El río Sacluc era mucho más profundo que la laguna; comparado con él, el estanque no era nada. Atravesaba la selva con la furia de un torrente desbocado, y descendía hacia las profundidades de la selva. Teníamos que cruzarlo para llegar a la otra orilla, que era en parte tierra desprendida y en parte barro blando; más allá había un bosque de chicozapotes, que eran más bajos y delgados que las caobas. A algunos los había derribado la tormenta, pero cuando escudriñé el grupo de árboles, vi que en tres de los que quedaban en pie había hombres en lo alto del tronco; eran chicleros, y estaban atados a los troncos con tiras de cuero que les pasaban por debajo de las nalgas; con cuchillos, embudos y cubos, extraían la resina de los árboles, que más tarde se utilizaría para hacer chicle. Sin embargo, en aquel momento no estaban trabajando; habían interrumpido la faena para darse la vuelta y mirarnos mientras considerábamos la posibilidad de vadear el río.
Uno de ellos nos hizo gestos para que desecháramos tal idea.
Dado que estábamos demasiado lejos para comunicarnos a gritos y el río era demasiado ruidoso, me limité a agitar la mano. Luego volví a mirar el agua.
Recordé lo que Beatriz de la Cueva había escrito a su hermana Ágata acerca del pequeño arroyo que había cruzado para llegar al laberinto: «El Sacluc es un delicioso riachuelo muy refrescante. Tengo entendido que es muy cambiante, pero ahora apenas tiene un hilillo de agua cristalina. El Laberinto del Engaño se encuentra en su misma desembocadura».
Hice una mueca. Los cuatro estábamos en la misma orilla de la avalancha blanca que atravesaba la selva, y podíamos ver las ramas arrastradas por grandes remolinos de agua. Pensé que era obvio que el Sacluc era «muy cambiante». Al parecer, gran parte del agua del Mitch había ido a parar allí desde la selva.
—Jamás había visto que se extendiera hasta tan lejos —dijo Yolanda—. Jamás lo había visto así.
—¿Hay algún modo de rodearlo? —pregunté.
—No lo sé, pero no lo parece.
—Podríamos seguir su curso para ver si disminuye el caudal —dijo Erik—. ¿Qué longitud tiene?
—Unos cien kilómetros o más —respondió Yolanda—. Se cruza con el río San Pedro hacia el oeste y luego con una confluencia de ríos y lagos hacia el este. Tardaríamos días en encontrar un lugar mejor para vadearlo. Y aquí es donde se su pone que debemos empezar, recordadlo. —Consultó su brújula—. Ésta es la desembocadura original del Sacluc, así que aquí es donde Tapia encontró las estelas, justo al otro lado. Debemos elegir una dirección desde aquí.
—Entonces, será mejor que sigamos adelante —dijo Manuel—. Sigo pensando que Juana debe de estar por aquí, en alguna parte, y me gustaría encontrarla lo antes posible.
—Estoy de acuerdo —dije.
—Está muy crecido —dijo Erik—. Manuel, ¿podrá hacerlo?
—Solo es… un poco de agua.
—No es solamente un poco de agua lo que yo veo, papá —dije—. Quiero que vayas pegado a mí.
—¿Y quién va a ir pegada a ti? —preguntó Yolanda.
—Yo —dijo Erik.
—No te preocupes por mí —dije—. Soy lo bastante fuerte para cruzar.
—Tendrá que cuidar de sí misma, igual que yo, e igual que tú, Manuel —dijo Yolanda—. Ésa es la cruda verdad. Así que, si queréis continuar, hagámoslo.
Nos colocamos las mochilas en los hombros y empezamos a bajar en fila india hacia los rápidos, que se precipitaban rugiendo, con crestas de espuma y arrancando trozos de los bancos de arena, que se deshacía en el río. El agua nos cubría mucho más de lo que pensé cuando traté de calcularlo desde lo alto. Estaba fría, bajaba muy rápido y no permitía que moviéramos mucho los pies, que sorteaban con dificultad las rocas del fondo. El peso de las mochilas, zarandeadas por la fuerza de las olas, nos hacía menos estables. Los cabellos negros de Yolanda se movían de un lado a otro, sobre todo cuando echaba la mano hacia atrás para comprobar que no había perdido el machete, que había vuelto a atar al exterior de la mochila. A Manuel, que avanzaba delante de mí, no le iba tan bien. Mientras el agua le cubría apenas hasta las caderas, tropezó varias veces. El pañuelo rojo que llevaba atado a la mochila se desató y cayó al agua, que lo succionó violentamente hacia el oeste. Las aguas corrían a tal velocidad y con tal estruendo que no me dejaban oír nada más, pero vi que Yolanda volvía la cabeza por encima del hombro y gritaba alguna cosa antes de continuar. Cuando miré hacia atrás, Erik me gritó algo también y movió las manos hacia delante para indicarme que siguiera. Avancé hacia aguas más profundas y entonces vi que mi padre se inclinaba hacia la izquierda y que agitaba los brazos en el aire frenéticamente.
Lo llamé por su nombre, pero ni siquiera podía oírme a mí misma. Me sumergí en el agua y extendí las manos hacia él. Manuel consiguió recuperar el equilibrio y elevó el pulgar de la mano en el aire para indicar que estaba bien.
Cuando me acerqué para recoger su mochila, noté que mi pie derecho se deslizaba sobre una roca muy lisa del fondo.
Resbalé. De mala manera. Vi cómo el agua se acercaba a toda velocidad hacia mi cabeza.
El torrente me hizo caer, me revolcó y me arrastró con el mismo movimiento con que antes había succionado el pañuelo rojo.
Me sumergí en el agua y las rocas que sobresalían del fondo del río me hirieron. Mi hombro izquierdo y luego ambas piernas golpearon con fuerza contra las rocas afiladas. En los oídos solo tenía el rugido del agua. Moví los brazos alrededor de la cabeza para protegerme el cráneo, hasta que el agua se me metió en la boca y los pulmones. Luché por salir a la superficie; me cubría los ojos y también la cabeza. El peso de la mochila me impedía sacar la cara a la superficie. Di unas cuantas patadas y conseguí emerger una, dos, tres veces, para coger oxígeno, antes de volver a verme arrastrada hacia el fondo. Chillé y traté de aferrarme a una roca, pero noté que mis dedos resbalaban. El agua me martilleaba los hombros. Pero insensatamente yo conservaba la mochila en la espalda, pues contenía los mapas, el diario de mi madre y los demás papeles que necesitábamos para encontrarla. Hubo un momento en que miré a través del agua y vi a Yolanda, Erik y Manuel gritándome desde la orilla del río; luego, Yolanda se arrancó el sombrero de la cabeza y volvió a meterse en la parte más profunda y peligrosa del río. El agua me alejó más de ellos, siguiendo una curva. No sé cómo conseguí enderezarme e incorporarme a medias en el agua; traté de apoyar los pies en el fondo, pero no aguantaron. Transcurrieron más segundos o minutos en que lo único que hice fue tragar más y más agua. Vi que me acercaba a una roca más grande que las demás; alargué la mano para sujetarme a ella, pero no lo conseguí. Volví a alargar la mano.
Entonces agarré la mano de Yolanda.
—¡Sujétate a mí!
—¡Pero te estás… ahogando! —farfullé tragando agua.
Era cierto; las dos nos estábamos ahogando en aquel río. El agua seguía aporreándonos y nosotras nos debatíamos en ella. Tragamos y pataleamos, hasta que Yolanda consiguió agarrarse a una gran roca. Blancas olas rompieron sobre nuestras cabezas. Yolanda y yo nos abrazamos y nos impulsamos hacia la superficie; la roca a la que se sujetaba ella no estaba muy lejos de la orilla. Nos impulsamos dando una patada en la roca y nos lanzamos hacia los bajíos del río; luego atravesamos aquel terrible canal medio corriendo medio nadando, hasta acabar en la parte menos profunda del cauce del río.
Nos arrastramos hasta la orilla, yo todavía con la mochila; finalmente, me la quité.
Luego me tumbé en el barro y traté de respirar; sentí como si mis pulmones se hubieran abrasado.
Me acurruqué en la orilla. Tardé unos minutos en oír las voces de mis amigos por encima del ruido del agua. Entonces recobré de pronto la conciencia y la lucidez.
—Lola —dijo Yolanda, acurrucada junto a mí—. No te muevas. Solo háblame para que sepa que estás bien.
Me miré brazos, piernas y manos; los tenía llenos de cortes. La camisa y los vaqueros estaban desgarrados. Solo una de las heridas parecía seria, una contusión en la cadera. La mochila estaba intacta.
—Lola —repitió Yolanda—. Di algo.
Me eché a llorar.
—Quiero encontrar a mi madre.
Yolanda miró a Erik y a Manuel.
—Parece que está… bien.
—Esperaremos aquí una hora para vigilarla y asegurarnos —dijo Manuel.
Negué con la cabeza y me sequé la cara con la mano. Notaba que el pánico llenaba mi cuerpo de energía; en realidad aún no sentía mucho dolor.
—Vale, no os preocupéis, estoy bien.
—No, no lo estás —dijo Erik.
—Solo quiero seguir adelante. No quiero quedarme tumbada aquí.
—¡Siéntate! —me gritó Manuel.
Me levanté y me volví a sentar.
Yolanda seguía a mi lado, con las rodillas en el barro; la piel alrededor de su boca y de sus ojos se había vuelto gris.
—Si ella quiere continuar, deberíamos hacerlo —dijo.
—Sí quiero —afirmé.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Sí.
—Bien. Porque para eso estamos aquí, ¿verdad? Así que, levántate.
Yolanda se levantó y caminó hacia una roca grande que había entre los árboles y la orilla del río. Se sentó en ella, apartada de los otros dos, y me observó.
Yo seguí en el suelo. La adrenalina recorría mi cuerpo, pero mis piernas parecían desprovistas de fuerza.
—Vamos… levántate —gritó ella.
—Lo intento.
—No lo parece. ¿Crees que mi padre dejó que me tumbara en el suelo alguna vez? ¿Crees que tu madre se echa cabezaditas en la selva? Y si ella está aquí, ¿crees que puede esperar más días? Así que, si quieres levantarte, levántate. Si quieres hacerlo, hazlo.
—¡Basta! ¡Cállate, Yolanda! —le gritó Erik—. ¿Acaso no ves que está herida?
Pero yo sabía qué pretendía Yolanda. Si mi madre estaba realmente allí, seguramente no nos quedaba mucho tiempo. Me puse en pie con dificultad y me obligué a caminar.
—Bien, bien —dije—. Lo estoy haciendo. Tienes toda la razón.
Yolanda me miró atentamente, y cuando decidió que podía moverme, se levantó y se colgó la mochila a la espalda.
Echó a andar por la orilla en dirección a la desembocadura del río, sin olvidarse de recoger el sombrero del suelo. Yo también me colgué la mochila a la espalda y eché a andar. Luego Erik y Manuel nos imitaron.
Los cuatro nos pusimos en marcha, de nuevo entre los árboles, dejando atrás las aguas rugientes y furiosas.
Sin embargo, no llegué muy lejos antes de que Erik se rezagara y me dijera que me detuviera.
—Deja que… —dijo—. Espera un momento y deja que te abrace. —Me rodeó con los brazos y apoyó brevemente la mejilla en mi frente—. Me has dado un buen susto.
—Ha sido horrible —dije.
—Oh, Lola. Cariño. Déjame ver qué te has hecho en la cadera.
Bajé la cremallera de los vaqueros. Yolanda y Manuel se habían adelantado y no podían vernos.
Erik se agachó y me miró la herida; tenía una contusión y un desgarro por encima del hueso de la cadera, donde se juntaba con el inicio de la cintura. Erik se miró el brazo; la manga izquierda de su camisa se había roto y le colgaba el puño. Arrancó el trozo de tela y me lo colocó sobre la herida.
—Esto te protegerá —dijo—. Al menos será mejor que si llevas solo la ropa interior y los vaqueros.
Me tocó la cadera muy levemente con la yema de los dedos; solo fue una pequeñísima caricia. Luego me miró. Me cogió la mano y me la besó con gran ternura; yo lo besé y calenté en su boca la frialdad de la mía.
—Erik.
Él sonrió. Sabía en qué estaba pensando.
—Estás buenísima —dijo—. Vamos.
—De acuerdo.
Lo cogí de la mano y echamos a andar, ahora sí, a paso más rápido, para no perder de vista a los demás.