10

Al día siguiente, Erik y yo llegamos a Ciudad de Guatemala; estaba parcialmente inundada y sumida en el caos. Cuando salimos de la aduana y del aeropuerto, yo llevaba unas guías de Lonely Planet y de Rough Guide. Seguimos a nuestros compañeros de viaje, con sus gafas de sol y su calzado de montaña high tech, y nos adentramos en la multitud de vendedores que había a las puertas de la terminal. Había mujeres de ojos negros con hatillos en equilibrio sobre la cabeza; hombres con pantalones negros y sencillas camisas de algodón vendían piezas de jade verde: collares, pulseras, pequeñas réplicas de ídolos tallados en forma de serpientes emplumadas o de dragones. Hombres y muchachos llevaban sacos con nueces de macadamia y anacardos empaquetados en bolsas de plástico, discos compactos en relucientes estuches y cigarrillos. Otros simplemente esperaban para ofrecer su servicio de taxi. Por la calle circulaban en ambas direcciones taxis blancos y amarillos.

—Vamos —dijo Erik.

Me quedé parada hojeando mis guías mientras los taxistas me preguntaban adónde iba. Cuando alcé la vista de las ilustraciones de aquellas guías, vi un lugar cambiante y errático, regido por códigos oscuros que no tenían una relación clara con el ordenado mundo de zonas «buenas» y «malas», y de alojamientos «baratos» o «caros» que exponía la Lonely Planet. Creía que siendo una americana-mexicana bilingüe, que había ido a Guatemala algunas veces de pequeña, todo me sería más fácil, pero aquella fantasía se hizo añicos enseguida.

—Sube, sube —me urgió Erik, abriendo la puerta de un taxi blanco que había parado.

Nos adentramos rápidamente por las calles mojadas de Ciudad de Guatemala en dirección al Museo de Arqueología y Etnología, donde nos aguardaba mi padre. En medio de un tenso silencio, circulamos por La Reforma, una de las calles más largas de la ciudad, que atraviesa veintiuna zonas distintas. Las vallas publicitarias con sus modelos de telenovela quedaban atrás; por nuestro lado pasaban autobuses escolares de colores brillantes, pintados como arco iris y con relucientes detalles cromados, como emblemas de Mercedes pegados, imágenes de Jesucristo, y las siluetas plateadas de chicas tetudas que suelen verse en los camiones. El huracán había derribado varios de los árboles que flanqueaban la avenida, y los conductores tenían que poner en práctica nuevas y peligrosas maniobras. Una oleada de agua golpeó nuestro parabrisas y oscureció por completo nuestra visión. Los limpiaparabrisas nos desvelaron la aparición de un camión con un cargamento de acacias bamboleantes que amenazaban con saltar del camión en cualquier momento y darnos su particular bienvenida a Guatemala. A la puerta de las tiendas había soldados del ejército empuñando rifles cortos, lo que no invitaba precisamente a comprar.

—¿Estás bien? —preguntó Erik, mirándome con el entrecejo fruncido.

—Sí —respondí al cabo de unos segundos. Mentía.

—Pues ahora mismo tienes el aspecto de Charles Manson.

—¿Qué?

—Será mejor que animemos esa cara. Creo que lo que necesitas es un poco más de salchichón y de chocolate.

—Ya me has dado bastante en el avión. No puedo comer nada más.

—Silencio. La comida es la mejor cura para los nervios. Un buen desayuno te sentará bien. —Hurgó en su mochila y sacó los panecillos, las carnes asadas envueltas en film transparente, un surtido de quesos y los trozos de pastel de chocolate envueltos en papel de aluminio con los que me había estado alimentando durante el vuelo.

—No, no, no —protesté.

—Oh, sí —dijo él, poniéndome una magdalena de chocolate en la boca.

La comí. Luego me pellizcó la oreja y cogió el móvil para llamar a mi padre, mientras yo seguía con los frutos secos que él iba poniéndome en la mano.

—¿No hay noticias? —dijo al teléfono—. Esperaba que hubiera llamado.

—¿Quién, mamá? —pregunté. Él asintió.

—Está bien —siguió diciendo—. Por el momento parece que lo va asimilando… Las calles están completamente inundadas. Sé que en el norte están peor. Llegaremos en una hora, más o menos, señor Álvarez. Dependerá del tráfico… ¿Qué quiere decir? —Erik hizo una pausa y abrió mucho los ojos—. ¿Qué encontraron allí? ¿Solo es un rumor? Pero usted cree…

—¿Quién ha encontrado qué? —quise saber.

Erik terminó la conversación y colgó.

—¿Quién ha encontrado qué? —repetí—. ¿Qué pasa?

—Al parecer, se ha descubierto mucho jade azul en las montañas —respondió, parpadeando rápidamente.

—Mi madre mencionó algo de eso… ¿Qué montañas?

—La sierra de las Minas.

—Sí, eso.

—Tu padre dice que aún no está del todo claro, y puede que tarde un tiempo en estarlo. Hubo un desprendimiento de tierras o algo así, y salió a la luz. Según dice, es posible que haya una mina allí. Un par de equipos han salido ya en dirección a la zona. Tendrán que cavar, y si encuentran algo, podría ser grande.

—Eso parece.

Miré por la ventanilla.

Él se frotó la cara, nervioso, y sus cejas se erizaron.

—Esto daría pie a toda clase de interesantes posibilidades.

—Como la fuente de la riqueza de los antiguos mayas, por ejemplo —dije.

—Ajá. La mina de la que sacaron el jade para hacer los ídolos, las máscaras y las estelas. Y también podría decirnos por qué desaparecieron.

—También nos daría la fuente de las leyendas.

—Las leyendas sobre el jade. Y los laberintos.

—Exacto.

—Si llegamos a encontrarlos, sería como… no sé, como cuando Charles Maclaren encontró las ruinas de Troya… Era un arqueólogo aficionado.

—He oído hablar de él.

—Sería algo parecido, ¿no crees?

Volví a mirar por la ventanilla; vi el lago en el que se había convertido la autopista, y a varios vendedores de nueces de macadamia empapados. Pensé en el mapa de Guatemala. El país está formado por las altiplanicies del sur y la selva del Petén al norte; la larga cadena de montañas conocida como sierra de las Minas se extiende de éste a oeste a través del cuadrante medio-oriental del país. Pero la ruta de éste a oeste se aleja mucho de Antigua, que está justo al sur de la altiplanicie de Ciudad de Guatemala, así como de la ciudad de Flores y la selva del Petén, situadas al norte.

—No voy a ir a la sierra —dije—. Mi madre no tomó esa dirección.

—No digo que yo vaya a ir —respondió Erik. Movía una pierna con una fuerza alarmante—. Yo… bueno, las montañas ya están llenas de estudiantes de Harvard. Pero nosotros seremos los únicos, aparte de tu madre, que iremos a la selva. La recorreremos y formaremos nuestro propio equipo. Y si tu madre tenía razón y el primer laberinto está allí…

—Todo eso será cuando la hayamos encontrado a ella —dije.

Erik fijó la vista en el bajo de sus pantalones.

—A eso me refería.

Fuera, el ambiente era gris y húmedo. Unas cuantas nubes se cernían sobre nosotros, traspasadas por negros cables de alta tensión. El cielo parecía una inmensa partitura.

No sé si Erik veía todo aquello mientras miraba por su ventanilla. Parecía absorto en la idea de buscar los laberintos de Von Humboldt sin tener competencia.

Aún no se lo había dicho a él, pero había decidido que convencería a Yolanda de la Rosa para que nos hiciera de guía, por si necesitaba ir a la selva a buscar a mi madre. Yolanda era la única persona que podía guiarme. Siendo niña, su padre le había enseñado todos los senderos, sus secretos, la ubicación de las ciénagas y los terrenos pantanosos, los cementerios, los refugios de sus tigres y sus aves. Si mi madre estaba allí, Yolanda la encontraría.

Aunque hacía años que no la veía, desde que ella había abandonado Long Beach para volver a Guatemala, estaba segura de que su genio y su devoción por Tomás de la Rosa seguirían siendo tan intensos como siempre. Y aunque siguiera enfadada conmigo, sabía que no se resistiría a cualquier pista que pudiera conducirla hasta los laberintos y al jade que su amado padre no había logrado encontrar. Jamás rechazaría una oportunidad de acabar lo que él había empezado.

Le hablaría del e-mail de mi madre, y si veía que no quería ayudarme, le daría a entender que mi madre me había enviado información que nos ayudaría a encontrar el jade. Le diría cualquier cosa. Aunque si convencía a Yolanda, el profesor Gomara se encontraría con una rival bastante desagradable.

No sabía si eso sería bueno para mí y para mi madre.