La hilera de camiones del ejército se adentró en la hondonada. A nuestro alrededor se alzaban las grandes paredes oscuras de la sierra de las Minas al norte, y la sierra del Espíritu Santo al oeste. Descendimos hacia una cuenca cubierta de agua que dificultaba el avance de los camiones, pero en algunas de las franjas de tierra seca del valle vimos la alta hierba que crecía en el valle y las plantas arrancadas de cuajo por el huracán. Muchos árboles se habían quedado completamente sin hojas, y sus desnudas ramas torcidas parecían trazos de oscura caligrafía sobre el pálido telón de fondo de la hondonada. En la carretera flotaban maderos rotos y arbustos arrancados, pero los camiones tenían menos problemas para superar esos obstáculos que cuando el agua llegaba hasta casi la mitad de su altura.
La mayoría de los soldados dormían erguidos, y les temblaban los labios y las ventanas de la nariz, pero el coronel alternaba unas breves cabezadas con otros momentos en los que observaba a Yolanda. Erik se inclinaba ligeramente hacia mí con la barbilla apoyada en el pecho, como los demás. Yolanda se apretaba también contra mí. Trataba de mantenerse despierta, pero noté que su cuerpo era cada vez más pesado y estaba menos tenso. Al cabo de un rato, también ella se durmió.
Los tres estábamos exhaustos, pero yo no podía descansar. Pensé que, en medio de tantas emociones, no le había dicho nada a Erik acerca de mi madre y de la posibilidad de que hubiera relacionado las estelas con el Laberinto del Engaño. Decidí que se lo diría más tarde, y también a Yolanda, aunque me preocupaba que con esa información dedujera que le había mentido acerca del mapa. En cualquier caso, por el momento cualquier decisión sobre posibles revelaciones podía aplazarse. Volvería a leer el turbador diario de mi madre en privado una vez más. Tras hacer unas delicadas maniobras para sacar el diario de la bolsa, que tenía a los pies, empecé a hojearlo, tratando de no despertar a mis amigos, que se apoyaban en mí.
En el atestado camión, su contacto era mi único consuelo.
18 de octubre
Mi aventura con Tomás empezó dos meses después de la conferencia. Fue en Antigua, en un bonito hotel que en otro tiempo había sido un monasterio de monjes dominicos.
No hay nada como hacer el amor con un hombre de rostro adusto y largas manos pausadas. Después, nos quedamos tumbados en la cama, charlando y bebiendo coñac.
Me habló de sus amigos, los doctores Sáenz y Rodríguez. Pese a ser conservadores, lo ayudaron a ocultarse del ejército después de que corrieran rumores de que había bombardeado la casa de un oficial (no le pregunté si los rumores eran ciertos). Me habló de su mujer, y de su interés por encontrar el jade de Beatriz de la Cueva.
—Pero la reina Jade es solo un cuento para niños —le dije yo.
—También la Biblia, y La muerte de Arturo, pero seguimos haciendo excavaciones en Jerusalén para buscar el cuerpo de Cristo y en Glastonbury para buscar la tumba de Arturo…
—Buscas la piedra de la hechicera. —Me reí—. Es una locura.
—Busco a Guatemala —dijo él—. Que se ha perdido. ¿No lo entiendes?
Su fervor me hizo enmudecer de asombro.
—¿Qué buscas tú? —me preguntó entonces.
Yo lo miré fijamente, deteniéndome en sus ojos y su boca.
Pero no pude decir en voz alta que lo había estado buscando a él.
Me dejó apenas un año más tarde.
Volvió con su mujer y su hija. Y yo volví con Manuel, que con el tiempo me perdonó.
Pasaron quince años y seguimos en contacto, incluso trabajamos juntos en alguna ocasión. No le importaba dejar a su hija conmigo cuando emprendía una de sus expediciones, ya que el ejército tenía excesivo interés por su familia. A mí tampoco me importaba tenerla en casa, porque pensaba que era bueno para Lola que se conocieran.
Mientras tanto, Manuel y yo reanudamos nuestra relación, basada en su esquema idiosincrásico; parecíamos felices otra vez.
Por su parte, Tomás se consagró al movimiento rebelde, a pesar de que había sido prácticamente eliminado por los escuadrones de la muerte. Pero abandonó la causa súbitamente cuando descubrió que la guerrilla había matado a los doctores Sáenz y Rodríguez, seguramente por su tendencia derechista, siguiendo el ancestral ciclo de la venganza.
Después de aquello, Tomás cambió. Sin una guerra que consumiera sus esfuerzos, su interés por el jade se convirtió en una obsesión. Empezó a desconfiar de los colegas extranjeros que trabajaban en la selva. Le dio por llamarlos colonialistas entrometidos, e incluso ladrones.
No supe nada de él después de que pidiera a Yolanda que volviera con él días después de la muerte de su esposa. Pensaba en él cada día, pero no volví a verlo.
Manuel lo vio una vez más. Tuvo una última conversación con Tomás cuando mi marido estaba metido hasta la barbilla en arenas movedizas.
Tomás engañó al pobre Manuel hasta casi matarlo en la selva. Ya nada volvió a ser lo mismo. Le dije a Lola que por ese motivo no podía volver a escribir a Yolanda nunca más.
Pero si he de ser sincera, debo admitir que no separé a las chicas por Manuel.
Mantuve a Yolanda y a Lola separadas porque no he superado jamás el daño que me hizo Tomás al abandonarme.
Me tapé los ojos con la mano.
Un espasmo me recorrió el cuerpo. No daba crédito a lo que había leído, pero cuando volví a leer la última frase, me invadió un horrible sentimiento. «Mantuve a Yolanda y a Lola separadas».
Si hubiera tenido la seguridad de que mi madre estaba bien, tal vez me habría permitido ciertos pensamientos nada halagüeños para ella. Creo que aquellos rudos soldados se habrían asustado al oír las palabras que acudían a mi cabeza.
Pero no sabía si mi madre estaba a salvo, así que daba igual. Traté de reprimir aquel sentimiento; no quería ni siquiera pensarlo.
Aún hoy me cuesta hablar de él.