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—¿La historia del rey? —espetó Yolanda.

—¿Podrías repetir eso? —pidió Manuel.

—¿«Nacido bajo el signo de la Serpiente Emplumada»? —exclamó de nuevo Yolanda.

—Erik —dijo Manuel, ceñudo, volviendo la cara hacia atrás—, lo que dices no tiene sentido.

—Oh, yo te lo explico —dijo Yolanda—. Pero no te va a gustar. Eso no es un mapa.

—No hay otra alternativa —dije, levantando la mano como un guardia urbano—. Tenemos que encontrarle el sentido.

—Os demostraré que en realidad sí es un mapa —afirmó Erik—. Solo necesito un poco más de tiempo para asegurarme de que no pasó nada por alto…

—No puedo usar eso para encontrar un camino en plena selva —replicó Yolanda—. Es una broma, no un atlas. No… olvidadlo. Está decidido. Iremos hacia el este una vez lleguemos al Sacluc. Es la única opción razonable.

—¿Por qué hacia el este? —quiso saber Manuel.

—Ya se lo conté a ellos —respondió Yolanda, señalándonos con la mano—. Mi padre siempre pensó que encontraría algo en el oeste, pero yo estaba convencida de que era más probable encontrar algún tipo de estructura más cerca de Tikal y de sus ruinas, hacia el este.

—Quizá —dijo Manuel—. Pero en mi último recorrido por la selva, perdí… perdí la brújula. Así que no estoy muy seguro de cómo encontrar los puntos de referencia.

—Estoy segura de que debemos ir hacia el este —insistió Yolanda.

—Espera un momento —dije—. Erik, ¿cómo has llegado a esta transcripción? ¿No se te habrá pasado algo por alto?

—No lo creo —respondió él, negando con la cabeza—. Según yo lo veo, encaja perfectamente. La clave numérica es un código de transposición.

Erik explicó a Manuel y a Yolanda que había borrado línea sí, línea no, de los jeroglíficos, y luego añadió:

—El texto está dividido en unidades de cinco palabras-símbolos. En la carta de Beatriz de la Cueva en la que describe la lección de danza con Balaj K’waill, la que menciona Juana en su diario, K’waill habla de los números cuatro, tres, dos, uno, cero.

—Eso era cuando K’waill se burlaba de ella —dijo Manuel—. Cuando decía que los guatemaltecos estaban muy atrasados y la desafiaba con la clave.

—Cierto. Lo único que no conseguía averiguar al principio era qué representaba el cero, hasta que me di cuenta de que el cero corresponde al símbolo del jade en el texto.

—¿Qué significa eso? —preguntó Yolanda.

—Que el símbolo para jade es un engaño. No significa nada y lo es todo al mismo tiempo. Solo se entiende el texto si se tacha cada vez que aparece en él. Así que la primera frase del texto sin descifrar, una vez dividido en unidades de cinco, se convierte en:

Gran del historia la jade

fui vez una rey jade

noble rey verdadero un jade

»y entonces, tachando la palabra “jade” cada vez y dándole la vuelta a las frases, tal como dice Balaj K’waill…

—Cuatro, tres, dos, uno —apunté—. Está al revés, así que se ha de pasar a uno, dos, tres, cuatro.

—Sí…

Gran del historia la

fui vez una rey

noble rey verdadero un

»se convierte en…

La historia del gran rey

Una vez fui un verdadero rey, noble…

»etcétera.

—¡Qué fácil era descifrarlo! —dijo Manuel, pero sin amargura.

—Sí, ahora no parece muy difícil —admitió Erik.

—Bueno, eso de que el cero sirve para tachar el símbolo de jade es un viejo truco —dijo Yolanda. Se volvió en el asiento para mirar a Erik—. Es sabiduría antigua. Ya sabes: «En un acertijo en el que la respuesta es “ajedrez”, la única palabra que no se debe utilizar es “ajedrez”».

—¡Asombroso! —exclamé.

—Es ingenioso —dijo Manuel—. Excelente, Erik. Lo has conseguido. Quizá mi hija tenía razón al traerte. Puede que rectifique mi opinión sobre ti.

—Lo hará, se lo garantizo —dijo Erik, con la cabeza metida aún en sus papeles. La mía también lo estaba—. En un par de días, estará entusiasmado conmigo, señor Álvarez.

—Vaya por Dios —dijo Manuel. Y por su tono de voz, supe que no era una respuesta a Erik; ni tampoco parecía que hablara del laberinto.

—Yo no voy a rectificar mi opinión sobre… —empezó a decir Yolanda.

—Mirad —la interrumpió Manuel.

Erik, Yolanda y yo fijamos la vista en el parabrisas y dejamos de hablar de códigos y claves.

El paisaje se había ido deteriorando kilómetro a kilómetro, y la situación en aquella parte del norte del país era realmente catastrófica. Pasamos por delante de zonas de la selva de las que no quedaba más que tierra agostada, inundada, y a su alrededor viviendas en ruinas y árboles con la corteza de color verde lima y las hojas amarillas. Tuvimos que bordear trozos de la carretera que se habían hundido y donde la tierra, de color chocolate con vetas calcáreas y mezclada con piedras, asomaba entre el asfalto; densa y profunda, exhalaba crujidos cuando la aplastaban las ruedas del coche. Vimos a gente que sacaba escombros de sus milpas o granjas; dos mujeres y un hombre estaban de pie, llorando, frente a sus cabañas destrozadas.

—Terrible, terrible —dijo Manuel.

—Antes esto era un lugar bonito —dijo Erik—. Mi padre me traía por aquí en verano… Ahora no lo reconozco.

Apreté las manos contra el cristal de la ventanilla.

—Está todo destruido.

—Para —dijo Yolanda—. Tengo algo que hacer.

—¿Qué quieres decir?

—Tú para aquí mismo. Voy a bajar.

—Solo un momento, papá —dije.

—De acuerdo.

—Dales parte de nuestros víveres —propuse.

Pero Yolanda ya había pensado en ello.

Metió la mano en una de las mochilas, sacó algunas latas de carne seca, bajó del coche y se acercó corriendo por el barro para dárselas a una de las mujeres que estaba delante de su cabaña. La mujer tenía unas largas cejas negras y unos ojos apagados y fijos que miraban el lugar con expresión conmocionada; parecía que entendía qué había ocurrido, pero no lo asimilaba. Yolanda le entregó los paquetes y le hizo unas preguntas; la mujer negó con la cabeza.

Luego Yolanda volvió corriendo al coche, se metió en él y cerró la puerta con fuerza.

—Han muerto veinte personas en esta aldea.

—¿Le has preguntado si ha visto a mi madre?

Yolanda no me había hecho el menor caso en todo el día, pero esta vez me contestó.

—Sí, y no la había visto. Tampoco ha visto a su familia desde hace días. Creo que está… conmocionada.

Sus ojos y los míos se encontraron en el espejo retrovisor un momento. Torció el gesto antes de apartar la mirada.

—Dice que más al norte aún ha muerto más gente.

Dejamos de hablar. Erik siguió escribiendo sus notas. Yo tuve una visión fugaz de los ojos de mi madre mientras seguíamos avanzando por la carretera. Noté que el tiempo empezaba a cambiar: hacía más calor y había aún más humedad que antes. Los campos quemados e inundados quedaron atrás. Los pájaros se abrían camino en el denso aire. El viento movía las escasas hojas de color bronce de las caobas; parecían manos de largos y delgados brazos haciendo signos ininteligibles.

Vimos todavía dos, tres, cuatro pueblos destruidos. Y seguimos adelante.