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La oscuridad de la selva se cernió sobre nosotros rápidamente. Encendimos las tres linternas que Yolanda llevaba consigo y sus haces de luz se entrecruzaron sobre el tosco terreno del claro en el que habíamos decidido pasar la noche. A mi izquierda, Manuel y Erik se esforzaban en colocar las hamacas y sacaban las finas mosquiteras blancas. Yo enfocaba con la linterna el trozo de tierra que Yolanda despejaba de lodo y matas de hierba con paletadas rápidas y certeras, tratando de cavar un hoyo y nivelar la tierra a su alrededor. Aún llevaba el sombrero ladeado sobre los ojos, y a la luz que iba y venía, vi arañazos en su mandíbula y en la barbilla, y mugre en la mejilla y en la nariz. Yolanda hundía la pala en el suelo, pero la tierra estaba tan mojada que la pala se deslizaba hacia fuera; al final lo aplanó todo lo mejor que pudo. Luego cubrió el terreno con una capa de hojas y helechos mojados que había recogido yo.

A continuación, sacó de la mochila una varita de magnesio con un pedernal atado a un extremo y, del bolsillo de atrás del pantalón, un pequeño cuchillo de plata. Con el cuchillo, cortó algunos trozos de la varita de mineral y los echó sobre la madera y las hojas mojadas.

Golpeó el pedernal contra el cuchillo hasta que saltó una chispa; los trozos de magnesio prendieron y toda la pila de hojas y madera humeante empezó a moverse, a crepitar y a irradiar calor y una luz dorada.

Los cuatro nos acuclillamos en torno al fuego durante un rato; nuestras figuras tenían un tono rosado con la selva de fondo, primero gris, luego negra.

Cuando anocheció completamente, miré a mis amigos y me parecieron tan maravillosos que me emocioné. Miré la luz roja que jugueteaba en sus rostros y las sombras que arrojaban sus cuerpos. Manuel parecía viejo, cansado y hermoso. Yolanda afilaba sus machetes con una piedra. Erik estaba sentado en el otro lado de la fogata y retocaba su interpretación del código con un lápiz, muy concentrado. Una luz azul centelleaba como una joya en el interior del fuego.

Erik dejó el lápiz.

—¿Lola?

—Sí.

—Lo tengo —dijo—. Lo he descifrado.

Yolanda arrojó el machete a un lado. Manuel se irguió y se llevó una mano al pecho.

—Dime que es un mapa —pedí.

Erik no contestó de inmediato.

—¿Es un mapa? —volví a preguntar.

—En cierto sentido —dijo.

Por su expresión vi que estaba muy animado.

—Lo cierto es que el texto da instrucciones que se supone que debemos seguir cuando lleguemos al río Sacluc, donde Tapia encontró las estelas. Y, como te decía antes, las historias que se cuentan están relacionadas con la leyenda. Los personajes son los mismos, pero… es un poco complicado. Sin embargo, no os pongáis nerviosos.

—¿Qué quieres decir?

Erik nos mostró las hojas.

—Es otro acertijo.

EL LABERINTO DEL

ENGAÑO, DESCIFRADO

La historia del gran rey

Una vez fui un verdadero rey, noble e imponente. Nacido bajo el signo de la Serpiente Emplumada, tenía poder sobre la tierra y el mar y los hombres. Gracias a mi gran regalo, era mi destino gobernar esta tierra durante mil años en paz y armonía. Cualquier doncella a la que deseaba quería ser mi esposa y no abrazar a ningún otro. Todo hombre fuerte se inclinaba ante mí como esclavo y desesperaba. Fría, oscura, profunda y absolutamente pura, la lluvia sagrada volvía exuberantes mis jardines y yo caminaba por mis campos como un señor temible. Cuando llegara la hora de abandonar este mundo, me alzaría con el sol como un dios y ocuparía mi lugar más allá del espejo ahumado del cielo.

Pero no ocurrió nada de todo eso salvo mi muerte. Al final de mis días, era un mendigo con un único tesoro, y estaba solo. No vivía en exuberantes jardines, en los que las doncellas me cantaban en otro tiempo. No caminaba por los campos como un temible señor, ni sonreía a mis esclavos, que temblaban de miedo.

Fue una hechicera la que destruyó mi vida. La mujer más hermosa que había visto jamás.

Mi última esposa, a la que conquisté como al más terrible de todos mis enemigos, me aportó fama y una dote de tierras. Y sin embargo, no era ninguna de estas virtudes la que yo más apreciaba. La había hecho mía para poder poseer su auténtica fortuna, pero cuando estuvo en mi poder, la perfección y el espléndido horror de la gema me volvieron loco.

Aquel tesoro consumió mis días. Mi corazón se rompía de amor por él. Hora tras hora lo contemplaba y meditaba sobre él, y pronto mis jardines se agostaron. Los campos se quedaron en barbecho. Los esclavos empezaron a mirarme a los ojos. Pero a mí no me importaba nada, pues había hallado toda mi felicidad en aquel extraordinario trofeo.

Así, mi languidez persistió hasta el día en que mi enano me susurró al oído rumores de lujuria y traición y yo desperté de mi sueño. Salí a hurtadillas de la cámara donde había vivido mi largo reposo y recorrí el palacio sigilosamente, buscando y escuchando. Al llegar a mi propio lecho, la sorprendí en brazos de su amante.

El sacerdote.

Resucité como rey cuando los maté a ambos, pero tras la maldición que ella me lanzó, supe que todo estaba perdido. Huí de aquel palacio. Cogí mi tesoro y me dispuse a morir. Tras una última mirada a mi hogar, huí de la ciudad y entré en un segundo escondite del que no hablaré aquí.

¿Dónde está ahora el espléndido reino de antaño, la ciudad azul que en otro tiempo goberné? Tú, caballero, viajero, explorador, lector, busca mi palacio resplandeciente y mi joya.

Sin embargo, el camino permanecerá oculto si tu corazón no alberga la fe de nuestros padres. Piensa en el sol y en el espejo ahumado más allá del cielo. Recuerda la mañana sagrada del cielo, en la que penetran todos los reyes tras su muerte.

Así, si buscas mi tesoro, deberás empezar también por el camino que persigue los primeros rayos del día.

Tres de los caminos que puedes elegir no te llevarán a la joya, sino al peligro: en uno se encuentra una vorágine invernal; en otro se halla el feroz jaguar que protege a sus crías en primavera; en el tercero hay arenas movedizas en cualquier estación; y en el cuarto, si eliges correctamente, encontrarás lo que buscas.

Confía en mí.

Yo, el rey, no miento.

Si buscas a la reina, debes emprender el camino hacia el este, donde residen los dioses y los penitentes.

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La historia de la hechicera

Me llaman hechicera, pero en otro tiempo era una persona sencilla. Si fuera extraordinaria, sería únicamente porque sentía una gran pasión por mi pequeño y pobre país. Hacia el oeste, donde el sol se hunde en el océano, eran escasas las cosechas y vivíamos de las veloces criaturas que poblaban las profundidades. Sin embargo, durante un tiempo tuvimos el tesoro en nuestro poder. Vivíamos bajo la protección de aquella imponente joya.

En otro tiempo, éramos un pueblo libre.

Y luego, ya no lo fuimos.

Tras largos años de paz y soledad, llegó el día en que vimos al enemigo en lo alto de nuestros riscos, con sus horribles espadas y armaduras. Aquellos funestos caballeros aplastaron nuestras vidas entre sus fuertes manos. Solo cuando me llevaron en presencia de mi nuevo rey, y me dijeron que me inclinara como esposa ante mi propio asesino, noté aquel monstruoso cambio en mi interior. Pues él era quien nos había robado nuestro precioso don, se había apoderado de nuestra gema.

Sí, fue entonces y solo entonces, cuando me convertí en hechicera.

Seducía con malas artes, y con los encantos de mi cuerpo y la magia de mi lengua, convertí a un hombre santo en un traidor y un monstruo. Vertí miel en la boca de un sacerdote y sueños de regicidio en sus oídos. Lo unté con un bálsamo que emponzoñó su mente con los celos.

Aceptó ayudarme a matar a mi marido.

Pero no pudo ser.

Antes de que nuestro pacto se sellara con sangre, mi marido y su enano nos descubrieron, y aunque huí para pedir ayuda a mis soldados, el rey me atrapó y me mató. Cuando supe que la muerte estaba cerca, no utilicé mi último aliento para bendecir a las veloces criaturas de las profundidades que nos habían servido de alimento en otro tiempo, ni miré con piedad a los hombres arrastrados por su maldad ni a las mujeres atrapadas por su concupiscencia.

Lo que hice fue maldecir a mis enemigos y ser tan dura y malvada como mi marido.

Los maté a todos con mis últimas palabras. La tormenta de los dioses cayó por igual sobre puros e impuros, viejos y jóvenes.

Y ahora también yo he desaparecido.

Sin embargo, solo yo desde la tumba te diré dónde se oculta el tesoro.

No confíes en las palabras de los hombres, amable viajero. Pues solo buscan conservar el poder hasta la muerte. Yo no ambiciono tal gloria. Soy una mujer malvada, la más horrible de todas, y busco mi penitencia.

Tres de los caminos que puedes elegir no te llevarán a la joya, sino al peligro: en uno se encuentra una vorágine invernal; en otro se halla el feroz jaguar que protege a sus crías en primavera; en el tercero hay arenas movedizas en cualquier estación; y en el cuarto, si eliges correctamente, encontrarás lo que buscas.

Confía en mí.

Yo, la hechicera, no miento.

Si buscas a la reina, debes emprender el camino hacia el oeste, de donde yo vine.

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La historia del enano

Dado que todos los hombres altos son idiotas de nacimiento, y todas las mujeres altivas son estúpidas, me alegro de no haber nacido con ninguna de esas dos características. Soy un enano nacido en las grandes tribus del norte, cuyas gentes ven el futuro con la ayuda de dados, sueños y el arte de leer las estrellas.

Esas artes, las domino. Nuestra ciudad no ha conocido a mayor profeta que yo. Y gracias a mis habilidades tuve la primera visión de sangre y muerte que nos amenazaba a todos nosotros el primer día que posé los ojos sobre la hechicera. Sin embargo, mi buen y estúpido rey estaba tan dominado por el deseo de poseer el tesoro de la hechicera, que no le advertí de los peligros del futuro.

Él conquistó el reino que la hechicera tenía junto al mar. Se casaron en contra de la voluntad de ella. Entonces él fue feliz, pues el trofeo era suyo, la gran joya.

El cielo, decía siempre mi madre, está gobernado por los enanos, y el infierno, por los jorobados, pues ambas tribus sagradas descienden del espíritu de la sagrada estrella del norte. Y es así como ambas razas reinan en el mundo de los espíritus con sabiduría y paz. Solo la pobre tierra sufre por el gobierno de esa torpe y atolondrada raza de gigantes que nacen sin la ayuda de las constelaciones. De modo que quizá no deba sorprenderme que la vil avaricia de mi rey, las tretas mundanas de la hechicera y los estúpidos genitales del sacerdote se combinaran para provocar el desastre y matarnos a todos.

Durante los primeros años que siguieron al triunfo de mi rey, en los que el deseo del tesoro se hizo aún más enfermizo, le aconsejé que lo aplastara contra las rocas. Así la tentación desaparecería y estaríamos a salvo.

Pero él no me escuchó.

Es más, enfermó. Incluso dejó de comer. Languideció y se consumió a causa de su pasión por la belleza y el poder de la joya. Tan voraz era su deseo que lo volvió ciego y sordo a la muerte que pronto le habría de llegar. No escuchó los gritos y aullidos de su mujer felina, la hechicera, cuando atrajo al sacerdote a su cama con su cuerpo. Y no vio cómo el sacerdote sufría también la agonía del amor, a pesar de la palidez y las miradas de enojo del muy idiota.

Pero yo sí lo vi. Pues soy un enano, sagrado y valiente.

Me adentré en la selva silenciosamente para espiar a los amantes. Salió la luna y luego se puso. Después de unirse como perros en celo, la hechicera y el sacerdote volvieron a la ciudad sigilosamente y yo volví tras ellos, en dirección a la estrella del norte, que es el signo de la Serpiente Emplumada y guía de todas las cosas buenas.

Llevé al rey a su lecho enfangado. Y qué magnífica ira pudimos contemplar entonces. Parecía medio jaguar, medio hombre, y empuñaba su espada azul. Pero la hechicera fue más rápida.

A pesar de que el rey la mató, ni siquiera la muerte pudo acallar su maldición.

Cuando los árboles empezaron a cantar y el cielo cayó sobre nosotros, barriéndonos, mi señor escapó de la ciudad en dirección a un segundo escondite donde esperaba estar a salvo. Pero de eso no diré más.

Dado que soy un enano, hay tanta verdad en lo que digo como en lo que callo, pues no poseo la duplicidad de los gigantes. Así pues, cree mi historia, ya que no contiene embuste alguno. Si también tú, buen caballero y viajero, sientes el deseo de poseer el tesoro, te llamaré idiota y estaré en lo cierto.

Tres de los caminos que puedes elegir no te llevarán a la joya, sino al peligro: en uno se encuentra una vorágine invernal; en otro se halla el feroz jaguar que protege a sus crías en primavera; en el tercero hay arenas movedizas en cualquier estación; y en el cuarto, si eliges correctamente, encontrarás lo que buscas.

Confía en mí.

Yo, el enano, no miento.

Si buscas a la reina, debes emprender el camino hacia el norte, bajo cuyo signo nací.

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La historia del sacerdote

Yo, un sacerdote, fui elevado hacia el cielo como un dios por el amor de mi dama. Y sin embargo, yo, el sacerdote, descubrí que no era un dios. Cuando mi dama me abandonó, me estrellé contra el suelo.

Yo era un hombre feo, nervioso y manso. Rezaba a los dioses con terror y la lengua se me trababa cuando hablaba ante el rey. Él, viendo mi debilidad, me elevó a la más alta posición, en la que sería su marioneta.

Cuando me ofreció recompensarme con mujeres y vino, me convertí en su escudo y su espada. Me presenté ante multitudes de hombres y les dije a todos que los dioses lo habían elegido a él como su gobernante, aunque sabía que no era cierto. Cuando él se atracaba, mientras miles de personas morían de hambre, les explicaba que los espíritus de la tierra y el cielo requerían tales sacrificios. Cuando robaba a la mujer de algún hombre para quedársela, aplacaba al marido diciéndole que tal vez su sufrimiento lo haría sagrado.

Mientras, yo me volvía cada vez más débil y más repugnante, a medida que el gusano del poder corroía mi corazón.

Solo volví a ser puro y fuerte cuando la vi a ella.

El rey quería el tesoro. Pero los sacerdotes están hastiados de cosas preciosas. A mí no me interesaba ninguna valiosa joya, sino mi dama terrenal, que no pisaba el suelo con pies de ángel, cuyo aliento no era perfumado, cuyas manos eran ásperas y la sonrisa amarga.

La amaba. Noté que entraba en el cielo cuando la miré a ella. Floté por encima de las montañas. El día que cogió mi mano por primera vez, mi espíritu se elevó hacia las nubes.

La amaba hasta la muerte.

Pero cuando el rey y su pequeño vidente nos descubrieron en el ardiente lecho, mi amada renegó de mí. Se apartó de mi lado y, con extrañas palabras, nos maldijo a todos nosotros. Bellacos. Cobardes. Demonios. Hombres. A todos nos consumiría el fuego. Todos moriríamos entre el miedo y la tortura.

Fue entonces cuando conocí su falsedad y su deseo. Sentí que caía desde el cielo al que ella me había elevado. Caí, caí y caí hasta el reino más bajo de la tierra.

Y aquí resido ahora, abajo. Aquí es donde vienen todos los amantes.

Al infierno.

Desde la tumba, la joya ya no me parece preciosa, sino vulgar. ¿Por qué motivo iba a ocultarla? Aquí abajo, donde se retuercen las criaturas tristes y viles, todos somos sinceros. Pues no hay artificio en el Averno. Y por eso, tienes buenas razones para creer lo que te digo: el tesoro está aquí, donde yo vivo.

Así pues, sigue mi consejo. No creas a los demás.

Tres de los caminos que puedes elegir no te llevarán a la joya, sino al peligro: en uno se encuentra una vorágine invernal; en otro se halla el feroz jaguar que protege a sus crías en primavera; en el tercero hay arenas movedizas en cualquier estación; y en el cuarto, si eliges correctamente, encontrarás lo que buscas.

Confía en mí.

Yo, el sacerdote, no miento.

Si buscas a la reina, debes emprender el camino hacia el sur.