—Es increíble lo que habéis tardado en seguirme —dijo Yolanda, una vez instalada en la parte de atrás. Me hablaba en inglés con voz ronca y áspera. Empezó a mover mochilas y bolsas para acomodarse mejor—. Quiero decir que me alivió ver que no me descubríais. Pero luego, al pensarlo mejor, me sorprendió un poco. Es decir, habría jurado…
—Lo sé, lo sé —dije—. Una simple peluca basta para engañarme.
—Y es increíble la rapidez con que has estado a punto de matarme en cuanto me has encontrado. Tú, la fan de Conan Doyle. En serio, Lola, es lamentable.
—Creo que preferiría hablar de ti. Eres una ladrona y además… estás chiflada —dijo Erik, que se había puesto al volante. Aceleró y sacó el jeep del barro lentamente. A nuestro alrededor se oía el golpeteo incesante de la lluvia y el ruido de los neumáticos sobre el barro. Después de unas cuantas sacudidas y de un súbito ruido de succión, el jeep se liberó de lo que le impedía avanzar y empezó a rodar por la carretera sin mucho convencimiento.
—Excelente —dijo Yolanda—. Sácanos de aquí.
—¡Eh, dame esa bolsa! —exclamé, cogiendo la bolsa de mi madre. Yolanda ya le había puesto las manos encima—. ¡No vuelvas a robármela!
—Ya la he revisado. Lo he leído todo excepto el diario. Es de tu madre, ¿verdad? Me lo reservaba para el final. Pero el resto no sirve para nada. ¿El mapa está en el diario?
—No. —Aferré la bolsa con ambos brazos—. Está… está en el resto.
Erik me lanzó una mirada, luego volvió a mirar la carretera.
—Hay que saber juntar las piezas correctamente —improvisé—. Simplemente no has leído los mapas con la suficiente atención.
—Siempre leo con mucha atención —dijo ella. Se recostó en el asiento—. Tiene que estar en el diario.
—Mantente alejada de mis cosas, Yolanda. Te lo digo en serio.
—Vale, me portaré bien hasta que te des la vuelta. —Se encogió de hombros—. Soy una persona paciente. Estoy dispuesta a esperar. Solo quiero asegurarme de que decías la verdad sobre… esas tonterías acerca del trabajo de mi padre.
—Lo único que quieres es adelantarte a nosotros y excavar por tu cuenta —dijo Erik.
—No hemos venido aquí a excavar —lo corregí.
—¿Qué sabes tú? —le preguntó Yolanda.
—Sé lo que sé. He oído hablar de ti y de tu…
—Sí, has oído hablar de Tomás de la Rosa, estoy segura. Pues muy bien, estoy aquí para adelantarme a vosotros y excavar por mi cuenta, si lo quieres así. —Trazó un amplio arco con la mano—. ¿Qué vais a hacer ahora, echarme del coche?
—Por supuesto que no —contesté.
—¿De qué estáis hablando? —dijo Erik.
—Solo quería asegurarme —dijo ella. Me di la vuelta y vi que me miraba fijamente; luego, bajó los ojos. Se tocó el hilillo de sangre que bajaba por su cara y se miró el dedo manchado—. Lo siento —dijo. Se puso una mano sobre la frente y torció el gesto durante unos segundos antes de relajarse—. Supongo que parezco paranoica. Creo que me he golpeado en la cabeza.
—Sí, así que ya basta —dije—. Y sí, te sangra la cabeza. —A Erik le dije—: Vigila la carretera.
—Ya la vigilo.
Saqué un pañuelo de papel de la bolsa de mi madre y lo agité delante de Yolanda.
—No tienes buen aspecto.
Yolanda tenía el pelo lleno de trozos de barro y hierbajos. Tenía rasguños en la mejilla derecha, un pequeño corte en el lado izquierdo del labio inferior y barro en la nariz. Bajo el sucio flequillo, sus ojos centelleaban. Apreté el pañuelo de papel contra la herida de su frente.
—No te preocupes tanto por mí —dijo ella.
Pero, aunque refunfuñó, cerró los ojos y me dejó que la limpiara.
—Deja de moverte.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó Erik.
—Llevarla con nosotros.
—Eso está claro —dijo Yolanda—. Me habéis destrozado el coche, para empezar.
—Tampoco era gran cosa, cleptómana —dije, apartándole el pelo de la cara.
—Sabéis perfectamente que de todas formas no habríais llegado muy lejos sin mí.
—Será mejor que sea verdad —repliqué, furiosa por la situación.
—Sé que te alegras de que esté aquí —dijo ella—. Lo llevas escrito en la cara.
Por furiosa que estuviese, eso no podía negarlo, así que le froté toda la cara con vigor.
—Claro que, si mi padre estuviera aquí… —añadió Yolanda, apartándose con viveza—, no, si mi padre estuviera vivo no se habría dejado atrapar por dos tipos como vosotros. Un par de norteamericanos recorriendo el Petén, hurgando y fisgando por ahí. No lo habría soportado ni medio día. Os habría abandonado en el acto.
—¿Otra vez con ésas? —dijo Erik, irritado—. Soy guatemalteco.
—Y yo soy… mexicana —dije—, americana.
—No, aquí no —replicó ella—. Los dos parecéis estadounidenses y habláis como ellos.
Es un hecho innegable, y muy incómodo, para muchos latinos de Estados Unidos: allí parecen muy morenos, pero cuando cruzan la frontera no lo parecen tanto. Así que Yolanda pisoteaba alegremente nuestra delicada identidad racial.
Yolanda sonrió y Erik gruñó algo entre dientes. Yo aún tenía en la cabeza algunas imágenes muy vivas del accidente y de Yolanda a punto de ahogarse, así que me limité a no hacerle caso.
—De todos modos —prosiguió Yolanda—, volviendo a nuestro tema principal, tenéis suerte de que os acompañe. Además, para nosotros éste es el mejor momento para buscar por esta zona, antes de que lo haga nadie más. Porque ahora tendréis que prestar atención. Realmente han encontrado algo grande en la sierra de las Minas.
—Sí, jade azul.
—Pero el hallazgo es más importante de lo que yo o cualquiera creíamos al principio. Ayer, unos hombres desenterraron grandes filones en las montañas. Creo que hallarán una mina enorme cuando encuentren la fuente. Y la calidad… he conseguido ver algunas muestras. Jamás había visto nada parecido.
Le dije que mi padre nos había mostrado unos trozos de jade azul durante nuestra visita.
—En la ciudad dijiste que podían ahogarse con él —le recordó Erik—. Con el jade.
—¿Eso dije?
—Sí.
—Bueno, no importa. No estaba… de buen humor. Pero ahora, ¿quién sabe? Si han encontrado la mina que se describe en esa vieja historia, en la leyenda, quizá exista realmente una reina Jade, como mi padre pensaba. Él siempre se centró en la parte occidental de la selva, pero yo creía que debíamos dirigirnos hacia el este, hacia las ruinas de Tikal. Pero da igual donde sea, si realmente tenéis un mapa. Tenéis que dármelo.
—Si tú me ayudas, yo te ayudaré a ti —dije.
—Bueno, ¿y cuándo conoceré el gran misterio?
Erik me miró y yo enarqué las cejas hasta hacerlas desaparecer debajo del pelo.
¿Sospechaba él también que había una relación entre la búsqueda de Óscar Tapia y la de Beatriz de la Cueva?
—En un par de días —contesté, aunque no estaba segura de qué podría enseñarle para entonces, si es que podía enseñarle algo—. Cuando me asegure de que no vas a…
—¿A qué, a abandonaros? —Su voz subió de tono rápidamente—. ¿Es eso?
Vacilé.
—Sí.
—¿Igual que tú me abandonaste a mí?
Me miró con ira desde debajo del ala del sombrero, pero cuando vio que yo daba un respingo, algo cambió. El brillo de sus ojos se atenuó.
—No lo haré —musitó—. Dejaros tirados, quiero decir. Ahora que estoy aquí, no pienso moverme… siempre que no me deis razones para desconfiar de vosotros. —Mientras la miraba, le temblaba la boca. Habría jurado que veía de nuevo cariño en su expresión, aunque furioso, a regañadientes. Luego giró la cara—. Y eso es lo que estamos pactando. Un par de días hasta que me muestres el mapa. Yo te ayudaré a encontrar a Juana, y luego me iré a buscar la piedra, el jade, o como quieras llamarlo. Pero el trato es que, si lo encuentro, será mío. De mi padre. No permitiré que ningún gringo me lo robe. No es suyo. —Miró a Erik—. Ni tuyo. Ni de Juana. Es mío, por derecho.
Erik me lanzó una mirada al oír esto, dándome a entender en silencio que Yolanda de la Rosa sufriría una amarga decepción si se hacía algún descubrimiento, pero yo lo miré y meneé la cabeza.
—Ya sabes que a mí no me importa nada de eso —dije—. Puedes quedártelo. Yo solo quiero a mi madre.
—De acuerdo —dijo Yolanda—. Trato hecho.
Volvió a recostarse en el asiento y se llevó el pañuelo de papel a la frente, que volvía a sangrar.
Erik arrugó la nariz, pero no dijo nada y aceleró entre los montones de lodo y el aguacero, tan intenso que parecía blanco como el vapor. Volví a mirar a Yolanda y tras ver que se había puesto el cinturón de seguridad y que estaba tranquila, me relajé un poco. Toqué la tela de la bolsa de mi madre y escuché el crujido del plástico del interior hasta que noté un objeto duro y rectangular. Recorrí el contorno del objeto durante un rato. Lo había recuperado y estaba a salvo conmigo. Erik trató de sintonizar noticias o música en la radio, pero había demasiadas interferencias. No había ningún otro coche en la carretera, ni siquiera un autocar o un camión del ejército, pero al cabo de unos cuantos kilómetros avisté un asentamiento de chozas de plástico en una altiplanicie lejana. Sabía que era uno de los campos de socorro que había visto en televisión el día anterior, y que estaban llenos de personas evacuadas de las regiones más afectadas por la tormenta.
Las chozas se encontraban en un promontorio, a unos ocho kilómetros de distancia; se habían construido apresuradamente sobre cimientos de madera. El campamento estaba muy lejos y la visibilidad era escasa, de modo que no conseguí ver gran cosa, salvo la forma de unas pequeñas tiendas verdes, dispuestas en semicírculo en medio del barro. Había dos camionetas marrones aparcadas a la izquierda de las tiendas, pero no distinguí personas ni animales. Parecía que la lluvia acabaría por arrasar aquel pequeño santuario.
Observé aquellos espantosos refugios durante unos instantes. Me recordaron con horror por qué estaba allí.
Saqué el libro de Von Humboldt de una bolsa que tenía a mis pies, abrí la cremallera de la bolsa de mi madre y empecé a revolver en el conjunto de ropas, papeles y fotocopias. Al meter el libro de Von Humboldt entre dos camisas de mi madre, lo encontré en el fondo. Saqué el diario de mi madre de su envoltorio de plástico; estaba seco.
Erik me miró, pero yo no dije nada para no alentar su interés. Yolanda también me echó una ojeada, pero yo no pensaba abrir el diario secreto de mi madre delante de sus ávidos ojos, ni de los de nadie.
Solo quería, me dije a mí misma, tenerlo en la mano y sentir una parte de ella cerca de mí.