Cuarto en casa de Ford
Entran la señora FORD y la señora PAGE
Sra. FORD.—¡Hola, Juan! ¡Hola, Roberto!
Sra. PAGE.—Pronto, pronto. Es en la canasta…
Sra. FORD.—Por vida mía. ¡Hola, Robín!, ¿oyes?
Entran criados con una canasta
Sra. PAGE.—Venid, venid.
Sra. FORD.—Ponedla aquí.
Sra. PAGE.—Dad la orden a vuestras gentes. No tenemos tiempo que perder.
Sra. FORD.—Entended, como os tengo dicho, Juan y Roberto, que debéis estar listos aquí cerca, en la cervecería; y en el mismo instante en que yo os llame, venid, sin dilación ni tropiezo, y tomad esta canasta en vuestros hombros. Con ella iréis a toda prisa hacia los lavaderos de la ciénaga de Datchet, y la vaciaréis en la zanja cenagosa que está junto a la margen del Támesis.
Sra. PAGE.—¿Lo haréis así?
Sra. FORD.—Les he hecho el encargo una y otra vez. No son instrucciones lo que les falta. Idos, y acudid en el momento en que os llame.
Salen los criados
Sra. PAGE.—Aquí viene el rapazuelo Robin.
Entra Robin
Sra. FORD.—¿Qué tal, chiquitín mío? ¿Qué nuevas traes?
ROBIN.—Mi amo sir Juan, ha venido a la puerta falsa, señora, y solicita vuestra compañía.
Sra. PAGE.—Y tú, rapazuelo prestado, ¿no nos has hecho alguna mala partida?
ROBIN.—Puedo jurar que no. Mi señor no sabe que estáis aquí, y me ha amenazado con despedirme si os digo la menor palabra, pues jura que me pondría a la puerta.
Sra. PAGE.—Eres un buen muchacho, y tu sigilo te servirá de sastre; como que le deberás un vestido nuevo. Voy a esconderme.
Sra. FORD.—Hacedlo. Ve a decir a tu señor que estoy sola. Señora Page, no os olvidéis de la señal.
Sale Robin
Sra. PAGE.—Te lo garantizo. Si no desempeño mi papel, sílbame.
Sale la Sra. Page
Sra. FORD.—Pues a ello. Nos serviremos de esta pestilente humedad, de esta grosera calabaza, y le enseñaremos a distinguir las flores de los guijarros.
Entra Falstaff
FALSTAFF.—¿Te he alcanzado al fin, celeste joya mía? Pues ahora debería yo morir, ya que he vivido bastante tiempo para ver coronada mi ambición. ¡Oh! ¡Bendita hora!
Sra. FORD.—¡Oh simpático sir Juan!
FALSTAFF.—Señora Ford, no puedo lisonjear, no puedo charlar, señora Ford. Ahora mi deseo es pecaminoso: quisiera que estuviese muerto vuestro marido. En presencia del más encumbrado lord lo diría: te haría mi esposa.
Sra. FORD.—¡Yo, esposa vuestra, sir Juan! Seria una muy pobre esposa para vos.
FALSTAFF.—¡No la hay igual en toda la corte de Francia! Veo cómo tu mirada rivaliza con el brillo del diamante; tienes en las cejas el arco armonioso que corresponde a un modelo veneciano ricamente adornado.
Sra. FORD.—Un modesto pañuelo es todo lo que puede venirles bien. Y aun eso, lo dudo.
FALSTAFF.—Es una traición lo que te haces hablando así. Harías en todo rigor una excelente dama de corte; y tu paso firme y elástico, daría a tu talle la más seductora oscilación bajo los semicírculos de la crinolina. Bien veo lo que serías si no te fuera adversa la fortuna; pero la naturaleza te ha favorecido, y esto no puedes ocultarlo.
Sra. FORD.—Creedme, no tengo tales atractivos.
FALSTAFF.—¿Pues por qué te he amado? Esto solo basta para convencerte de que hay en ti algo de extraordinario. Vamos, yo no puedo adular y decir que eres esto y aquello, como tantos de esos remilgados pisaverdes que se presentan como mujeres disfrazadas de hombre y perfumados de pies a cabeza. No, no puedo hacerlo, pero te amo, a ti, a ti sola, y lo mereces.
Sra. FORD.—Pero no me traicionéis. Mucho me temo que amáis a la Sra. Page.
FALSTAFF.—Tanto valdría que dijeras que me gusta ir a parar a la cárcel; cosa que me halaga tanto como el vapor de cal viva.
Sra. FORD.—Bueno. El cielo sabe cuánto os amo, y algún día os convenceréis de ello.
FALSTAFF.—No varíes de pensamiento, que yo mereceré tu amor.
Sra. FORD.—Nunca, debo decíroslo, si no variáis vos mismo; pues entonces no podría pensar del mismo modo.
ROBIN.—(Adentro.) ¡Señora Ford! ¡Señora Ford! La señora Page está a la puerta, toda sudando y jadeando y con la cara despavorida, y dice que tiene que hablaros inmediatamente.
FALSTAFF.—Es necesario que no me vea. Me ocultaré aquí detrás de este tapiz.
Sra. FORD.—Hacedlo. Es una mujer muy chismosa. (Falstaff se oculta. Entran la señora Page y Robín.) ¿Qué ocurre? ¿Qué hay de nuevo?
Sra. PAGE.—¡Oh señora Ford! ¿Qué habéis hecho? ¡Estáis cubierta de afrenta, estáis arruinada, estáis perdida para siempre!
Sra. FORD.—Pero ¿qué acontece, buena señora Page?
Sra. PAGE.—¡Pues no es nada, señora Ford! ¡Teniendo por marido a un hombre honrado, darle semejante motivo de sospecha!
Sra. FORD.—¿Qué motivo de sospecha?
Sra. PAGE.—¿Qué motivo de sospecha? ¡Vergüenza para vos! ¿Cómo he podido equivocarme sobre vos?
Sra. FORD.—Pero ¡por Dios!, ¿de qué se trata?
Sra. PAGE.—Se trata, mujer, de que vuestro marido viene en este momento con todos los oficiales de Windsor, a sorprender a un caballero que dice está ahora aquí en su casa, de acuerdo con vos, para aprovechar deshonrosamente su ausencia. ¡Estáis perdida!
Sra. FORD.—(Aparte.) Hablad más alto—. Y digo que no es así.
Sra. PAGE.—Plegue a Dios que no sea así el que tengáis aquí a tal hombre; pero es indudable que vuestro esposo viene con la mitad de Windsor tras de él, para buscarle aquí. Me he adelantado a ellos por daros aviso. Si os encontráis inocente, me alegro en el alma; pero si ocultáis aquí algún amigo, hacedle salir al instante, al instante. No os atolondréis; apelad a toda vuestra lucidez, defended vuestra reputación o despedíos para siempre de la buena vida que habíais disfrutado.
Sra. FORD.—¡Ay Dios mío! ¿Qué haré? Allí está un caballero, amiga querida; y no es tanto mi vergüenza lo que tomo como el peligro que él corre. Daría mil libras por verle sano y salvo fuera de la casa.
Sra. PAGE.—¡Qué disparate! Este no es tiempo de «daría esto» ni «daría aquello». Vuestro marido llegará dentro de pocos instantes. Pensad en algún medio de transportar a vuestro amigo. Ocultarlo en la casa es imposible. ¡Oh! ¡Cómo me habéis engañado! Mirad. Aquí hay un canasto. Si él no es de una estatura desmedida, podrá agazaparse aquí. Lo cubriréis con ropas sucias como para enviar al lavado; o si aún hay tiempo, enviadlo con vuestros criados a los lavaderos de la ciénaga de Datchet.
Sra. FORD.—Es demasiado corpulento para caber ahí.
Vuelve a entrar Falstaff
FALSTAFF.—¡Dejadme ver! ¡Dejadme ver! Probaré entrar. Sí. ¡Entraré, entraré!
Sra. PAGE.—¡Qué! ¡Señor Juan Falstaff! ¿En esto han venido a parar las cartas que me habéis escrito, caballero?
FALSTAFF.—Es a ti a quien amo; a nadie sino a ti, Ayúdame a escapar. Déjame meterme aquí dentro. Jamás en mi vida…
Se mete en el canasto y lo cubren con ropa sucia
Sra. PAGE.—Ayuda a tapar a tu amo, muchacho. Señora Ford, llamad a vuestros criados. ¡Desleal caballero!
Sra. FORD.—¡Hola! ¡Juan! ¡Roberto! ¡Juan! (Sale Robin. Vuelven a entrar los criados.) ¡Ea! Levantad ese canasto de ropas. ¡Pronto! ¿Dónde está la vara en que se cuelga para llevarlo? ¡Vamos! No hay que andar bamboleándose. Llevadlo a la lavandera en la ciénaga de Datchet. ¡Listos, listos!
Entran Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans
FORD.—Acercaos, os lo suplico. Si mis sospechas carecen de fundamento, pues bien, burlaos de mí, hacedme vuestro hazmerreír. Lo tendré bien merecido. ¡Hola! ¿A dónde lleváis eso?
Criado.—A donde la lavandera, por cierto.
Sra. FORD.—¡Pues está bien! ¿Qué tenéis que meteros con que lleven eso acá o allá? Solo falta que os encarguéis del lavado y de apuntar la ropa.
Ford. —¿Apuntar, eh? ¡Ya quisiera yo que lavándome se me quitara lo que me puede apuntar! ¡Punta! ¡Punta! ¡Punta! Sí; punta, punta, os lo garantizo. Y de la estación, como se verá luego. (Salen los criados con la canasta.) Señores; he tenido anoche un sueño y os lo he de contar. He aquí mis llaves; aquí, aquí las tenéis. Subid a mis habitaciones, buscad, registrad, descubrid. Os aseguro que atraparemos el zorro. Dejadme primero que obstruya esta salida. Ahora, principiad la caza.
PAGE.—Buen señor Ford, tranquilizaos. Vos mismo os hacéis grave injusticia.
FORD.—¿De veras? Adelante, caballeros, que vais a tener diversión. Seguidme, señores.
Sale
EVANS.—Fantasías de celoso.
CAIUS.—¡Por vida de…! que no es así la moda en Francia. Nadie tiene celos en Francia.
PAGE.—No. Seguidle, señores, y ved el resultado de su investigación.
Salen Evans, Page y Caius
Sra. PAGE.—¿No hay en esto un doble mérito?
Sra. FORD.—No sé qué me deleita más; si ver que mi marido se engaña, o ver la burla hecha a sir Juan.
Sra. PAGE.—¡Qué bien atrapado debió verse cuando vuestro esposo preguntó lo que iba en el canasto!
Sra. FORD.—Temblando estoy de que necesite un baño para lavarse; de manera que echarlo al agua, será hacerle un beneficio.
Sra. PAGE.—¡Que el diablo cargue con ese bribón sin vergüenza! ¡De buena gana vería yo en igual trance a todos los de su jaez!
Sra. FORD.—Me parece que mi marido tenía una sospecha particular de que Falstaff estaba aquí; porque nunca le he visto tan rudo en su celo, como ahora.
Sra. PAGE.—Voy a urdir una trama, para que tengamos algunas tretas más contra Falstaff. Su mal crónico de corrupción, difícilmente cederá a este medicamento.
Sra. FORD.—¿Os parece bien enviar a esa mala peste de la señora Aprisa, para ofrecerle excusas por haberle echado al agua, y darle una nueva esperanza que le haga caer en un nuevo castigo?
Sra. PAGE.—Sí; hagámoslo. Que venga mañana a las ocho para recibir satisfacciones.
Vuelven a entrar Ford, Page, Caius y sir Hugh Evans
FORD.—No he podido encontrarle. Quizás el bribón se jactaba de lo que no podía alcanzar.
Sra. PAGE.—(Aparte a la Sra. Ford.) ¿Habéis oído eso?
Sra. FORD.—(Aparte a la Sra. Page.) ¡Si, si, silencio!… Me tratáis bien, señor Ford, ¿no os parece así?
FORD.—Si, así lo hago.
Sra. FORD.—Que Dios os haga mejor que vuestros pensamientos.
FORD.—Amen.
Sra. PAGE.—Os causáis un gran mal vos mismo, señor Ford.
FORD.—Sí, sí. Debo sobrellevar todo esto.
EVANS.—Así Dios me perdone el día del juicio final, como es verdad que no hay nadie en los dormitorios, ni en los cofres, ni en los armarios.
CAIUS.—¡Por vida de…! yo digo lo mismo. No hay nadie, nadie.
PAGE.—¡Por Dios! ¿No os avergonzáis, señor Ford? ¿Qué espíritu, qué demonio os sugiere tal imaginación? No quisiera tener en estos asuntos vuestra vehemencia, ni por todas las riquezas de Windsor.
FORD.—Confieso que es culpa mía, señor Page, y sufro por ello.
EVANS.—Sufrís por una mala conciencia. Vuestra esposa es una mujer tan honesta como podría desearla yo entre cinco mil y quinientas más.
CAIUS.—¡Voto a…! que veo claro su honradez.
FORD.—Bien. Os prometí una comida. Venid a dar un paseo por el parque. Os ruego que me perdonéis. Más tarde os diré por qué hice esto. Ven, esposa mía. Venid, señora Page. Os suplico que me perdonéis: lo suplico sinceramente.
PAGE.—Vamos con él, señores; pero creedme, que le haremos blanco de nuestra jovialidad. Os invito a almorzar mañana temprano en mi casa. Después iremos a cazar pájaros; tengo un buen halcón. ¿Os acomoda?
Ford. —Lo que queráis.
EVANS.—Si hay uno, yo seré el segundo de la partida.
CAIUS.—Y si hay uno o dos, yo seré el tercero.
EVANS.—Os ruego ahora que os acordéis mañana de aquel sucio bribón de posadero.
CAIUS.—Perfectamente. ¡Por vida de…! que lo haré con todo mi corazón.
EVANS.—¡Sarnoso bribón! ¡Que se permite bromas y burlas!
Salen