15

Yolanda tenía la cara congestionada mientras intentaba serenarse.

—¿Quiénes eran esos hombres? —pregunté.

—No lo sé. —Estrujó la lata de Coca-Cola, convirtiéndola en un pequeño bulto metálico—. No los conocía de nada. Pero el del mostacho debió de verme con mi padre cuando le ayudaba durante la guerra.

—El grande pega bien —dijo Erik.

Yolanda agitó una mano en mi dirección.

—Bueno, Lola. Me alegro de verte, gracias por haber venido y todo eso, pero ahora quiero que te vayas. No quiero hablar con nadie. —Arrojó la lata al suelo—. Estoy de luto —dijo con voz inexpresiva.

—Mamá ha desaparecido —le espeté—. Quizá en la selva.

—Ya me lo contó Manuel —dijo ella lentamente. Tenía el rostro más delgado y serio de lo que recordaba—. Lo siento.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que lo sientes? ¡Mi madre ha desaparecido!

—Y mi padre ha muerto. No volveré a verlo.

—Yolanda…

—Me apartaste de tu vida hace mucho tiempo. Tú no sabes la vida que he llevado aquí.

—Lo sé —dije—. Mi padre…

—Tu padre —me interrumpió ella—. No me hables de padres. Ni de madres. Porque fue tu madre la que te dijo que no volvieras a escribirme, ¿verdad?

Me froté los ojos con las manos.

—Eso me parecía.

Guardé silencio durante un buen rato.

—Lo siento mucho —dije, cogiéndole la mano.

Yolanda tenía los iris del color del ébano con una chispa esmeralda. Bajo sus ojos vi grandes bolsas amoratadas.

—No quiero que me toques, Lola —dijo—. Ni tú ni nadie.

Pero yo no solté su mano y ella tampoco se desasió.

—Pareces mayor —dijo entonces, y suspiró.

También ella parecía envejecida. Sabía que había cumplido treinta y tres años en agosto. Me incliné hacia ella y la abracé con fuerza.

—Basta —dijo, pero no hizo nada por impedirlo. Noté que apretaba su mejilla contra mi cuello, pero no lo bastante para que lo notaran los demás—. ¡Vete! —exclamó de pronto con fiereza. Me aferró por los hombros y me apartó hasta extender los brazos por completo, apretándome con demasiada fuerza. Temblaba.

—Bueno, todo esto es muy embarazoso —dijo Erik, tapándose el ojo magullado con la mano—. Yo voto por volver al hotel. Hablemos allí. No sé si alguien se da cuenta de que me duele mucho.

—Perdona, pero ¿quién demonios eres tú? —preguntó Yolanda.

—Soy Erik. —Su ceja derecha se arqueó lentamente. A pesar del dolor, sus neuronas se habían vuelto a disparar al ver el bonito rostro de Yolanda.

—¿Y qué eres?

—Soy… soy… guatemalteco —respondió él.

—Es Erik —expliqué—. Erik Gomara. Un amigo.

—¿Guatemalteco? —Yolanda lo estudió con la mirada—. ¿Estás completamente seguro?

—¿Qué significa eso? —preguntó Erik. Su ceja derecha volvió a descender.

—No pareces muy guatemalteco, amigo mío. Tienes el mismo aspecto que ella… de auténtico norteamericano.

—Estoy mejor cuando no tengo una conmoción.

—Yolanda, mi madre se fue al Petén en busca del jade —exclamé. Ella me miró sin decir nada—. ¿Me oyes?

—Te oigo perfectamente.

—Creía que podía estar allí, el jade.

—¿«El jade»?

—El jade de Beatriz de la Cueva.

—¿Te refieres al jade de mi padre?

—Sí. Al parecer podría ser cierto lo que él decía. Han encontrado jadeíta azul en la sierra…

—Ya lo sé —dijo ella—. Todo el mundo habla de una mina de jade. Bueno, el que lo encuentre que se lo quede. Que se ahoguen con él.

—Ese hallazgo puede confirmar las viejas historias acerca del jade —dije—. Si tengo que ir a la selva a buscar a mi madre, podría… podría ser interesante para ti que me acompañaras.

—Quieres que te haga de guía —dijo ella. Señaló la barra con el pulgar—. Elige a alguno de esos borrachos para que te lleve.

—No son tan buenos como tú.

—¿Para qué querría ir yo? ¿Vas a pagarme? El dinero me da igual. ¿Qué otra cosa podrías ofrecerme? ¿Un coche nuevo? ¿Un billete de avión para salir de aquí? —Cerró los ojos—. ¿Por los viejos tiempos, quizá?

Transcurrieron unos instantes; yo seguía sin entender qué me preguntaba exactamente. No fue hasta mucho después cuando comprendí que había cometido un grave error al no responder a su última pregunta.

—Sí, eso sería una estupidez —dijo ella entonces, en un tono tan agrio que supe cuánto me odiaba; nunca, jamás debería haber dejado de escribirle.

Pero también estaba segura de que solo tenía una posibilidad de conseguir que Yolanda me acompañara.

—Puedo darte la oportunidad de acabar el trabajo de tu padre. —Vacilé. Y luego empecé a mentirle—. No te lo he contado todo. Mi madre encontró algo, un mapa secreto, en unos archivos españoles. Y acaba de salir a la luz.

—¿Y?

—En él se encuentra la localización exacta del jade. Tengo una copia, que te enseñaré si vienes conmigo.

—Intentas engañarme —siseó ella—. No hay ningún mapa secreto.

—Vamos a ir a buscar a mi madre, y el jade, si tú quieres —dije, enlazando las manos. Pero en ese momento noté mi desesperación por primera vez desde que me había enterado de que mi madre había desaparecido—. ¡Tienes que ayudarme! —exclamé, casi gritando—. No porque yo te guste, no porque ella te importe, sino porque te daré lo que quieras. Tengo un mapa. Y te ayudaré a encontrar el jade. Lo juro.

Yolanda se inclinó hacia delante y me cogió la mano derecha. Se tocó la mejilla con ella, apretándola con brutalidad.

—Mi padre seguramente… no, seguro que estaba loco. Al final. ¿No te das cuenta del daño que esto me hace? No había nada que encontrar.

Mientras ella hablaba, yo oía la cháchara de los clientes y, más bajo, el tarareo irregular e incesante del abuelo de la barra.

—No, tú siempre creíste en tu padre —dije.

—Estoy demasiado cansada para ese estúpido sueño, Lola. —Me soltó la mano—. Vete.

Volvió la cara. Los clientes se arremolinaban a nuestro alrededor y las jarras de cerveza flotaban por encima de nuestras cabezas. Entraba y salía gente del Pedro López, y la fila de la barra aumentó hasta formarse una muchedumbre.

—No veo nada por culpa de ese puñetazo —dijo Erik, sin dirigirse a nadie en concreto.

—Una canción —pidió alguien.

—¡Una canción! ¡Una canción!

—Cántanos una canción, Felipe —dijo otro parroquiano—. Para animarnos, ahora que se han ido esos cabrones.

En el espejo vi que el abuelo sonreía.

—No —dijo—. Dejadme en paz, pendejos.

Al final consiguieron que se diera la vuelta en el taburete; algunos hombres silbaron y lanzaron reniegos y le instaron a que empezara.

El viejo comenzó a murmurar con su voz desafinada, pero yo estaba totalmente aturdida y apenas oí lo que decía. La muchedumbre que nos rodeaba se calmó. Yolanda se caló el sombrero.

—¿Qué hace? —pregunté.

—No me habían golpeado así en toda mi vida. —Erik abrió un ojo—. ¿Lo he resistido bien?

—Sí.

—¿Y a ti te han hecho daño?

—Ya te he dicho que sí. Escucha, ¿está cantando ese hombre?

—¿Quién?

—El viejo.

Erik miró hacia la barra con el ojo bueno.

—Sí.

—¿Qué canta? No entiendo nada.

—Ah, solo es una canción —dijo Erik—. Quizá sea una indirecta musical para que nos vayamos.

—¿Qué canción? ¿La conozco?

—Es muy vieja.

—Una de las más viejas de por aquí —dijo Yolanda, y luego movió los labios siguiendo la letra.

El abuelo cerró los ojos y siguió con su canción hablada. Tardé un rato en entender la letra; tardé aún más en darme cuenta de que la canción era una de las que cantaba mi madre. Se la había oído tararear por última vez la víspera de su viaje.

Mientras aplicaba hielo al pómulo de Erik, escuché la voz ronca y entrecortada del viejo que cantaba aquella melodía familiar:

Mi reina, mi hermosa,

¿qué he hecho?

¿Por qué me has abandonado?

Viviendo en este mundo,

tan frío y vacío.

Te perdí, te perdí, mi amor.

Mi tesoro, mi hechizo,

¿me perdonas?

Quédate entre mis brazos,

donde yo pueda besarte,

donde hallarás calor.

Te perdí,

te perdí.

Yo también estoy perdido,

yo también estoy perdido.

Estoy perdido

sin ti.

Mi amor.

El hielo se deshizo en mi mano y la pierna dejó de dolerme, de tan absorta como estaba en la horrible manera de cantar del viejo. La canción despertó en mí algo doloroso, que empezó a crecer. Oí la voz de mi madre en mi cabeza y sentí un chasquido, un crujido de rotura.

Yolanda no parecía estar mejor que yo. Seguía apretando la mandíbula, pero le temblaban los músculos. No quería mirarme. Seguía siendo invisible para ella incluso cuando terminó la balada y los clientes del bar aplaudieron a su amigo. El viejo asintió y se volvió hacia la barra para seguir bebiendo cerveza.

—Adiós —dijo Yolanda, cuando traté de deslizar de nuevo mi mano bajo la suya.

—Deberíamos marcharnos —dijo Erik al cabo de un momento. Se tocó la cara con los dedos—. Ahora mismo lo único que quiero es volver al hotel. Todo esto ha sido muy interesante, pero la verdad es que no quiero volver aquí jamás. —Se levantó, me cogió por el codo y se encaminó hacia la puerta—. Vamos. Marchémonos.

Eché una última mirada a Yolanda, pero ella apartó la vista. Ya no podía decirle nada más aquella noche.

—De acuerdo —dije. Me toqué la pierna donde me dolía y asentí—. Nos vamos.

Sin embargo, volví la vista atrás antes de salir del bar. Y aunque ella apartó los ojos rápidamente, percibí que estaba lo bastante interesada en lo que acababa de contarle para observarme detenidamente, protegida por el ala del sombrero, mientras yo me alejaba.

Pero eso ya podía habérmelo imaginado.