—Ve más despacio, Lola, caramba —dijo Erik, alzando la vista de las hojas que tenía extendidas sobre el regazo. Intentaba escribir en ellas a la luz de una pequeña linterna, ya que aún no había amanecido.
Eran las cinco de la mañana y estábamos en el jeep, en la carretera del Atlántico, a unos cien kilómetros de Ciudad de Guatemala. La fuerte lluvia ralentizaba nuestra marcha tras Yolanda, a la que perseguíamos por el valle Motagua del centro de Guatemala. Aún no la habíamos encontrado.
—Conseguirás que nos estrellemos —añadió Erik—. He recorrido esta carretera muchas veces, en condiciones mucho mejores, y ni aun así era segura. Hay agujeros y baches. Cuando tenía unos veinte años casi me partí el cuello aquí, y eso que no estaba inundada como ahora. Y ni siquiera sabes si tienes razón. Quizá perdieras la bolsa en alguna parte, quizá la mujer era realmente una camarera. Puede que Yolanda no esté aquí. Además, tenemos que pensar seriamente si de verdad queremos encontrarla.
—¡Sé que era ella! —grité—. Dios mío, no puedo creer que me engañara con aquella horrible peluca. Ella se llevó la bolsa, y está aquí. ¡Tiene nuestros mapas!
—Y el diario de tu madre —dijo él. Aunque al principio no había querido hablarle de él, cuando vi que me habían robado la bolsa se lo conté absolutamente todo.
—Y el diario de mi madre. —Seguimos avanzando en medio de la lluvia y las tinieblas—. Yolanda cree que encontrará la piedra si va hacia el norte. Es la mejor pista que tenemos para seguirla. Así que debemos ir hacia el norte.
La carretera del Atlántico se extendía ante nuestros faros. Surgía de la autopista de la Amistad, a la salida de Ciudad de Guatemala, se dirigía hacia el norte a través del valle de Motagua y descendía hasta un pueblo llamado El Rancho, situado junto al río Hondo; luego conectaba con otra carretera que conducía al Petén y a Flores. Llevábamos más de cuatro horas conduciendo, aunque nos turnábamos para echar una cabezada, entre las aguas oscuras y las ramas y desperdicios flotantes que el Mitch había arrastrado desde las aldeas orientales hacia la cuenca del valle. Los faros brillaban sobre las partes inundadas de la carretera, y cuando las ráfagas de viento movían las nubes, la inesperada luz de las estrellas transformaba las gotas de lluvia en lentejuelas, y las montañas, en bloques de bronce y plata. El barro se desprendía de los márgenes de la carretera a nuestro paso. Las profundas zanjas que la bordeaban estaban llenas de agua de lluvia y de más barro. De vez en cuando algunos vehículos nos adelantaban, a pesar del mal estado de la carretera, aunque en su mayor parte eran grandes camiones del ejército, de color oliva; sabíamos por las noticias que los militares se dirigían hacia la región del Petén para llevar el orden y tranquilidad a los campamentos levantados para los evacuados, así como comida y materiales de construcción.
Escudriñaba fijamente las tinieblas, pero seguía sin haber ni rastro de la maldita Yolanda. Pisé el acelerador para apresurar la persecución, pero no fue buena idea, pues casi inmediatamente oí un patinazo. El jeep dio una sacudida y se deslizó hacia la izquierda. Erik y yo dimos un bote en el asiento y el haz de su linterna me dio en los ojos. Tosí y enderecé el vehículo.
—Maldita sea —dije—. Lo siento.
Él se agachó para recoger el bolígrafo que le había caído a los pies.
—Ya te he dicho que conseguirás que nos matemos.
—¿Qué escribes?
—Trabajo un poco en lo que hablábamos antes, en las estelas.
—¿Las estelas?
—Para ver si están codificadas, como tú decías. Es una idea muy interesante, y he pensado, ¿y si tiene razón? ¿Y si se trata de un código en lugar de un lenguaje indescifrable, de un papel de pared?
Tuve que fijar de nuevo la vista en la carretera.
—Solo era una idea. Creo que ahora tenemos cosas más importantes en las que pensar. Como esta persecución a toda velocidad… o casi.
—No, escucha. Como te he dicho, no hay pruebas de que los mayas usaran códigos, pero ¿y si lo hicieron? Es decir… quizá parece que las estelas no tienen sentido porque se han mezclado. Quizá no se hicieron para leerse, o solo para que las entendieran ciertas personas. He estado pensando qué tipo de clave pudieron utilizar y analizado mentalmente algunas líneas mientras conducía. Pero creo que necesito un ordenador, y varios años seguramente; no basta con un simple trozo de papel y un bolígrafo. No tengo ningún punto de referencia, no sé ni siquiera por dónde empezar. Los únicos códigos que se me ocurren son europeos, orientales. Solo por practicar, he tratado de usar el código de transposición de César, el que usó en la guerra de las Galias, en el que cambiaba cada carácter cinco veces. He probado con líneas de códigos, una versión más compleja del de César, y también con el atbash hebreo. En una ocasión leí que había una práctica romana que no consistía en utilizar códigos, sino en escribir el mensaje en la cabeza afeitada de un esclavo, dejar que creciera el pelo, y enviarlo luego a territorio enemigo; allí se afeitaba la cabeza cuando llegaba ante algún general, al que revelaba así el mensaje. Me afeitaría la cabeza ahora mismo si sirviera para algo. Me siento como si una luz se hubiera encendido en mi cerebro al oírte, y luego se hubiera vuelto a apagar.
El jeep patinó hacia la izquierda una segunda vez, y los neumáticos rozaron el áspero terreno que bordeaba las temibles zanjas. Me mantuve pegada a la derecha y traté de no pisar a fondo, pero me alegró ver que las estrellas empezaban a dar paso a la tenue luz de un amanecer gris.
—Podría ser un código de sustitución —prosiguió Erik. No parecía haberse dado cuenta de que habíamos estado a punto de caer en una zanja—. O podría ser un éforo como el que usaban los espartanos. Escribían el código en una tira de papel que, en su caso, envolvían alrededor de un bastón de unas dimensiones determinadas; de lo contrario el texto no tenía ningún sentido. Tal vez este texto tenga que reescribirse de un modo similar, en un papel de un tamaño concreto, o envolviendo alguna cosa. O podría ser un código de transposición, pero diferente del de César.
—¿En qué consiste, exactamente? —pregunté, concentrándome solo a medias en lo que me estaba diciendo—. ¿En que se colocan las palabras en bloques y luego se mezclan?
—Sí. Se transponen en un orden numérico. Lo hacían los romanos, y también los griegos. Era frecuente en el mundo antiguo. Por ejemplo, si tuvieras, no sé, los números seis, uno, cinco, dos, cuatro y tres, y las letras R-C-A-A-T-N, la palabra sería CANTAR.
—No se me dan muy bien las matemáticas —dije, distraídamente.
—Pero he probado con algunas versiones y no he sacado nada en limpio. Así que he probado con una versión del código lineal desarrollada en el siglo XVI por un tal Blaise de Vigenére. Se trataba de mover las letras al azar y la gracia estaba en que no era necesario recordar el orden en que se habían movido, solo había que recordar una palabra. Supongamos que el orden fuera: la primera letra desplazada al lugar dieciséis, la segunda al quince, la siguiente al dieciocho, la cuarta al veinte, y la quinta al cuatro. Bastaría con recordar la palabra porte, que sería el resultado de cambiar aaaaa siguiendo ese esquema.
—Creo que te estás adelantando un poco —dije—. Estás aplicando los principios de la criptografía del siglo XVI a un texto precristiano.
—No se me ocurre nada más. Es como lo que escribió Tapia en su diario la primera vez que vio las estelas: «Este libro no tiene rimas ni sentido alguno que yo pueda discernir, y tal vez no pueda ser leído por ninguna persona viva, sino tan solo por los que llevan largo tiempo muertos y se ocupan ahora de las oscuras y complejas traducciones del infierno».
—Qué perspectiva tan poco halagüeña —dije, pero en realidad había dejado de prestarle atención.
Delante de nosotros, en medio de la oscuridad, había un destello luminoso que cambiaba de dirección bajo la cortina de lluvia.
Era tan solo un diminuto destello rojo en medio de la penumbra, como una llama. Me apresuré a alcanzarlo y el destello se dividió en dos círculos temblorosos.
Eran las luces traseras de un coche.