Durante una hora, Erik, Yolanda y yo nos abrimos paso entre la espesura hasta que llegamos a otro tramo de la carretera del Atlántico. Nos habíamos alejado tanto del lugar donde habían parado los camiones que ya no los veíamos, por lo que nos parecía que nos habíamos librado de Estrada.
Nos encontrábamos solos en una sección de la carretera y empezamos a caminar por el agua, mientras los monos saltaban de rama en rama. La luna iluminaba la larga carretera con una luz muy pálida y tenue; parecía una madeja de hilos de plata en movimiento. El Petén, con su selva negra y enmarañada, se alzaba a nuestro alrededor.
Me eché al hombro la pesada bolsa de mi madre.
Caminamos por aquella carretera durante horas; a veces nos castañeteaban los dientes, o se nos ponía la voz ronca, pero en general avanzábamos en silencio.
Hacia la medianoche, llegamos a una zona de la carretera del Atlántico que se bifurca hacia una lengua de tierra arenosa y se extiende hasta un par de islas. La arena crujía bajo nuestros zapatos y la brisa se arremolinaba sobre nuestras cabezas. Nos animamos al divisar la luz de unas farolas. Siguiendo por el arenal, nos acercamos al pueblo que emergía como una pequeña franja de tierra accidentada y cubierta de casas de una sola planta, en el centro del lago del Petén Itzá.
—Eso es Flores —dijo Yolanda.
Asentí.
—Gracias a Dios.
—También se conoce como Tayasal —dijo Erik—. Era su nombre en el siglo quince.
Ni Yolanda ni yo dijimos nada durante unos instantes, pero intercambiamos una mirada.
—Ah, ¿Tayasal? —dijo luego Yolanda.
—Sí.
Yolanda me miró enarcando las cejas; quería ser simpática con Erik.
—Creo que recordaré ese nombre. ¿Era así exactamente?
—Así lo llamaban los indios del Petén. Aquí fue donde Cortés dejó un caballo blanco y los indios lo adoraron como a un dios durante casi cien años. Bueno, no al caballo real, claro está, sino que hicieron un ídolo de piedra cuando el caballo murió. Luego, hacia 1618, llegaron unos misioneros. Por aquí no habían vuelto a ver a hombres blancos desde los tiempos de Hernán Cortés. Al parecer, a los hombres blancos no les intimidó demasiado que los indios pudieran cortarlos en trocitos y comérselos, o algo parecido, porque en cuanto vieron el dios caballo lo hicieron añicos. Los indios, por su parte, eran demasiado corteses para reaccionar a aquella muestra de mala educación decapitándolos o destripándolos; fue una lástima para ellos, porque rápidamente los pacificaron y esclavizaron y… ¿Se nota que estoy totalmente traumatizado y que hablo como un pedante solo para mantenerme despierto y no perder la cabeza?
—Sí, la verdad es que sí —reconoció Yolanda.
—Pero no pares ahora —dije yo. Proseguimos arrastrando los pies hacia las casas iluminadas con reflejos azules y dorados y las pequeñas y tortuosas calles, que no estaban inundadas gracias a la pendiente de la isla—. Vamos, cuéntanos la historia del caballo blanco. Era de Cortés, que lo dejó aquí porque estaba cojo, y cuando el caballo murió, los itzá enterraron sus huesos y erigieron una estatua de piedra en su honor…
—Por ironías del destino, más tarde los españoles construyeron encima una iglesia y este pueblo —dijo Yolanda.
—Sí, pero antes los franciscanos derribaron el ídolo y al parecer los indios no reaccionaron —añadió Erik— hasta el infausto día de 1623, en que los itzá, descontentos con los sacerdotes, se rebelaron contra ellos y los mataron a todos, tras lo cual se vieron obligados a huir a las colinas que hay más allá del lago. No volvieron a verlos nunca más.
—Y aquí estamos nosotros ahora —dije yo, acomodándome la bolsa de mi madre en el hombro.
—Sí —suspiró él—. Aquí estamos.
Nos encontrábamos en las afueras del pueblo de Flores; observamos la luz dorada de las farolas que brillaba en el aire azul y el resplandor de las estrellas, que se reflejaba en el lago que rodeaba la isla, lanzando destellos.
Aunque estaba muy triste, de pronto aquella visión me conmovió, me llegó al corazón. A pesar de todo lo ocurrido y de lo que había leído, el mundo seguía siendo hermoso.
Aspiré una bocanada de aire y me aferré a aquella creencia con todas mis fuerzas.
—Estoy impaciente por pillar una cama —dijo Yolanda.