Las seis de la mañana.
La luz del sol que entraba tenuemente por las ventanas iluminaba las fotocopias de la leyenda y las cartas de Beatriz de la Cueva, esparcidas en blancos montones sobre la alfombra oscura. La luz caía también sobre otro revoltijo de restos de la noche anterior: copas de vino vacías, platos con trozos de pastel desmenuzado, y el calcetín que se le había salido a Erik de su enorme pie.
Me incorporé apoyándome en el codo y lo miré. Acerqué el rostro al suyo para examinarlo con curiosidad, sin saber muy bien por qué lo hacía. Tenía la cara algo magullada y con arrugas, y sus pestañas, sorprendentemente largas, destacaban sobre la mejilla teñida por la contusión. Su mejilla se movió con un espasmo cuando le di un codazo para despertarlo. Luego le di otro.
Erik abrió un ojo, como un enorme león ahíto que dormita en un zoo.
—Te quedaste dormido —dije—. No te has ido a tu habitación.
—Ésta es mi habitación.
—Oh. Bueno, no importa. Más vale que te levantes. Nos vamos a Antigua.
—Café —dijo.
—Pídelo tú. —Me incliné para tocarme la magulladura de la pierna—. Me has dejado hecha polvo en el sofá.
—¿Cómo?
—Te has pasado la noche con la cabeza en mi regazo.
Erik se sentó. Tenía los cabellos erizados y revueltos.
—Oh, lo siento.
—Así que pide tú el café.
—De acuerdo.
Se levantó pesadamente y se dirigió hacia el teléfono. Al cabo de veinte minutos estábamos tomando un espeso café y mordisqueando pan frito cubierto de azúcar.
Guardamos los libros, los bolígrafos y mis notas etimológicas, pero no nos sentimos de nuevo seres humanos hasta que nos dimos una ducha y nos vestimos. Yo me puse unos Wrangler, un suéter con un gran cuello de pico y zapatillas deportivas rojas. Erik se enfundó sus vaqueros y la camiseta con el grabado de las estelas de Flores. La camiseta le iba un poco justa y los símbolos se ensanchaban sobre su pecho. Atravesamos el vestíbulo, decorado con dorados y terciopelo, esquivando a otros clientes más elegantes. Nos dirigimos a una empresa de alquiler de coches cercana y alquilamos un pequeño jeep azul.
Erik lo puso en marcha y emprendimos el camino; aceleraba y frenaba mientras charlábamos del risotto de la víspera. Conducía moviendo el volante con un dedo, como tenía por costumbre. Yo miraba por la ventanilla; observaba la ciudad y los pastizales que se acercaban, las colinas que pasaban fugazmente a lo lejos, y los autobuses con franjas multicolores que rodaban entre grandes salpicaduras de agua. Bajé el cristal para sentir la húmeda brisa en la cara y el brazo. Una bandada de pájaros en formación de flecha volaba sobre nuestras cabezas. La seguí con la mirada hasta que desapareció.
Ante nosotros se extendía la carretera que llevaba a Antigua.