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A las tres de una tarde bochornosa y húmeda, llegamos a los alrededores de Laguna Perdida, lugar desde el que habíamos decidido iniciar nuestro viaje por la selva. Yo esperaba encontrar un coche aparcado junto a la carretera; una señal de que mi madre podía haber estado allí unos días atrás. Pero no había tal indicación. La selva surgía bruscamente en el terreno, sin la menor congruencia, verde, imprecisa, y aparentemente sin presencia humana visible. En el aire denso bullían los insectos y las cálidas neblinas; la ropa nos pesaba y los zapatos se hundieron en el barro cuando bajamos del coche. El día empezaba a declinar. El cielo se volvió de color pizarra y amenazaba lluvia; las profundidades de la selva parecían realmente sombrías.

—No hay camino para el coche —dijo Yolanda, abriendo el maletero del Ford Bronco para sacar las mochilas y el equipo—. Tendremos que dejarlo aquí.

—¿Y nos meteremos ahí a pie? —pregunté.

—Se está haciendo de noche —dijo Erik, mirando los árboles con los ojos entrecerrados.

Yolanda y yo estábamos en la parte de atrás del coche, cogiendo las mochilas y las botellas de agua. Yo llevaba una camisa de manga larga, vaqueros, botas altas y calcetines, pero ya empezaba a notar las picaduras de mosquito, así que cogí un bote de DEET y me unté el cuello de crema. A mi lado, Manuel trataba de echarse la mochila a los hombros, pese a que sus manos empezaban a temblar.

—Sí, iremos a pie —dijo Yolanda. Me echó una mirada—. Si realmente crees que Juana está cerca, el tiempo apremia. No debe de haberlo tenido fácil ahí dentro.

—Tienes razón —dije, escudriñando el cielo.

Yolanda dejó la mochila en el suelo para asegurar bien su hamaca y su mosquitera. Luego sacó una enorme linterna Maglite negra del bolsillo lateral de la mochila y señaló también uno de los dos machetes que había comprado en Flores. Tenían un aspecto terrible con sus fundas de cuero y remaches de latón.

—Nos abriremos paso en la selva con esto.

Mi padre dejó caer su mochila y soltó un taco; sudaba y seguía temblando.

—Deja que te ayude —se ofreció Yolanda—. Pesa… mucho.

—No hace falta —dijo él—. Puedo yo solo. —Se colgó la mochila haciendo un esfuerzo.

Nadie dijo nada acerca de las manos de mi padre.

—Supongo que no hay más remedio —dijo Erik mientras cogía otra de las mochilas para colgársela del hombro—. No servirá de nada entretenerse, ni desmayarse, ni huir, ¿verdad?

—Exacto —dijo ella—. Ah, y por cierto, ¿habías estado antes en esta parte de la selva?

—¿En esta parte? —Erik negó con la cabeza—. No, aquí no. Más hacia el sur, en los aledaños de Flores.

—Bueno, entonces… por aquí hay un repugnante ácaro de la región con el que deberías tener cuidado. Se mete por debajo de la ropa y muerde. Las partes íntimas sobre todo.

—¿Me estás gastando una broma? —preguntó Erik.

—No gasto bromas en la selva —replicó ella—. Y tampoco guardo rencor, aunque quiera. Es demasiado peligroso. —Me miró con sus firmes ojos negros y las mejillas encendidas—. Estamos aquí solo por dos razones. Tu madre…

—Sí —dije.

—… y mi padre. El trabajo de mi padre. —Desvió la mirada hacia Erik—. Pero será duro y tendréis que cuidaros de vosotros mismos. Así que haced caso de mis advertencias sobre los bichos. Y hay otras cosas. Podríamos tropezar con uno de los grandes felinos, en cuyo caso seguramente saldríais corriendo y gritando. También podríais tropezar con… lo siento… arenas movedizas.

—Sí, fantástico —dijo Manuel.

—Y luego están esos horribles cerdos salvajes. Cuidado también con la hoja del machete, que está muy afilada. Seguramente os pediré que me relevéis cuando esté cansada. No os olvidéis de beber agua, por supuesto, si no, os deshidrataréis enseguida y no valdréis para nada. Y… seguidme. No os separéis de mí. No estaréis a salvo si os alejáis.

Traté de no pensar en qué podían significar todas aquellas precauciones para mi madre. Al parecer, lo mismo se le ocurrió a Manuel, porque vaciló un instante, pero luego se alisó la camisa y asintió al tiempo que carraspeaba.

—Muy buenos consejos —dijo.

Yolanda y él cerraron el coche antes de cruzar la carretera y adentrarse en la selva.

Erik y yo los observamos mientras separaban los arbustos con las manos.

Yolanda sacó el machete. Manuel se había quedado blanco como la cera y parecía más frágil desde que se había metido entre los árboles, pero me di cuenta de que aquello tenía el efecto contrario en ella. Bajo aquella luz rojiza, en medio de la selva, tenía el rostro arrebolado y una expresión vigilante en sus facciones resueltas. Alzó el machete y descargó un golpe formando un enérgico y grácil arco. Finos y precisos músculos aparecieron en su cuello. Pensé que ella tenía tanta destreza en aquel gesto como yo trataba de tener con las palabras, porque su padre la había convertido en una experta en sobrevivir en aquel lugar salvaje.

Manuel la siguió, apartando las hojas con dedos vacilantes. Luego desaparecieron.

—De acuerdo, ¿estás listo? —pregunté a Erik, colgándome la mochila a la espalda.

Estaba bañada en sudor, pero no me dejaba amilanar por los mosquitos que revoloteaban alrededor de mis extremidades. Me sentía llena de una atemorizada excitación, como si pudiera seguir los pasos a Yolanda durante toda la noche sin parar hasta encontrar a mi madre.

Él me miró y asintió.

—Estoy listo para ir contigo, Lola —dijo.

Sonreí y le toqué el pecho. Luego nos dirigimos hacia los oscuros árboles y avanzamos.