Dentro del camión, el ambiente era húmedo y silencioso, bañado por una luz espectral de tonos nacarados.
—¿Está enferma? —preguntó a Yolanda el soldado con el pelo escalado.
—No… estoy bien —respondió ella, mirando por encima de la lona del camión. No había a donde saltar excepto a las aguas tumultuosas.
—Solo está asustada, como he dicho antes —afirmó el hombre al que conocíamos del Pedro López y que, evidentemente, era un coronel. Su voz era fría y extrañamente tranquila—. Esta gente y yo nos conocimos hace unos días. Tuvimos un pequeño altercado en un bar, por la cuenta, creo. Me temo que estaba borracho y no lo recuerdo muy bien. Pero fue mi compañero el que armó follón. Había bebido demasiado y tenía ganas de pelea.
—¿Quiere decir que Estrada inició una pelea? —preguntó un soldado.
—Exacto.
—Le ocurre a veces —dijo otro soldado. Llevaba la cabeza afeitada y tenía el rostro redondo—. ¿Se lo hizo él? —Señaló la contusión que Erik tenía bajo el ojo.
—Sí —contestó Erik.
—A mí también me lo hizo una vez —replicó el otro.
—Sí, bueno, todos tenemos que aprender a vivir con los cambios —dijo el soldado con el pelo escalado, refiriéndose presumiblemente a los acuerdos de paz. Miró al coronel con cautela y carraspeó—. Estrada se ha metido en más líos que la mayoría. Sobre todo últimamente.
El coronel empezó a estirar los dedos como un violinista que calienta para un concierto.
—Exacto, muchacho. Tenemos que enseñarle a comportarse. Algunas veces necesita… disciplina. Eso es todo. Podría pasarle a cualquiera.
—Me gustaría bajar del camión ahora mismo —dijo Yolanda. Se apretaba los muslos con las manos para evitar que temblaran.
—Me parece bien —dijo Erik.
—No hay necesidad de dramatizar —dijo el coronel—. Le aseguro que no somos los monstruos que usted cree, señorita. Y señor. Nadie los molestará. Las cosas ya no se hacen así. Ahora se controlan esos comportamientos.
Algunos soldados se removieron en sus asientos, como si no estuvieran muy seguros de ello.
—Y además, ¿qué es una pequeña pelea de bar? —añadió el coronel—. Nada. Está olvidada. Todos estamos aquí en misión humanitaria. Igual que ustedes, suponemos.
—Hemos venido a buscar a mi madre —dije, dominándome cuanto pude. No creo que se dieran cuenta de que temblaba.
—Exactamente. Han venido a buscar a su madre. Nosotros transportamos suministros. Nada más. Así que, acomódense. O bájense. ¿A mí qué más me da?
—¿Habla en serio? —pregunté.
—Sí. ¿Qué cree que es esto?
Los tres seguimos mirándolo fijamente, sin saber muy bien qué hacer.
—¿Cómo se llama? —preguntó Rivas a Yolanda en tono cordial.
—Susana Muñoz —respondió ella.
—No me suena, pero su cara me es familiar. ¿Nos hemos visto antes?
—Eso fue exactamente lo que pensé cuando la vi la primera vez —dijo el coronel.
—Creo que la he visto en alguna parte.
—Tiene una de esas caras que no se olvidan —dijo el coronel—. Que te recuerdan algo.
Apreté la muñeca de Yolanda.
—Le juro que he visto antes a esta chica, señor.
Yolanda estaba seria y tenía los brazos tensos, como si se preparara para huir o incluso atacar a Rivas. Pero de pronto se relajó, sacudió los hombros y adoptó una postura totalmente distinta. De la mirada apagada y ojerosa, pasó a mostrar una sonrisa radiante, forzada, pero no demasiado; de repente se transformó en una persona encantadora y excéntrica, que hablaba con las manos y sonría sin parar.
—Me dedico a la venta ambulante —dijo—. Seguramente me habrán visto por la ciudad.
—¿Qué vende, comida? —preguntó Rivas.
—¿O… flores? —dijo el coronel—. Rosas, quizá.
—Juguetes —respondió ella—. Juegos, juguetes.
—¿Y es amiga de estos norteamericanos?
Erik abrió más los ojos.
—Americana y mexicana —musité pensativamente—. Eso soy.
—¿Qué? —preguntó Rivas, haciendo una mueca.
—No le hagan caso —dijo Yolanda—. Son gringos de los pies a la cabeza. Pero sí, somos amigos —me señaló—. Nos conocemos desde niñas. Ella vende libros. Él es su novio. Es —miró a Erik casi con ternura, y luego le guiñó un ojo—, es un idiota.
Los hombres del camión rieron. Erik y yo guardamos silencio, tensos y vigilantes.
—El caso es que estoy con ella para ayudarla —añadió Yolanda.
—Eso lo explica todo —dijo el coronel—. Todos los enigmas desentrañados, todos los acertijos resueltos.
—El coronel tiene mucho vocabulario —dijo Rivas.
—El coronel tiene muchos trucos en la manga —dijo el soldado con el pelo escalado—. Respetuosamente hablando, por supuesto.
—Por supuesto.
El soldado con el pelo escalado nos miró detenidamente.
—Así que no hay ningún problema, ¿no es así, coronel? —preguntó.
—Ningún problema en absoluto —respondió el aludido, sonriéndonos antes de dejar caer la barbilla sobre el pecho, como si se dispusiera a echar una cabezada.
—¿Lo ven? —dijo el soldado—. No tienen nada de qué preocuparse.
—No tenemos nada de qué preocuparnos —repitió Yolanda en tono alegre. Pero cuando puse la mano sobre su mano, la tenía completamente helada.
—Todo va bien —dijo Erik, mientras observaba el agua que nos rodeaba en varios kilómetros a la redonda.
Por la abertura que dejaba un trozo de lona enrollada y sujeta hacia arriba, vi el paisaje cada vez más inundado y desolado a medida que descendíamos.
Estábamos atrapados. O salvados.
El convoy de camiones se abría paso en el agua; el aire húmedo nos calaba los huesos; los soldados tenían un rostro impenetrable. Lo único que podíamos hacer era fingir serenidad.
Mientras dábamos bandazos y nos lanzábamos miradas nerviosas, tratamos de mantener la calma; estábamos entrando con aquellos nuevos e inquietantes compañeros en el corazón del valle de Motagua.