Una vez en mi suite del Casa Santo Domingo, llamé a mi padre para decirle dónde estábamos Erik y yo; también le conté que seguramente tendríamos que aventurarnos a ir a Flores al día siguiente. Después de que me diera el nombre de un hotel de allí, colgamos. Me dirigí a la habitación de Erik tambaleándome. A través de la puerta que las comunicaba vi que la suya, igual que la mía, era una magnífica estancia, muy espaciosa, espartana como en todos los monasterios, con antiguos apliques de latón en las paredes. También había un sofá tapizado, y en la entrada, un pequeño escritorio de roble.
Para no predisponer a Erik en contra de Yolanda, por si decidía finalmente hacernos de guía, le di una descripción de nuestro encuentro muy censurada, pero que, a pesar de todo, fue lo bastante estimulante para ponerlo nervioso. También me sorprendí a mí misma no hablándole de todo el contenido de la valiosa bolsa de mi madre. Aquella bolsa de lona era el único vínculo físico que tenía con ella, así que lo llené con todo lo que tenía que era frágil y vital para mí, como mis documentos de De la Cueva y mis mapas Fodor. Ahora la bolsa estaba junto al escritorio de roble, donde podía tenerla vigilada. Me preocupaba que, si le explicaba a Erik lo que había encontrado en ella, propusiera que leyéramos el diario de mi madre juntos para saber exactamente adónde había ido. Pero un diario secreto no deben leerlo personas como Yolanda, Erik, o yo misma, hasta que su autor haya muerto. Y yo no estaba preparada aún para enfrentarme a esa posibilidad. Así que al final le conté muy poco de lo que realmente acababa de suceder.
Sin embargo, Erik percibió mi desasosiego.
—Siéntate, siéntate —dijo—. Relájate. He llamado al servicio de habitaciones. Traerán Armagnac, pan, esas olivas tan sabrosas y dos platos de conejo con salsa de mostaza. Llegará todo en cualquier momento.
Yo me había duchado y me había vuelto a poner el chándal, igual que él. Estaba sentado junto a mí en el sofá, mientras contemplábamos el fuego cómodamente, pero ambos estábamos ensimismados y no dijimos nada durante un rato.
—¿Vemos la televisión? —preguntó él, encendiendo el aparato.
La pantalla se iluminó. Aparecieron en ella casas destrozadas, llanuras inundadas, helicópteros enviados a las regiones más remotas del valle Motagua, y a una zona llamada Río Dulce. En el altiplano, sobre las orillas desbordadas de los ríos, había asentamientos cubiertos por lonas impermeabilizadas para los que se habían quedado sin casa, y también toscas tumbas recientes. Incluso vimos imágenes, grabadas varios días atrás, en las que aparecían mujeres, hombres, perros y gatos aterrorizados, esperando en los tejados de sus casas, rodeados por las aguas verdes que habían inundado la zona a la que mi madre pensaba ir.
—Oh, Dios mío —dije.
Erik apagó la televisión y se quedó mirándose las rodillas con el entrecejo fruncido, hasta que se le ocurrió una idea y chasqueó los dedos.
—Ya sé qué podemos hacer.
—¿Qué?
—Sé algo que te animará. O a mí, al menos.
Cuando se dirigió hacia el armario para coger alguna cosa, llamaron a la puerta y una camarera bajita entró con paso firme llevando una bandeja con platos de conejo y Armagnac. La camarera aparentaba unos cuarenta años y tenía una abundante mata de pelo negro ondulado, además de anchas caderas. Vestía un uniforme azul con ribetes blancos.
—Buenas noches, señor —oí que decía mientras yo cerraba los ojos y trataba de ahuyentar las imágenes de las casas destruidas por las inundaciones. La camarera dejó los platos en el escritorio, dándonos la espalda, pero la oímos quejarse de sus pies. Tenía una extraña voz sibilante y masculina.
—¿No sería mejor que lo dejara sobre la mesita de café? —preguntó Erik.
La mujer se limitó a mirarlo por encima del hombro y gruñó un poco más, luego siguió dejando cosas ruidosamente, de forma molesta.
Erik se encogió de hombros y volvió a su armario, de donde sacó su atiborrada mochila. Se acuclilló para hurgar en ella y sacó un libro grueso y cuadrado, encuadernado en rojo, con un adhesivo en blanco y negro de la biblioteca de la UCLA en el lomo.
—¡Ah, el diario de Humboldt! —exclamé—. El libro robado de la biblioteca. Me preguntaba si no lo tendrías por ahí.
—Querías verlo y aquí está.
—Eres un ladrón. Dijiste que lo tenía tu ayudante.
—Sí. Lo siento. Mentí. No podía dejar que cualquiera viera mi Von Humboldt.
—¿Y ahora?
—Y ahora… ahora… nos conviene leerlo, ya que nos dirigimos hacia el norte —replicó—. Tu madre leyó y prácticamente memorizó el mismo material, como bien sé por las duras correcciones que hizo de mi libro. También están esas historias sobre el jade de las que hablaban antes en la televisión… bueno, Von Humboldt escribió acerca de piedras similares cuando describió sus viajes por Guatemala, así que será mejor que lo repasemos. Además, me has leído cosas tan terribles de Beatriz de la Cueva y has elaborado teorías tan descabelladas sobre las estelas que tengo que leer algo que me resulte familiar, o no podré dormir. Estoy cansado de todos esos españoles desquiciados. Preferiría pasar la velada con un romántico y extrañamente intrépido alemán. ¿Tú no?
Volví a echar una mirada a la bolsa de mi madre; estaba a los pies de la camarera, calzados con zapatillas deportivas. Entonces recordé de nuevo la cara de Yolanda, triste y dura, tal como la había visto en los corredores de piedra. Pero Erik hojeaba ya el libro rojo. Encontró la página que buscaba y empezó a leer con deleite y poniéndole mucho sentimiento.
La camarera dejó caer una cuchara y se agachó para recogerla, mientras soltaba más palabrotas y quejas. Luego recogió las bandejas, salió de la suite y cerró la puerta con un fuerte golpe.
Me recosté en el sofá y escuché cómo Erik hablaba de la historia de Von Humboldt; me dije que Yolanda y el diario de mi madre podían esperar.
—Verás, Von Humboldt creía que el jade era un imán gigante, y contrató a seis guías indios para que le ayudaran a encontrarlo, así como a un esclavo llamado Gómez, que era un genio experto en la piedra —dijo Erik—. Von Humboldt, por su parte, creía que esta tendría importantes usos científicos. Pero estuvo a punto de morir mientras la buscaba, ya que a los indios no les hacía mucha gracia tener a alemanes y franceses buscando por sus selvas. Aun así, creo realmente que Von Humboldt estaba menos interesado en imanes o piedras preciosas que en el simple hecho de correr una aventura con Aimé Bonpland, su mejor amigo.
—Parece que fue algo más que un amigo.
—Von Humboldt estaba enamorado de él.
—¿Y Bonpland?
—Creo que tenía que estar enamorado de Von Humboldt para irse con él a recorrer la selva, ¿no?
—Bueno, si no encontramos a mi madre aquí, podríamos decir que has venido conmigo a recorrer la selva…
—No me interrumpas. Así que los dos compartían una gran curiosidad, y recorrieron ambas Américas estudiando la fauna y la orografía. Su busca de la reina Jade, eso fue en 1801, fue seguramente la expedición con la que menos éxito cosecharon, por culpa de los jaguares, las serpientes venenosas y los indios poco hospitalarios. Pero es una lectura interesante.
Erik y yo pasamos una hora hojeando el diario de Von Humboldt; centramos nuestra atención en el capítulo en el que afirmaba haber tropezado con el mismo Laberinto del Engaño que describía Beatriz de la Cueva dos siglos y medio antes que él.
—Estaban sobre la pista del segundo laberinto, el de la Virtud, cuando surgieron ciertas dificultades —prosiguió Erik—. Von Humboldt creía que estaba muy cerca de encontrar la piedra… pero no quería poner en peligro la vida de Bonpland. Empieza aquí, donde encuentran el primer laberinto.
—Querido Alexander —dijo Aimé Bonpland cuando llegamos a la primera entrada, al otro lado del río Sacluc—. Debemos tener mucho cuidado. Éste es un magnífico hallazgo, pero los indios empiezan a mostrarse hostiles.
—No te preocupes por ellos —lo tranquilicé—. ¡Fíjate en este prodigio!
Pues el Laberinto del Engaño era verdaderamente una maravilla arquitectónica. Un templo lleno de increíbles recovecos, hecho del jade azul más perfecto, y una vez se entraba en él, parecía no tener fin. Aquel laberinto era el descubrimiento más asombroso que habíamos hecho hasta entonces. Y también el más peligroso. Podíamos entrar en uno de sus pasajes de zafiro y, confundidos por sus signos, desconcertados por su enrevesada expresión, ser incapaces de dar un solo paso más. Tras adentrarnos, pese a todo, en el laberinto, y llegar al otro extremo, podíamos descubrir que no nos encontrábamos en la salida, sino en un peligroso terreno lleno de jaguares, torrentes y ciénagas, del que no saldríamos jamás.
Tales eran los peligros que corríamos cuando, con nuestros seis indios y el guía mulato, nos encontramos ante el laberinto. Fue una suerte, pues, que al avanzar y contemplar aquella roca labrada, nuestro amable guía, Gómez, tratara de explicarnos una suerte de fórmula primitiva para descifrar los signos del laberinto, basados en una combinación del «número cero», según dijo, que no tenía mucho sentido. A continuación mencionó la presencia cercana de algo aún más práctico que aquel laberinto: la poderosa y magnética reina Jade que en otro tiempo buscó la gran gobernadora De la Cueva.
—Le guío únicamente porque es usted un estudioso, igual que yo. Sí, créame, yo también tengo inclinaciones científicas, alimentadas por la biblioteca de mi amo —dijo Gómez mientras nos guiaba por la selva—. No suelo hablar con tanta sinceridad con un hombre blanco, pero somos hermanos de ciencia, así que le mostraré que yo, el gran Gómez, he descubierto la pequeña conspiración de estos paganos. Creo que la piedra está aquí, señor Von Humboldt, al otro lado del Laberinto del Engaño y después de un segundo laberinto.
Hizo una pausa para señalarme la dirección correcta, lo que no pareció gustar en absoluto a sus colegas, que empezaron a increparle en una lengua con unos sonidos brutales.
—Alexander —dijo Aimé—. Debemos andarnos con cuidado. Ya no sé por dónde vamos.
Sin embargo, arrastré a mi amigo por el tosco sendero del laberinto, y seguimos andando hasta que yo también me di cuenta con gran nerviosismo de que nos habíamos perdido.
A nuestro alrededor no parecía haber más que una interminable hilera de matorrales, árboles, brezales, helechos y cenagales. Gómez pareció describir perfectamente nuestra situación cuando empezó a cantar una curiosa canción:
Te perdí,
te perdí.
Yo también estoy perdido,
mi amor.
—¡Ya te lo había dicho! —susurró Aimé Bonpland, aferrándose a mi mano.
—No se preocupen, no estamos perdidos, solo es una broma —dijo Gómez—. Según mis cálculos, solo tenemos que seguir al Enano.
—¿Qué? —le pregunté.
—El Enano. ¿No entiende el buen español?
Contesté que sí, aunque casi enseguida pude comprobar que no era el único en dominar varias lenguas, pues los indios volvieron a insultar a Gómez. Era evidente que expresaban su malestar por aquella importante revelación. Sin embargo, sus protestas llegaban demasiado tarde, pues ya nos había conducido al lugar prometido.
Una fantástica ciudad azul, alta y en ruinas, se elevaba ante nuestros ojos, salpicada de agujas y torrecillas, con grandes torres del homenaje y murallas medio derrumbadas, hundidas en el cieno.
—¡El reino de piedra! —exclamó Aimé Bonpland, mientras los indios seguían lanzando sus oscuras maldiciones—. La prisión de la hechicera, la casa del rey celoso. Tal como escribió De la Cueva. ¡Lo has conseguido, Alexander!
Vi una chispa en los ojos de Aimé. En aquella última hora se había vuelto el más intrépido de los dos, pues mi fascinación por el reino de jade era menor que mi preocupación por la hostilidad de los salvajes.
—Todo esto es maravilloso —dije—, pero quizá deberíamos irnos ya.
—Estamos tan cerca… ¡deberíamos desafiar a la muerte para descubrir el gran jade! —me gritó él, haciendo aspavientos—. Ahora tenemos que encontrar el drago, luego resolver el Laberinto de la Virtud, ¡y el tesoro será nuestro!
Los indios empezaron a emitir unos silbidos parecidos a los de los pájaros, y unas extrañas llamadas, y una horda de seres primitivos surgió de pronto de entre la maleza como una alucinación, empuñando sus toscas armas, para impedir que siguiéramos explorando su sagrada selva. Nos saludaron con una andanada de flechas, una de las cuales se clavó en el pecho de Gómez, que murió en el acto.
—Creo que no —dije, agarré a Aimé Bonpland por el brazo y le obligué a huir rápidamente de aquel lugar.
A pesar de que mi compañero estaba muy decepcionado por nuestro fracaso con la piedra, yo no compartía su descontento. Mientras dejábamos atrás mortíferas serpientes y pantanos de arenas movedizas, oímos el ruido de los salvajes asesinos que nos perseguían y le recordé que podía haber corrido la misma suerte que el buen Gómez. Por suerte para mí, no fue así.
Los lectores que posean un corazón ágil, sabrán lo que quiero decir.
Erik se detuvo. Había leído el capítulo entero mientras yo lo escuchaba tranquilamente, tumbada en el sofá. Habíamos terminado la botella de Armagnac; la luz de las velas vacilaba. El fuego crepitaba en la chimenea con un resplandor azul y diamantino.
—La última frase es la que hace que me guste tanto Von Humboldt —dijo Erik, mirándome.
Yo también lo miré. Ninguno de los dos bajó los ojos.
Con gran consternación por mi parte, noté un intenso rubor en la cara, y a pesar de casi treinta años de estudio de inglés, español, latín, italiano y un poco de alemán, no supe qué decir. Abrí la boca y la cerré; traté de dominarme, pero un salvaje demonio erótico parecía controlar mis extremidades, hasta el punto de que estuve a punto de abalanzarme en los amplios y cálidos brazos del seductor Erik Gomara.
Pero finalmente salvamos la situación. Pues una desconcertante visión distrajo mi mirada ardiente e irracional. Tal vez por una modestia atávica, había vuelto la cara hacia el escritorio de roble que había junto a la puerta que comunicaba ambas habitaciones. Miré el suelo alfombrado, allí donde hacía una hora había dejado la bolsa de lona que contenía el diario de mi madre y mis papeles. También era allí donde la ruidosa camarera de paso firme había depositado los platos de la cena.
La bolsa de mi madre no estaba.