince metros de Yolanda, Estrada y mi padre, no veíamos qué sucedía. Las juncias resplandecían a nuestro alrededor como si fueran motas doradas. Algunas, aplastadas por nuestros pies, formaban protuberancias como claras montadas a punto de nieve. Solo después de mirar con detenimiento a Yolanda y Estrada, y ver que el lodo les cubría las piernas a una velocidad alarmante, comprendimos que habían caído en arenas movedizas.

Los dos empezaron a debatirse, tratando de alcanzar extremos opuestos del pozo, pero la arena les llegaba ya hasta la mitad de los muslos. Luego hasta las caderas.

—Voy a hundirme —dijo Yolanda. La mochila tiraba de ella hacia abajo, y aún blandía el machete—. Lola, voy a ahogarme.

—¡No!

Erik y yo permanecíamos inmóviles al borde de la ciénaga.

—Tenemos que ayudarlos —dije.

—Vamos —asintió Erik.

—¡No os acerquéis! —gritó Yolanda, y arrojó el machete a la orilla.

—Tiene razón —dijo Manuel—. ¡Quedaos donde estáis! Este lugar está lleno de hoyos.

Erik y yo nos miramos y luego nos arrastramos hacia donde estaban los demás.

—Vamos, vamos, vamos —grité—. ¡Podría ser cuestión de minutos!

Por su parte, Estrada golpeaba el lodo con la mano sana sin soltar la pistola.

—¡Quítate la mochila! —gritó mi padre desde el talud.

Yolanda se la quitó y la dejó en el lodo junto a ella, mientras Estrada seguía debatiéndose y hundiéndose rápidamente. Se le cayó la pistola cuando trató de nadar y salir a gatas de las arenas movedizas; la pistola, en la superficie, lanzó un destello antes de empezar a sumergirse.

Estrada y Yolanda, ambos hundidos hasta la cintura, se miraron el uno al otro; luego miraron el arma que estaba entre los dos.

—Eso haría las cosas más fáciles, ¿verdad? —dijo Estrada con voz bronca.

—Oh, yo las haré más fáciles —replicó ella—. ¡Sé qué hizo!

—¡Yolanda, intenta salir de ahí! —grité.

Manuel sudaba a mares y estaba pálido. Se arrancó la mochila de la espalda y se agachó para sacar su hamaca.

Yolanda y Estrada trataron de abalanzarse sobre la pistola, que sobresalía aún por la empuñadura. Sus movimientos eran increíblemente lentos. Con cada violento empujón que daban para moverse en el barro solo avanzaban unos milímetros… y se hundían aún más en el centro del pozo. Agitaban los brazos frenéticamente, pero seguían en el mismo sitio, cada vez más hundidos. La mochila de Yolanda se sumergió y desapareció.

—¡Yolanda, quédate quieta! —gritó Erik—. ¡Te estás hundiendo más deprisa!

Pero ella seguía empujando con todas sus fuerzas; las manos de Estrada y Yolanda golpeaban el barro alrededor de la empuñadura de la pistola, hasta que finalmente Yolanda consiguió alcanzarla y la levantó. Apuntó con ella a la cabeza de Estrada, que la miró, hizo una mueca y cerró los ojos.

Yolanda apretó el gatillo, pero no ocurrió nada. La recámara se había atascado a causa del lodo.

—Aaaaahhhh —exclamó Estrada. Abrió los ojos. Tenía la cicatriz blanca como el papel—. Sal, si puedes. Yo moriré aquí de todas formas.

Las arenas movedizas le llegaban ya al pecho. Yolanda estaba hundida hasta la cintura y jadeaba.

—¿Quería matarme? —preguntó al soldado.

—No lo sé —respondió él. Tenía los ojos rojos, pero secos.

—Yolanda, deja de hablar y quédate quieta —dijo Manuel.

Erik y yo nos arrastrábamos por el barro y casi habíamos alcanzado la posición de mi padre. Desde donde yo estaba, veía que temblaba violentamente y que tenía dificultad para controlar la cabeza y los brazos. Sus manos y sus muslos sufrían espasmos y en su rostro se dibujaba una dolorosa sonrisa en forma de mueca. Le flaquearon las rodillas y se desplomó en el barro; arrojó la mochila a un lado. Sentado en cuclillas, empezó a maldecirse a sí mismo por su cobardía con una voz apenas audible, pero las palabras que oí no las había usado nunca antes. Yolanda no decía nada. Tampoco Erik ni yo, mientras nos acercábamos lentamente hacia las arenas movedizas. Todavía en el suelo, Manuel consiguió dominarse; lloraba y soltaba tacos, pero empezó a desplegar la hamaca. Su voz sonaba extraña y terrible y tenía el rostro crispado. Apoyó las manos en el suelo y se incorporó. Se puso en pie. Luego lanzó la hamaca hacia donde Yolanda se ladeaba, haciendo una mueca que dejaba sus dientes al descubierto.

—¡Cógela! —gritó Manuel.

Cuando Erik y yo llegamos a su altura, Manuel lanzaba la hamaca por segunda vez y volvía a fallar. Ya no temblaba. Volvió a lanzarla. Yolanda trató de agarrar los nudos de macramé con sus dedos viscosos, pero las arenas movedizas seguían engulléndola. Apretaba los dientes y movía la mandíbula silenciosamente.

—¡Haz un esfuerzo! —gritó Erik.

Yolanda consiguió enlazar un dedo en una de las cuerdas de la hamaca, que también había empezado a hundirse. Metió el dedo índice en el aro a modo de gancho y consiguió agarrarse.

Los tres tiramos con fuerza. Una hamaca se estira y no es tan eficaz como una cuerda, pero seguimos tirando de ella hasta que Yolanda empezó a moverse por fin lentamente, deslizándose sobre las arenas movedizas, aferrada a la red. Estrada nos miraba con el rostro ceniciento. Tiramos de la hamaca hasta que Yolanda se deslizó hacia el talud. Cuando estaba a punto de alcanzarlo alargó un brazo hacia atrás, hacia Estrada. No le dijo nada, pero intercambiaron una mirada.

—¡Sal de ahí! —le grité.

Ella seguía mirando fijamente a su enemigo. Estrada se hundía sin remedio, pero su expresión se había relajado.

—Tú no lo entiendes —dijo.

Yolanda se estremeció.

—Estrada.

Él no dijo nada más, solo la miró con los ojos muy abiertos.

—¡Estrada, agárrate a mí!

Entonces el teniente se impulsó hacia arriba. Al principio no teníamos la menor idea de qué estaba haciendo. Después observamos con horror que se zambullía de cabeza en el pozo de arenas movedizas. Su espalda fue aún visible durante unos segundos y luego desapareció.

En el pozo se hizo un silencio sepulcral. Vimos cómo temblaba la hendidura que había dejado Estrada en las arenas movedizas y cómo se alisaba luego por sí sola.

—¡Seguid tirando! —gritó Manuel.

Volvimos a centrar nuestra atención en Yolanda; tiramos los tres de la hamaca hasta que su cuerpo inerte estuvo fuera de peligro. Erik le rodeó la cintura con los brazos y la ayudó a trepar a gatas, lejos de las arenas movedizas. Finalmente llegó al talud.

Los cuatro jadeábamos, cubiertos de lodo y hierbajos. Manuel parecía agotado y enfermo. Yolanda estaba encorvada y goteaba barro y arena en medio del círculo que formábamos los demás. Se frotó la ropa tratando de quitarse la suciedad, y luego hizo lo mismo conmigo. Pero los oscuros grumos se quedaban pegados a la tela y se incrustaban en los vaqueros. Yolanda tenía los ojos abiertos como platos.

—¿Qué quería decir con eso de que yo no lo entendía? —preguntó.

—No lo sé, cariño —dije.

—¿Qué quería decir?

—No lo sé.

—Quería decir que estaba loco —afirmó Erik—. Quería decir que era un asesino.

—No estoy segura —dijo Yolanda.

—Oh, Dios —exclamó Erik, cerrando los ojos—. Ojalá no lo hubiera visto.

—¿Qué intentabas hacer? —pregunté a Yolanda, rodeándola con mis brazos.

Manuel se pasó la mano por la cabeza.

—¿Por qué te has movido hacia él? Casi te perdemos.

Yolanda me miró a través de los negros mechones que le caían por la cara.

—Trataba de salvarlo, Lola —respondió—. Trataba de salvarle la vida a ese hombre.

Apoyó la mejilla en mi pecho y se echó a llorar.