La entrada de mi madre turbó la serenidad de la vacía librería.
—¿Niña? —gritó, y su portazo hizo sonar con fuerza la campanilla de latón—. ¿Estás ahí, criatura?
—Ssí —respondí desde la trastienda de la librería.
—Lola, ¿dónde estás?
—Aquí, en la oficina, mamá. Un momento.
—Bueno, no me hagas esperar. ¿Recibiste mi mensaje acerca de las fotocopias que necesito? ¿Están listas? Tengo un taxi esperando en la puerta.
Juana Sánchez aguardaba de pie en medio de la librería. Su larga melena plateada brillaba entre las sombras de color caramelo; llevaba un bolso de lona colgando del brazo y su capa de mezclilla echada sobre los gruesos hombros. Empezó a tararear, impaciente y desafinando, una melodía, mientras yo dejaba una tercera edición de La isla misteriosa de Julio Verne sobre el escritorio. Soy delgada y tengo el pelo rizado, así que no me parezco mucho a mi madre, salvo en el gusto por la ropa extravagante. Cogí mi chaleco al estilo del Oeste y, haciendo sonar mis viejas botas rojas de Patsy Cline, salí de detrás de una pila de libros de la trastienda de El León Rojo, la librería de mi propiedad, situada en Long Beach.
Mi madre dejó de tararear cuando me vio aparecer.
—Ya era hora. ¿Qué hacías ahí a oscuras?
Me acerqué y ella empezó a tirar de mi rebelde flequillo negro con rápidos movimientos de la mano.
—Envolver unas cosas —contesté.
—¿Has tenido trabajo? —Me sacudió un imaginario polvo de los hombros, me alisó las arrugas del cuello pasando los pulgares con fuerza, y finalmente me plantó un leve beso en la mejilla. Reí.
—¿Tú qué crees?
—No seas pesimista. Las cosas mejorarán. Aunque, cuanto menos tiempo dediques a trabajar, más tiempo tendrás para mí. ¿O has olvidado que me voy esta noche? Seguro. ¡Eso te ocurre por pasarte el día y la noche metida en esta tienda, leyendo esos malditos libros, en lugar de venir conmigo a la selva de vez en cuando! Te lo he dicho muchas veces. Un par de días en la selva es lo que te hace falta para poner los pies en la tierra, criatura, para madurar. Quizá entonces recuerdes cuándo tu madre se va del país.
—Lo recordaba perfectamente. Estaba a punto de hacerte las fotocopias.
—Ya —dijo, entornando los ojos para mirarme.
—Y no creí que estuviera invitada a este viaje.
—La verdad es que esta vez no lo estás. —Me rodeó la cintura con el brazo y me estrujó contra sí—. He preparado unas pequeñas vacaciones para mí solita. Recorreré los lugares que visitó De la Cueva, la ruta que ella siguió cuando buscaba el jade. Solo por diversión. Necesito pasar un tiempo lejos de aquí. —Carraspeó—. Pero no te ofendas. Hablo en general.
—Anoche ya me dijiste que ibas a seguir el rastro de Beatriz de la Cueva. Y seguro que también el de De la Rosa, ¿no es cierto?
—Supongo. Pero no hablemos de Tomás. Es demasiado triste el modo en que murió.
—Neumonía.
—Eso dicen. Pero nadie parece saber dónde fue enterrado, ¿verdad?
—No, que yo sepa.
Mi madre me dio la espalda y examinó algunos de los libros que cubrían las paredes.
—Creo que tu padre está un poco triste, por extraño que parezca. Y será duro para Yolanda. Echará de menos a su padre.
—Lo siento mucho por ella. Hace años que no hablo con Yolanda.
—Sí, pero decidimos que sería mejor así.
—Lo sé.
—Aunque en otro tiempo fuimos todos amigos.
—Lo siento, mamá —dije, tocándole el hombro.
—Hablemos de De la Cueva —dijo ella con voz firme.
—Por mí, perfecto. Veamos. La antigua gobernadora Beatriz…
—Fue la primera europea que fue en busca de la piedra, ya sabes.
—Sí, lo sé —dije—. Conozco la historia casi mejor que tú. Estoy pensando en traducirla al inglés.
—¿En serio? —Esbozó una sonrisa de complacencia.
—Podría editarla yo misma y venderla aquí, en la librería.
—Es una idea divertida, pero dudo que conozcas la historia tan bien como yo.
—¡Vamos! Es la leyenda de la reina mágica de todos los jades; otorgaba el poder absoluto a aquél que consiguiera hacerse con ella…
—Pero también acababa destruyendo a sus dueños —me interrumpió—. Cualquier persona que veía o tocaba el jade se obsesionaba con él. Al menos dos de sus poseedores tuvieron un espantoso final; luego, una bruja lo ocultó y lo maldijo. Según cuenta la historia, si alguien tratara de robarlo, el mundo sería destruido por agua y fuego…
—Pero esa amenaza no sirvió para ahuyentar a nadie —dije—. Y aún menos a los europeos. En el Renacimiento hubo una expedición a la selva para ir en busca de la piedra. Pero no tuvo demasiada fortuna. Había un Laberinto del Engaño y un Laberinto de la Virtud… un esclavo que mintió… unos españoles muy ingenuos…
—Por todo ello —dijo mi madre, enarcando las cejas—, puede decirse que es toda una aventura. Deberías tener el libro en la tienda y hacerme una copia.
—Lo tengo por aquí —dije—. Solo tardaré un momento en fotocopiarlo.
—Y las Cartas de De la Cueva.
—Las cartas ya las he fotocopiado —dije, y rápidamente fui a por el libro.
Encontré la edición de 1541 de La leyenda de la reina Jade de Beatriz de la Cueva en lo más alto de la estantería dedicada a «Grandes villanos de la historia colonial», donde se encuentran algunos de los libros de intriga más espeluznantes de mi tienda. Puedo dar fe de ello, ya que soy experta en historias de este tipo y El León Rojo está especializado en libros de fantasía y aventuras. Desde que la inauguré en 1993, me aseguré de que la librería animara a sus clientes a sumergirse en las gloriosas obras de este género y me dediqué a comprar las mejores bibliotecas privadas de las que tenía noticia. También la doté de estanterías de nogal elegantemente talladas y de mullidas butacas de cuero que a menudo estaban ocupadas por lectores que parecían una versión miope de Luke Skywalker o de Allan Quatermain, o encontraba en ellas a un entusiasta de Dune que parecía haber tomado demasiada Especie. También celebraba maratones de Dragones y Mazmorras, y durante nuestro festival anual de recreación de El Señor de los anillos podían encontrarme empuñando una espada y respondiendo únicamente al nombre de Galadriel. No me importaba que aquellas extravagancias me estuvieran llevando a la bancarrota, ya que el origen de mi pasión por la aventura era fácil de descubrir: mi madre era la personificación de Odiseo, una arqueóloga de UCLA y especialista en jade, que se había pasado los últimos treinta años preparando periódicas expediciones a las selvas llenas de jaguares y de reliquias de Guatemala. Como prueba de que seguía siendo tan osada como los domadores de leones y los trotamundos de Julio Verne o H. Rider Haggard, aquel 22 de octubre de 1998 se disponía a partir de nuevo hacia Guatemala, motivo por el cual se encontraba en la librería. Quería que le fotocopiara unos mapas, unas cartas y el texto de una antigua leyenda, que utilizaría como referencias durante su viaje.
Mamá me sujetó las piernas cuando me encaramé a una escalera apoyada en la estantería.
—Cuidado —me dijo—. Cada vez que subes a esta cosa, pienso que te vas a partir el cuello.
—¿Y en cambio quieres que vaya contigo a jugar con serpientes y escorpiones en la selva?
—La selva es segura. Pero fíjate en este lugar, con libros por todas partes. Es una trampa mortal.
—Tú asegúrate de que no resbale. —Alargué el brazo hacia el estante más alto—. Ya casi lo tengo.
Agarré el libro con una mano, mientras la escalera se tambaleaba y mi madre gritaba; cuando por fin salió el libro, caí en los brazos de mi madre. Llevamos La reina Jade a la trastienda, donde tenía la fotocopiadora.
—Muchas personas han muerto por haber leído este libro —dije, aplastando la primera página sobre la superficie de cristal de la fotocopiadora. Las hojas crujían de tan viejas y estaban llenas de notas que los lectores habían dejado en los márgenes.
—Bueno, De la Cueva es muy convincente acerca del jade —apuntó mi madre.
—«La piedra azul brillaba, bella como una diosa, alta como una amazona, reinando sobre la avaricia de los hombres con su terrible gloria» —leí en voz alta—. Ella creía en la historia. ¿Por qué si no iba a seguir buscando por la selva cuando todos a su alrededor morían de cansancio y de disentería?
—Por su esclavo, para empezar.
—Querrás decir su amante —corregí.
—El que la llevó allí.
—El que la traicionó —dije, asintiendo.
Empezamos a recordar los detalles del famoso engaño que condujo a la publicación de la Leyenda. En 1540-1541, la gobernadora de Guatemala, Beatriz de la Cueva, cayó bajo el embrujo de su amante, un sirviente maya llamado Balaj K’waill, que la ayudó a traducir una antigua leyenda indígena sobre una piedra mágica de jade oculta en dos laberintos de la selva que, según él afirmaba, podían encontrarse al otro lado del río Sacluc, en la inexplorada selva del Petén. El riesgo valdría la pena, le prometió. La gema no solo era una joya, sino un arma fantástica con la que cualquier gobernante podría aplastar a sus enemigos simplemente deseando que murieran. Ávida de poder, De la Cueva no pudo resistirse a la tentación, aunque la leyenda hablaba también de las espantosas consecuencias de poseer el jade. Se suponía que los débiles de carácter, tras mirar el jade, se quedaban petrificados por su brillo. Era la típica historia precristiana. Burlándose del peligro y confiando en su carácter, la gobernadora inició la búsqueda con su esclavo, y tras seis meses de viaje afirmó haber descubierto el mortal Laberinto del Engaño, un colosal y tortuoso edificio hecho de jade de color cobalto como el de la legendaria piedra. Algunos eruditos opinan que tal vez halló algún tipo de construcción en la selva, un palacio con un diseño peculiar, por ejemplo, o alguna tumba antigua, pero no se ha encontrado nada en la época moderna. Finalmente, De la Cueva se dio cuenta de que el jade prometido por su amante no era más que un engaño; decepcionada, mandó ejecutar a Balaj K’waill por traidor. Sin embargo, no fue la única que cayó en el engaño de la piedra. A pesar de la tragedia, la leyenda siguió intrigando a aventureros de siglos posteriores, y muchos otros emprendieron la inútil y peligrosa busca.
—La piedra de jade azul —musitó mi madre, mirando el libro conmigo—. No es extraño que tantos lunáticos fueran en su busca. La jadeíta azul es la más rara. El jade verde de Birmania no lo supera, el jade serpentina chino resulta vulgar en comparación. Sería la reina de todas las piedras de jade azul, la más rara de todas, hija mía; eso si realmente existió. Ni siquiera sabemos de dónde salía el jade azul. El lugar donde pueda encontrarse la mina es un enigma. Hasta hoy, solo se han descubierto algunas piezas talladas.
—Bueno, tú has descubierto unas cuantas piezas: esa máscara de jaguar, algunos cuencos y cacharros.
—Y las estelas, por supuesto —añadió ella—. Descubiertas en 1924 por Tapia.
—Y las hojas de hacha que desenterró Erik Gomara.
—Te refieres a las que consiguió antes que yo.
—¿Dónde fue? ¿En el Petén?
—Dios, no me pongas de malhumor hablando de Gomara.
—De acuerdo —dije, lamentando haber pronunciado el nombre del rival académico de mi madre—. No te enfades.
—Demasiado tarde —dijo ella—. Olvida a Gomara. Piensa en Tomás. Encontró algunas piezas mientras buscaba la reina, el viejo chiflado. Estaba convencido de que la encontraría.
Mi madre hizo una pausa para tirarme de la oreja.
—Tampoco quería hablar de él, ¿sabes? —añadió—. Pero Tomás siguió la misma ruta que Beatriz por la selva en busca de aquel cuento de hadas. Igual que aquel viejo alemán, Alexander von Humboldt. —Suspiró, y de pronto me pareció tan nostálgica que no me atreví a preguntarle por la enigmática referencia al explorador europeo—. Bueno. Encontraré muchos fantasmas en el camino que voy a recorrer. Pero al menos estaré en movimiento, y no estudiando con el culo pegado a la silla.
Me miró con ojos brillantes.
—¿Qué?
—¿Conseguiré sacarte de esta librería alguna vez? —gruñó.
—Mamá.
—Lola. Tienes treinta y un años. Cuando yo tenía tu edad, huía de tigres e intentaba no quedarme enterrada bajo desprendimientos de tierras. Me divertía. Tu idea de tener una aventura consiste en leer un diccionario etimológico.
—Lo sé, ¿no es fantástico? —Agité los brazos, exasperada—. Y tú olvidas que te has pasado los últimos meses sumergida en los libros.
—¿Qué quieres decir?
—Has trabajado mucho últimamente. Pensaba que estabas escribiendo algo, pero resulta que sales otra vez corriendo.
—¿Qué te ha hecho pensar que estaba escribiendo un artículo? —preguntó ella, arrugando la nariz.
—Estabas encerrada en tu despacho, metida entre mapas, cartas de navegación y documentos. Y… hacía tiempo que no te veía tan obsesionada y concentrada. Ya que ninguna de las dos… Hablé de ello con papá anoche, por teléfono. No comprendemos por qué te vas.
—Ahora eres tú la que se comporta como una madre pesada. Es mi trabajo. Y ya te lo he dicho. Solo voy de vacaciones.
—Pero nunca te habías tomado vacaciones.
—Entonces seguramente me las merezco, ¿no te parece? Desde luego, he trabajado lo mío.
—¡Más que de sobra! —La cogí por los hombros—. Tú interpretaste las estelas de Flores. La primera, quiero decir…
—Sí, bueno, hace mil años descifré unas piedras sin sentido y bla, bla, bla, bla, bla. —Torció el gesto—. Mira, no te preocupes. Solo voy a visitar a tu padre una temporada, lo que sin duda encantará a Manuel. Y luego pasaré unas semanas recorriendo las viejas rutas de De la Cueva. Que la nueva generación se ocupe de las clases mientras yo vagabundeo entre los monos.
—Pero, mamá, si tú no soportas a la nueva generación…
—Eso es muy cierto —dijo ella, dándome un ligero golpe con la cabeza—. Salvando lo presente, por supuesto.
—Por supuesto.
—Aunque, ahora que lo pienso, supongo que debería mencionar que Gomara…
—Erik…
—Eso. Ese maldito mujeriego ha trabajado en esto. —Señaló la Leyenda—. Escribió algo acerca de los diarios de Von Humboldt, que se refieren a los laberintos de De la Cueva. A lo mejor te interesa leer el viejo diario del alemán, sobre todo si estás pensando en traducir la leyenda de De la Cueva. Del Orinoco al Amazonas: viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, así se llama.
—¿Las regiones equinocciales? —pregunté, mientras escribía el título en un trozo de papel.
—Von Humboldt recorrió Guatemala hacia 1800, buscando el jade del rey de los mayas. El pobre siguió la misma ruta que De la Cueva. Afirmó haber encontrado unos laberintos, un reino enterrado; luego, los indígenas estuvieron a punto de matarlo. Nunca se demostró nada, pero sus escritos son una valiosa aportación. Fue uno de los primeros en analizar el trabajo de De la Cueva. La universidad dispone de una bonita edición de su libro. Deberías ir a verlo. Me gustaría que lo leyeras.
—Suena muy bien.
—Ya me parecía que iba a gustarte. Al menos, conozco a mi hija. —Chasqueó los dedos y noté que se irritaba. Así era como solía reaccionar cuando estábamos a punto de separarnos y aparecían sus sentimientos más tiernos y delicados—. Pero no dejes que me ponga sentimental. Aún tienes que hacerme unas fotocopias.
Cuando terminé con las fotocopias, recogí las hojas de la bandeja y se las entregué. Ella se agachó para abrir la cremallera de la bolsa de vinilo Hartmann de color beis. Dentro llevaba ropa y libros, y uno de sus pequeños diarios de color salmón.
Cogí el último objeto que le quedaba por meter en la bolsa y ella alzó diestramente el brazo por encima de la cabeza, sin dejar de mirar la bolsa, para arrancarme el diario de las manos.
—Gracias, monstruo —dijo—. Ya sabes que te ganarás una zurra si fisgoneas.
—Solo hago todo lo posible por impedir que te vayas —repliqué.
Ella alzó la cabeza y me miró con el entrecejo fruncido.
—Sí. Bueno. Supongo que ya está. —Sus labios temblaron un poco.
—Sí, supongo que sí —dije yo—. ¿Saludarás a papá de mi parte?
—Desde luego.
—¿Pasarás… a ver a Yolanda para darle el pésame?
—Creo que sería un poco embarazoso…
—Te echaré de menos, mamá —dije, ladeando la cabeza.
—Eso espero. —Sus labios temblaron un poco más—. ¿A quién voy a gritarle ahora? ¿Y quién me escuchará cuando me queje?
—Estoy segura de que encontrarás a alguien, como siempre. Además, solo estarás fuera… ¿cuánto?
—Dos semanas. Si el tiempo se mantiene. No es mucho.
—Dos semanas no son nada —respondí con el mismo tono firme.
—Ay, criatura… —dijo ella, mirándome.
Luego, como las dos somos muy sentimentales, empezamos a moquear y a bizquear nuestros ojos enrojecidos.
—¡Oh, mierda! —exclamamos las dos, y nos secamos las lágrimas con fuerza.
Ella se levantó y volvió a abrazarme, lo que provocó en mí un nuevo gruñido. Sus relucientes cabellos claros acariciaron mi rostro. No llevaba perfume. Olía a limpio, a jabón puro y a la cálida humedad de la mezclilla.
—Eres mi querida y dulce criatura —susurró—. Y nos veremos muy pronto. Entonces seguiremos hablando. —Me dio un último apretón y me besó, pero al separarse de mí juraría que vi de nuevo el característico brillo maquiavélico de sus ojos. Se dirigió hacia la puerta y yo cavilé que seguramente sus pensamientos estaban ya en Guatemala, en la selva, donde se hundiría en aquél blando y asqueroso lodo que a ella tanto le gustaba.
En el exterior, el taxista gruñó y farfulló mientras cargaba la bolsa en el vehículo. Mi madre se quedó en la puerta de El León Rojo, con sus cabellos plateados flotando en mechones y la capa envolviéndole los hombros; señalaba con grandes aspavientos y gritaba instrucciones al taxista.
—¡Adiós, mi hermosa criatura! —me dijo antes de irse definitivamente.
No noté ningún escalofrío, ningún estremecimiento, cuando se metió en el taxi y cerró la puerta.
Debería haber sentido algo extraño u ominoso mientras miraba a mi madre, que me decía adiós con la mano por la ventanilla del taxi, hasta que éste desapareció a la vuelta de la esquina.