13

Busqué a Erik con los ojos entornados para protegerme del sol. Estaba sentado al pie de la escalera del museo y se levantó en cuanto me vio aparecer. Llevaba sus bolsas en la mano.

—Preferiría que no fuéramos a buscar a esa De la Rosa —dijo—. Por las razones que ya te he explicado. Todo el mundo sabe que no se puede confiar en esa familia.

Me recogí el pelo en una cola de caballo.

—De todas formas tenemos que buscarla.

—¿Por qué?

—Porque tú no conoces la selva lo suficiente, no tan bien como mi madre, y necesitamos a Yolanda. Si es que ella quiere ayudarme, claro.

—Te aseguro que puedo guiarte por la selva. Ya lo he hecho…

—Solo un par de veces.

—Sí, un par de veces.

—Con ayuda.

—Con algo de ayuda, sí. Pero puedo hacerlo, con mapas. Puedo llevarte hasta el río Sacluc. No es buena idea ir con un De la Rosa.

—Erik —dije, mirándolo a los ojos. Ambos estábamos acalorados, sudados, cansados por el largo viaje. Puse una mano sobre su hombro—. Tengo que llevarla. Es la mejor guía que hay. No discutas conmigo.

Pero él era Erik Gomara, y tenía que discutir. Recurrió a todas sus tretas masculinas, lo que le supuso perder la batalla entre sexos en la que nos enzarzamos a la sombra del museo. Él esgrimía razones perfectamente fundadas y muy racionales para evitar todo contacto con Yolanda, y yo las destruía utilizando el arma más poderosa de mi arsenal, que consistía simplemente en mirarlo con expresión implacable, cruzada de brazos y decir: «No» o «Porque sí».

Pronto se rindió.

Erik se sentó de nuevo en los escalones y cerró la boca. Miró hacia la calle y luego volvió a mirarme a mí.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—De acuerdo, de acuerdo. —Abrió los brazos—. Ya está. Tú ganas, tú, tú… Sánchez.

—Bien —dije yo—. Ha sido más fácil de lo que pensaba.

—No me lo restriegues.

—Mi padre debe de haberte asustado mucho.

—Ha sido persuasivo, desde luego. Sus enormes ojos tienen mucha fuerza. Y las amenazas aún más. Debe de haberlo aprendido de tu madre.

—Vámonos.

Erik suspiró y se puso en pie lentamente.

—Además —añadí—, seguramente Yolanda no aceptará ayudarnos.

—Eso espero —gruñó él—. Teniendo en cuenta que es una De la Rosa.

—Pero si acepta, deberías saber que la última vez que la vi era muy hermosa.

Él se cruzó de brazos, contrariado.

—Vaya… Eso lo cambia todo. Y por lo que acaban de contarnos, frecuenta los bares. Así que no puede ser tan mala.

Aparté la vista hacia la ciudad y observé los taxis blancos y amarillos que circulaban por las inundadas calles.

—En realidad, Yolanda de la Rosa puede ser mucho peor de lo que piensas —dije.