18

Para llegar a la ciudad de Antigua desde la capital de Guatemala tuvimos que adentrarnos por carreteras secundarias para evitar la zona de la autopista Panamericana que estaba inundada. Camiones y furgonetas rodaban como nosotros entre la lluvia y el fango, pero había un coche marrón muy abollado que nos seguía. Rodeada de nuevas marismas y montones de basura que se habían acumulado desde el inicio de la tormenta, la amplia y larga carretera atravesaba las tierras altas en dirección a los tres volcanes hermanos, el Fuego, el Acatenango y el Agua. Verdes colinas flanqueaban la carretera. Bananeros altos como dinosaurios crecían en los márgenes, junto con helechos, algarrobos y alguna que otra buganvilla roja. En las colinas, vi casas estucadas en tonos pastel y siena, que con gran diligencia se habían construido sobre altos pilotes de apariencia extremadamente robusta.

Aquellas viviendas y las tiendas que eran visibles a lo largo de la carretera habían sobrevivido a las catástrofes más recientes del país. Su construcción se remontaba a los años veinte, cuando el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos empezó a trazar aquella carretera, también conocida como carretera Interamericana, y llamada asimismo autopista de la Amistad, después de que se aprobara el proyecto en 1923 en la Quinta Conferencia de Estados Americanos. En aquella histórica reunión, embajadores de las Américas aprobaron una resolución para que se construyera una impresionante carretera que iría desde Alaska hasta Tierra del Fuego, en Argentina. Rápidamente, ingenieros visionarios y entusiastas empezaron a abrirse camino a través de la selva. Los tractores abrieron la brecha, pasaron junto a jaguares en peligro de extinción y plantas exóticas, haciendo caso omiso de los aterrorizados gritos de los monos y de los ecologistas, para construir la reluciente carretera que atravesaría el continente de punta a punta.

En Guatemala, la carretera rodea los lagos Atitlán y Amatitlán, al igual que hicieron Beatriz de la Cueva y Von Humboldt, que sobrevivieron a la falta de agua gracias a que chupaban las gotas de rocío de las hojas y a que llenaban los odres en los acueductos cuando tenían la suerte de encontrarlos. Después vino el alquitrán y la maquinaria, y empezaron a surgir los resbaladizos suburbios entre las colinas. La carretera aportó comercio e industria. Pero llevó hasta allí también a otros habitantes más desesperados.

Sentada en el jeep, observé la bandada de pájaros que se alejaba en el cielo y pensé que, cuatro décadas después de aquella histórica asamblea de la Quinta Conferencia, cuando la guerra civil asolaba el país, los indígenas rebeldes empezaron a hacer saltar por los aires tramos de la autopista. Tras el desastroso golpe de Estado —inducido por Estados Unidos, o con su ayuda— del presidente Jacobo Arbenz, en 1954, los rebeldes destruyeron partes de la autopista con explosivos caseros que hacían estallar al paso de las patrullas del ejército. Los soldados persiguieron a los insurgentes hasta el norte, hasta la selva del Petén, donde los mataron bajo las hojas húmedas de los bananeros a cuya sombra yacían las ruinas mayas. Ciento cuarenta mil civiles murieron durante la guerra, que se inició en la década de 1960, hasta que se firmó un tratado de paz en 1996. Durante todo ese tiempo, arqueólogos como mi madre, Tomás de la Rosa y, durante un tiempo, Manuel Álvarez, recorrieron las carreteras resquebrajadas y atravesaron a menudo zonas castigadas por el fuego cruzado o las explosiones.

—Mis padres hicieron amistad con De la Rosa en esta carretera —expliqué a Erik—. En 1967, un año antes de que yo naciera. Lo llevaban en el coche de vuelta del simposio sobre las estelas de Flores.

—¿En El Salvador, donde De la Rosa los pilló por sorpresa con su estudio sobre los jeroglíficos?

—Sí. Mi madre siempre decía que no podía recorrer esta carretera sin sentirse triste. Unos años más tarde volvió a pasar por aquí y vio que habían puesto bombas. También sabía que aquí se encontraron cadáveres de personas que habían sido arrojados por los militares.

—Los desaparecidos. Era algo asquerosamente corriente durante la guerra. Los militares mataron a muchos civiles antes de la tregua. —Erik entornó los ojos para protegerse del sol que atravesaba el parabrisas—. No sé si el país llegará a superarlo algún día.

Miré por la ventanilla y vi dos coloridos autobuses, varias camionetas, camiones cargados con plantas bamboleantes y montones de chatarra atada con cuerdas. Todos los vehículos abrían abanicos de agua. Volví a fijarme en el coche marrón que nos seguía a bastantes metros de distancia. Era un Toyota grande de cuatro puertas, último modelo, que goteaba barro viscoso. La matrícula estaba abollada y era ilegible. La parte delantera del coche estaba cubierta de barro, que ascendía hacia el capó haciendo formas sinuosas. El parabrisas, lleno de salpicaduras, tenía los dos semicírculos que dejaban los limpiaparabrisas, pero no se veía bien al conductor, que tenía la cara oculta a la sombra de una especie de sombrero de ala ancha; él o ella parecía una silueta recortada en papel negro.

—¿Quién es ése? —pregunté.

—¿Qué? —Erik se volvió un poco—. Espera un momento. Este tramo es peligroso.

Más adelante aparecieron ante la vista unas crestas marrones cubiertas de árboles verdes y empezó a caer una fina lluvia plateada. El coche marrón seguía detrás de nosotros. Las oscuras manos del conductor tamborileaban sobre el volante con impaciencia, y luego trataron de limpiar por dentro el parabrisas empañado.

Al verlo, sentí que una descarga nerviosa recorría mi pecho. Pero Erik no se dio cuenta de nada, pisó el acelerador y se concentró en la conducción hasta que vimos aparecer el volcán Agua.

—Bueno, ¿qué me decías? —preguntó.

Yo volví a mirar hacia atrás, pero seguía sin poder distinguir al conductor del coche marrón. Así que decidí no decirle nada a Erik hasta que estuviera segura.

—Nada —respondí, contemplando el magnífico volcán que se alzaba ante nosotros, coronado por nubes azules y negras.

Pero en mi interior sabía, presentía, que la persona que nos seguía en el coche marrón era Yolanda.