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El Museo Nacional de Arqueología y Etnología, en el corazón de la Zona Trece de la ciudad, se halla en un antiguo palacio colonial, de color gris perla, construido para las damas españolas del siglo XIX. Sus salones olían en otro tiempo a orquídeas, y se adornaban con perros de raza y fuentes cristalinas. Aunque no parece el lugar más indicado para albergar armas e ídolos precolombinos con colmillos, cuando Erik y yo subimos por la escalera de entrada al museo y franqueamos una puerta decorada con un brillante mural de guerreros mayas, fueron precisamente esa clase de objetos los que vislumbramos en los corredores y las salas del edificio.

Nos dirigimos rápidamente hacia la recepción, que estaba en un rincón del extremo norte del vestíbulo. Junto a la cajera había un pequeño expositor de libros encuadernados, tazas de café y camisetas, estas últimas decoradas con grabados a color de fotos tomadas a las estelas de Flores. Pagamos la entrada en quetzales, dejamos las mochilas y las maletas en un estante tras el mostrador de recepción, y nos encaminamos hacia las galerías.

Había estado allí algunas veces cuando era niña. Conocía la disposición general de las salas, que no había cambiado mucho en varias décadas. Recordaba con exactitud el lugar del único tesoro que quería ver, aparte de a mi padre.

Erik también lo recordaba.

—Ven —dijo—. Esto te va a encantar.

Llevándome del codo, se dirigió hacia una sala posterior, la que contenía la obra de arte más hermosa y oculta de toda la colección del museo.

Mis tacones resonaban en el museo mientras atravesábamos las primeras salas a paso rápido. Tras los cristales de las vitrinas, vi cráneos de seres humanos antediluvianos, adornados con mosaicos de un brillante color azul turquesa y pan de oro. Las cabezas enjoyadas miraban fijamente a sus observadores, sonriendo luminiscentes. También brillaban los dientes humanos de los dioramas, colocados en pequeños cuencos de arcilla o expuestos sobre blancos lienzos. Aquellos restos hacían patente un trabajo de odontología primitivo pero inesperadamente lujoso; las cavidades de aquellos precursores habían sido perforadas y rellenadas con lo que parecían diminutos tapones de lapislázuli o jade. Había también asombrosas esculturas obscenas y cuencos de piedra de basalto donde en otro tiempo se había derramado la sangre de las víctimas de los sacrificios. En el rincón más alejado de la sala, vimos una tumba bien conservada, descubierta en el remoto Petén hacía algunos años. Dentro yacía el esqueleto de un niño, con los huesos del color de la vitela, cuyo cráneo presentaba un fuerte golpe. Los restauradores habían rodeado el cuerpo con vasijas que contenían grano y joyas, tal como se encontró en la excavación.

—Mira las estelas, las estelas de piedra —dijo Erik cuando pasamos a otra sala que se abría a un jardín y que estaba llena de altas columnas de basalto talladas por los mayas y los olmecas. Tenían casi cuatro metros de alto y estaban cubiertas de delicadas y sinuosas imágenes de reyes, escribas y esclavos—. La mayoría de las piedras con imágenes talladas que se han encontrado eran de basalto puro, en algunos casos de granito. La mayoría de las que hay aquí proceden de Tikal. Las piedras de Flores son las únicas que se conocen que fueron talladas enteramente en jade, en jade azul.

—Hacía mucho tiempo que no las veía en persona —le dije—. Solo en los libros.

Entramos en la Sala de Jades, la única del museo dedicada a las reliquias de jade que se han descubierto y conservado en Guatemala. En el centro de la sala se encontraban las piezas más importantes, expuestas sobre pedestales de lucita.

Las estelas de Flores son cuatro tablas de jadeíta azul tallada; cada una mide aproximadamente cincuenta centímetros de alto por treinta centímetros de ancho y quince de grosor. Iluminadas por pequeños focos fijados a los pedestales, las piedras brillaban como cristales de colores. En cada una de las placas se habían cincelado jeroglíficos en forma de dragones, doncellas, jaguares y enanos, adornados con complejos sombreados, flores geométricas y oscuros medallones. También había personajes feroces y grotescos: víboras sibilantes y sinuosas y gárgolas con los ojos desorbitados y grandes dientes, mezcladas aparentemente al azar con otros signos abstractos, como círculos y rectángulos, barras oblicuas y puntos diacríticos. Por aleatorios que fueran, los signos estaban ordenados en líneas, lo que indujo a todos los expertos en cultura maya a creer que las piedras podían leerse como un libro, hasta que la conferencia de Tomás de la Rosa en 1967 en El Salvador refutó convincentemente esa teoría.

De pie ante las piedras, comprendí la atracción que ejercía la tesis de la falta de significado de los signos. Había algo relajante en su incoherencia. Las inefables imágenes de jorobados, mujeres y serpientes flotaban en el intenso color irisado, que adquiría distintos tonos y profundidades opalescentes según el ángulo de la luz que entraba por la ventana. El sol traspasaba las piedras y caía sobre nosotros mientras observábamos las tallas. Cuando miré a Erik, vi que su cara y su blanca camisa estaban cubiertas por un fino velo azul.

—Mi madre deseaba ser la primera en interpretar estas tablas —dije—. Quizá, si hubiera publicado su artículo antes de la conferencia de De la Rosa, no habría sentido el impulso de ir a la selva en busca de nuevos descubrimientos. Y quizá…

—Ahora no se habría perdido.

—Eso es.

—Seguramente no —dijo Erik—. Fíjate en De la Rosa. Siempre andaba metido en líos. Primero en el ejército. Dicen que a mediados de los años setenta colocó una bomba en la casa de un coronel, después de pasar por delante de los guardias militares disfrazado de anciana campesina. Mató a un contable que estaba trabajando en la casa, quizá incluso a propósito. Y también hirió a un teniente. He olvidado su nombre, pero el coronel… Moreno, así se llamaba, castigó al teniente por no vigilar bien su casa; le aplicó los métodos de interrogatorio que utilizaban con los marxistas. El chico acabó convirtiéndose en uno de los peores carniceros durante la guerra…

—Ése no debía de ser precisamente el efecto que pretendía conseguir De la Rosa.

—Quizá ésta fuera una de las razones por las que sufrió aquella crisis nerviosa —dijo Erik—. Pero en realidad creo que se volvió loco porque las guerrillas mataron a sus amigos. Fue entonces cuando abandonó la resistencia y empezó a perseguir a extranjeros en la selva. Luego empezó a buscar la reina Jade y la gente pensó que había perdido el juicio; llevó la competición a extremos muy peligrosos, como lo que ocurrió con tu padre y las arenas movedizas, ¿verdad?

—Ocurrió en una expedición —dije, asintiendo—. De la Rosa se disfrazó de sherpa y mi padre ni siquiera lo reconoció. Hizo que mi padre y su equipo se desviaran del camino, y cuando estaban completamente perdidos, simplemente se fue y los dejó en la selva. Mi padre fue tras él y cayó en unas arenas movedizas. Cuando le llegaban ya hasta la barbilla, De la Rosa apareció en la orilla, le lanzó un par de insultos y luego lo sacó.

—Menuda historia.

—Por eso cortamos la relación con su familia. Yo tuve que dejar de escribir a Yolanda, que se había marchado de casa hacía algunos años. Éramos muy amigas, a pesar de que no nos parecemos en nada. Su padre le había enseñado a trepar, rastrear, cazar, pelear, e incluso a disfrazarse. Cuando vivía con nosotros, le gustaba agarrarme por el cuello y jugar a la lucha, y a veces se disfrazaba, por ejemplo de Magua, el villano de El último mohicano. Venía corriendo hacia mí gritando maldiciones indias. Para que me mantuviera alerta, decía.

—¿El último mohicano?

—Es una persona muy peculiar.

—Eso parece.

—Pero cuando Tomás le hizo aquello a mi padre, mi madre me obligó a distanciarme de Yolanda. Era muy importante para ella. Mi padre ha tenido problemas psicológicos con la selva desde entonces. Para mi madre, se trataba de una cuestión de lealtad, dijo. —Noté que se dibujaba una sonrisa en mi cara—. Pero ahora sé que fue un error dejar de escribir a Yolanda. Ella siguió haciéndolo hasta finales de los años ochenta. Y en los últimos años las cartas no fueron muy agradables. Dejaba muy claro que la había traicionado y que me odiaba. No había hablado con ella ni le había escrito en doce años, pero hace dos semanas lo hice. Le envié una nota cuando me enteré de que su padre había muerto. Ya sabes, algo breve y totalmente inadecuado. «Lamento lo de tu padre. Mi más sentido pésame. Lola». No me ha respondido, y desde luego no la culpo.

Después de mi confesión nos quedamos callados. Las piedras rielaban como el agua ante nuestros ojos. Erik alzó la mano y tocó los jeroglíficos.

—De la Rosa —dijo—. En mi campo es casi imposible no oír su nombre en todas las conversaciones. Es el monstruo sagrado. Pero para mí siempre fue la parte menos interesante de las estelas. Cuando era adolescente, no me importaba qué significaban. Simplemente quería conocer las aventuras de la persona que las había encontrado. Es decir, Tapia. Trabajó cincuenta años antes que Tomás de la Rosa. Óscar Ángel Tapia…

—Ya me hablaste de él en casa. Y a veces he oído que mi madre pronunciaba su nombre.

—Fue él quien arrebató las piedras a los indios ante sus narices. Él despertó mi interés por los anticuarios de principios del siglo XX. Y también me condujo a Von Humboldt.

—¿Cuál fue su historia exactamente?

—¿La de Óscar? ¡Pobre diablo! Creyó haber triunfado cuando encontró las estelas. En 1924. Era un magnate del café, vivía en una mansión en la isla Flores, y una vez conseguida su fortuna decidió gastársela en coleccionar antigüedades. Llevaba un diario de sus aventuras; lo escribía cifrado. En él cuenta que le gustaba usar a sus criados como guías para que le ayudaran a encontrar restos por los alrededores. E hizo algunos hallazgos: ánforas, sílex, pequeños ídolos. Ahora todo está en el museo. Pero no se conformaba con tan poca cosa. Preguntó a sus criados si no había algo más importante en la selva. Y lo había. —Erik señaló las estelas—. Los lugareños guardaban las tablas con gran secreto. La leyenda decía que estaban malditas. Así que ninguna de sus doncellas o lacayos dijo una sola palabra, porque pensaban que morirían. Pero la cocinera no era tan supersticiosa.

»Supuso que conseguiría un buen dinero si le revelaba a Tapia el paradero de las tablas, en la parte sur del Petén. “Mi cocinera me ha contado hoy un extraordinario rumor. Habla de unas tablas de piedra azul, de delicadas proporciones y exquisita talla, que enmohecen en la selva”. Escribió estas palabras en su diario, pero al revés. Como te decía, se consideraba un seguidor de Leonardo.

—¿Has memorizado su diario?

—Estuve interesado en él durante mucho tiempo debido a sus inclinaciones criptográficas. En cualquier caso, a Tapia le costó mucho convencer a sus criados para que lo ayudaran, al menos al principio, pero les pagó tanto dinero que acabó por imponerse a la maldición. Sin embargo, según se cuenta, la cocinera no recibió nada. Así, el señor Tapia y sus criados se adentraron en la selva por la parte sur del Petén. Tapia atravesó un río y perdió a dos hombres. Luego encontró las tablas en la orilla. Ordenó a sus criados que las arrancaran del suelo y consiguió volver con ellas a su mansión, tras lo cual les dio el erróneo nombre de estelas de Flores. Y entonces actuó la maldición. Al menos eso es lo que se cuenta.

—¿Qué pasó?

—Una horrible enfermedad. Antes de que acabara el año todos murieron con los mismos síntomas: se volvían azules y se retorcían por el suelo, chillando de dolor. Todos los lugareños huyeron de la isla por el miedo a contagiarse. —Erik se encogió de hombros—. Pero algo me dice que no fue por ninguna maldición.

—La cocinera —aventuré, sonriendo.

—Debió de echar unas gotas de veneno en la comida, y luego cogió lo que creía que le pertenecía, o incluso más, y se dio a la fuga.

—No me sorprende que esta historia te fascinara tanto.

—Tardé años en empezar a pensar en las tablas. Tenía casi veinte años cuando leí Meaninglessness in Maya Iconography, de De la Rosa.

—Mi madre solo estaba interesada en los jeroglíficos.

Erik miró los dibujos con los ojos entrecerrados.

—Pero debo decirte algo. Nunca he estado de acuerdo con la teoría de que no significan nada.

—No sabía que quedaran disidentes.

—Bueno, siempre he tenido la fantasía de demostrar que tu madre se equivoca.

—¿Alguna idea de cómo lo harás?

Erik movió la cabeza y sonrió.

—Ninguna, pero eso no significa que no pueda hacerlo.

—Sigue soñando…

Tras decir estas palabras, sentí unos brazos delgados y nervudos alrededor de los hombros, y unas patillas que rozaban mi mejilla.

Me di la vuelta y vi la mirada ardiente, el poblado mostacho, el impecable traje de mezclilla con la corbata y su perfecto nudo Windsor, y la intrépida sonrisa de Manuel Álvarez, mi padre. Parecía fuerte y seguro de sí mismo. Por su aspecto, nadie adivinaría la angustia que había pasado en los últimos días, a menos que lo conociera bien y supiera leer sus ojos.

—Lola —dijo mi padre, y volvió a abrazarme, apretando su cara contra la mía y musitando mi nombre unas cuantas veces más—. Gracias a Dios que estás aquí.