Cuarto en la posada de la Liga
Entran FALSTAFF y la Sra. APRISA
FALSTAFF.—Basta de charla. Vete. Lo cumpliré. Esta es la tercera vez, y creo que a la tercera va la vencida. Márchate. Dicen que hay algo de la voluntad del cielo en los números impares, ya sea en el nacer, en la suerte, o en el morir. Vete, vete.
APRISA.—Os proveeré de la cadena, y haré cuanto esté a mi alcance para procuraros un par de cuernos.
FALSTAFF.—Márchate, digo. El tiempo pasa. Vamos: levanta la cabeza, y trote menudo. (Sale la Sra. Aprisa. Entra Ford.) ¡Hola! ¿Qué tal, señor Brook? Ha de saberse la verdad esta noche, o nunca. Estad en el parque esta media noche, junto al roble de Herne, y veréis maravillas.
FORD.—¿No fuisteis ayer, señor, conforme a la cita que me dijisteis os había dado?
FALSTAFF.—A la cita fui, señor Brook, como el pobre hombre que me veis; pero salí de ella como una pobre vieja. Ese mismo pillo, Ford, su esposo, tenía en el cuerpo, señor Brook, el diablo más furioso de celos que jamás haya infundido frenesí a un hombre. Os diré que, tomándome por una anciana, me aporreó terriblemente; pues ya se echa de ver que en mi propia forma de hombre no temería yo ni al mismo Goliat con una viga de telar; porque sé también que la vida es una lanzadera. Estoy de prisa. Venid conmigo, señor Brook, y os lo diré todo. Desde los días en que desplumaba gansos, corría la tuna y jugaba al trompo, no he sabido lo que es atrapar golpes hasta esta ocasión. Seguidme, y os referiré extrañas cosas de este bellaco Ford, de quien he de vengarme esta noche, y cuya esposa os he de entregar.
Salen