12

—Ni la policía ni el ejército tienen suficientes hombres para ponerse a buscarla en la selva, que es donde temo que está —nos decía papá en su despacho, quince minutos más tarde—. Lo que no sé es para qué quería ir allí. Me dijo que estaba de vacaciones, pero confieso que tuve un mal presentimiento… En cuanto a la policía, los he llamado veinte veces, pero el río Dulce se ha llevado por delante varias aldeas, y la gente pasa hambre. Aquí no ocurre, pero en el nordeste los sufrimientos de la gente son terribles. Hace seis días me dijo que se iba a la selva. Estoy aquí desde entonces, sin hacer otra cosa que esperar a que llame.

Mientras lo escuchaba, me pregunté si debía hablarle del e-mail de mi madre, pero no veía claro en qué ayudaría, y ella me había pedido que no lo hiciera. Al parecer, Erik también lo recordaba, porque no dijo nada mientras mi padre seguía hablando y paseándose por la habitación.

Erik y yo estábamos sentados en dos sillas victorianas frente al escritorio de mi padre, mientras él preparaba café en una pequeña cafetera eléctrica que guardaba en un rincón. Noté el esfuerzo que hacía por reprimir el efecto de los horrores que había visto en los últimos días, pero sabía lo asustado que estaba antes incluso de tocar sus fríos dedos cuando me tendió la taza de café.

—Estoy segura de que está en Flores, papá —dije.

—No está en Antigua —replicó él. En la frente se le veía una vena abultada—. Fui hasta allí con el coche dos días después de la tormenta y no la encontré. La busqué en todos los hoteles que solía frecuentar. Pero no pude llegar a Flores. Las carreteras están cortadas.

—Erik y yo iremos a buscarla. Iremos a Antigua, y si no está allí, nos dirigiremos hacia el norte, hacia Flores. Encontraremos el modo de llegar. Y… recuerda cómo es ella. Todo esto no es nuevo.

—Sí, a veces emprende una expedición sin decirnos una sola palabra…

—En cuanto a las expediciones que van en busca de jade, señor Álvarez —intervino Erik—, me gustaría preguntarle por lo que está pasando en las montañas.

Mi padre cogió mi mano; no parecía haber oído a Erik. Se irguió y me acarició la mejilla.

—Pero ésta no es como las otras veces, cariño —dijo finalmente—. Y me temo que tú ya lo sabes. —Me dio una palmadita en la barbilla y alzó la vista—. Y sí, Erik, parece ser que se ha encontrado jade. Unos campesinos de la sierra lo descubrieron a montones. Los especuladores se han apresurado a correr hacia las montañas, junto con numerosos hombres de la universidad. A pesar del huracán, se ha producido cierta histeria sobre la posibilidad de que se trate de una mina de jade. Pero aún no hay nada cierto. En cualquier caso, uno de los científicos me ha enviado unas muestras, y parecen auténticas. —Mi padre se acercó a su escritorio, cogió la caja de las muestras y la abrió—. Es un momento muy especial, si uno no ha perdido a su… su… mujer. Así la considero yo, aunque no estemos casados. Así que ahora nada de todo esto me importa en absoluto. Pero puede ver por sí mismo que es jade auténtico.

Entregó la caja a Erik. Di un golpe con la silla cuando la acerqué a la suya para mirar el contenido de la caja.

Era de plástico, con varios compartimientos pequeños, cada uno con su tapa. Erik deslizó la tapa de uno de ellos, que contenía un tosco sílex de jade color índigo casi perfecto. En los otros compartimientos había diversos trozos, o incluso pequeñas canicas irregulares, del mismo material. Erik sacó el sílex y lo sostuvo frente a la luz de la lámpara. Despedía un resplandor cerúleo y tenía vetas de color azul eléctrico, casi púrpura.

—Es el auténtico azul —dijo Erik—. No me lo creía, de verdad. Hasta ahora.

—Sí, sí, es de verdad —dijo mi padre—. Pero eso ahora no importa. Lola. Tendrás que conseguir un guía, sobre todo si te diriges hacia el norte. Pero ahora no se encuentran fácilmente. Al parecer todos han huido hacia las sierras.

—¿Un guía? —preguntó Erik.

—No habrá pensado ir hasta allí los dos solos, ¿verdad?

—Si usted no viene con nosotros…

—¿Quién? ¿Papá? —dije yo—. Oh, no, él no viene.

—Como dice Lola, es imposible —corroboró mi padre—. ¿Acaso no sabe lo mío?

Erik carraspeó.

—Me dijeron que hace tiempo tuvo usted un accidente en la selva.

—¿Un accidente? No fue un accidente. ¡Fue De la Rosa! —Se le enrojecieron las puntas de las orejas—. Y desde entonces he tenido… problemas para volver a la selva. En realidad, es algo más que un problema, me temo. Suelo sufrir una crisis nerviosa con solo oler un pantano. Así que, gracias a Tomás, dificultaría la busca en vez de ayudaros.

—No es cierto —mentí.

—Es usted muy duro consigo mismo, señor Álvarez —dijo Erik, tras una pausa.

—Sí, lo soy, muchacho. Pero hay que aceptar las propias limitaciones. Es mejor sentir vergüenza aquí, en mi despacho, que salir corriendo hacia la selva y después causar problemas. En fin. Dejémoslo. —Mi padre me soltó la mano—. El viaje será difícil. Puede que tengan que ir al Peten, al norte, que es un territorio poco explorado. Y, como decía, necesitarán un guía, porque no creo que sea buena idea que vayan allí solos.

—¿Por qué? —preguntó Erik.

—¿Por qué? Por su reputación, señor.

—Papá.

Mi padre alzó la mano con los dedos extendidos.

—Mi querido señor. No he vivido debajo de una piedra, ¿sabe? Usted habrá oído mi embarazosa historia, pero también yo he oído muchas cosas sobre usted. Durante años Juana me ha contado historias acerca de su escandalosa conducta. La verdad es que esperaba que fuera usted una especie de Príapo. Sin embargo, debo admitir que me ha sorprendido agradablemente. Es usted muy humano. Pero, aunque no tiene cola, no me hace ninguna gracia que se vayan los dos solos a la selva.

—Papá, creo que soy mayorcita para que te preocupes por si me voy con chicos…

Mi padre clavó su penetrante mirada en Erik y fingió no oír mis palabras.

—Conozco su afición a las mujeres, su problema para mantener los pantalones abrochados. Y que sale corriendo en cuanto termina, como si estuviera en un encierro de Pamplona. Pero sé que con Lola se portará como es debido. Y si no lo hace… bueno. Puede que yo sea de constitución delicada, pero no será un problema, si es necesario. La felicidad de mi hija es lo más importante para mí, ¿comprende? Estoy seguro de que sí.

Erik miró su taza de café y luego volvió a levantar la vista.

—Sí, creo que sí —respondió en tono desdichado.

—No te exaltes, papá —dije.

—No me exalto —aclaró él—. Todavía no. Quizá luego. Ahora no.

Mi padre miró a Erik. Él le devolvió la mirada. Se produjo un incómodo silencio.

—¿Qué tiene que decir, hijo? —preguntó mi padre—. Hable.

—Solo quiero estar seguro de que no va a… retarme a un duelo o algo así.

—Bueno. De momento no tiene nada de qué preocuparse.

—Bien.

—Si es necesario tomar alguna medida de esa naturaleza se lo haré saber. ¿De acuerdo?

—Me alegro. —Erik mantenía el tipo bastante bien delante de mi padre.

—Volviendo al tema de los guías —dije—. Supongo que Yolanda sigue en la ciudad.

—¿Quién? —preguntó Erik, mirándonos a mi padre y a mí—. ¿Qué has dicho?

—Sí —respondió mi padre, asintiendo—. Pero creo que deberías pensar en buscar a otra persona.

—Pero tú mismo has dicho que será difícil encontrar un guía, así que, si ella está aquí…

—Estás hablando de Yolanda de la Rosa —dijo Erik—. ¿Quieres que ella sea nuestra guía?

—Sí —dije, haciéndole gestos con las manos para que se tranquilizara.

—Ni hablar. —Erik me miró—. Creía que ya lo habíamos hablado.

—Será mejor que escuches a tu promiscuo amigo, Lola —dijo mi padre. Buscó en su escritorio, sacó una hoja de papel y me la tendió; en ella vi, entre otras anotaciones, la dirección de un bar llamado Pedro López—. Aunque a tu madre no le hace ninguna gracia, he seguido de cerca a Yolanda. Está muy mal desde que murió Tomás. Y no frecuenta los mejores lugares últimamente. —Señaló la dirección del bar—. Tuve que sobornar al camarero de ahí para que no le sirviera demasiada bebida.

—Fantástico, pero no importa. Lograré que nos acompañe. —Respiré hondo—. Deberíamos salir y empezar a buscarla.

—No te hagas ilusiones con Yolanda, cariño —dijo mi padre—. No creo que acepte.

Erik guardó silencio. Por el momento, no expresó sus pensamientos.

—¿Nos vamos? —preguntó, levantándose.

—Sí.

Salimos los tres del despacho. Pasamos por delante de los molares de mastodonte y las relucientes calaveras, las tumbas, las estelas y la Sala de Jades. Mi padre nos acompañó hasta la recepción, donde estaba el expositor de libros y tazones relacionados con las estelas de Flores. Allí nos regaló algunos, así como una segunda edición del libro de mis padres sobre las estelas: La traducción de las estelas de Flores. También nos dio dos camisetas con unas reproducciones en color de las diferentes tablas.

—Quiero darte… algo —me dijo—. Ojalá pudiera ayudarte más.

—Gracias por todo, señor Álvarez —dijo Erik, sujetándolo todo entre sus manos.

—En el fondo es usted un buen hombre, Erik —le dijo Manuel, sonriendo—. Se deja llevar por sus mejores instintos. Eso está bien. Sé que le importa mi hija, se nota. Eso también está bien. Puede que incluso le guste a ella… pero no, seguramente no. Sin embargo, no debe sentirse mal por ello. Y recuerde, compórtese.

—Lo haré, señor —dijo Erik.

—Muy bien —dijo mi padre—. Ahora, por favor, váyase para que pueda despedirme de mi hija.

Erik me miró y enarcó las cejas. Luego salió del museo y nos dejó solos.

—Papá —dije, abrazándolo.

—Cariño mío. Lola, mi ángel.

Lo apreté con fuerza. Dado que mis padres no estaban casados y que yo me había quedado con mi madre, nunca había vivido con mi padre durante mucho tiempo. Pero no importaba. Me parecía a él; había heredado su gran pasión por los libros, y el amor que me inspiraba era tan grande que a veces no lo podía contener. Ese sentimiento, junto con el miedo que sentía por lo que hubiera podido sucederle a mi madre, hicieron que me diera vueltas la cabeza. Me aferré a él sin poder pronunciar palabra.

Entonces él se apartó.

Me miró muy erguido, cuadrando los hombros, con los ojos llenos de lágrimas.

—Adiós, cariño —dijo.

—Adiós, papá.

Le di un beso, recogí mi bolsa y me despedí con la mano. Noté su mirada en la espalda cuando atravesé el vestíbulo, y tuve que secarme los ojos con la manga cuando traspasé la puerta del museo y salí a la luz de la tarde.