16

Llegamos al hotel Westin, en la Zona Tres, a las diez de la noche. Las torres del Westin se elevan sobre las palmeras de Ciudad de Guatemala y, con su negra red de cables, son un ejemplo especialmente complejo de arquitectura moderna. La fachada está formada por cientos de triángulos blancos suspendidos en el aire, como una colosal telaraña blanca tejida por una araña pretenciosa. Sin embargo, toda alusión al siglo XX se desvanece en el interior del hotel. Erik y yo entramos renqueando en el vestíbulo rococó, lleno de esculturas de bronce de muchachos con atuendos shakespearianos, mármoles blancos, exuberantes arreglos florales y murales de sílfides y diosas griegas. Subimos a nuestras habitaciones tambaleándonos. Yo me bañé y me puse unos vaqueros y la camiseta de las estelas que me había dado mi padre. Luego, me dirigí a la habitación de Erik con mi bolsa de libros y mapas para planear la búsqueda en Antigua y, posiblemente, en Flores.

Cuando llamé a la puerta, Erik la abrió vestido con chándal y unos gruesos calcetines de lana.

—He pensado que nos iría bien tomar algo —dijo, con una copa de vino en la mano. La marca del puñetazo se había extendido un poco bajo el ojo, aunque su color ya no era tan intenso. Sus cabellos eran una masa de rizos húmedos disputándose el territorio de su cabeza. Guiñó el ojo malo; hizo girar el vino en la copa—. Esto es para conmemorar mi primera pelea, extremadamente dolorosa, por lo que he decidido que será la última.

—Gran idea.

—Toma un poco de vino. —Me puso la copa en la mano.

—Mejor aún.

—También es hora de comer. Ya ves que he pedido algo.

—Sí, sí, huele muy bien.

En el salón verde y rosa de su suite había un sofá tapizado, y delante una mesita de madera de cerezo. Sobre ella había una bandeja de plata con cuatro platos cubiertos y una botella de Rioja.

—Espero que si bebo suficiente vino olvidaré lo que ha pasado esta noche —dijo.

Me senté en el sofá y él destapó los platos. Rodeados de flores y terciopelo, hundimos las cucharas en el risotto, de color rosado y blanco por la mantequilla y las cigalas. Mientras, Erik me habló de los capitanes de barco italianos del siglo XVI que se embarcaron rumbo a las Américas en busca de oro y sirenas, pero en su lugar encontraron aquellos diminutos dragones en sus playas, que resultaron ser un sabroso complemento para los platos de arroz que tanto gustaban a los Medici. Tras esta exquisitez, comimos la mitad de un pastel cubierto de azúcar caramelizado. El pastel tenía forma de montaña coronada de albaricoques, y del centro manaba chocolate negro. En el menú lo llamaban Amor Ardiente.

—Tenías que pedir algo así —dije, mientras comía el último trozo.

—Y tú tenías que comértelo. No te lo zampes todo. Cuanto más como, mejor me siento.

—¿Aún te duele?

—¿El ojo? Horriblemente. Pero recuerdo que tú… me has ayudado.

—Sí, te he ayudado.

—Te he visto cuando he recobrado el conocimiento.

—Te has desmayado.

—No me he desmayado. Estaba asimilando la sorpresa. Por cierto, cuando he decidido volver a levantarme, juraría que he oído que balbuceabas algo extraño a esa tal Yolanda. Le has dicho que tu madre había encontrado un mapa y que se lo ibas a enseñar. ¿He oído bien, o es que estaba alucinando?

—No estabas alucinando.

—¿Tienes un mapa secreto del que no me habías hablado?

—No.

—Entonces, ¿por qué le has dicho eso?

—Para que venga con nosotros. De lo contrario, sé que no vendrá.

—Si viene, seguramente te estrangulará cuando descubra que le has mentido. Es una mujer de armas tomar. —El tapizado parecía rodear a Erik de un jardín de rosas, lirios azules y lilas. Se recostó en el sofá y empezó a comparar los encantos de Yolanda con los de los verdugos de la antigua Estambul, pero al cabo de unos minutos pareció distraerse.

Sus ojos se desviaron hacia mi camiseta y se quedaron fijos.

—¿Erik?

—¿Qué? —Volvió a mirarme a la cara y luego bajó de nuevo la vista.

—No me ha parecido que te desagradase demasiado cuando la has visto.

—Es atractiva. Muy, muy atractiva, cuando la miras por primera vez. Pero algo me dice que ella y yo no nos llevaríamos bien. Y, al contrario de lo que al parecer piensa todo el mundo, no me dedico a perseguir a todas las mujeres difíciles que se cruzan en mi camino.

—Ah, ¿no?

—Bueno, al menos estoy pensando en corregir mis hábitos. Después de ser atacado por un sociópata, mi perspectiva de las cosas ha cambiado. Creo. Además, aunque no fuera así, no me interesaría una mujer como ella.

—¿Por qué?

—No es mi tipo.

—¿No? ¿Y cuál es tu tipo?

—¿Cómo? —preguntó él en voz baja, sin dejar de mirarme el pecho.

—Que cuál es tu tipo.

—Oh —dijo él, acercándose más a mí. Involuntariamente, empecé a notar unos escalofríos muy poco aconsejables y el pulso se me aceleró de un modo extraño. Erik volvió a moverse en el sofá, para acercarse más a mí. Luego dijo—: Las rubias.

Volvió a mirarme a los ojos y sonrió, después bajó la vista otra vez.

Me di cuenta de que Erik no miraba mi figura, como había creído, sino los símbolos de mi camiseta.

—Fíjate en este enano —dijo.

—¿Qué?

—Fíjate en este enano.

—¿Perdón?

—En la camiseta. Hay una imagen muy clara de un enano. Perfectamente tallada. De bella factura. Está incluido en un texto que, por lo que puedo descifrar, es un completo galimatías. Pero eso ya lo sabíamos.

Bajé la mirada hacia las imágenes azules de las estelas de Flores que mostraba mi camiseta. Había estudiado un poco los jeroglíficos mayas, pero no podía leerlos del revés.

—Está aquí —dijo él, alargando la mano para tocar uno de los símbolos, que quedaba justo en el hueco de la clavícula—. A ver si puedo leer este fragmento. —Examinó la hilera de jeroglíficos y luego movió la cabeza—. No, no puedo. Debería significar algo, pero es como si estuviera todo revuelto.

—Por eso mi madre dijo que era solo como un papel pintado antiguo —dije, controlándome.

—Sin sentido —dijo él, asintiendo.

—Exacto.

—A mí no acaba de convencerme, como ya te he dicho. No creo que los mayas pensaran así. Eran demasiado religiosos. Es como la arquitectura gótica, ¿la has visto alguna vez? Cada símbolo de Notre Dame significa algo, algo relacionado con la religión. Lo mismo ocurre con la arquitectura y los libros mayas. Los templos están llenos de jeroglíficos que son oraciones. Todas las piedras que hemos sacado tienen un texto coherente tallado en ellas. Eso de la falta de significado no es más que un hueso que se arroja a los teóricos.

—Te equivocas —repliqué, meneando la cabeza—. Prácticamente fueron los mayas los que inventaron la idea.

—¿Qué quieres decir?

—Para empezar, descubrieron el concepto «cero».

—Pero el cero no carece de significado. Añade un número al cero y se multiplicará por diez.

Apoyé el rostro en las manos. Estaba agotada, pero recordé una referencia importante que había leído: un capítulo en los papeles de Beatriz de la Cueva que apoyaba mi teoría.

—Espera, ya verás, te he acorralado. —Metí la mano en mi bolsa de lona, en la que llevaba mis libros, mapas y fotocopias. Antes de viajar a Guatemala no solo había fotocopiado la Leyenda, sino también las cartas de Beatriz. Hojeé las cartas hasta que di con el pasaje que buscaba—. De la Cueva escribió algo al respecto. —Levanté la hoja que contenía los párrafos reveladores—. En una de las cartas que escribió a su hermana, explica cómo descubrió que su amante, Balaj K’waill, le había mentido acerca del jade, la había engañado para atraerla a la selva, para que allí resultara herida o muriera de hambre…

—¿Y? —Erik bostezó.

—… y por la manera en que lo explica, cuando él descubrió que había fracasado, vio claramente que su vida no valía nada.

—Seguro.

—El pobre tipo se dio cuenta de que todo lo que había hecho no equivalía más que a un gran cero…

15 de diciembre de 1540

… os escribí, hermana, que hace dos semanas encontramos el primer laberinto. ¡El Laberinto del Engaño! Es tan inalcanzable como el cielo, tan profundo como el infierno y construido con un extraño jade azul retorcido en círculos en trampas por las que hemos vagado con gran riesgo de nuestra vida. Quince días he pasado haciendo esfuerzos denodados por esclarecer el enigma. He tanteado sus curvas, estudiado sus amagos y sus extremos sin salida, pero no me ha sido posible resolverlo. Mientras hacíamos cuanto estaba en nuestra mano por descubrir sus secretos, empezaron a escasear los víveres y el agua, y mis hombres morían de fiebre por decenas cada día. Balaj K’waill aconsejóme que tuviera paciencia y yo lo intenté. Pero al final tuve que admitir que debíamos regresar a la ciudad, proposición a la cual mi amante reaccionó en un principio con chanzas, mas luego, viendo que no habría yo de mudar mi pensamiento, se adueñó de él una melancolía muy extraña y trágica.

—Querido mío —le dije yo—, os consume la tristeza. Antes de partir, vayamos al río y descansemos, que bien lo necesitáis.

—Deberíais insistir, gobernadora —replicó él, con el rostro ceniciento—. Estoy seguro de que casi hemos resuelto el laberinto.

—No, ya he tomado una decisión —le respondí—. Y sabéis que no soy mujer que cambie de parecer. Pero dejadme que os abrace y os bañe. Nos dedicaremos a juegos y a bromas, amor mío. Debemos hacer que recuperéis las fuerzas.

Tomándolo de la mano, lo conduje a través de la selva hacia el río que la atraviesa, y en sus orillas nos solazamos. Froté su cuerpo con ungüentos y le canté al oído; luego, para levantarle el ánimo, di en enseñarle una danza de nuestro país, la zarabanda.

—Un, dos, tres cuatro —le susurré—. Éstos son los movimientos de este juego, querido mío. Es menester ir siempre hacia delante y moverse pausadamente, como un europeo.

—La, la, la —dijo él, riendo y cantando canciones incomprensibles a mis oídos. Enloqueció, y de su boca salieron palabras, números y rimas sin sentido—. Para bailar en Goathemala, mi amor —dijo—, es preciso moverse con brusquedad, saltándose un trac sí y otro no.

—¿Un qué?

—Quiere decir «paso» en francés, mi amada tontita. Como ya habréis visto, aquí estamos muy atrasados, y deberéis imitar los pasos nativos, que son al revés, cuatro, tres, dos, uno, cero.

Balaj K’waill me obligó a moverme frenéticamente hacia delante y hacia atrás; saltaba, brincaba y me empujaba sin dejar de gritar. Mezclaba extravagancias con obscenidades y después soltaba más carcajadas.

—¿Qué significa todo esto? —le pregunté.

—¡¡No significa nada!! —contestó él.

—¿Que no significa nada?

Entonces se echó a llorar.

—Nada de nada. Ni una sola palabra mía, ni un solo acto mío tiene significado alguno.

—Pero hemos llegado tan lejos para encontrar el jade.

Sus lágrimas tornáronse entonces en amarga risotada.

—El jade. El jade. En una ocasión me dijisteis que en inglés la palabra jade se usa también para nombrar a una mujer de moral relajada. Vos sois la única reina Jade que hay en esta selva, Beatriz.

—¿Estáis diciendo que me habéis mentido? —pregunté, sintiéndome mareada.

—¡Sí!

—¡Pero hemos encontrado el laberinto!

—¿Esto? —Señaló el monstruoso enigma—. Esto no es más que un sueño. No hallaréis riquezas en su interior. Y si hubiera un jade, jamás os llevaría hasta él. Pues, ¿para qué habría de conduciros a la selva, si no es para destruiros? Mas vos habéis sobrevivido al hambre, a esta busca sin víveres ni agua, ni descanso durante meses, que a punto ha estado de causarme a mí la muerte. ¿Acaso los europeos no morís jamás? ¿No hay nada que pueda mataros?

—Basta. No digáis una palabra más.

—Estoy convencido de que pronto dejaré de hablar para siempre —añadió él, mirándome de nuevo con sus hermosos ojos.

—¿Por qué decís esto?

—Porque no me permitiréis seguir viviendo. Un europeo no puede tolerar que lo engañe un salvaje.

No le respondí de inmediato. Lo miré y pensé que había estado jugando con mi amor. Entonces vi que todo mi afecto se emponzoñaba, pues una mujer traicionada es peligrosa.

—No, no os permitiré seguir viviendo —dije—. Mas no porque seáis un salvaje, sino porque me habéis partido el corazón.

Y no se lo permití.

Ágata, no podía soportar su traición. Se lo llevaron los guardias, que le dieron el trato que se da a todos los traidores.

Ahora mi amante está muerto. Pero hermana, os lo juro, creo que también yo me siento morir.

¿Cómo es esa canción que cantan por aquí los ancianos?

Te perdí te perdí mi amor…

Buen Dios, maté a Balaj K’waill, y ahora sé que fue como si me matara a mí misma.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Erik tras unos minutos de silencio, durante los que hojeó las fotocopias y bostezó de nuevo—. No tiene sentido, lo dice aquí. Con todos esos gritos y esa extraña danza.

La danza era realmente extraña, pensé.

—Esos números… ¿qué crees que trataba de decirle con todo eso? —pregunté.

—Que estaba deprimido. Ya nada tenía sentido. Tú tenías razón.

—Solo quería demostrarte que no es un concepto moderno —repliqué. Recordaba con claridad la mirada desolada que me había lanzado Yolanda en el bar aquella noche—. Todo el mundo pierde la fe en alguna ocasión.

—Si sigues poniendo esa cara —me dijo Erik, mirándome—, voy a volver a llamar al servicio de habitaciones.

—De acuerdo —dije, frotándome la nariz—. No quiero ponerme pesada. Pero no más comida.

—¿Y vino?

—Bien.

Erik se recostó en el sofá y cerró los ojos. Parecía feliz, a pesar del puñetazo que había recibido hacía solo unas horas.

—¿Erik?

—Sí.

Transcurrieron unos segundos. Me di cuenta de que tenía la boca abierta y la cerré. El vino nos ayudaba a aliviar el dolor.

—De acuerdo. Sabemos que Balaj K’waill mintió a Beatriz de la Cueva, pero sigue siendo la fuente principal de nuestra investigación. Deberíamos leer la Leyenda antes de continuar. Mi madre la usaba de guía.

—Sí, buena idea. Hazlo tú.

—Te estás durmiendo.

—Creo que eres tú la que se duerme.

—No es cierto.

Pausa.

—¿Qué? —pregunté.

—¿Qué de qué?

—Nada…

—¿Puedes moverte un poco hacia la izquierda?

—Muévete tú. —Hice un esfuerzo y abrí los ojos—. Y despierta.

—Estoy cómodo.

—No, en serio. —Le di una palmada en el muslo—. Aún tenemos cosas que hacer. Tenemos que estudiar la Leyenda. Yo te la leeré.

—La leí de niño. Me la sé de memoria. Piedra terrorífica. Reyes obsesivos. Maldiciones.

—No te la sabes. Pero no te preocupes, te gustará. Aunque creo que primero deberíamos tomar un poco más de café.

—Y echar una cabezadita.

Llamé al servicio de habitaciones para que trajeran una bandeja con una cafetera llena.

—Será mejor que la historia sea buena —dijo Erik diez minutos más tarde, gruñendo sobre una taza de café.

—Oh, es buena —afirmé mientras desenrollaba las fotocopias de la Leyenda. Extendí los papeles sobre mi regazo. De hecho, pocos libros habrían podido mantenerme despierta a aquellas horas, aparte de aquél—. Erik, confía en mí. La historia de Beatriz de la Cueva es increíble.

LA LEYENDA DE LA REINA JADE

(Tal como aparece en el diario de Beatriz de la Cueva,

fechado el 3 de octubre de 1540)

En la primera edad de este nuestro mundo, cuando la tierra recién creada era aún pura y no la había mancillado la locura del hombre, un gran rey gobernaba la tierra toda. Gobernaba los valles y los mares y el cielo y todas las llanuras. Era señor de las sórdidas ciudades y los campos ubérrimos. Era señor de las costas exiguas. Y dominaba la selva majestuosa, con su árbol sagrado, el drago, que estaba poseído por un espíritu, hasta el punto de que sangraba como un hombre bajo el tajo del hacha. Más, pese a ello, de todas sus posesiones, era el reino de las altas montañas azules el que más le complacía.

Las montañas resplandecían como el mismo cielo, pues el interior de sus peñascos ocultaba un precioso jade, claro como el agua y duro como el corazón de una mujer. Una pizca de aquel jade valía tanto como la vida de mil mineros, de modo que la fortuna del rey estaba más que asegurada. Aun así, no eran aquellos ríos de jade lo que aseguraba su poder. Su reinado lo protegía una gema en particular que el rey había confiado a la guarda y custodia de su nigromante, un enano jorobado al que los dioses habían hablado de la piedra en un sueño.

Pues no era un mero trozo de jade lo que describimos. Era una joya mágica, encantada, la Reina de todos los Jades, así llamada porque era azul y resplandecía como una diosa, era tan alta como una amazona y gobernaba a los hombres por su avaricia en su terrible gloria. Quien la poseyera, según los dioses habían comunicado al enano en su sueño, dominaría a todos sus enemigos. Aquel antiguo rey jamás había conocido peligro ni derrota, gracias a aquella arma monstruosa, y había criado a dos hijos en la esperanza de que gobernarían el reino juntos.

Así pues, el rey fue feliz hasta el día en que sintió la proximidad de un villano y supo que ni siquiera la piedra podría ayudarle en aquel trance.

El villano era la muerte.

—Ha llegado el momento de que deposite mi cetro en vuestras manos, hijos míos —dijo el rey a los príncipes—. Gobernaréis juntos y en paz.

—Pero yo deseo gobernar solo, padre —dijo el mayor.

—Y yo no compartiré mi poder con este bellaco —dijo el menor.

El rey y sus hijos discutieron entre grandes llantos y voces, hasta que el soberano se convenció de que no había modo de iluminar sus oscuras mentes, de modo que dividió el reino y los obligó a elegir.

—Uno de los dos gobernará la exuberante selva donde se halla el drago sagrado, así como las ciudades majestuosas y las elevadas montañas azules, pero no tendrá el Jade —dijo—. Y el otro gobernará las costas y las cuencas, los desiertos y las ciénagas, pero el talismán será suyo.

—Yo me quedaré con las elevadas montañas azules y viviré sin el Jade —dijo el mayor.

—Y yo me quedaré con los viles desiertos y las cuencas y las ciénagas y el talismán será mío —dijo el menor.

Tal vez parezca, por esta elección, que el menor tenía el carácter más fuerte que su hermano.

Pero como veréis, no era así.

Y ocurrió que murió el rey.

El joven, antes de heredar su trono sabía que no había rey que pudiera servir bien a su país sin una buena esposa, de modo que desposó a una hechicera de rostro redondeado a la que amaba desde niño.

Por su parte, ésta lo amaba por sus cálidos ojos y sus manos suaves y gestos pausados. Sentía por él una pasión que no disminuía a pesar de conocer la débil naturaleza de su marido. Su mayor defecto era un exceso de curiosidad, ya que se obsesionaba por todo lo extraño, raro, bello, o incluso peligroso.

Mas a causa de la debilidad natural de los hombres, la hechicera agradecía a los dioses que su amado fuera tan solo un soñador, defecto este mucho más benigno que la lujuria, la avaricia, la glotonería o la estupidez.

Así pues, se casó de buen grado. El hermano menor reunió a su esposa, sus sirvientes y su tesoro, que era la Reina de todos los Jades. Juntos partieron hacia los viles desiertos, donde vivirían dichosos y en paz.

Mas no por mucho tiempo.

En lugar de gobernar su reino con la habilidad de su padre, el hermano menor sucumbió a su débil carácter. Estaba embrujado por la belleza y los encantos del Jade, que hizo transportar a su aposento privado para poder contemplarlo en secreto. ¿Qué misterios guardaba en su interior?, se preguntaba. ¿Qué poder tenía sobre él? Día tras día se solazaba en su azul resplandor, y pronto no pudo pensar en nada más que en su brillo, su color claro y límpido, su forma y su asombrosa perfección. Hasta tal punto llegó su fascinación, y tan celoso estaba de su compañía, que olvidó todo lo demás. Igual que un amante, se encerró en su aposento privado para adorar a su gema. Daba vueltas a la cabeza, rumiaba, pensaba, y deseaba con tal codicia que enfermó.

Muy pronto pareció un espectro y quedó postrado en el lecho; sin dejar de acariciar su tesoro, murió.

La hechicera se quedó sola como reina de los áridos desiertos y protectora del Jade. Ésta lloró mucho por su marido.

«A todos nos tientan las cosas que amamos, y todos debemos abandonar este mundo —dijo, al colocarse la corona sobre la cabeza, y observar a las masas harapientas que se inclinaban ante su majestad—. De modo que ahora, marido mío, me has dejado sola, y solo el tesoro me protege. Pero ¿qué razón podría haber para que me proteja y siga viviendo? Jamás he deseado a nadie más que a ti. Sin embargo, por el bien de esta gente, trataré de no fracasar».

Mientras tanto, en el imperio de las selvas majestuosas y las altas montañas azules, el hermano mayor contemplaba sus ricos dominios y sus bellas esposas, sus esclavos con adornos de jade, sus palacios y bibliotecas, sus legiones de poetas y de soldados, y su exuberante selva, con el árbol poseído por un espíritu; sabía que era el príncipe más regio de cuantos hubiere bajo el cielo.

Mas no podía ser feliz.

Deseaba el Jade, como su hermano menor. Al igual que el rey de las cuencas, los desiertos y las pobres costas, guardaba la imagen de la brillante joya como su mayor tesoro. Su deseo aumentaba día a día, hasta que llegó a creerse el hombre más pobre del mundo.

Aun así, no habría traicionado a su hermano de no ser por consejo de su enano, que también había servido a su padre. Aquel enano sabía mejor que nadie los peligros de tener dos gobernantes en lugar de uno.

—El viejo no sabía qué rompía cuando dividió el país —dijo el enano al hermano mayor un día, cuando ambos hombres caminaban por los bellos jardines reales, donde se respiraba el dulce olor a mirto y a caléndulas, volaban las mariposas y susurraban las hojas de las caobas—. He soñado con tiempos turbulentos. De noche tuve una visión de una tempestad y una guerra entre vuestro reino y el de vuestro hermano menor, que destruirán nuestras ciudades y no dejarán a nadie con vida.

—Mi hermano —dijo el hermano mayor, con tono meditabundo—. Ha llegado a nosotros la noticia de que ha muerto.

—Murió de idiotez, mi señor.

—Sin embargo, sus sirvientes siguen poseyendo lo que nosotros no poseemos.

—Así es. Poseen la piedra. Y debemos arrebatársela, mi rey.

—Pero es su herencia.

—Y también vuestra muerte. Si nos apoderamos del Jade, ninguno de esos mendigos podrá hacernos daño. Imaginaos su temor ante lo que podríamos hacer.

—Temblarían y llorarían y jamás se alzarían contra nosotros.

—Serían tan mansos como gatitos y tan sumisos como mujeres.

Tras pasar una velada entre sangrías y plegarias, el hermano mayor aceptó el consejo del enano.

—Ocúpate de que el ejército arrebate la piedra a los parientes de mi hermano —ordenó al enano—. Y si no nos la entregan a cambio de oro y buenas palabras, no temas recurrir a métodos menos suaves.

—¿Tales cómo?

—Que el Jade no sufra daño alguno. Pero en cuanto a las personas, arrebátales el Jade de sus manos muertas, si te place.

Y así dio comienzo la Gran Guerra.

Una legión de soldados descendió de las elevadas montañas azules y atravesó las exuberantes selvas, armados con petos de jade, empuñando lanzas de oro y protegidos por cascos de plata con la amenazante forma del rostro de un jaguar. Atravesaron el país como una visión terrorífica, horrible e hirsuta.

Llegaron al desierto y luego a la miserable costa, y los guerreros se reagruparon en los blancos acantilados. Miraron con ira el reino del hermano menor y empezaron a rugir como bestias y a agitar lanzas y escudos.

La hechicera se asustó en su trono de madera cuando oyó la noticia. Al ver a su enemigo, recorrió la ciudad pidiendo su espada y llamando a las armas a sus hombres más aguerridos y a sus mujeres más robustas.

Los enemigos lucharon durante días. Lo más fuertes descubrieron, sorprendidos, que eran derrotados. Las mujeres soldados de la costa, con sus harapos y sus largas cabelleras, luchaban con fiereza armadas con simples palos contra las lanzas de oro y las hojas de jade de los guerreros del hermano mayor. Los hombres, valientes por igual, arrancaban los cascos de plata de las cabezas de los alabarderos del hermano mayor y los estrangulaban con las manos desnudas, o les cortaban la cabeza con sus guadañas de campesinos.

El ejército del hermano mayor atacaba a la pobre gente de la costa con las hachas goteando sangre, los petos de jade teñidos de carmesí, con sangre en la armadura y en los ojos.

Pero la sangre era suya.

No podían ganar aquella guerra por culpa del Jade.

Sin embargo, ¿qué poder tiene un talismán frente a la astucia del mal?

El quinto día, cuando la victoria de la hechicera estaba prácticamente asegurada, tres de los mejores guerreros del hermano mayor consiguieron arremeter contra ella y romperle el escudo. Ella huyó a su palacio, donde atravesó los salones, las habitaciones más sencillas y los pobres jardines, hasta llegar a la cámara donde se guardaba el Jade.

Allí encontró al hermano mayor, que la esperaba junto con el enano y un sacerdote alto y flaco, de ojos tristes.

—Tengo entendido que habéis enviudado y que ahora sois la dueña legítima del Jade —dijo el hermano mayor—. Si sois tan amable de permitir que me quede con esta bagatela, yo os permitiré conservar la vida.

—No hay enemigo que pueda destruirme mientras esta preciosa joya me pertenezca —dijo la hechicera—. Es mía y solo mía.

El hermano mayor rió.

—He llegado a la conclusión —dijo— de que si nos casamos, no podréis considerarme vuestro enemigo, y que lo que es vuestro será mío.

—Pero yo no os quiero por marido —gritó la hechicera.

—Pues deberéis aceptar —dijo el enano—. Habéis olvidado la sabiduría del mundo: las mujeres están sometidas a los hombres, por lo tanto, carecéis de poder para rechazar una oferta de matrimonio.

Guiado por esta sabia afirmación, el hermano mayor ordenó al sacerdote que oficiara la ceremonia. Así pues, el hombre de los dioses cubrió de flores a la temblorosa hechicera, derramó cánticos sobre su cabeza y la obligó a aceptar la mano del hermano mayor.

—Ahora sois su esposa —dijo cuando estaba a punto de ungir a la hechicera con óleo.

Ocurrió entonces algo que ni el enano ni el rey habían previsto.

Cuando el delgado, solemne y, todo hay que decirlo, solitario sacerdote se inclinó sobre la hechicera para ungirla con los santos óleos, la miró a los ojos y se enamoró de ella.

Por supuesto, sus compañeros no se dieron cuenta de nada, regocijados como estaban por haber conseguido el jade, y escuchaban con deleite los sonidos de los guerreros de la costa, que morían bajo las lanzas de oro.

El hermano mayor se alzó victorioso sobre la tierra ensangrentada de su hermano. A su lado temblaba la hechicera, su nueva esposa. La magnífica piedra con su resplandeciente brillo azul, era suya, le protegería.

Le protegería de todo salvo de sí mismo.

Los años transcurrieron.

A su debido tiempo, el rey, ya mayor, demostró ser muy parecido a su hermano, pues los encantos del Jade le hicieron enloquecer también a él.

Instalado cómodamente en su castillo, en la cima de las elevadas montañas azules, contemplaba sin cesar a la Reina de todos los Jades y su codicia lo convirtió en un idiota.

Al poco tiempo, no podía soportar más visión que la del Jade. Ordenó a sus arquitectos que construyeran una gran ciudad con las relucientes piedras azules de la selva, a la sombra del drago sagrado. Luego, les ordenó lo siguiente:

—Ocultad la ciudad en el interior de un sinuoso laberinto de jade, hecho de curvas y círculos, que se conocerá como el Laberinto del Engaño —dijo—. Pues es tal el tesoro que poseo que solo podría atraer a ladrones y asesinos extranjeros. Debéis hacerlo para protegerme.

Así fue como se construyó la insensata Ciudad Azul a la sombra del gran árbol que gotea savia de color rubí. Estaba oculta en el interior de un colosal laberinto formado por diabólicos pasajes de jade, estancias maléficas y una confusión que no es posible expresar.

El viejo rey llevó la piedra y a su pueblo a la ciudad del interior del laberinto. También llevó a su esposa, pero con los ojos vendados, para que no pudiera hallar la salida.

Cuando la máscara cayó de los ojos de la hechicera y esta vio su jaula, supo que jamás podría leer los peligros del laberinto para escapar.

La luna en cuarto creciente brilló sobre la ciudad, donde se tramaban oscuras intrigas. La luna menguó y las negras sombras del crepúsculo ocultaron pensamientos arteros.

El calendario dio una nueva vuelta.

Empezaron los rumores. Algunos decían que había sombras en los muros del laberinto, en cuyo interior yacían los cuerpos de los enemigos del rey y donde los rebeldes practicaban artes oscuras y traidoras. Se decía que se había reunido un ejército rebelde secretamente, sobre el que caerían los soldados del rey. Otros convenían en que el viejo rey padecía una senilidad prematura, puesto que no podía pensar en nada más que en su piedra.

El sabio mago enano, ya anciano también, sabía que un asno bizco aconsejaría mejor al rey que él. Aun así, siguió ocupándose de cuanto quedaba del reino y agudizó el oído ante cualquier rumor de sedición. Así fue como, oyendo hablar de las actividades en el laberinto, abandonó el palacio una oscura noche y se encaminó hacia sus tortuosos vericuetos.

Al amparo de las sombras, el enano recorrió fácilmente el laberinto, dado que conocía todas las curvas y caprichos de su trazado. Dejó atrás sus trampas sin miedo, aunque lo aguardaban nuevos peligros hacia la estrella polar, hacia el mar, hacia el sol y hacia el calor del sur: pantanos cenagosos y jaguares con los ojos inyectados en sangre y ríos tumultuosos. Todo esto lo dejó también atrás, corriendo, y también agachándose, pues los duendes que habitaban en vertiginosas alturas le arrojaban rocas y lodo entre chillidos. Siguió avanzando con premura. Aguzó ojos y oídos hasta que vio las sombras de miembros retorcidos sobre los muros del laberinto. Oyó jadeos y juramentos obscenos. Se adentró en el laberinto y recorrió sus círculos. Llegó a un lugar iluminado de pleno por la luna y vio a la hechicera y al sacerdote abrazados, con los labios húmedos y los dientes brillantes, moviéndose y mordiéndose como serpientes.

—No hemos tenido dificultad alguna para reclutar rebeldes en la selva —oyó que gritaba la hechicera, al tiempo que dejaba escapar gemidos de placer—. El hermano mayor es demasiado débil para seguir siendo el rey.

—Muchos se han vuelto contra él —dijo el sacerdote.

—Ama lo que no puede poseer —dijo ella—. Y nosotros lanzaremos nuestro ejército contra él y arrasaremos la ciudad hasta convertirla en polvo azul.

—Lo haremos —dijo el sacerdote entre gemidos.

Escudriñando entre las sombras de la noche, el enano vio que el hombre tenía el rostro cetrino y la expresión hechizada.

—Cuando el sol haya salido dos veces más, asediaremos su castillo con nuestro ejército y no dejaremos con vida a ninguno de mis enemigos.

—Sí.

El enano tembló entre las sombras del laberinto.

Volvió corriendo a palacio, bajo la luz de la luna, que fue volviéndose transparente hasta desaparecer como el humo a la luz del sol. El enano entró en el castillo azul, empujó las puertas y pasó por delante de los guardias con el peto de jade. Encontró al hermano mayor acurrucado en su reluciente trono, con la corona de color añil ladeada sobre la cabeza y su espada púrpura envainada. Tenía los ojos vidriosos y miraba sin ver a su corte de caballeros, que aguardaban sus órdenes postrados de hinojos ante él.

—Rey —dijo el enano—, hora es ya de que os alcéis del trono y ahuyentéis vuestra apatía.

El hermano mayor no dijo nada, solo palideció y se quedó mirándolo fijamente.

—Una traición acecha. Se trama contra vuestra vida.

El rey siguió comportándose como un niño, aunque frunció el entrecejo.

—Hay una conspiración para mataros instigada por la hechicera, que en este mismo instante mancilla vuestro lecho mezclando su sudor con el del sacerdote.

—Lo sé —replicó al fin el rey, pero con la misma expresión bobalicona y apática de antes.

El enano pasó una hora reflexionando acerca de aquel aprieto. Al romper el alba, se dio cuenta de que tendría que obrar por su cuenta. Volvió a entrar en la corte y dijo:

—¡Hay traidores entre nosotros y debemos empuñar las armas!

Los caballeros del rey acogieron con júbilo sus palabras. El ejército se agrupó, puso al rey al frente, y bramó como había hecho en otro tiempo antes de atacar el pobre país de la costa. Luego, aquellos hombres terribles marcharon en busca de la hechicera y de su amante.

Los dos traidores fueron descubiertos en el mismísimo lecho azul del rey, envueltos en sábanas de batista y con los labios rojos y doloridos de tanto besarse. Cuando el hermano mayor vio a su esposa deshonrada, recuperó el juicio de inmediato, desenvainó la espada y descargó su ira.

Pero solo mató al sacerdote, pues la hechicera fue más rápida.

Ella huyó por los corredores, llamando a voces a sus rebeldes hasta que sus sublevados amigos emergieron de rincones y oscuros recovecos del castillo, y de las negras profundidades de la selva misma.

Se entabló una segunda batalla, mas desde el principio los rebeldes llevaron las de perder frente al ejército real. Las hojas de jade cortaban el aire, y era espantoso ver cómo hendían y traspasaban la carne. Hombres y mujeres caían al suelo empuñando aún sus armas, empapándolo con su sangre. Los alabarderos se cernían sobre los insurgentes que pedían clemencia, gritando el nombre del rey. La hechicera que había desencadenado aquella guerra fue de los pocos que no cayeron bajo la ira de los soldados. Corrió hacia la vanguardia hasta llegar al hermano mayor y alzó la espada contra él.

Pero él fue más diestro.

Empuñó su cuchillo y la mató de un solo golpe certero.

Cuando notó que la vida se le escapaba, la hechicera volvió el hermoso rostro hacia su marido. Recordando una vez más los negros ojos y las suaves manos del hermano menor, lloró.

—Yo te maldigo —dijo—. Invoco a los grandes poderes que han dado forma a todo lo que es maligno y a todo lo que es bueno, para que causen la ruina del rey y lo despojen de todo cuanto es suyo. Ninguno de tus allegados quedará libre de mi maldición, pues los ángeles arrojarán fuego sobre tu ciudad azul, la inundarán de agua y a ti te enviarán al infierno. Cualquier hombre que pretenda reclamar el Jade como suyo, sufrirá la misma suerte. Toda alma tentada por la belleza de la piedra quedará sumergida por las aguas y engullida por las tormentas, hasta despertarse más allá de las puertas del Averno.

La hechicera tomó aire.

—Pero serás tú quien más sufra, mi marido, mi demonio, el dueño de mi cama. Pues te destruyo a ti y todo cuanto amas. Estás muerto. Estás muerto. Estamos muertos.

Y tras estas palabras, calló para siempre.

El miedo heló la sangre al rey.

—¡El Jade! —gritó mientras iba de un lado a otro frenéticamente, buscando un santuario en palacio en el que guardar a salvo la gema. Pero no existía tal lugar.

Ordenó a sus esclavos que lo siguieran con la Reina de todos los Jades, y huyó de su insensata ciudad. Pasó junto al drago, que derramaba un río de sangre en la tierra, y siguió corriendo hacia el este. Allí se ocultó en un segundo laberinto que él mismo ideó. Lo llamó el Laberinto de la Virtud.

¿Y en qué consistía aquel delirante enigma?

No era más que un acertijo:

El camino más difícil,

la senda más escabrosa,

es la que debemos seguir,

aun sobrecogidos de temor.

El paso más arduo,

en estos malhadados días,

burlados por el pecado tortuoso,

debemos afrontar con valor.

A quien se aleje del infierno,

a quien resista el oleaje,

le aguarda el Jade en su hondonada.

Y el hombre bueno es recompensado.

En aquel escondrijo secreto se encerró el hermano mayor con su piedra. Durante días no hizo más que contemplar su resplandor azul y acariciar su brillante forma con manos temblorosas. Susurraba palabras al talismán como si estuviera vivo, y se consideraba el más dichoso de los hombres.

Sin embargo, el rey se engañaba.

Los dioses habían oído la invocación de la hechicera, y suyo era el poder de desbaratar la protección que daba la joya.

Así pues, en ese elevado lugar que hay más allá del mundo, más allá de las puertas del espejo humeante, las deidades posaron su mirada sobre el rey y su escondrijo y decidieron que desapareciera.

El viento cayó sobre el reino como una gran mano; aplastó con sus furiosos dedos la ciudad, a su gente, a su gobernante y al Jade. Bajo aquella fuerza demoledora, los templos se convirtieron en polvo, y los soldados, que arremetían contra el aire enemigo con los cuchillos, fueron succionados hacia el cielo como si un dios se los tragara. Los jardines se cubrieron de sangre y huesos. El azote de los elementos borró la vanidad de los hombres.

La tempestad ululante hizo desaparecer también al rey y a su Jade. El monarca se aferró a su fortuna con manos moribundas, hasta que la fuerza del viento se la arrancó.

El reino de los hermanos y de su padre desapareció. ¡Qué silenciosas quedaron las selvas y las montañas tras aquellos días! No hubo pájaro, ni dragón, ni duende que perturbara el ruinoso palacio azul con sus actividades furtivas.

Pasaron los años.

Mas la tierra está hecha para ser la morada del hombre, y su bondad hizo que creciera la vegetación sobre los restos de la ciudad azul, los viejos huesos y la sangre, y volvió a alimentar de nuevo la vida.

Se construyeron aldeas. Nacieron niños. Los abuelos se llevaron la historia del rey y de su engaño a la tumba. Pero también el peligro ha vuelto. Con el progreso crece de nuevo la estupidez, y los dioses, en su sabiduría, nos observan desde lo alto y esperan.

Hijos e hijas, no debemos olvidar nuestros defectos. No debemos olvidar que, bajo este hermoso mundo, yacen los huesos de nuestros antepasados, que tan cruelmente murieron por culpa de aquella tentación.

Recordad siempre que bajo la piel de nuestras ciudades descansa aún aquella calamitosa gema que sedujo a los hombres hasta llevarlos a la muerte.

Tu vida se ha creado sobre la tumba del poderoso Jade.

Aprende, pues, la enseñanza de esta historia.

Escucha esto:

No busques la piedra, ni vuelvas a perturbar su reposo.

—Erik —dije, inclinada sobre las hojas que había esparcido sobre la mesita para subrayar un párrafo con el bolígrafo—. Fíjate en estas líneas.

—Mmmm. —Erik se estiró en el sofá, enlazó las manos sobre su pecho y me miró con los ojos entornados mientras yo leía el párrafo en voz alta:

El viejo rey llevó la piedra y a su pueblo a la ciudad del interior del laberinto. También llevó a su esposa, pero con los ojos vendados, para que no consiguiera hallar la salida.

Cuando la máscara cayó de los ojos de la hechicera y esta vio su jaula, supo que jamás podría leer los peligros del laberinto para escapar.

Unos días atrás, observé el peculiar estilo de Beatriz de la Cueva en las cartas a su hermana Ágata, en las que decía que el Laberinto del Engaño era «muy difícil de otear», y me pregunté cómo podría traducir aquella frase. Este párrafo de la leyenda, volvía a plantearme la misma pregunta.

—Es la palabra «leer» —expliqué—. La usa de un modo extraño. Su etimología es complicada. El verbo español leer procede del latín legere, que significa «reunir», «recoger», y también «hablar», «decir».

—Muy, pero que muy interesante —musitó Erik.

—Es también la palabra de la que deriva legende, «leyenda», en inglés medieval tardío, y légion, en francés antiguo, que significa «reunión de personas». Creo que De la Cueva pretendía hacer un juego de palabras. La hechicera tramaba reunir un ejército rebelde cuando la condujeron al interior del laberinto. Así que probablemente De la Cueva trataba de transmitir la idea de que allí no podía reunir a sus hombres, quizá quería decir que la hechicera no podía «interpretar» la situación. He pensado en traducir el texto al inglés, pero estos juegos lingüísticos son difíciles. No sé si «leer» debería traducirse literalmente.

Erik había empezado a respirar profundamente a mitad de mi discurso.

—Erik. Erik.

—Sí, sí. Solo me estaba concentrando.

Siguió concentrándose mientras yo anotaba unas ideas. Llené tres hojas antes de acabar con todo el café y notar que mis párpados también se cerraban. Me recosté sobre lo que tomé por una almohada y traté de resolver mis dudas acerca de la leyenda mientras escuchaba los sonidos del tráfico en la ciudad. Me pregunté si mi madre se habría encontrado con los mismos problemas cuando estudió el texto; me habría gustado poder preguntárselo.

Al cabo de un rato, oí el ruido de los papeles al caer al suelo. Me di la vuelta y me hice sitio en el sofá usando los codos. Pensaba ir a acostarme enseguida.

Juraría que noté la mano de Erik acariciándome el pelo justo antes de quedarme dormida.