Erik contrató un taxi que nos llevó por el arenal hasta la isla de Santa Elena y la cueva de Actun Kan. La caverna está medio escondida detrás de unas colinas, y es famosa por sus cámaras funerarias. Sus paredes están surcadas por formaciones de piedra caliza; los indios creían que algunas de ellas eran semejantes a sus dioses serpiente, lo que dio pie al nombre en español de cueva de la Serpiente. Otros visitantes afirmaron que las formaciones de piedra caliza se asemejaban al dios de la lluvia llamado Chac, y los europeos creyeron ver allí el rostro de san Pedro.
La cueva brillaba a la luz de las pequeñas lámparas eléctricas suspendidas del techo; el suelo estaba encharcado aún por las lluvias del huracán, y el agua alcanzaba varios centímetros de altura en algunas zonas. Erik pidió al taxista que nos llevara hasta el pequeño aparcamiento que había frente a la boca de la cueva; cuando nos apeamos, las lomas se recortaban en el cielo opalino, teñido de color burdeos y teja por la lluvia.
Erik cogió mi mano, con la que me aferraba al diario de mi madre.
—He pensado que sería un lugar agradable para venir después de este susto. Un lugar lleno de paz.
—Lo es.
Erik volvió la vista hacia el coche, un pequeño taxi de color verde que conducía un adolescente con el pelo de punta y una camiseta de AC/DC.
—¿Quieren que los espere? —preguntó el taxista.
—Será solo un momento —respondió Erik. Me miró—. ¿Qué te apetece hacer ahora, Lola? Haremos lo que tú quieras. Podríamos descansar aquí y pedirle al taxista que vuelva dentro de un rato. O podríamos ir a buscar a tu madre por el pueblo. O podríamos charlar. Sobre lo que tú quieras. Sobre tu madre. O… no sé… sobre las estelas. Estuvimos hablando de códigos y tengo algunas ideas; a lo mejor conseguiremos que te distraigas y olvides los dos últimos días —propuso.
Pero yo no estaba preparada aún para hablar del jade, ni de Von Humboldt, o de lo que mi madre había escrito acerca de las estelas y de cómo descifrar el laberinto.
—Lo haremos, Erik —dije—, pero ahora mismo quiero estar sola un rato. Quizá una hora. Para pensar en mis cosas.
—¿Estás segura?
—Estoy segura.
—Una hora, de acuerdo. Volveré al pueblo y recorreré los hostales y las pensiones para averiguar si alguien ha visto a tu madre. Puede que también compre provisiones. Luego regresaré a por ti.
Le sonreí y él me apretó la mano.
Una fina llovizna empezó a caer sobre el barro a nuestros pies. El cielo estaba plomizo; vetas de color coral y magenta iluminaban las nubes.
El taxista se subió al taxi seguido de Erik. Vi cómo se marchaban y me subí el cuello de la chaqueta para protegerme de la lluvia. Luego, metiéndome el diario de mi madre bajo la axila, entré sola en la cueva.
En la oscura caverna resonaba el zumbido de los insectos y el sonido de mis pasos mientras vadeaba con esfuerzo los charcos que se habían formado en la entrada. Las luces eléctricas arrojaban un resplandor dorado sobre las paredes de piedra caliza, que a primera vista parecían lisas, pero luego resultaron estar formadas por intrincadas capas de roca, como si en otro tiempo la piedra caliza hubiera sido líquida y hubiera ido goteando como el agua. A medida que avanzaba, la gruta se hizo más oscura y el agua más fría, pero las lámparas brillaban con luz suficiente para ver las estalagmitas que surgían del suelo como si fueran blancas formas retorcidas de cera. También vislumbré protuberancias en las paredes de piedra, que no me parecieron serpientes, ni dioses, ni santos, sino más bien un texto escrito en una lengua extranjera, o líneas trazadas al azar por el hombre. Pasé las manos por encima de la piedra caliza, y la arenilla que se desprendió se me quedó pegada en los dedos. Recorrí los túneles negros e iluminados y las salas de Actun Kan, aunque no comprendía ninguna de las señales que fui encontrando, hasta que vi unas marcas en la pared que me resultaron familiares. Chapoteando en el agua, me incliné para examinarlas. Me pareció estar viendo una antigua lengua en jeroglíficos. Las marcas casi se habían borrado, pero aún estaban grabadas en la piedra, casi ilegibles. Cuando acerqué más la cara y pasé los dedos sobre los caracteres, conseguí leerlos:
Marisela y Francisco 1995
Ahí terminaron mis experimentos de paleontología y espeleología. Seguí caminando, aferrada al diario de mi madre, hasta llegar a una sala de la cueva con un techo alto y abovedado, cuya iluminación era suficiente para leer. Me senté en una de las piedras más altas que había junto a una de las paredes. Lagartijas verdes y marrones se movían sobre las piedras y subían por las paredes; los insectos volaban en pequeñas bandadas que espanté con los brazos. Me senté con las rodillas dobladas para apoyar en ellas el diario. Mis pensamientos tenían por única compañía el inquietante sonido de las salamandras acuáticas y los ecos de los sapos que se sumergían en los charcos. Me sentía mareada por el mal trago que había pasado en el depósito, cuando pensé que iba a identificar el cadáver de mi madre y, en cambio, me encontré con otra mujer. Todo ello se mezclaba con el pánico que me habían producido las confesiones del diario.
Miré el cuaderno que tenía sobre el regazo para serenarme. El cierre de latón colgaba, roto; el agua había estropeado parte del lomo, y la tela de color salmón de la encuadernación se había rasgado.
Desde lejos me llegaba el ruido del chapoteo de los animales que nadaban en los charcos de la cueva. Una pequeña lámpara de latón, sujeta a un rincón del techo, arrojaba luz sobre mis piernas y mi brazo como un brochazo de pintura dorada.
Abrí de nuevo el diario.
19 de octubre
Otro día. He pasado la mañana repasando lo que había escrito la semana pasada, y me sorprende lo duro que nos resulta a los seres humanos olvidar el pasado, por mucho que lo deseemos.
Aunque seguramente no seré capaz de olvidar a De la Rosa.
Para empezar, Lola me lo recuerda siempre. Lo extraño es que se parece más a Manuel. No solo porque le gusten tanto los libros, o a veces sea un poco tímida, sino porque tiene su misma constancia, su terquedad y su temor al riesgo. Nunca ha querido venir conmigo a la selva, igual que Manuel y sus exasperantes fobias.
Al final tendré que aceptar que es un ratón de biblioteca. Nunca vendrá a Guatemala conmigo.
Reí entre dientes y las paredes de la cueva me devolvieron el eco de mi risa. Sabía que en los últimos días, tras rastrear la pista de mi madre, viajar por zonas inundadas, sufrir accidentes de coche, vivir el rescate de Yolanda y viajar con el convoy del ejército, estaba estableciendo un récord de intrepidez que incluso a la gran Juana Sánchez le costaría batir.
Pero seguí leyendo y dejé de reír.
Aun así, tiene el pelo del otro, su complexión, su rostro, sus manos y sus ojos, ¿verdad?
Es curioso que una persona sea exactamente igual a otra a la que se odia, y se pueda quererla hasta el extremo de que ese amor justifique toda una vida.
Porque creo que la cariñosa Lola justifica mi vida. Es lo único realmente bueno que he hecho. Aunque en realidad Tomás nunca me quisiera.
Sin embargo, me arrepiento de algunas cosas.
¿Cómo decía aquella vieja canción?
Te perdí,
te perdí.
Yo también estoy perdida,
mi amor.
Sin embargo…
Quizá debería esforzarme en recordar que tengo otro consuelo, además de nuestra hija.
Y creo que ha llegado la hora de volver a pensar en ello.
Porque es una hazaña que haya sido yo, y no mi amado rival, quien ha resuelto el enigma de la reina Jade.
Aferré el diario con ambas manos y leí aquel pasaje una y otra vez.
Lo extraño es que se parece más a Manuel… Aun así, tiene el pelo del otro, su complexión, su rostro, sus manos y sus ojos… Es curioso que una persona sea exactamente igual a otra a la que se odia… nuestra hija.
No parecía haber otro modo de interpretar aquellas frases. Tomás de la Rosa y mi madre habían tenido una aventura antes de que yo naciera. Mi padre no era Manuel Álvarez. Era Tomás de la Rosa.