Cuarto en casa de Ford
Entran FALSTAFF y la Sra. FORD
FALSTAFF.—Señora Ford, vuestro pesar ha hecho desaparecer mi resentimiento. Veo que sois consecuente en vuestro amor, y me precio de cumplido en corresponder hasta la más mínima fineza. Y esto, señora, no sólo en cuanto al amor mismo, sino también en todos los accesorios, complementos y ceremonias que lo acompañan. ¿Pero estáis ahora segura de vuestro marido?
Sra. FORD.—Ha salido a cazar, amable sir Juan.
Sra. PAGE.—(Adentro.) ¡Ea! ¡Hola! Señora Ford. ¿Me oís?
Sra. FORD.—Entrad a esa cámara, sir Juan.
Sale FALSTAFF.—Entra la Sra. Page
Sra. PAGE.—¿Cómo estáis, querida mía? ¿Hay alguien con vos en la casa?
Sra. FORD.—¿Quién podría haber? Nadie sino las gentes de mi servicio.
Sra. PAGE.—¿De veras?
Sra. FORD.—Nadie, por cierto. (Aparte.) Hablad más alto.
Sra. PAGE.—No sabéis cuánto me alegro de que estéis sola.
Sra. FORD.—¿Por qué?
Sra. PAGE.—¡Ay, mujer! Vuestro marido vuelve a su vieja manía. ¡Si oyerais lo que dice allá abajo a mi esposo! ¡Y cómo reniega de cuantos matrimonios hay en el mundo! Maldice a todas las hijas de Eva, de cualquiera condición y carácter que sean; y se golpea la frente gritando: «¡Salid de una vez, salid de una vez!», de modo que cualquier locura furiosa que haya visto en mi vida, no es más que mansedumbre, paciencia y cortesía, comparada con la furia en que él está. ¡Gracias a Dios que el caballero gordo no está aquí!
Sra. FORD.—¡Pues qué! ¿Habla de él?
Sra. PAGE.—Nada más que de él; y jura que la última vez que lo buscó lo hicieron salir dentro de un canasto; asegura a mi esposo que él está ahora en este lugar; y ha hecho que todos los que le acompañaban en la caza abandonen su recreo para venir a darles una nueva prueba de sus sospechas. Me alegro en el alma de que el caballero no se encuentre aquí; pues así verá vuestro esposo su propio desatino.
Sra. FORD.—¿Y está cerca de la casa?
Sra. PAGE.—Al fin de esta calle; de manera que no tardará en llegar.
Sra. FORD.—¡Estoy perdida! ¡El caballero está ahí dentro!
Sra. PAGE.—¡Ay, Dios mío! ¡Pues entonces estáis arruinada sin remedio, y él ya se puede dar por hombre muerto! Pero ¿qué mujer sois? ¡Que salga al instante, que salga! ¡Más vale pasar un bochorno que ser causa de un asesinato!
Sra. FORD.—¿Pero por dónde podrá salir? ¿Cómo lo ocultaré? ¿Volveré a ponerlo en el canasto?
Vuelve a entrar Falstaff
FALSTAFF.—No, no volveré a entrar en el canasto. ¿No podré irme antes de que él venga?
Sra. PAGE.—¡Ay! ¡Allí están guardando la puerta tres de los hermanos de Ford, armados de pistolas! Y no dejarán salir a nadie. Si no fuera por esto, podríais salir antes que él llegase. ¿Pero qué hacéis aquí?
FALSTAFF.—¿Qué haré? ¿Qué haré? Me subiré por la chimenea.
Sra. FORD.—Siempre que vuelven de cazar descargan allí sus escopetas. Meteos por la boca del horno.
FALSTAFF.—¿Adónde está?
Sra. FORD.—Pero es indudable que registrará allí también. No le quedará armario, cofre, baúl, pozo, bóveda ni rincón por registrar; pues tiene escrita la nota de todo, y se guía por ella: es imposible ocultaros en la casa.
FALSTAFF.—Entonces saldré.
Sra. PAGE.—Si salís tal como estáis, sir Juan, no pasaréis vivo la puerta de la calle. Sólo que pudierais disfrazaros…
Sra. FORD.—¿Qué disfraz podremos ponerle?
Sra. PAGE.—¡Qué desgracia! No se me ocurre la menor idea. No hay enaguas bastante grandes para él; que de no, se le podría poner un sombrero, un embozo, un pañuelo, y así podría escapar sin dificultad.
FALSTAFF.—Por amor de Dios, ingeniad algún medio. Lo que queráis, con tal de que no haya aquí alguna catástrofe.
Sra. FORD.—La tía de mi doncella de labor, la obesa señora de Brentford, tiene en un cuarto de aquí arriba una bata.
Sra. PAGE.—Por vida mía que le vendrá bien. Ella es tan gruesa como él. Y ahí están también su sombrero tejido y su manto. Subid, sir Juan.
Sra. FORD.—Subid, subid, amable sir Juan. La señora Page y yo buscaremos algunas blondas para la cabeza.
Sra. PAGE.—Pronto, daos prisa. Subiremos inmediatamente a vestiros. Mientras tanto, poneos la bata.
Sale Falstaff
Sra. FORD.—Me alegraría de que le encontrase en esta traza mi marido. No puede tolerar a la vieja de Brentford: jura que es bruja: le ha prohibido venir a la casa, y la ha amenazado con echarla a golpes.
Sra. PAGE.—¡Dios le ponga debajo del bastón de vuestro marido, y venga el diablo a guiar el bastón!
Sra. FORD.—¿Pero viene realmente mi esposo?
Sra. PAGE.—Si, y de bastante mal humor, por cierto. Habla del canasto, pero no sé cómo haya podido ser informado de esto.
Sra. FORD.—Probaremos lo mismo otra vez; porque encargaré a mis criados que vuelvan a llevar el canasto, para que se encuentren con él a la puerta, lo mismo que la vez pasada.
Sra. PAGE.—Ya no debe tardar en presentarse. Vamos a vestir al otro como a la bruja de Brentford.
Sra. FORD.—Daré primero instrucciones a mis gentes sobre lo que han de hacer con el canasto. Subid, que yo iré enseguida llevando la ropa que falte.
Sale
Sra. PAGE.—¡Cargue el diablo con el muy rematado pillo! Nunca podremos atormentarle como merece. Daremos una prueba en lo que vamos a hacer, de que las esposas pueden ser alegres sin dejar de ser honradas. Las que a menudo chanceamos y nos reímos, no pasamos todas de las palabras bulliciosas a las obras calladas. Es refrán antiguo, pero muy verdadero que, «del agua mansa nos libre Dios».
Sale
Vuelve a entrar la Sra. Ford con dos criados
Sra. FORD.—¡Ea! Tomad otra vez en hombros el canasto. Vuestro amo está cerca de la puerta. Si os pide poner en tierra vuestra carga, hacedlo. ¡Pronto, daos prisa!
Sale
CRIADO 1.°—Vamos, vamos, levanta.
CRIADO 2.°—Dios quiera que no esté lleno con el caballero otra vez.
CRIADO 1.°—Espero en Dios que no. Tanto me gustaría que estuviese lleno de plomo.
Entran Ford, Page, Pocofondo, Caius, y sir Hugh Evans
FORD.—Bueno. Pero si resulta ser verdad: ¿tendréis algún modo de quitarme mi locura? ¡Abajo ese canasto, canalla! Que llamen a mi mujer. ¡Oh vosotros, bellacos, alcahuetes! ¡Aquí hay una pandilla, una conspiración contra mí! Pero toda esta infamia saldrá ahora a luz. ¡Mujer! ¿Oís? ¡Venid aquí a ver qué ropas tan inocentes enviáis al lavadero!
PAGE.—Esto es insufrible. Señor Ford, no debéis ya andar suelto. Será menester poneros una camisola de fuerza.
EVANS.—Está lunático, loco furioso, tan furioso como un perro con la rabia.
POCOFONDO.—Verdaderamente, señor Ford, esto no está bien. En verdad que no.
Entra la señora Ford
FORD.—Lo mismo digo yo, señor. ¡Venid aquí, señora Ford! ¡La mujer honrada! ¡La esposa modesta! ¡La virtuosa criatura que tiene por marido un loco celoso! Sospecho sin motivo, señora mía, ¿no es así?
Sra. FORD.—Si sospecháis de mi honra, pongo al cielo por testigo de que no tenéis razón.
FORD.—Muy bien dicho, sin vergüenza; insiste en ello. Ven acá, criado.
Saca las ropas del canasto
PAGE.—Esto es intolerable.
Sra. FORD.—¿No os avergonzáis? Dejad esos trapos.
FORD.—Ya os encontraré al instante.
EVANS.—Esto no está en el orden. ¿Vais a vaciar las ropas de la señora?
FORD.—¡Vaciad el canasto, os digo!
Sra. FORD.—Pero ¡hombre!, ¿qué es esto?
FORD.—Tan cierto como que soy hombre, señor Page, ayer se ha hecho salir de mi casa a un hombre en este canasto. ¿Por qué no había de estar en él también hoy? De que se encuentra en mi casa, estoy seguro: mis informes no pueden engañarme, y mi celo es justo. Echadme fuera todas esas telas.
Sra. FORD.—Si halláis allí un hombre, morirá de la muerte de una pulga.
PAGE.—Aquí no hay nadie.
POCOFONDO.—Sobre mi fe, señor Ford, que esto no está bien. Os hacéis agravio vos mismo.
EVANS.—Señor Ford, deberíais rezar en vez de entregaros a las imaginaciones de vuestro corazón. Esto no es más que celos.
Ford. —Bueno. El que busco no está aquí.
PAGE.—No: ni en parte alguna que no sea vuestro cerebro.
FORD.—Ayudadme a registrar la casa nada más que esta vez; y si no encontramos lo que busco, no tengáis misericordia conmigo; hacedme para siempre el tema de vuestra charla de sobremesa, y que se diga de mí en todas partes: «celoso como Ford, que registró una cáscara de nuez para encontrar al amante de su esposa». Dadme una sola vez esta satisfacción: busquemos esta vez.
Sra. FORD.—¡Hola! ¡Eh! ¡Señora Page! Bajad con la anciana, que mi esposo necesita ir a la habitación.
FORD.—¡Anciana! ¿Qué anciana es ésa?
Sra. FORD.—La tía de mi doncella, la anciana de Brentford.
FORD.—¡Una bruja, una mujer perdida, una vieja enredista! ¿No le he prohibido venir a mi casa? ¿A qué vendrá sino a traer mensajes? Nosotros, hombres sencillos, no sabemos lo que se hace pasar bajo la pretendida profesión de adivinar la fortuna. Ella se sirve de talismanes, de oráculos, de figuras y de cosas por el estilo; todo fuera de nuestro elemento; de manera que no podemos saber nada. ¡Baja de ahí, vieja bruja, baja, te digo!
Sra. FORD.—No le hagáis mal, esposo mío. Caballeros, os ruego que no le dejéis maltratar a la pobre anciana.
Entra Falstaff vestido de mujer, conducido por la señora Page
Sra. PAGE.—Venid, madre Prat, venid, dadme la mano.
FORD.—¿Sí? Pues yo le daré bastón. (Le da golpes.) ¡Harapo! ¡Pelleja! ¡Gato montés! ¡Pandorga! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! ¡Yo te daré conjuros! ¡Yo te daré adivinar fortuna!
Sra. PAGE.—¿No os da vergüenza? ¡Creo que habéis casi muerta a la pobre mujer!
Sra. FORD.—No tardará en hacerlo. Será para vos un crédito muy honroso.
FORD.—¡Que el diablo cargue con la bruja!
EVANS.—Por sí o por no, me figuro que la mujer es realmente bruja. No me gusta que las mujeres tengan una barba crecida, y he notado una gran barba bajo el embozo de ésta.
FORD.—¿Queréis seguirme, señores? Os suplico que me sigáis a ver el éxito de mis celos. Si he dado la alarma sin fundamento, no confiéis jamás en mí cuando os invite de nuevo.
PAGE.—Obedezcamos su capricho todavía un poco más. Vamos, caballeros.
Salen Page, Ford, Pocofondo y Evans
Sra. PAGE.—Creedme, que le ha golpeado lastimosamente.
Sra. FORD.—Pues os aseguro por la misa, que no lo ha hecho así; más bien creo que le ha golpeado sin lástima alguna.
Sra. PAGE.—Voy a hacer bendecir el bastón y que lo cuelguen en algún altar. Ha prestado un servicio de los más meritorios.
Sra. FORD.—Ahora bien, decidme vuestro parecer. ¿Pensáis que en nuestra condición de señoras y con el testimonio de una buena conciencia, debemos perseguirle con nuevas venganzas?
Sra. PAGE.—Tengo por seguro que con estos sustos ya se le habrá quitado el espíritu de libertinaje. Si el diablo no lo ha comprado sin pacto de retroventa, pienso que jamás volverá a atrevérsenos.
Sra. FORD.—¿Diremos a nuestros esposos lo que le hemos hecho?
Sra. PAGE.—Indudablemente debemos decírselo, aunque sólo fuera para limpiar de fantasmas el cerebro de vuestro marido. Si ellos en su corazón encuentran que el pobre, vicioso y obeso caballero debe ser más castigado todavía, nosotras dos seremos aún los instrumentos.
Sra. FORD.—Os garantizo que le harán pasar una vergüenza en público; y creo que de no hacerle pasar esa pública humillación, no deberíamos cesar un instante en la burla que le hacemos sufrir.
Sra. PAGE.—Pues manos a la obra. Combinemos el plan. No me gusta que estas cosas se enfríen.
Salen