En la penumbra de la noche apenas se distinguían los letreros y los números de las calles de Flores. Avanzamos por las callejas empedradas, dejando atrás la misteriosa visión del lago y su tenue resplandor, hasta que vimos un hotel que mi padre me había mencionado en nuestra última conversación telefónica. El hotel Petén Itzá resultó ser una pensión pequeña y algo desvencijada cubierta de hiedra y de macetas de gardenias. Los dueños habían decorado el establecimiento con sencillos muebles tapizados; había también un anticuado equipo estereofónico con chapa de madera de pino. Una gran mesa de madera sencilla y un antiguo fogón de leña, del tamaño aproximadamente de un sofá, ocupaban la cocina. El dueño era un hombre moreno y larguirucho; él y su menuda mujer, así como sus cuatro hijas adolescentes, que iban en camisón, se levantaron de la cama para recibirnos. Hablaban en voz baja, ya que había otros cinco huéspedes durmiendo en la casa. Erik, Yolanda y yo, sucios, agotados y muy asustados aún por nuestro enfrentamiento con los soldados, nos quedamos mirando embobados a nuestros anfitriones; estábamos muertos de hambre después de muchas horas sin comer. Pero el dueño, cuyas hijas se habían espabilado observando a Erik desde detrás del padre, se limitó a menear la cabeza y dijo:
—No tenemos nada, señor. Nuestra despensa está vacía. No llega gran cosa a Flores por culpa del huracán.
—¿Ha habido muchos daños? —preguntó Erik—. Las calles no están inundadas.
—No ha sido tan malo como en otros lugares —contestó el dueño—; solo ha muerto una persona.
—¿Una persona? —pregunté.
—Hemos tenido suerte —explicó la mujer—. La gente muere de hambre en el este, así que la mayoría de las provisiones se envían allí, no aquí.
—Ni siquiera tenemos chocolate —dijo una de las hijas.
—No tenemos Zucaraias —dijo otra, refiriéndose a la versión hispana de los Frosted Flakes.
—Tampoco tenemos Pepsi.
—Ni naranjada.
Tras mirar a las cariacontecidas muchachas y a sus demacrados padres, los terribles sentimientos que habíamos tratado de ahuyentar con risotto de cigalas en Ciudad de Guatemala, con Armagnac en Antigua, con las reconciliaciones en Río Hondo y con las historias sobre caballos sagrados, amenazaron con adueñarse de nosotros con una fuerza irresistible. Incluso Yolanda parecía a punto de dejarse caer en el suelo de roble y echarse a llorar. Las muchachas, por la expresión de sus grandes ojos, también parecían al borde de las lágrimas, al igual que los padres, que mirando de reojo a sus hijas apretaban los labios fuertemente, como si trataran de guardar la compostura.
—Hemos pasado una semana muy difícil —dijo el hombre—. Mis hijas no lo acaban de comprender.
—Alguien murió —dijo la más pequeña, que seguía detrás de su padre.
—Murió una señora —dijo su hermana.
—¿Qué señora? —pregunté.
—Sssh, cariño, no hablemos de eso —dijo la madre.
—Estamos buscando a una mujer llamada Juana Sánchez —dije—. Hemos venido a buscarla. Quizá se alojara aquí, en su hotel. —Describí a mi madre; mencioné incluso su peinado, su carácter gruñón y su trabajo como profesora.
—No, señora —dijo el hombre—, no ha estado aquí, y no he oído hablar de ella, lo siento.
—Vayámonos a dormir y olvidemos este día —propuso Yolanda.
Pero nadie se movió y todos volvimos a quedarnos en silencio. Nos miramos los unos a los otros en el vestíbulo bajo la lámpara del techo, hasta que Erik, que hasta entonces tenía un aspecto deplorable, con los pelos de punta y barro en la mejilla magullada, me echó una mirada y sonrió de ese modo peculiar que yo recordaba de la biblioteca Huntington, cuando coqueteaba con las desvergonzadas bibliotecarias; de eso hacía una eternidad.
—Bien, creo que tendré que tomar las riendas —dijo—. Tendremos que aplazar lo de acostarnos, Yolanda. Creo que es evidente que se impone un poco de desenfreno. De lo contrario, nos volveremos completamente locos.
—Tú mandas —dije.
—¿En serio?
—No, pero continúa.
—Bien —dijo él—. ¿Sabéis qué necesitamos?
—Sí, un trago largo, frío y fuerte.
—Fuerte como un demonio —dijo él.
—De acuerdo —aceptó Yolanda. No iba a permitir que Erik pareciera más duro que ella—. Pero no olvidemos picar algo.
—Eso no suena mal —dijo Erik.
—Solo tenemos para hacer tortitas —dijo la mujer.
—Y hay un poco de ron —añadió el patrón.
—¿Qué quieres decir con que «hay un poco de ron»? —preguntó su mujer.
—Ron servirá —dijo Erik.
Así que nos fuimos todos a la cocina y servimos unas copas. La mujer se sentó a la larga mesa de roble y puso en alto los pies desnudos, mientras Erik se anudaba un delantal sobre los pantalones manchados de barro y preparaba la masa para las tortitas. Yolanda se fue a la sala de estar y encontró unos discos de vinilo de Liliana Felipe en la extensa colección del patrón. Pronto maracas, cuernos, tambores y la voz sutil de Liliana resonaron en la casa, haciendo que las figuritas Hummel que había sobre el estéreo temblaran y se movieran. También despertó a los otros huéspedes, que salieron de sus habitaciones somnolientos, pero asomaron la cabeza rápidamente al oler las tortitas y ver las seis botellas de Baccardi que Erik encontró en el fondo de una alacena. Esta visión provocó la sorpresa y la indignación de la patrona, hasta que ingirió cuatro vasos hasta arriba a instancias de su nuevo camarero americano guatemalteco.
—Beba, gloriosa reina de la belleza —decía Erik—. Tiene usted los ojos de una estrella de cine y las piernas de una gacela, y sus hijas romperán el corazón de un millón de hombres.
—De acuerdo —decía ella.
Hasta el amanecer, Erik desplegó los encantos que habían vencido la casta resistencia de las licenciadas de UCLA, habían sacado de quicio a mi madre y habían corrompido a los decanos de la universidad, hasta hacerlos caer bajo la mesa del comedor de la facultad. Por una vez, su dominio de la fiesta y el desenfreno concedió un respiro a todo el mundo, y en mi caso, consiguió que olvidara lo que había leído en el diario de mi madre. A las dos de la madrugada, las hijas de los dueños estaban colgadas de los brazos de Erik, gritando animadamente, y la mujer bailaba con el marido mientras le berreaba una canción de Liliana al oído. Cuanto más se emborrachaba Yolanda, más tiesa y recatada parecía, sentada a la mesa muy erguida, con una postura cada vez más parecida a la de un embajador ruso o una encorsetada duquesa, y la expresión altiva de una fingida sobriedad. Pero cuando me acerqué para abrazarla, no se mostró tan distante; apretó con fuerza mis nudillos contra su cara y los besó.
—Te quiero y te odio —dijo—. Pero en realidad no te odio en absoluto.
—Eres mi mejor amiga, Yolanda —dije a voces—. He sido una burra.
—Eso es cierto —replicó ella entre sollozos, completamente ebria—. Ya tienes el culo igual de gordo.
El resto de los huéspedes, así como media docena más de hombres, estaban sentados a la mesa con Yolanda; reían y lloraban desconsolados por los horrores de la guerra y del huracán y por el enorme e inexplicable vacío que habían dejado los muertos. Una y otra vez la mujer del patrón se llevó a sus hijas al dormitorio, pero ellas reaparecían en la cocina al cabo de unos minutos, descalzas, mordisqueando tortitas y olisqueando el ron con curiosidad. Mientras tanto, en un esfuerzo de imitar la historia bíblica de los panes y los peces, Erik consiguió que las botellas duraran toda la noche y preparó ocho platos distintos de tortitas en una vieja sartén; las lanzaba por los aires para que dieran vueltas acrobáticas de incierta destreza. Bailó, bebió, sudó y contó chistes y acertijos a las muchachas, que volvían una y otra vez junto a la cocina de leña. No sé de dónde sacaba el patrón la leña para mantenerla encendida, pero creo que lo vi salir al patio con un par de mesitas de noche y regresar con trozos de madera. Por fin, a las seis de la mañana, Erik pasó de puntillas por encima de las hijas, que dormían, levantó a Yolanda de la silla donde permanecía erguida, y bailó con ella al son de «San Miguel Arcángel», mientras intercambiaban insultos, se desgañitaban y soltaban risotadas. Después me tocó a mí.
—Levanta, Cleopatra —dijo Erik, inclinándose sobre mí—. Ven a bailar conmigo, mi gloriosa intelectual, mi delfín, mi dulce arpía, mi sirena.
—Debes de estar borracho —dije.
—Completamente —replicó él.
—Oh, baila con él, por el amor de Dios —dijo Yolanda—. Es tan corta…
—¿Qué es corta?
—La vida —exclamó.
Así que bailamos con un adormilado frenesí. Erik me rodeó la cintura con el brazo y me hizo brincar al ritmo del mambo «Burundanga» de Celia Cruz. Sus enormes manazas me propulsaron hacia arriba y me hicieron dar vueltas; agitaba brazos y piernas, tenía el pelo alborotado y mis botas ni siquiera tocaban el suelo. Erik me hizo girar y dar vueltas por la cocina, de vistoso colorido; cuando eché la cabeza hacia atrás, vi estrellas y me reí por primera vez en ocho días, desde que había empezado aquella pesadilla. Tras la descoordinación inicial, ya que no había bailado nunca así con nadie, no me fue difícil hallar en mi destrozado corazón el impulso que se necesita para bailar la salsa y el rock and roll. Cuando Erik me hizo dar vueltas como los chicos de las películas de los años cincuenta, empecé a cantar lo que recordaba de las letras a voz en cuello con extasiada dislexia; Erik se reía tanto que casi se atragantaba. Los demás lanzaron unos cuantos «¡Arriba!» frenéticos entre trago y trago.
Cuando paró la música, solo oía el zumbido de la sangre que fluía a mi cabeza y el de la aguja que se deslizaba sobre el vinilo como un coche a la fuga. Erik estaba rojo como un tomate.
—Sin duda eres la mejor pésima bailarina con la que he tenido el placer de destrozar una cocina, mi maravillosa belleza de pies planos —gritó.
Abrí los ojos y descubrí que estábamos abrazados, como si el suelo se moviera bajo nuestros pies, mientras los demás disfrutaban de aquella fantástica borrachera que por unos instantes había borrado todo lo malo de nuestras mentes.
Entonces fue cuando lo oí.
—Ésta por la señora que murió —dijo uno de los vecinos, un apuesto hombre mayor que se había bebido la mayor parte del ron y pronunciaba las palabras con laboriosa precisión.
Oí el tintineo de los vasos que entrechocaban y olí el ron que se servía una vez más. Yolanda presidía la mesa como una reina, con el sombrero ladeado en un ángulo perfecto y las manos bailando en el aire con la música. Asentía, aunque no había comprendido del todo aquel brindis.
—¿Qué señora? —pregunté, recordando de nuevo aquel detalle.
—La señora que murió, hombre —dijo el vecino.
—Querrás decir «señora» —corrigió otro vecino.
—¿Qué quieres decir con «señora»?
—¿Cómo?
—He dicho la señora que murió.
—Has dicho «la señora que murió, hombre», y deberías haber dicho «la señora que murió, señora», porque estás hablando con esta chica, que es una señora.
—Sí, bueno, eso quería decir. La señora que murió.
—Señora.
—Señora.
—¿De qué demonios están hablando? —pregunté.
—Estas chicas norteamericanas son unas deslenguadas —dijo otro.
Era un vecino, o quizá un huésped, que también tenía la cabeza gacha y se echó a llorar. Luego, a todos los demás se les llenaron los ojos de lágrimas, les rodaron por las mejillas, también al patrón, y todos empezaron a hablar una vez más de cuánto habían perdido con el huracán, de que la vida no tenía sentido y que la gente que había desaparecido no volvería nunca más.
—Alguien murió —dijo Yolanda tristemente.
—No altere a mis hijas —dijo la mujer del patrón, que de repente parecía completamente sobria. Agarraba a tres de sus hijas, que seguían en la puerta de la cocina, y a la cuarta, que estaba estirada en la sala de estar—. Ese tema es malo para su estabilidad emocional.
—Para la mía también —dijo el patrón.
—¿Quién murió? —pregunté en un susurro.
—¿Fue una vecina? —preguntó Erik.
—Oh, no, gracias a Dios.
—Da mala suerte solo decirlo.
—Fue una norteamericana como usted.
—¿Cómo yo? —pregunté.
—No, no tanto —dijo uno de los huéspedes—. Era morena, era latina.
—Yo soy latina.
—Con más aspecto de latina.
—¿No era húngara? —preguntó uno de los vecinos.
—No, ¿mexicana?
—¿Mexicana de Estados Unidos? ¿O estadounidense de México?
—Creo que era profesora o algo así. Se iba a la selva, creo, o volvía de allí.
—El caso es que la pobre mujer tuvo mala suerte. Le cayó un árbol encima con la tormenta, y entonces la trajeron aquí.
—Está en el depósito, señora, según tengo entendido —dijo el apuesto hombre mayor con mucho tacto y claridad.
—Comprendo —dije. Necesité toda mi concentración para mantener la serenidad.
—No está hablando de Juana —dijo Yolanda. Clavó en mí una mirada con los ojos demasiado fijos, sobreponiéndose a la borrachera a fuerza de voluntad.
—No, no es ella. —Mi voz sonó extrañamente monocorde.
Noté que Erik me cogía de la mano.
—No, no puede ser. No fue ella la que murió —insistí.
—¿Qué te pasa? —preguntó Erik.
—Está bien. Lola, no te preocupes —dijo Yolanda.
—¿Se va a desmayar?
—No, no se va a desmayar.
Por desgracia, Yolanda tenía razón y no me desmayé. Era muy consciente de todo.
Los hombres de la mesa siguieron bebiendo, pero yo me quedé allí inmóvil, sin saber cuál sería mi siguiente paso.
No conseguía poner orden en mis pensamientos. Me acerqué a una de las sillas y me senté sin decir una palabra.
Pero ya sabía lo que tendría que hacer.