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—Aquí es. Desde aquí se supone que debemos empezar —dijo Yolanda mientras dejaba en el suelo su mochila. Habíamos llegado a nuestro destino en la otra orilla del Sacluc. Alzó la vista para mirar a los hombres que trabajaban en lo alto de los árboles y que nos miraban con absoluta indiferencia. Un tipo que insertaba tapones en un chicozapote, en un gran nudo que había en el centro del tronco, empezó a hacer gestos circulares con un dedo alrededor de la sien; estaba claro qué pensaba de nuestro estado mental. Otro hombre nos gritó algo en la lengua quiche, que yo no entendía.

Yolanda le respondió y mantuvieron una breve conversación.

—¿Qué dice? —pregunté.

—Que somos… veamos si puedo traducirlo con precisión —dijo, agachándose para comprobar el machete enfundado que seguía atado a su mochila—. Es una lengua muy compleja, ¿sabes? En primer lugar, no ha visto a tu madre. Y en segundo lugar… deja que me asegure de que lo he entendido correctamente. Es muy difícil con todos esos gerundios y diptongos. Ah, sí. Dice que somos… unos estúpidos idiotas. Eso es. Estúpidos idiotas.

—Oh.

—Olvídalo. Aquí es donde Tapia encontró las estelas —dijo Erik.

—Al menos es lo que supongo —dijo Yolanda.

—Bien, entonces tendremos que empezar a partir de aquí —dije—. Espero que mi madre hiciera los mismos cálculos y empezara desde el mismo lugar.

—¿Hay alguna señal de su paso, alguna huella? —preguntó Erik.

No había ninguna.

—El agua las habría borrado —conjeturé—. No significa nada.

—Sí, seguramente estás en lo cierto —dijo Manuel—. No serviría de nada que buscáramos huellas. Deberíamos elegir la dirección que debemos tomar: norte, sur, éste u oeste.

Empecé a sacar los mapas, los papeles y el diario de mi mochila; había entrado un poco de agua en los envoltorios de plástico, así que tenían los bordes dañados y la tinta se había corrido, pero podía leerse bien. Cogí las hojas en las que Erik había escrito el primer laberinto descifrado, y me apoyé en Manuel; empezaba a dolerme mucho la cadera.

—El texto dice que en tres de las direcciones encontraremos algún peligro —dije—. «En uno se encuentra una vorágine invernal; en otro se halla el feroz jaguar que protege a sus crías en primavera; en el tercero hay arenas movedizas en cualquier estación; y en el cuarto, si eliges correctamente, encontrarás lo que buscas». Tenemos que elegir, luego encontrar una ciudad y luego un drago. Y todavía tendremos que descifrar el segundo laberinto, el de la Virtud.

—Para el carro —dijo Yolanda—. Lo primero es lo primero. Creo que acabamos de descubrir en qué dirección se encuentra la vorágine invernal. Hacia el sur. Así que creo que eso elimina al sacerdote. Lo siento, Manuel.

—Tienes razón —dijo Manuel, asintiendo—. También preferiría evitar más encuentros con jaguares y, de paso, la ruta con arenas movedizas, si es posible.

—Bien, quedan tres direcciones, tres personajes —dijo Erik—. Me gustaría disponer de algunas horas para repasar todos los libros y las cartas. Ya os he dicho que hay un detalle que he olvidado y me estoy volviendo loco intentando recordarlo.

—No hay tiempo para estudios —dijo Yolanda—. Tenemos que decidirnos ahora. Juana no podrá permitirse el lujo de esperar, si está atrapada en alguna parte.

—La verdad es que estoy de acuerdo con ella, Erik —dije.

—Bueno, si vamos a precipitarnos de esta forma —replicó él—, seguramente deberíamos ir hacia el norte. Creo que Juana habrá tomado esa dirección. He leído mucho acerca de enanos. Son muy importantes en la literatura maya. Eran videntes, consejeros. La elección es obvia. Juana debió de pensar lo mismo.

—Pero el enano es artero, ya os lo dije anoche —argüí—. Mamá no lo habría elegido nunca. Es un espía. Mi madre sin duda habría elegido a la hechicera.

—Pero el rey es el dueño de la piedra —dijo Yolanda—. Y fue él quien la trajo aquí. Es el único que sabría dónde estaba. Aparte de que he recorrido esta selva durante años y pienso que mi teoría es la mejor. Tiene que ser hacia el este, cerca de Tikal. ¿Qué mejor lugar para que un rey ocultara sus tesoros? Es la antigua ciudad, seguramente era su ciudad. Y allí se ha encontrado jade, incluido el azul. Es la elección lógica. Juana también lo entendería así.

—Entonces, ¿por qué no fuisteis nunca allí? —quise saber.

—Mi padre era un hombre muy testarudo —respondió, cruzándose de brazos—. Estaba tan interesado en estudiar la zona del oeste que jamás se le ocurrió esta idea. No era demasiado flexible, sobre todo en lo tocante a su trabajo… Pero, además, él recorrió toda la zona del oeste, y sé que está llena de arenas movedizas. También he oído que en una ocasión un gran felino atacó a un excursionista. Y, como supongo que ya habréis imaginado, la selva no se divide exactamente en «territorio de jaguares» y «territorio de arenas movedizas». Tenemos que ver más allá de esas historias.

Manuel, Erik y yo intercambiamos miradas.

—Debemos tomar una decisión —dijo Manuel.

Se dio la vuelta y empezó a mirar a su alrededor hasta que se fijó en los hombres que trabajaban en los chicozapotes; sobre todo prestó atención al tipo atado al árbol con el nudo gigantesco en el centro del tronco. El árbol se encontraba a unos trescientos metros de distancia.

—Cuando era un muchacho y mis amigos y yo no nos poníamos de acuerdo sobre si ir al cine o jugar al béisbol, hacíamos carreras para ver quién ganaba —les comentó.

—No pretenderás… —Seguí su mirada hacia el árbol con el hombre que colgaba sobre el gran nudo.

—Desde luego. Es un método justo. Mis amigos y yo elegíamos un punto que era la meta, y quien llegara y lo tocara primero, era el vencedor. —Señaló el chicozapote—. ¿Qué os parece si el que toque primero el nudo de ese árbol decide qué dirección seguimos?

—¿El que lo toque primero? —preguntó Yolanda.

—Sí. Al primer toque. Y el resto aceptará la decisión sin discutirla.

—Yo lo haría, papá, pero la pierna… No puedo correr en estas condiciones.

—Tiene razón, Manuel, no es justo —dijo Erik, pero me di cuenta de que estaba ya medio agachado en posición de echar a correr—. Además yo corro mucho más deprisa que las mujeres.

Yolanda no entró en el debate. Se agachó rápidamente y sacó el machete de su funda. Se echó hacia atrás, alzando el machete por encima de su cabeza, y lo arrojó de tal modo que salió disparado como un cohete hasta clavarse en el nudo del árbol con un fuerte golpe.

—¡Aaaaaaggg! —exclamó el hombre que trabajaba justo encima del nudo, en la ramas.

—Yo lo he tocado primero —dijo Yolanda, mirándonos.

—Dios mío.

—Le has dado, está claro —dijo Erik, enderezándose.

El machete estaba clavado en el árbol como la espada de Arturo en la piedra.

Manuel asintió y miró hacia el este por encima del hombro.

—Gana Yolanda.