20

Marisela, la atractiva conserje, nos dijo que mi madre se había alojado en el Casa Santo Domingo durante la semana anterior, y que se había dejado una pequeña bolsa de lona en el hotel. Si podía demostrar mi parentesco con ella aportando algún documento o por algún otro medio, me aseguró que podría hacerme cargo de la bolsa, ya que la doctora Juana Sánchez no había dado instrucciones sobre la dirección a la que debía enviarse.

—Como comprenderán —añadió Marisela—, no podemos conservarla aquí. Está muy segura en nuestro almacén, pero si no la reclaman tendremos que enviarla a alguna parte. O tirarla.

Marisela sonrió al decir esto, a fin de eliminar cualquier posible interpretación hostil que pudiera darse a sus palabras. Y, desde luego, creo que no las interpretó así la persona a la que iban dirigidas. Pues esa persona no era yo, a pesar de que yo fui quien rápidamente aportó montones de documentos y fotografías que demostraban mi parentesco con la doctora Juana Sánchez. Dado que Erik y yo habíamos reservado dos habitaciones separadas, aunque comunicadas, en el hotel, Marisela había llegado a la conclusión de que yo era una especie de hermana o prima soltera. Así que pensó que podía coquetear con Erik de un modo muy sutil y profesional, sobre todo a través de los ojos, el mohín de los labios y las modulaciones exquisitamente sugestivas de su voz. Al cabo de unos minutos, y tras una rápida maniobra, deslizó un trozo de papel en el bolsillo del pantalón de Erik, en el que vi anotado su número de teléfono. Mi reacción no fue la de sentirme en absoluto amenazada. Como me dije a mí misma, no podía sentirme amenazada, ya que Erik Gomara no sería jamás bombero ni policía. Me dije a mí misma que el único problema que tenía con aquella escena, aparte de que me moría de ganas de recuperar la bolsa de mi madre, era que yo me había resignado al papel de hermana soltera, y empezaba a sentirme como la versión mexicano-americana de las gobernantas y secretarias que la actriz Maggie Smith interpreta a veces en las películas de las obras de Agatha Christie.

Erik no mostró demasiado interés por la atractiva y agresiva Marisela. Toda su vulnerabilidad anterior, su ternura mientras hablaba de su padre, del desconcierto que le producían las estelas, esa vulnerabilidad parlanchina y adolescente, todo desapareció cuando se volvió hacia mí y vio la expresión de mi cara. Empezó a sonreír entonces con picardía y malicia ante lo que aparentemente había tomado por celos.

—¡Ja! —dijo.

Yo lo miré con el entrecejo fruncido, cogí a Marisela del brazo con firmeza, y le dije a él que podía ir a la habitación mientras yo iba con la conserje a buscar la bolsa de mi madre.

Marisela me gustó mucho más después de que me condujera al sótano donde estaba el almacén del Casa Santo Domingo, contiguo a las antiguas catacumbas y el osario. Descendimos los fríos escalones y recorrimos pasadizos tallados en la piedra que brillaban como el cobre y el oro al reflejar la luz oscilante de los votivos de latón. El sanctasanctórum del monasterio no eran oficinas corrientes. Conservaba esqueletos medievales, tanto arquitectónicos como humanos, con hermosas puertas de piedra y fríos suelos de losas, y las sombras que danzaban en las paredes evocaban los fantasmas de los monjes enterrados allí hacía quinientos años.

Marisela abrió una puerta con una de las llaves de hierro de un llavero; la habitación estaba llena de cajas de cartón y sacos con diferentes artículos, objetos perdidos y encontrados. También había una reserva de velas y de latas de comida. Varios fluorescentes sujetos al techo arqueado iluminaban el almacén. Marisela se quedó en la puerta esperando pacientemente, mientras yo revolvía entre las bolsas hasta encontrar la que pertenecía a mi madre. Era la bolsa deportiva de vinilo color beis que había visto que el taxista metía en el maletero del coche hacía tan solo una semana y media.

Me acuclillé frente a la bolsa y abrí la cremallera. Mi corazón se aceleró. En la bolsa, envueltos en plástico transparente, encontré ropa, un cepillo para el pelo y artículos de aseo. Y debajo de todo eso también descubrí un librito con tapas de color salmón, con un pequeño cierre de latón reluciente, que reconocí inmediatamente como el diario que había visto que mi madre metía en la bolsa justo antes de marcharse. Hasta donde alcanzaba mi memoria, mi madre había comprado siempre el mismo tipo de diario, encuadernado en tonos rosados, y cuando el trabajo la ponía de mal humor, atacaba sus páginas con el bolígrafo como si estuviera asesinando a algún repugnante y torpe animal. Luego lo cerraba con su diminuta llave.

Hurgué en la bolsa, pero no encontré ninguna llave.

—Sí, es ésta —dije a Marisela—. Gracias.

—¿Puedo ayudarla en alguna otra cosa?

—No.

—¿La acompaño a la salida?

—La encontraré yo sola. Pero le agradecería que le dijera a mi amigo que subiré enseguida.

—¿Su… amigo?

—Sí. Mi amigo. Mi muy buen amigo.

Marisela abrió los ojos un poco más de lo normal mientras su córtex cerebral asimilaba dolorosamente la idea de que yo no era la hermana virginal que había imaginado. Luego se fue apresuradamente; me quedé sola. Mientras estaba allí, aferrando la bolsa contra mi cuerpo, oía un golpeteo húmedo, lo que significaba que empezaba a llover de nuevo.

Empecé a andar; esperaba que una pequeña excursión por las catacumbas me ayudaría a tranquilizarme.

Las catacumbas de los dominicos estaban formadas por pequeñas celdas huecas, donde los arqueólogos habían encontrado hacía muchos años los huesos de los monjes que habían vivido en aquel monasterio. Una de las características más asombrosas del Casa Santo Domingo era precisamente que una persona pudiera pasear libremente por los sótanos del hotel, entrar en las salas excavadas en la piedra y ver aquellos antiguos huesos en sus tumbas. Luces eléctricas escondidas y antorchas en miniatura iluminaban las estancias. Algunos de los ataúdes tenían placas bilingües con explicaciones; otras muchas carecían de ellas. Aquellas tumbas eran tan pequeñas, estaban excavadas en huecos de piedra tan diminutos, que me recordaron las de los antiguos mayas, que enterraban a sus muertos en cavernas parecidas. Las tumbas mayas no son difíciles de excavar, en los raros casos en que se ha encontrado una. Algunos arqueólogos solitarios, o que trabajan en equipos de dos y tres personas, han dado con esas tumbas en la selva. A los monjes los enterraban con cruces; a los mayas, con la cabeza apuntando hacia el este.

Salí al corredor tenuemente iluminado. Los tonos dorados y opalinos de las antorchas barnizaban las paredes del monasterio.

Una figura oscura emergió de las sombras y salió a la luz.

Oí el ruido de unos tacones. Ella surgió de una de las celdas. Llevaba el Stetson ladeado y sus negros cabellos caían sobre sus hombros.

Empecé a temblar; sentí el mismo delicioso pánico que tenía de niña cuando se abalanzaba sobre mí de pronto, disfrazada de monstruo y me cogía por el cuello.

—Hola, Lola —dijo Yolanda con el tono más normal del mundo. Tras dar un par de pasos rápidos, se plantó detrás de mí y me rodeó el cuello y los hombros con sus brazos—. Veamos si aún se me da bien. —Apretó—. Sí, todo vuelve a ser como antes. —Apretó otra vez.

Me debatí brevemente, intentando desasirme, pero no lo conseguí.

—No seas ridícula —dije en español, y tiré de ella con fuerza. Luego me detuve—. Me has dado un susto de muerte. ¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a visitarte.

—El otro día no parecías muy interesada en verme.

—Dijiste algo muy intrigante justo antes de marcharte. Así que decidí venir a verte.

—Suponía que lo harías.

—Apuesto a que sí.

—¿Por qué andabas a escondidas por el hotel, entonces?

—Prefería verte antes de que tú me vieras. No estaba segura de soportar oír todas tus chorradas. Pero luego me di cuenta de que no tenía otra opción.

—No mientas. Has venido porque quieres hablar conmigo.

—Eso es lo que te gustaría creer, ¿verdad? Lo cierto es que me da igual si vuelvo a verte o no.

—No me lo creo.

—¿Por qué habría de querer verte? No somos familia.

Yolanda se esforzó por disimular la emoción de su voz y me apretó un poco más el pecho.

—Por lo que parece, soy lo más parecido a una familia que tienes —dije.

—Eso es un insulto hacia mi padre, y ya sabes que no puedo tolerarlo. Él nunca me dejó colgada como hicisteis tu madre y tú.

—No es…

—Y fue porque me olvidaste, Lola. Me olvidaste. Aunque luego te has acordado de mí cuando te convenía.

—Tu padre… —empecé a decir.

—¿Qué pasa con él? —preguntó, volviendo a estrujarme.

—Vale. Para empezar, estuvo a punto de matar al mío. ¡Le hizo daño! Por eso no hemos hablado en quince años. Y en segundo lugar, él quería que tú vivieras con nosotras. No fue él quien te cuidó de niña, sino mi madre. Y sé que en el fondo a ti te gustaba. —Oí cómo tragaba saliva.

—¿Por qué hablar del pasado? No he venido para eso. ¿Dónde está?

—¿El mapa?

—No juegues conmigo.

—Escondido.

—Bueno —dijo, empujándome—, pues ¿por qué no lo sacas de su escondite y me lo enseñas? Sabes que necesito verlo.

—Ven con nosotros y te lo enseñaré.

—Voy con vosotros y te ayudo a encontrar a tu madre, quieres decir.

—Se fue a Flores. Allí iremos nosotros mañana. Si me ayudas, te daré el mapa que ha usado mi madre. —Tartamudeé solo un segundo—. Lo juro.

—Mentirme sería un terrible error —dijo ella en inglés.

Pensé que, aunque no tuviera realmente un mapa detallado, podía mostrarle el esbozo de De la Cueva. Pero cuantos menos datos le diera, mejor. Musité algo inconexo e hice un ademán.

—Y en cuanto a tu madre —prosiguió Yolanda—, sé que no está aquí. Solo he tenido que echar un vistazo por el lugar durante media hora para saberlo.

Yolanda seguía sujetándome por detrás mientras hablaba, como solía hacer en otros tiempos; era una especie de ataque que en realidad era también un abrazo. Apoyó el mentón en mi hombro.

—Y, por cierto, he visto que sigues con ese tío parlanchín y grandullón.

—Sí.

—Lamento decir que no me sorprende que tus gustos se hayan decantado por los profesores panzudos.

—Pueden tener sus encantos —dije, sorprendiéndome yo misma.

—Sí. —Yolanda rió y me apretó con su abrazo como si me hiciera la maniobra Heimlich—. Será encantador para ti.

Me estrujó un poco más y durante un rato guardamos silencio. Luego dije:

—Yolanda, no te olvidé.

—Ah, ¿no?

—¿Cómo iba a hacerlo? —dije, apoyando la mejilla en su bíceps.

Ella hizo entrechocar nuestras cabezas con un suave golpe.

—En realidad, estoy segura de que no me olvidaste. Apuesto a que aún tienes pesadillas recordando los sustos que te daba. Porque realmente te asustaba, ¿verdad? Recuerdo aquella vez… aquella vez que me disfracé…

—De indio loco, y pusiste esa voz terrorífica…

—Y tú chillaste. Levantaste las manos y chillaste tan fuerte que casi me dejaste sorda, y lo único que tuve que hacer fue empujarte con el meñique y caíste. Fue algo así.

Se quitó los zapatos.

—¿Qué haces?

—Me pregunto si soy demasiado vieja para repetirlo —contestó.

—¿Qué quieres decir?

—Me pregunto si aún puedo darte una buena tunda.

Empezó a forcejear conmigo.

En aquel corredor de reflejos dorados y zonas oscuras, ocupado ahora por nuestras sombras caprichosas, los rápidos y fuertes brazos de Yolanda se aferraron a mí y me retorcieron de todas las formas posibles; la única constante era la de asegurarse de que yo estaba a su merced. Medio riendo y medio insultándonos, con uno o dos sollozos que surgieron en medio de la pelea, soltando maldiciones y sudando, luchamos la una contra la otra. Me agaché de improviso y oí que se le cortaba la respiración, luego lancé la bolsa de mi madre al suelo para poder desasirme de ella. Pero sus brazos me apretaron aún más el pecho y se deslizaron hacia mi garganta.

Con un fuerte tirón las dos caímos al suelo, agitando los pies. Ella me rodeó la cintura con los brazos, me derribó y se sentó encima de mí. Dejó que me retorciera hasta que conseguí escapar a cuatro patas.

—¡Suél-ta-me! —dije.

—Vamos, eso no es luchar. No te estás esforzando.

Intercambiamos unas cuantas blasfemias malsonantes. Insultó mi trasero, mi ropa, mi gusto con los hombres, mi capacidad intelectual. Las dos reíamos y llorábamos, lanzándonos pullas la una a la otra.

Yolanda me cogió de la cintura, me levantó y empezó a dar saltos, hasta que se fijó en la bolsa que yo había arrojado al suelo. Me soltó y se agachó para cogerla, pero yo la cogí primero y le di a ella un violento empujón.

Yolanda cayó de lado con fuerza. Cuando me miró a través del pelo que caía sobre su cara, vi que le temblaban los labios. Se aferró la muñeca izquierda, en la que tenía un profundo rasguño.

Nunca antes había hecho daño a Yolanda.

—Sí, soy demasiado vieja —dijo después de unos segundos. Incluso su voz sonaba ronca y herida.

—Yolanda…

—No.

—Yo solo…

—No hay nada que puedas decir —replicó, mirándome todavía a través de la cortina de cabellos—. Aunque… tienes razón. No fue el mejor de los padres. Y a mí me gustaba vivir con vosotras. Pero nada de eso me importa ya, ahora que está muerto. Ni siquiera pude ir a su funeral. ¡Ni siquiera sé dónde está enterrado! —Se frotó la muñeca herida—. Y aunque ya no seas mi amiga, espero que encuentres a tu madre. No quiero que nadie se sienta como me siento yo. Ni siquiera tú… no quiero que sepas lo que es sentirse realmente sola.

Bajo aquella luz, el rostro de Yolanda se veía famélico, horrible. Sus labios no dejaban de temblar y una vena le latía en la sien. Pensé en pedirle de nuevo que viniera con nosotros a Flores.

Pero ella se puso en pie, recogió sus zapatos y se fue por el corredor hasta que dejé de verla, aunque seguí oyendo el eco de sus resuellos unos segundos después de que desapareciera.

Me quedé allí, frotándome la pierna dolorida, escuchando la lluvia que azotaba con fuerza el edificio del monasterio.

Me llevé la mano a los ojos. Por su voz sabía lo enfadada que estaba. Y aunque me habría gustado sacudirla por lo terca que era, reconocía que tenía buenas razones para serlo.

La luz menguó en el corredor a causa de una ráfaga de viento que hizo vacilar la llama de las velas.

Pasó un buen rato hasta que conseguí salir de allí.